Queridos camaradas, Andréi Konchalovski

 

¿Usted es una mujer soviética?» pregunta Lyudmila Syomina en una de las primeras escenas de Queridos camaradas, la película del director ruso Andréi Konchalovski. La pregunta es más enérgica que curiosa. La persona a la que interroga no es un prisionero enemigo, sino, antes bien, la dependienta de Lyudmila en el almacén del lugar, una mujer amable, visiblemente más joven que, en el momento cuando la conocemos, está de pie en el almacén, sacando un codiciado artículo tras otro –un salame, una botella de un extraño licor húngaro– de la heladera y de las estanterías para que se los lleve Lyudmila. Afuera se concentran otros clientes en una pequeña estampida alrededor de la caja registradora, comprando todo aquello de lo que pueden echar mano. «La gente empezó a venir a las siete de la mañana, con toda esta charla de que subían los precios», explica la empleada. «¿Nos vamos a morir de hambre?» le pregunta a Lyudmila, que reacciona a la pregunta con una mirada de asombro: «¿Morirnos de hambre? ¿En la Unión Soviética? ¿Te estás oyendo? Mantené  la boca cerrada».

 

Queridos camaradas, Andrey Konchalovsky

 

La incapacidad para comunicarse entre generaciones se encuentra en el centro de Queridos camaradas, película que tiene tanto que ver con los desafíos personales del cambio político histórico como con lo que sucedió en 1962 en la ciudad de Novocherkask, una urbe industrial ubicada justo en la frontera sudoriental de Ucrania, cuando el aumento de los precios condujo a una huelga que fue reprimida con suma violencia por el gobierno soviético. Konchalovski ofrece una nítida reconstrucción de este episodio largo tiempo borrado, pero al hacerlo explora las consecuencias que las incontrovertibles fuerzas del mal tienen sobre la gente corriente. A través de Lyudmila, interpretada por Julia Vysotskaya, traza la aplastante decepción a la que se enfrentan las personas cuando la historia les dice que sigan adelante, sean felices y no miren nunca atrás.

El final de una etapa oscura y el inicio de otra, el invierno que se deshiela en primavera: la mayoría recibiría esto con optimismo, sea apagado o desatado. Lyudmila, no. Cuando a su alrededor la gente habla jubilosamente de la inminente llegada del comunismo, de los últimos progresos agrícolas, y sobre todo, del líder del Kremlin, el hombre más amable y simpático, todo lo que puede hacer es burlarse. No porque albergue ningún menosprecio hacia el Estado soviético. Todo lo contrario. Al inicio de la película, nos enteramos que Lyudmila –probablemente en la cuarentena en el momento de conocerla– es una orgullosa activista del Partido, y miembro del Comité local, en el que supervisa el sector productivo de la ciudad.

Se habría vinculado al Partido al final de su adolescencia o cerca de los veinte años, bajo Stalin. Durante la II Guerra Mundial, Lyudmila marchó al frente como enfermera, donde conoció al hombre con el que, antes de morir en batalla, engendró a su hija Svetlana, o Svetka. Nos enteramos que por sus sacrificios en tiempo de guerra el gobierno de Stalin le otorgó un departamento lo bastante grande como para compartirlo con su hija y su anciano padre, un empleo en el Estado, la promesa de indefinidos aumentos y ascensos, y, por supuesto, los privilegios materiales correspondientes a su posición y rango, concretamente: el acceso a inusuales bienes de consumo, como los que vemos en su bolsa de compras en la tienda de comestibles.

Para demostrar su gratitud, ella cuelga retratos de Stalin en la puerta de su departamento. Lamenta el hecho de que Jruschev ordenara sacar su cuerpo del mausoleo de Lenin, el más santo de todos los lugares, y defiende al líder cuando alguien, sobre todo su hija, trata de recordarle las cosas terribles que hizo el camarada Stalin. «¡Ejecutó a tanta gente inocente!», insiste Svetka durante una conversación especialmente tensa con su madre. «¿Qué sabrás vos de Stalin?», le responde Lyudmila a gritos.

