La radicalidad de Mayo del 68

Raoul Vaneigem

Lo que la mentira periodística ordinaria llama “los sucesos de Mayo del 68” surgió en una época en que la economía florecía y los salarios eran lo suficientemente elevados como para involucrarse en la gran ola de colonización consumista que empezaba a desplegarse. En Francia, el conservadurismo aun estaba estable, andándose con rodeos, de buena ley. El progresismo podía enorgullecerse de un socialismo engalanado con los laureles de las viejas luchas obreras y de un Partido, supuestamente comunista, cuya importancia numérica y quiliástica pesaba en el tablero político.

.

La radicalidad de Mayo del 68

.

El capitalismo descubría en el sector del consumo una fuente de ganancias superiores a las del sector de la producción que su dinamismo industrial le aseguraron hasta finales de los “años cincuenta”. Las fábricas tradicionales donde los asalariados trabajaban como esclavos dieron paso, en cierto modo, a las verdaderas fábricas de consumo que eran los supermercados. Ahí, a diferencia de los ritmos infernales, estaban de moda la despreocupación y el dejarse llevar. La atracción por los placeres daba sentido a la absurda labor cotidiana. Esos lugares se destinaban a una libertad total salvo por el imperativo de pagar las adquisiciones a la salida.

Creíamos evadirnos del trabajo, disfrutar de un centro de ocio. En realidad, trabajábamos dos veces para el mismo jefe. Como productores, garantizándole el plus valor habitual y como consumidores, restituyéndole nuestro salario al precio de un abalorio de buen salvaje.

¿Acaso no había crecimiento-¡el colmo de la paz social!- tema de calmar la agresividad reivindicadora, de aligerar la conciencia de clase, de hacerle la cama a un capitalismo feliz?

Una realidad chispeaba en los efectos estroboscópicos de los edenes de neón. Su aparente credibilidad autorizaba al capitalismo a profetizar la nueva era. “El Estado de bienestar” ilustraba de forma plausible la ideología progresista de una clase dominante que se enorgullecía de conducir a los proletarios hacia un mundo mejor. En adelante, el sacrificio cotidiano ya no se perdería más en las vanas esperanzas de una gloria celestial, que las religiones transmitían cada vez más a duras penas. El infierno del trabajo desembocaba en un paraíso terrestre, entregado llave en mano.

Las condiciones históricas, económicas, sociales, políticas, psicológicas eran propicias a un oscurantismo que invocaba la seguridad común y predicaba la instauración ciudadana de una felicidad a la altura de todas los bolsillos.

El “Welfare state” era indiscutiblemente un eslogan más convincente que el “Arbeit mach frei”. Se podría haber conjeturado que iba a suscitar una adhesión masiva. Sin embargo, lo que en ese momento se llevaba, a pesar de la propaganda mediática, eran los temblores de repulsión, las reacciones de desagrado, de asco nauseabundo. Había -sin que se expresase en voz alta- un rechazo espontáneo a lo que se presentía como un timo gigantesco en el que la vida iba a pagar el pato.

Fue una época en la que se evidenció como un malestar epidémico, la ruptura entre el desconcierto pasional de la existencia y la inteligencia intelectual que daba cuenta de ella. Henri Lefèvre había llamado la atención sobre la vida cotidiana, que asumía los aspectos de un objeto menos conocido que familiar. A la inteligencia sensible del cuerpo impregnado de deseos, Antonin Artaud le oponía la funcionalidad de la Mente, cuya fría racionalidad se empleaba en vano en gestionar el instinto de vida. Se podría decir que poniéndole malas caras a la felicidad deprimente que engangrenaba la carne y el pensamiento, una inspiración rebelde nacida en el Renacimiento y las Luces sacudía su silencio y, con sus disparos de advertencia, increpaba rabiosamente al siglo.

Son los destellos de la conciencia vivida que, desde los años 60, alarmaron sobre la incompatibilidad entre nuestro deseo de existir y las representaciones ficticias que se nos imponían bajo la marca de realidad objetiva.

