Raoul Vaneigem: ¡Estamos hartos! ¡Liberemos la vida! ¡Liberemos la tierra!


Lo que hoy está en juego es nuestro futuro como seres humanos.

Un despiadado enfrentamiento opone las estancias estáticas y globalizadoras de la ganancia a un pueblo cuya vida se reduce a la mínima expresión bajo la presión de la rapacidad dominante.

Este conflicto, al Estado le interesa prolongarlo sin fin ya que la represión es la última función que le permite existir. Al mismo tiempo, cada vez más personas lo presentimos con una mezcla de exaltación e inquietud: entramos en años cuyo curso requiere una decisión crucial. Estamos ante la opción que va a determinar nuestro destino. Es sencilla.

O nos resignamos a desertificar el planeta trabajando en nuestra propia destrucción.

O nos comprometemos con la lucha por la soberanía de la vida y los valores humanos.

¿Nos comprometemos? ¡No! ¡Nada de sermones y exaltaciones humanitarias! Esta época ya no es de deseos. Es de hechos consumados.

Los Chalecos amarillos han iniciado una ocupación festiva de las calles y los corazones. Llega a millones de seres que despiertan de medio siglo de letargo y redescubren la humanidad que el reino de la mercancía no paraba de quitarles. Movido por un efecto de apasionada atracción, el pueblo se ha sublevado. Su inteligencia de lo vivo ha reavivado las Luces con las que la Francia revolucionaria había iluminado el mundo, que se esforzaba por eclipsar el oscurantismo de aterradores cretinos.

Los sociólogos encontrarán mil explicaciones a esta galvanización psicosocial, más inesperada, más sorprendente que Mayo del 68 cuyos pródromos son conocidos. Se apuntará al alza del coste de la sobrevivencia, a la recesión, al aumento de impuestos. Se evocará el tedio corrosivo rezumando resentimiento y agresividad para, a fin de cuentas, no percibir en el “fenómeno” de los Chalecos amarillos más que una jubilosa y efímera fiebre rompiendo la sórdida mediocridad ambiental, el tiempo de una o dos revueltas que rápidamente serán aplastadas.

No fue lo que pasó. Además de no repetirse el tradicional escenario de la insurrección vencida, el presentimiento de fugacidad desapareció tan insólita como notablemente. Una vasta corriente de agitación ha reforzado sus bases. Ha crecido bajo la desdeñosa mirada del conservadurismo y del progresismo. La extrema derecha, que esperaba devorarlo, se estrelló. La izquierda no ha ocultado su decepción al no encontrar, en esta horda dispar, al proletariado que, por otra parte, su política había echado a pique.

¿Qué resaltaba del tumulto? Algún que otro arrebato de rabia. Ningún programa, a no ser un llamado de atención preliminar y rudimentario que, curiosamente, ninguna insurrección del pasado, por radical que fuera, había tenido la precaución de adoptar. Se trataba de una advertencia clara, sin ambigüedades, llena de consecuencias: “ni jefes, ni delegados autoproclamados, ni representantes del aparato político y sindical. ¡Lo humano ante todo!”

Que la resolución no haya variado un ápice no es tanto la expresión de firmeza moral sino el indicio de un arraigo más profundo. Tarde o temprano habrá que admitirlo: la esencia de las insurrecciones que, en el mundo entero, se encienden, se apagan, se reanudan con mayor intensidad, es la vida y su conciencia.

Las movilizaciones que aspiran a mejorar las condiciones de sobrevivencia no han desaparecido pero, sencillamente, ya no llegan. Están superadas. Por eso, como una música de lo vivo en búsqueda de armonía, el sentimiento de “estar ahí” se ha propagado irresistiblemente. Con origen en un puñado de “palurdos aculturados”, ha alcanzado la dimensión de pueblo universal que no necesita más chalecos ni colores ni consignas para afirmar y afinar su determinación.