Mayo de 1962. En ese mes Jruschev decretó un brusco aumento del 25% en el precio de la carne y otros productos, una medida destinada a estimular los ingresos del Estado e impulsar la renta de los granjeros colectivizados para contrapesar el crecimiento económico estancado. En Novocherkask, el incremento de precios se sintió de modo particularmente agudo. Los trabajadores de la ciudad, casi una décima parte de los cuales estaban empleados en la Planta de Locomotoras Eléctricas, construida en los años 30 como la mayor productora de la Unión Soviética de máquinas ferroviarias, se enteraron de que se les recortaría el sueldo, en medio de una escasez de alimentos en toda la ciudad que obligó a las personas a hacer colas durante todo el día. Muchos se acostumbraron a guardar las cáscaras de papa para aguantar hasta la siguiente comida. Cuando los trabajadores de la fábrica se enteraron de la subida de precios, organizaron una huelga, algo que, a primera vista, no debiera suponer ni una conmoción ni un suceso desacostumbrado en un país que se autodenominaba primer Estado de los trabajadores del mundo. Sin embargo, para los funcionarios del Partido las huelgas laborales no tenían sentido en un país socialista, en el que los conflictos de clase –y las clases en general– habían dejado de existir.

Cuando la huelga de la fábrica se convierte en huelga de toda la ciudad, los trabajadores se desparraman por las calles llevando retratos de Lenin, y carteles donde se lee: «¡Proletarios de todos los países, uníos!». También panfletos con demandas como «¡Carne, mantequilla y salarios más altos!». En la película, Konchalovski muestra a los funcionarios de la ciudad, que observan desde las ventanas de sus oficinas, y responden con confusión y rechazo. «¿Una puta huelga en nuestra patria socialista?», rezonga un funcionario del Partido. Los trabajadores en manifestación acaban asaltando las oficinas del Partido y se entregan a una orgía de destrucción, asombrándose con menosprecio de los alimentos de lujo que disfrutan los funcionarios del Partido mientras el resto de la ciudad pasa hambre («¡Miren lo que comen! ¡Licor húngaro y jamón!»). «Que los detengan a todos», recomienda Lyudmila, resueltamente, durante una reunión de miembros del comité local del Partido, a los que se les suma una camarilla de burócratas que han volado desde Moscú para supervisar la situación. «Esta gente está extremadamente enojada con el gobierno soviético, no se sabe lo que podrían llegar a hacer», advierte a sus colegas. «Deténganlos y llévenlos  a los tribunales, que les caiga todo el peso de la ley». Puede que Stalin estuviera muerto, pero sus métodos aún sobrevivían.

Los funcionaros terminan por seguir sus sugerencias. Lo que sucede a continuación saldría a la luz casi medio siglo más tarde, en 1991, en épocas de Gorbachov. A medida que los manifestantes van entrando en la plaza de la ciudad, vemos que comienza a caer una lluvia de balas sobre los trabajadores y quienes les apoyan. Al día de hoy, no está claro si la orden de hacer fuego la dio el Ejército soviético o la KGB, pero sabemos que murieron veintiséis personas (ochenta y siete más resultaron heridas y ciento diez acabaron en prisión por su implicación en la huelga). El suceso sigue siendo escasamente conocido. Cuando le conté a mi madre -que se crio en la Unión Soviética y emigró a los Estados Unidos en 1987- sobre la película Queridos camaradas y la matanza de Novocherkask, ella me dijo que no tenía la menor idea a qué me estaba refiriendo.

 

Queridos camaradas, Andréi Konchalovski

 

Uno de los aspectos más minusvalorados y –no por casualidad– insidiosos del estalinismo era la simplicidad moral que ofrecía. Dividir el mundo entre el bien y el mal permitió a ciudadanos como Lyudmila navegar por los cambios cataclísmicos que trajo el Primer Plan Quinquenal, una oleada tras otra de purgas políticas, una apocalíptica guerra mundial. Muchas cosas anuló Jrushchev cuando denunció a Stalin en su «Discurso secreto» de 1956, pero siguió vigente el sencillo código binario de lo bueno y lo malo, aunque cambiado. Prácticamente de la noche a la mañana, los «enemigos» quedaron rehabilitados como «víctimas», los «héroes» se convirtieron en colaboradores oportunistas, y los «enemigos» en «vecinos corrientes», que, después de años de trabajar en el Gulag, volvían a casa para aparecérseles a la gente de la puerta de al lado que los había entregado. «Era tan fácil antes», reflexiona Lyudmila en un momento dado, porque estaba claro «quién era el enemigo y quién era de los nuestros».