Aunque por todas partes boicoteadas y veladas, las ideas radicales de un puñado de pensadores -deslomándose mal que bien por no ser cabezas pensantes- explotaron literalmente en el gran movimiento subversivo que levantó París y Francia durante casi dos meses. Solo se apagó jurando repetirse. Tras los resplandores de la Revolución francesa, de la Comuna de París, de los soviets rusos de 1905 a 1917, de las colectividades libertarias españolas de 1936, no hubo, salvo el Movimiento de las Ocupaciones y la intrusión zapatista en Chiapas, más que un largo cansancio subversivo, salpicado de tumultos sin grandes consecuencias.

El nacimiento del Lindo Mayo estaba marcado por una radicalidad que iba a arraigarse en la historia y cavar durante unos cincuenta años la zapa progresiva de los valores mercantiles que, desde siglos, deshumanizan las mentalidades y costumbres.

Hacia 1960, la colonización consumista cuyas primeras olas iban a arrasar sacó a la luz la urgencia de oponer al imperialismo mercantil un proyecto de sociedad en el que lo humano prevaleciese sobre la ganancia. Este proyecto existía pero las manos que lo llevaban derramaban sangre de los proletarios masacrados en nombre del proletariado. Los mahnovistas aplastados por Lenin, los marineros de Cronstadt fusilados por Trotski ilustran -sin embarrarse más adelante en los mataderos de Stalin y Mao -la vocacion emancipadora del supuesto comunismo. Cuando el tsunami mercantil se impuso al movimiento de Mayo del 68, fue con la complicidad de pretenciosos políticos y sindicales cuyos residuos intentan hoy exorcizar su miedo a los Chalecos amarillos y al rechazo de jefes.

El proyecto de sociedad humana necesitaba menos un nombre que una realidad experimental. Las colectividades libertarias de la revolución española tuvieron tiempo de probar, antes de ser aplastadas por los estalinistas, que vivir según sus deseos en una sociedad que se dedica a armonizarlos, es totalmente posible. Autoorganinzación, acracia, poder del pueblo por y para el pueblo, junta de buen gobierno, zona de autodefensa de lo vivo corren el riesgo de no ser más que apelativos de pedestales intelectuales si no emanan de la prioridad absoluta que es el regreso a la vida.

Todas las formas de gestión del hombre y la mujer han, sin ninguna excepción, instaurado la supremacía de lo inhumano. La autogestión de la vida cotidiana es la única elección que nos queda.

Tras la derrota del Movimiento de Ocupaciones de Mayo del 68 -y durante medio siglo- la máquina publicitaria de descerebrar se puso al servicio de lo político y trabajó sin tregua en el envilecimiento de conciencias.

Sin embargo, la inteligencia sensible duerme con un ojo abierto. Nos damos cuenta del declive de un consumo que, corroído por la creciente pauperización, apaga hoy sus neones. El toque de alarma del pillaje retumba no muy lejos de los paraísos consumibles. Vemos, de este modo, resurgir de su semi-clandestinidad una crítica radical que, desde el principio de los años 60, había atacado a machetazos el proyecto escatológico de una felicidad tramada por el libre mercado.

¿Acaso hay que recordarlo? El libre mercado es la práctica económica a la que le debemos el auge de la mercancía, el fin del Antiguo Régimen y la desaparición del inmobilismo agrario, la libertad de comercio y el comercio de la libertad, que tan acertadamente sirve de insignia al chiringuito de las democracias totalitarias.

La ironía de la historia quiso que la libertad del ser humano y de la ideas permitiese la libre circulación de mercancías para fomentar un movimiento de emancipación decidido a combatir los despotismos, empezando por el mismo que erigió el libre mercado que, en 1793, decapitó el absolutismo de su derecho divino.

De todos los logros de Mayo del 68, hay que destacar el desprecio y el rechazo al trabajo. El célebre eslogan “¡No trabajéis nunca!” no habría sido más que un desaire para sus turifelarios si no nos recordase que lo que por excelencia constituye lo propio del ser humano es la creación, la facultad de construirse construyendo el mundo. Uno de los peores crímenes de la civilización mercantil es haber desnaturalizado la creación reduciéndola a esta transformación del ser en objeto que llamamos trabajo.