Este pueblo no se enfrasca en ninguna misión, no tiene ninguna pretensión escatológica. Tiene, de repente, la conciencia de asumir la presencia masiva de seres cuya vida ha sido usurpada, para quienes la autonomía era un espejismo y la humanidad una palabra vaciada de sentido. Una oleada que constantemente renace lo deslava de la indignidad a la que había sido condenado. Ha decidido recuperar una libertad natural que no es otra cosa que el impulso vital presente en todas y todos.

La lucha de clases ha sido la forma histórica que ha adoptado, en la época del capitalismo industrial, el deseo de emancipación que los esclavos han erigido siempre contra los amos.

La lucha de clases es inseparable de la conciencia de clase que da al proletariado las armas necesarias para liberarse de la proletarización. La burocratización del movimiento obrero y la colonización consumista han logrado solo aparentemente liquidar al proletariado y su proyecto de sociedad sin clases.

En las insurrecciones de la vida cotidiana se encarnan hoy las libertades igualitarias que los esclavos nunca tuvieron la dicha de alcanzar.

Sin embargo, ahora el yugo de los amos que les rompían los riñones se desmorona. Ya no resiste la implosión del sistema mercantil, el derrumbe del Poder, el declive de la autoridad, el descontrol del dinero loco. Colapsa un mundo dedicado a la muerte. Nos toca evacuarlo erradicando el culto a la carroña.

Crear y multiplicar por todas partes nuestros oasis se vuelve la única opción a medida que la pauperización progresa, anunciando a pequeños pasos el saqueo de supermercados, el sabotaje de máquinas de pago, el fuego en los centros de impuestos, la gran hoguera de las facturas. ¡Que el poder de los pudientes asuma el incendio que ha provocado! En cuanto a nosotros, que solo deseamos la lumbre de la vida, acogemos con plácido realismo una constatación que juega a nuestro favor: la cantidad de tener, que define la sobrevivencia, cede su lugar a la calidad del ser que funda la vida. En otras palabras, la sociedad mercantil se desmorona, dejando a la sociedad humana la tarea de evacuar los escombros.

¡A no ser que el Partido de la muerte nos convenza de acompañarlo en su caída! ¿Pueden diez mil años de autodestrucción diluirse en una gota de vida plena y entera? ¿Lo dudan? Pero, ¿y qué? Por primera vez en la historia, hasta la autodestrucción colapsa por agotamiento. La muerte se ha vuelto más aburrida que aterradora. La vida que va por delante ignora el miedo. Se abre a un presente en que todo es posible.

La limpieza de primavera nos enseña que la primavera está en todas las estaciones. Como cuestionarlo cuando vemos las luchas por la liberación de la tierra y por el derecho a vivir en ella barrer, como briznas de pajas, las creencias ideológicas y religiosas de las que solo subsisten carcasas destripadas. Si el Poder aun se toma la molestia de agitarlas y entrechocarlas, la razón es que, obligado a dividir para reinar, tiene el deber de darles la suficiente credibilidad para enrolarlas en su estrategia de chivo expiatorio.

El clientelismo ha hecho del conservadurismo y del progresismo mercancías intercambiables. Ayer su antagonismo aun las hacía plausibles. ¿Por qué no desenmarañar los enredos de las próximas elecciones? Cuando la opinión pública ha oído al populismo fascistoide reclamar la libertad combinada de no vacunarse y de ahogar a los migrantes mientras que el populismo de izquierda predicaba la vacunación obligatoria, como si ignorase que su iniciativa le allanaba el camino al Crédito social a la china.

¿Acaso no es en el mismo orden de ideas confusas que la ecología mendiga la protección de las especies ante las autoridades que las exterminan? Los gemidos que suscitan las violencias policiales suenan con suavidad en los oídos de los miserables que las fomentan. ¿Qué esperan de gobiernos pagados por las mafias financieras decididas a vaciar hasta la última moneda del Bien público que habían llenado las luchas obreras del pasado?

Paradójicamente, mientras nos atascamos en una tierra de nadie nocturna y nublosa, todo se vuelve claro. Somos la emanación de la vida, como tal nos reivindicamos. Nuestros enemigos son el partido de la muerte. Por muy abrumador que sea su arsenal de guerra, basta con que le quede un resto de vida a su mecánico comportamiento para desestabilizarlos y ponerlos de lado.

