Hijito de la Noche

Lentamente el fantasma de Petit se va apoderando de mi cuerpo y voy trasmutando en un hijito de la noche; en un sumergido en el magma del dolor, del dolor de vivir a esta hora, en este día, en este mundo, exactamente. Malestar político-existencial, casi como si no enfermar marcara insensibilidad y se traduciría en un estar de acuerdo, conforme con lo dado, unión sedadora de ser y deber ser, por que algo-alguien lo quiso así. Y entonces la enfermedad-dolor denuncia, arroja en la cara un amarillo anemia desmacricomializado que expone, hace cuerpo intemperie y marca la imposibilidad de reconciliarse, de atenuar el volcán, de volverse asfixiante consenso asimilador, de unirse a la cercana pandilla de los que aún críticos la pasan medianamente bien en medio del derrumbe, de la tormenta, del colapso.
Y mire que por aquí no estoy hilvanando cuestiones éticas con tufillos moralizantes, sino más bien la trama en la que ladra una condición fisiológica, expresión de un cuerpo en el entrecruzamiento en dialéctica negativa entre el dolor de vivir y la potencia de estar. Cómo escapar en dicha condición a la avanzada totalizadora del fármaco y la norma medicalizante, cómo escaparle a todos los dispositivos de la desafección: “es palabra del médico, nirvana del meditador tibetano y discurso del psicoanalista”.
Pero hay infinitud, hay fuga, grieta, hay lo impensable-imposible-extraordinario en las sembradoras tribus amistosas que nos van encendiendo buenesas en común, que nos permiten delirar de la hermosa locura compartida, dando potencia al querer vivir e intensidad sensible para desafiar… pequeñas complicidades para seguir empujando, para continuar el despliegue del deseo insumiso y que sigamos sin fuerzas para rendirnos esforzándonos por habitar al pie de nuestros sentipensares.

Diseminando a Marcos

 

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