El trabajo es una actividad parasitaria. Ah qué linda hipocresía el desprecio de la labor en los aristócratas del pasado. En un hedonismo de bravucones, siguen trabajando en hacer trabajar a los demás. Los burgueses, ellos, no se escondían. Estaban orgullosos de ello. A veces, en el dinamismo industrial, dejaban que la creatividad les guiñase el ojo y les preparase alguna innovación útil para la ganancia y circunstancialmente para la humanidad. Con la pauperización y el declive del sector del consumo, han tenido que recurrir al productivismo que habían abandonado para meter directamente mano en los bolsillos de los viandantes de supermercados. Las exigencias presupuestarias de la ganancia priorizan, a costa de cualquier beneficio social, los grandes trabajos inútiles: trenes de alta velocidad, autopistas, complejos hoteleros y turísticos, captura de aguas, derribo de bosques. Acabar con el capitalismo es acabar con el trabajo.

El rechazo al trabajo implica, entre otras consecuencias, la abolición de ese sacrificio original que exige extraer, día tras día, una libra de carne viva para transformarla en fuerza de producción. Erigidos por todas las religiones, sin excepción, los altares -donde la sangre de la mutilación existencial obligatoria cae a raudales- han generalizado y ritualizado la culpa. Ya que donde reina la explotación del hombre por el hombre, nunca se cumplen suficientemente las normas, no trabajamos, no nos intercambiamos, no nos economizamos lo bastante.

Esta existencia, ya no la queremos. Queremos vivir, no sobrevivir, tal es el grito del que se hizo portavoz el Movimiento de las Ocupaciones.

La ironía de la historia tiene más de un truco en su mochila. Mientras que la renuncia, la autoflagelación, el puritanismo eran inherentes a la necesidad de producir, la creciente importancia del sector del consumo se puso -por pura avaricia- a valorizar los placeres, a celebrar el hedonismo, a ceder a la tentación de saciar sus deseos a cambio de algunas monedas. Por muy adulterada que estuviera la democracia de supermercado era una democracia de cercanía, se escogía libremente de qué satisfacerse en el lujo de la abundancia que, en nuestras profundidades ancestrales, perseguía el mito de la Edad de Oro.

Hemos subestimado lo que había de quiliástico en el genio del capitalismo. No obstante, ese genio, es el mismo capitalismo el que hoy nos enseña que es de pacotilla, como las libertades que hay que pagar para atravesar la caja registradora erizada de porras.

Se invocaba la avalancha hacia el oro y resulta que las vetas están secas, si no para los gestores de las últimas ganancias, al menos para los demócratas de supermercado.

Imposible dar marcha atrás. El poder se ha atrapado en su propia trampa. La mentira se ha apoderado tanto de las llamas de la vida que lo consumen. El rechazo a toda autoridad, a todo Poder, laico o religioso que promovía la corriente libertaria podría parecer presuntuoso o excesivo. ¿Qué decir de la desenvoltura cuando menos desenvuelta con la que las estanterías de las grandes áreas de distribución dejan avecinarse la Biblia y el vibrador no estableciendo entre ellos más diferencia que el precio? Estamos de acuerdo en que este procedimiento no juega a favor de la santidad ni del carácter respetable del contenido de su embalaje. Al sacralizarse, la mercancía lo ha desacralizado todo. Nos alegraríamos si no llevara al mismo tiempo hacia la nada la barbarie y la resistencia a la barbarie.

La ganancia que no produce otra cosa que ella misma propaga el nihilismo que arrasa por igual los valores humanos y los instrumentos que los deshumanizan.

La única evidencia a la que nos confrontamos es la incompatibilidad de la conciencia de lo vivo con un sistema que la destruye.

No hay diálogo con el Estado. No es más que el desencadenamiento opresivo de su propia nulidad. Que no nos acusen de querer derribarlo, se derriba solito. Lo único, no queremos que se derribe sobre nosotros.

La autogestión encanta el mundo.