Disponen de armas que hacen que se debiliten a fuego lento cuando disparan. No tenemos más armas que la vida. Tienen la gratuidad de lo inagotable. Su potencia no tiene límites ya que son armas que no matan.

A nadie se le escapa que el aliento de las grandes luchas sociales disipa los más odiosos prejuicios. El deseo de emancipación va más allá de las antiguallas con las que se nos amasó.

En el mundillo político, se preocupan por las dañinas exhalaciones del folclore neonazi. El populismo fascistoide se ha vuelto la diana electiva de los aperitivos izquierdosos donde se ha olvidado la observación de Berneri: “Solo la lucha anticapitalista puede oponerse al fascismo. La trampa del antifascismo supone el abandono de los principios de la revolución social. La revolución debe ganarse en el terreno social no en el terreno militar”. Donde justo después olvidamos cuantos de estos aguerridos militantes recomendaron votar por un senil prematuro, manipulador de porras para bloquearle el paso a una Obersturmfuhrer decadente que gestiona la tienda de la competencia de al lado.

El Poder siempre ha alimentado en nosotros un infierno existencial en que la represión de los impulsos vitales se ha desahogado en reflejos de muerte. Guerras, revueltas, ideologías ofrecían al odio de sí y de los otros válvulas de escape ampliamente suficientes para que la vida pareciera sin uso, sin valor, inexistente.

La ausencia de conflictos de gran envergadura, la pacificación consumista, la creciente mezquindad de la ganancia, el adormecimiento burocrático de las revoluciones, los deshechos sin hueso en que se resumen las ideologías y religiones mafiosas han, por decirlo de alguna manera, arrancado la muerte de su inmoderada glotonería, de la devoración desmedida que había sido consentida hasta las hecatombes hitlero-estalinistas. La majestad de la Gran Parca ha sido hasta cierto punto destronada y desvalorizada en el mercado, se han puesto a hablar de la vida como de un objeto insólito puesto al día por un arqueólogo.

La democracia totalitaria que ha instaurado la dictadura del libre comercio se ha visto obligada a remendar el miedo del que ningún poder jerárquico puede prescindir. Tras la recaída del pánico suscitado por la gestión tragicómica del coronavirus, tras el fiasco del terror nuclear importado de Ucrania, tras una muy dudosa invasión de extraterrestres, con gusto recurriríamos al forúnculo de la extrema derecha que sirvió a Mitterrand para sanear su fístula petainista, pero hacía tiempo que el absceso había reventado. De este modo, es a un terror carente de ideología, a una represión ciega, a una violación colectiva, a un horror sin denominación de origen a lo que recurren hoy por hoy las fuerzas del Orden estatal y supraestatal.

Somos presa de un fascismo de botas y casco, motorizado, que violenta, viola, aporrea, quita ojos, mata. No depende del partido de extrema derecha aunque este aplauda sus hazañas. Su barbarie lleva el sello de la legalidad. Es el modo de expresión de las milicias gubernamentales y globalizadoras. El fascismo es el brazo armado del partido de la muerte. Es el culto a la carroña por antonomasia. Por lo que recibe el diezmo.

Asalvajados por el resentimiento, vengan sus frustraciones golpeando y masacrando lo que está a su alcance. Los policías tienen razones para mofarse de nuestra indignación, de nuestras protestas humanitarias, de nuestras peticiones, de nuestros libros de reclamaciones. ¿Por qué habrían de privarse de la burla cuando nos ven implorar la clemencia de los títeres mecanizados que secretamente los enfurecen por ser sus despreciable trapeadores?

Lo que febrilmente esperan no es que los amemos sino que los odiemos. Su odio de sí y de la vida se alimenta del miedo que sienten y propagan. A los conflictos del pasado no les faltaba claridad. El enemigo tenía sentido, era el nazi, el comunista, el invasor, el bárbaro llegado de otras partes. Pero para pegarle a una multitud de paseantes, ¿qué razón invocaría la porra si, por la más improbable de las casualidades, le diera por pensar?