Durante algún tiempo, Lyudmila se niega a ceder ante ese universo moral invertido, obra de Jrushchev. Sigue refiriéndose a los antiguos presos del Gulag como delincuentes, deposita sus esperanzas sociales en la KGB, y aconseja al gobierno que aplique la pena de muerte a los organizadores de la huelga. Pero su visión del mundo entra en tela de juicio cuando se entera de que su hija adolescente, empleada en la fábrica de locomotoras, está planeando participar en la huelga, a despecho de las protestas de su madre. ¿Una enemiga? ¿En su propia familia? Esa posibilidad deja a Lyudmila visiblemente contrariada. Cuando Svetka desaparece, después del tiroteo, Lyudmila se embarca de inmediato en la búsqueda del paradero de su hija, una búsqueda que continúa a lo largo de lo que resta de película.

Su odisea la lleva a diversas agencias y oficinas de la ciudad, todas con su retrato de Jruschev allí donde antes colgaba el retrato de Stalin, y es visible la torpeza al engancharlo. Vemos su visita al depósito de cadáveres, en la que casi tropieza con los cuerpos de la gente muerta en el tiroteo, con los cadáveres desperdigados desordenadamente por el piso. Vemos cómo visita el cuartel militar de la ciudad, donde un grupo de soldados jóvenes la cachea con brusquedad, sin mostrar ningún respeto a una veterana de guerra, miembro de larga data del Partido y madre aterrada. Por último, la acompañamos en su visita a un cementerio en las afueras de la ciudad, en el que se rumorea que se han enterrado clandestinamente los cuerpos de las víctimas en sepulturas ya ocupadas por otros difuntos.

Muchas características de la trama de la película tienen sus raíces en hechos históricos. Las investigaciones de principios de los años 90 revelaron que los funcionarios del Partido –esos a los que Lyudmila habría llamado «los suyos»– habían arrojado los cuerpos de las víctimas de la matanza en los cementerios cercanos. Tambaleándose al darse cuenta de que el cuerpo de su hija podría haber sido arrojado, de forma anónima y sin consideración, a la tumba de otro, Lyudmila se viene abajo, momento indicado para que lo interpretemos como su pérdida de la fe. En una de las últimas escenas de la película, vemos cómo toma unos sorbos, sin nada de ceremonia, de una botella de vodka soviético sin etiqueta, nada que ver con el licor húngaro que en la película le vimos comprar antes con deleite. De este modo, se convierte, acaso por vez primera en su vida, en una verdadera camarada.

Yuri Trifonov, escritor soviético que desarrolló su carrera durante los años de Jruschev, describió a los miembros de la generación que le precedieron como «gente del comienzo de la guerra y gente del final de la guerra», la que, pese a sus esfuerzos, «se mantiene como tal hasta el final de su vida». Lyudmila, según esta formulación, es hija del final de la guerra. Konchalovski, sin embargo, al igual que Trifonov, es producto del deshielo. Nacido como Andrei Mijalkov-Konchalovski en 1937, el año en que se desató el Gran Terror de Stalin, en una familia tan cercana al poder y la realeza como era posible en la Unión Soviética –su padre escribió la letra del himno nacional soviético, y sus parientes, los Mijalkov, eran antiguos aristócratas rusos que remontaban su linaje al Gran Ducado de Lituania–, la trayectoria de su vida acompaña ordenadamente en el largo siglo XX de Rusia.