Ha nacido de un llamado a la vida que saca de su pesadilla una existencia reducida a la sobrevivencia trabajando para empobrecerse.

No hemos nacido para asumir un destino de animales de carga ni para enmascarar en roles de prestigio, cada vez más patéticos, la insoportable mediocridad de un mundo donde la ayuda mutua se sacrifica a la depredación, el entusiasmo amoroso al odio, el ser al tener, la mujer, el hombre y el niño a la mercancía.

La selva es el modelo social de la civilización mercantil. Ahora que la cosa es patente y que por todos lados se publica que el capitalismo perjudica gravemente la salud, ¿cuándo vamos a sentar las bases de una sociedad humana? La cuestión es capciosa, pues la respuesta está presente por todas partes donde el rechazo de lo que nos hace daño preludia la creación de zonas de autodefensa de lo vivo. Redescubriendo su espontánea fertilidad, nuestro cuerpo y nuestra tierra son la base de una civilización radicalmente nueva. La genialidad de seres humanos apasionados por la invención de lo vivo parece más importante que los rituales de exorcismo que deberían doblegar una civilización de muerte, hoy moribunda.

La autogestión proviene más de la sensibilidad vital que de la racionalidad intelectual que pretende gestionarla. Es importante que su expresión poética se imponga a un lenguaje separado de lo vivido. La consigna siempre está a las órdenes de un amo.

La autogestión incumbe la autodefensa inmunitaria. Para desarrollarse no necesita más que la conciencia humana que le da sentido a la naturaleza. Está en la bifurcación entre dos caminos, uno en que la humanidad desempeña su futuro, otro en que se aniquila.

Cabe recordar: la vida a la que renunciamos tarda poco en invertirse. El canto de la tierra y de lo vivo se hecha a perder en una celebración fúnebre. El odio se alimenta de la energía atormentada de la que se deshizo el amor. La amenaza se intensifica cada vez que la depredación se impone a la ayuda mutua.

El peligro proviene de una estructura temperamental que al frenar el instinto de vida en cada uno de nosotros, propaga una peste emocional devastadora que hace estragos de la extrema derecha a la extrema izquierda. La hemos visto manos a la obra en el tablero donde el principio de “divide y vencerás” inherente a todo Poder, incitaba a los ciudadanos a pelearse por un “asunto” de vacunas.

Los esclavos que luchan los unos contra los otros son la bendición de los amos. En la descabellada guerra de las inoculaciones contra el coronavirus, los monopolios farmacéuticos se apresuraron en recoger la apuesta y retribuir a sus cómplices.

Lo vivo tiende a la unidad. Su conciencia le pone fin a la separación que la división del trabajo en función intelectual y función manual ha propagado por todos lados. La ayuda mutua autogestiva supone la superación de los contrarios.

El fin de las separaciones artificiales que nos dividen abole las hierarquías. La alegría de vivir es acrática, anula cualquier forma de Poder. Se prepara para barrer monarquías, autocracias, aristocracias y democracias plutocráticas y compañía. La risa es un arma no letal. Sus carcajadas alcanzan a quienquiera que se autorice a manipular a los demás, a dar órdenes y a recibirlas. Basta de individualismo y de cálculos egoístas.

La verdadera vida es la de la conciencia que humaniza la vida. Viene de abajo, abole la abstracción que arranca nuestros impulsos vitales.

Estamos rodeados de ideólogos que no sienten más que desprecio por las nociones de insurrección pacífica y guerrilla de la vida cotidiana, cuando tienen la presencia de los Chalecos amarillos y de los zapatistas bajo su mirada y en sus oídos el guirigay de las cazuelas que echará al Poder sin reemplazarlo por otro.

Visto de arriba todo es falso. Para las alturas burocráticas reguladas por números, programas, estadísticas no hay ni hombres ni mujeres ni niños ni animales ni plantas, solo hay objetos.

¿Cómo deshacernos de este modo de gestión en que los muertos contabilizan a los vivos si no delegamos en nuestra propia vida el cuidado de hacernos cargo de los problemas que las instancias nacionales y supranacionales rigen sin consultarnos?