Esta falta de razón es por sí misma una pregunta. No responderla la devuelve al demandante. Puede que dé vueltas y más vueltas en él, que lo atormente su absurdidad. Pero, ¿cuánto tiempo le llevará animar a la tropa a tirar la culata por la borda?

Otra solución consiste en responder pero sin aportar la respuesta esperada. ¿Cuál es la respuesta esperada? La abominación, el rechazo, el desprecio, la ropa de combate, la entrada al ruedo. Un comportamiento con el que perderíamos nuestra humanidad para avanzar en falso y entrar en la barbarie.

Ya que la respuesta esperada es “les vamos a hacer la vida imposible”, decretemos, al revés, “vamos a hacerles la vida posible”. No con ánimo de provocación sino porque nos mantenemos fieles al proyecto humano que es el nuestro.

Sería ilusorio, incluso ridículo, apostar por un trabajo de disociación del policía, que le de la oportunidad de recuperar su humanidad desertando de la máquina de triturar lo vivo, de la que él mismo es víctima. Pero, ¿qué perdemos por darle a conocer -de lejos y a salvo de sus reflejos sadomasoquistas- que no queremos ni perdón ni talión?

No tenemos que darle ningún mensaje, tenemos que llevar a cabo una experiencia sin interrupción. Nos corresponde seguir con la ocupación de nuestra tierra, autogestionar nuestra agua, fundar por todos lados en el mundo microsociedades donde las asambleas permitan a cada uno la libre expresión de sus deseos, su perfeccionamiento, su armonización (la experiencia zapatista indica que es posible).

¿Atreverse a hablar de utopía o fantasía cuando Francia recupera el impulso que la liberó del Antiguo régimen?¿Cuando se esbozan ante nuestros ojos colectividades que encarnan en la autenticidad vivida sus ideas de igualdad, libertad, fraternidad que habían sido vaciadas de su esencia?

Nuestra revolución será la del disfrute contra la apropiación, la de la ayuda mutua contra la depredación, la de la creación contra el trabajo.

No ceder lo más mínimo en la constancia de nuestro proyecto humano teje una cohesión existencial y social que tiene los medios y el ingenio de poner en práctica una guerrilla desmilitarizada sometiendo a constante presión el putrefacto totalitarismo estatal.

Quienes apuestan por nuestra extenuación ignoran que el impulso de vida es inagotable. En cambio, al correr por todos los lados en que se destruyen sus máquinas, ¿cómo no van a ahogarse los opresores hasta perder el aliento?

Entramos en la era de la autogestión y del cambio de perspectiva.

No hemos conocido más vida que la que yace bajo la sombra helada de la muerte. No hemos intentado nada sin pensar que nuestra tentativa era vana e insensata.

Francia, al sublevarse, abre al mundo vías radicalmente nuevas. La creatividad poética del “pueblo de los depósitos” se inscribe en el movimiento de autodefensa de lo vivo llamado a crecer, a federarse, a multiplicarse, no por voluntarismo sino porque o esto o nos momificamos en un medio ambiente sin pájaros e insectos.

No somos ni Sísifo ni Prometeo, rechazamos los sacrificios, empezando por el sacrificio de nuestra existencia. Somos individuos conscientes de que la vida y la tierra nos han sido dadas con un modo de empleo del que como humanos somos los únicos titulares.

La vida en búsqueda de humanidad tiene todos los derechos, no tiene ningún deber. Tal es el cambio de perspectiva que nos libera del cielo de los dioses y las ideas, que nos vuelve a levantar erguidos, profundamente arraigados a la tierra.