La suya ha sido una extraña carrera, que ha transcendido no sólo la divisoria de lo soviético y lo postsoviético, sino también la de los circuitos cinematográficos rusos y norteamericanos (su hermano, Nikita Mijalkov, también actor y director, logró algo semejante cuando ganó el Oscar a la Mejor Película Extranjera por  Utomlennye solntsem (Sol ardiente), de 1994, sobre el Gran Terror de Stalin). La aparente facilidad con la que ha gestionado estas transiciones es testimonio no sólo de la fortaleza de su visión artística y su amplio atractivo, sino de su habilidad para aclimatarse, e incluso prosperar, en entornos políticos que otros encontrarían prohibitivamente hostiles. En sus más de sesenta años de dirigir, escribir, actuar y producir, Konchalovski ha tenido que sortear alianzas institucionales que van desde los burócratas del Partido Comunista a los ejecutivos de los estudios de Los Ángeles, pasando por los oligarcas rusos. Uno de los productores de esta última película es Alisher Usmanov, magnate del metal y la minería radicado en Moscú, con una fortuna que se estima valorada en unos 11.680 millones de dólares: una elección inusual para financiar una película sobre una huelga laboral. Esto ayuda a explicar cómo y por qué ha abrazado estilos cinematográficos tan variados como el realismo socialista (El primer maestro, de 1964), la vanguardia (Andrei Rublev, de 1962, que escribió y dirigió junto a Andrei Tarkovsky), y la acción al estilo de Hollywood (Tango & Cash, de 1989, protagonizada por Sylvester Stallone y Kurt Russell). Puede que Lyudmila haya tenido problemas para adaptarse a tiempos cambiantes, pero Konchalovski, definitivamente no.

¿O sí? Un tema que discurre de modo consistente por muchas de las entrevistas, perfiles y discusiones de Konchalovski es su rechazo a consentir la dualidad moral predominante, o a describir su propia historia vital como un desplazamiento gradual desde la oscuridad hacia la luz, de la falta de libertad a la libertad. Cuando le preguntaron en 2011 si durante la época soviética de su carrera le preocupaba su capacidad de expresarse frente a los censores del Estado, respondió automáticamente que no. «La creatividad», le dijo a un entrevistador visiblemente confundido, nada tiene que ver con la «libertad de autoexpresión; para mi es una ilusión». Le dio luego conscientemente la vuelta a los supuestos del entrevistador sobre lo que le aportó el final de la Unión Soviética a artistas como él. «Rusia tuvo mucha libertad en los años 90, y no surgieron obras maestras ni grandes películas».

En una entrevista realizada en 2018 en Moscú, en la fiesta para celebrar el triunfo electoral de Putin para su sexto mandato, un corresponsal de noticias rusas se dirigió a Konchalovski y le preguntó su opinión acerca de los resultados. «Una extraordinaria alegría, mis esperanzas se han cumplido, y estaba casi seguro de que iba a suceder así», le dijo, en perfecto inglés, al reportero. «Putin es un líder», añadió, con una pancarta colgada a su espalda con el lema bien visible: «Un presidente fuerte. Una Rusia fuerte». Cuando le preguntaron qué pensaba de los miles de manifestantes contrarios a Putin que salieron esa misma noche a las calles –muchos de ellos organizados por el hoy encarcelado Alexey Navalny– Konchalovski no se mordió la lengua: «No tienen importancia». Al igual que Lyudmila, no sucumbiría –quizás no podría– a la valoración que hacen otros de la realidad. Para los dos, resulta demasiado indecente, demasiado antinatural, morder la mano que te da de comer.

Yana Skorobogatov

 

Queridos camaradas, Andréi Konchalovski

 


Título original: Dorogie tovarishchi, Año: 2020, Rusia, 121 minutos. Director: Andrey Konchalovski. Guión: Elena Kiseleva, Andrey Konchalovski. Fotografía: Andrey Naydenov. Intérpretes: Yuliya Vysotskaya, Vladislav Komarov, Andrey Gusev, Yuliya Burova, Sergei Erlish, Alexander Maskelyne.


 

Película completa:

 

 

Texto original en inglés: «Hungarian Liquior», Sidecar, NLR, marzo de 2021.

 

 

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