Numerosas resoluciones pierden toda su pertinencia una vez tomadas en las altas estancias, mientras que, tratadas en la base, tienen la ventaja del campo de acción, de lo vivo y de su conciencia.

¿Por qué aberración los ecologistas van a mendigar el fin de la destrucción de especies a los mismos que la causan?¿Acaso no empieza bajo nuestras ventanas y a orillas de los campos circundantes el envenenamiento de nuestra comida? ¿No deberían los habitantes de regiones contaminadas estar habilitados para proteger su salud renaturalizando las tierras y excluyendo los pesticidas sobre los que, con destreza, debaten las Comisiones médicas y gubernamentales estipuladas por los monopolios farmacéuticos? Tantos proyectos ante nosotros y permanecemos con las manos vacías.

Escuelas, transporte público, agricultura, huertas locales, bancos alimenticios, casas de salud, organización de la abundancia y de la gratuidad son cuestiones que nos incumben.

¿Por qué la potencia de la ayuda mutua que con tanta eficacia se manifiesta en casos de catástrofes naturales, inundaciones, terremotos, no habría de actuar cuando cae sobre nosotros una de las peores catástrofes antinaturales de nuestra historia?: el colapso de un sistema económico programado para arrastrarnos en su caída.

Cobardía no es la palabra. Digamos que nos falta audacia. La civilización de la mezquindad nos ha retorcido y exprimido como fregonas. Hemos renunciado a la vida por la ganancia, nos han arrebatado nuestra creatividad para entregársela a Dioses fantasmales; somos los portadores de una generosidad sin par y cometemos la infamia de regular los flujos migratorios ahogando niños, hombres y mujeres.

Siempre le hemos acordado prioridad a la muerte. Pero la muerte se ha vuelto tan cansina, tan aburrida que la vida despierta y ya no se molesta con su presencia.

En sí, la inmigración, no plantea más problemas que el nomadismo. En cambio, la manera en que es percibida, sentida, vivida por los pueblos sedentarios requiere hacerse cargo, algo que son incapaces de asumir los sermones caritativos y las unciones bondadosas de la buena voluntad humanitaria.

Hay dos posibles abordajes. Son antagónicos. El Poder equipara la inmigración a una invasión. Le da una connotación bárbara que requiere una reacción militar, un control policial, burocrático, judicial. Asumiendo, como en tiempos de guerra, su función de propaganda, los limpiaculos mediáticos imputan a los exiliados crímenes, agresiones, robos, saqueos debidos a la creciente pauperización. El desborde de frustración y resentimiento no desemboca en los explotadores que lo causan sino en las dianas de un racismo especialmente repugnante que reivindica la libertad democrática. Al menos, nos recuerda que en la selva del “sálvese quien pueda” que hace las veces de sociedad, no se nos autorizan otras libertades que las de la depredación.

Mientras la peste emocional y los simulacros de guerra ofrecen una última prórroga a un Poder por todas partes fisurado, el presentimiento de una perspectiva de muerte invirtiéndose en perspectiva de vida aumenta la oposición hacia la política criminal que reduce los migrantes a objetos. El sentido humano se rebela contra la amedrantada mojigatería de la declaración: “no podemos acoger toda la miseria del mundo”. Chorradas como “el deber de integración”. ¿Integrarse a qué? ¿Al mundo de la corrupción, de la delación, de la estafa, del embrutecimiento, de la rapiña, del aburrimiento, de la bajeza? ¿A vuestro mundo?

Sí, estamos en medida de acoger a aquellos y aquellas que huyen de sus países devastados por la guerra y la miseria. Disponemos de espacios bastante amplios para alojar a un gran número de personas. La cuestión de satisfacer sus necesidades hace parte de la exigencia, en la que nosotros mismos nos encontramos, de recuperar -para encarar la escasez que se viene- los recursos naturales que nos expolian por la rapiña de empresas estatales y mafiosas.

Llegó el momento de abrir a la inmensidad este mundo que apesta a miedo y encierro. Disponemos de territorios y edificios parasitarios en los que acoger numerosas pequeñas colectividades. ¿Por qué pequeñas? Porque observamos desde hace tiempo el siguiente fenómeno: cuantos más aumenta la cantidad de habitantes, más conflictos engendra la promiscuidad, más corre el riesgo de corromperse la calidad de las relaciones humanas, de estancarse, de podrirse, de autodestruirse. Si aprendemos menos a conocernos, la desconfianza se instala, la ayuda mutua da paso a un repliegue comunitarista. La solidaridad se encierra, coagula y se niega formando un conglomerado de individualistas que el terror asalvaja.

Fuera de su implantación económica e histórica, el fascismo es una etiqueta de chiringuito político. El verdadero peligro es la peste emocional en la que la explotación del hombre por el hombre es el caldo de cultivo.

No hay que ocultarse hipócritamente los choques que podrían provocar los prejuicios sexistas y homófobos que una educación patriarcal pudo alimentar en algunos exiliados. ¿Qué mejor opción, en este caso, que confiar a la exclusiva iniciativa de las mujeres el cuidado de organizar la acogida, la instalación, los primeros encuentros? Cabalmente podemos conjeturar que la misoginia se apagará sin sacar del sombrero de las conveniencias la arrogante monserga de integrarse.

¿No llegó el momento de dar su potencia poética a la fórmula “Abundancia de la tierra, tu nombre es mujer”?

El progreso del tener ha frenado el progreso del ser. El aniquilamiento del sistema mercantil trabaja ahora para devolverle al ser su relevancia. Con ello y a pesar de que tenga, la ganancia depredadora en quiebra restituye a la ayuda mutua su potencia fusional.

La ayuda mutua tiene la misma envergadura que su impulso antagónico, la depredación. La amplitud de su despliegue en Mayo del 68, en los zapatistas y en los peligros de Rojava ha reaparecido con el festivo levantamiento de los Chalecos amarillos. Sin ella, no habrían persistido en su perseverancia ni sembrado por todos lados los gérmenes de esta insurrección de la vida cotidiana cuya conciencia se afina a medida que las reivindicaciones tradicionales de sobrevivencia desvelan su insuficiencia.

Al igual que la depredación, la ayuda mutua proviene de la rama animal que participa en la génesis del hombre. Es la fuerza de vida que impulsa nuestra humanización. Ha marcado nuestra evolución desde su periodo arcaico hasta la Revolución agraria, que, unos dos mil años antes de la era cristiana, inauguró la civilización mercantil y acordó una relevancia casi absoluta al reflejo depredador que nos ha legado un pasado de agresividad bestial.

La civilización mercantil ha regresado a la violencia de animal salvaje la ayuda mutua fusional sin la que la mujer y el hombre jamás hubieran alcanzado el refinamiento de Lascaux y del arte rupestre.

Apenas empezamos a comprender que estamos en medio de una mutación civilizatoria. Más en concreto, en un proceso de transmutación en que la mortífera decadencia del viejo mundo da paso a un mundo nuevo. Lo que renace en nosotros y en la naturaleza es el gran aliento de la libertad solidaria que el sistema mercantil siempre ha tratado de agotar y ahogar. Si, sin renunciar a su furia, fracasa hoy en apretar más a su temible presa es porque él mismo se ahoga en el torbellino de dinero loco que ha provocado. El productivismo de lo inútil lo destripa y momifica.

Llegó el momento de manifestarnos, contra la locura nociva del dinero, una vida locamente desenfrenada reencontrando de raíz la naturaleza nutritiva. Tras la aparición de los Chalecos amarillos, el pueblo francés ha dado en 2023 un salto que deja atónitos a los buenos espíritus de la desesperanza, tan engreídos de, tres meses antes, tachar de optimistas y utópicos beatos a aquellas y aquellos que conjeturaban un cambio radical.

No deseamos más que cultivar nuestro jardín. Ese jardín es la tierra.

21 de abril de 2023


Enviado por el autor. Original en francés. Traducción al castellano: Propalando

.

La radicalidad de Mayo del 68

Scroll al inicio