Hemos llegado a un punto de ruptura con el pasado que nos ha mecanizado (del que hace parte el comportamiento militar). Somos el punto de partida de un presente que ya no retrocederá. Somos el renacimiento de una vida que nada ha conseguido ahogar y que ahora reivindica su soberanía. ¡Miren! Éramos un puñado de pordioseros, la flor y nata de nada. Somos millones descubriendo una inteligencia de lo vivo que nos exime de una inteligencia muerta que nos ha gestionado como cosas. Ya no somos una mercancía. No hay ninguna necesidad de fanfarronear nuestras destrezas. Empecemos por la base: ¡no más escuelas sometidas al mercado no más agricultura desnaturalizada, no más órdenes que dar ni recibir!

Hay que dejar de razonar en términos de victoria o fracaso, como acuartelados. ¡Basta de militarización de cuerpos y conciencias!

Lo que asusta al Poder, no es tanto el número de oponentes como la calidad de la vida que reivindican. En las antiguas huelgas, los jefes temían menos la magnitud numérica del movimiento que la profunda alegría que animaba a los insurgentes. Tenían los medios de acabar con ellas con el habitual chantaje de “¡no más trabajo, no más salario!”.

Ahora que el capitalismo anuncia sin reservas que el alza del precio de los productos y la bajada de los salarios es inevitable, ¡que me expliquen como el tradicional chantaje puede tener la más mínima posibilidad de conseguir la vuelta general al trabajo! Por el contrario entendemos que al Estado -comprometido con enriquecer a sus proveedores- para encubrir su ruina social, no le quede más que golpear a este pueblo cuya presencia lo aterroriza. ¿Pero por cuánto tiempo?

Que no nos acusen de querer derribar al Estado. Se derriba él solito y se derriba sobre nosotros.

Su devastadora inutilidad nos desafía a paliar, con la creación de zonas de autodefensa de lo vivo, la desaparición programada de bienes de los que antes nos proveían cuando se preocupaban por una comunidad ciudadana. ¡No basta con morir, hay que vivir!

Nada resiste a la autodefensa de lo vivo.

No hay una sola forma de gobierno que no haya llevado la desgracia a los pueblos a los que supuestamente debería beneficiar con sus buenas acciones. Nada más salir de las peores dictaduras, hemos heredado la mejor, si así se puede calificar el totalitarismo económico donde lo político deja de hacer pie de tanto esparcirse y amontonarse, en esta última etapa de recorrido, los excrementos de lo que en el pasado fueron sus glorias -aristocracia, democracia, oligarquía, imperialismo, monarquía, autocracia y compañía.

¿Es desde esta alcantarilla donde se estancan que nuestros enemigos pretenden llevar contra nosotros una guerra sin tregua? ¡Tal vez! Tenemos la capacidad de impactar, desaparecer, resurgir donde menos se nos espera. Hemos aprendido de las guerrilla tradicionales que su fracaso se debió menos a la violencia represiva que a su propia organización interna donde se perpetuaba la estructura jerárquica dominante. Recuerden el desconcierto de las élites francesas ante los Chalecos amarillos: “¿Dónde están los jefes, los responsables con los que hablar?”¡Pues no! No había. ¡Velemos por que no haya nunca!

La autogestión es una experiencia que ha demostrado su viabilidad en la España revolucionaria de 1936, antes de ser aplastada por el partido comunista. Es la organización por el pueblo de la satisfacción de las necesidades y deseos y quienes la componen. Sus principios teóricos nacen de lo vivido por las colectividades en las que luchar juntos enseña el arte de los acuerdos y desacuerdos que no es ajeno a las resonancias musicales de la existencia individual y de la naturaleza. Allí donde aparecen zonas de autodefensa de lo vivo, la inteligencia del corazón prevalece sobre la inteligencia de la cabeza y enseña a reinventarlo todo.

El más radical de los legados de mayo del 68 es el proyecto de ocupación de fábricas donde los proletarios empezaron a considerar hacerlas funcionar en beneficio de todas y todos (posiblemente reconvirtiéndolas). El partido comunista se opuso violentamente, fue la última de sus victorias antes de su caída definitiva.

El trabajo parasitario y la especulación mercantil han hecho desaparecer los lugares de producción socialmente útiles pero el deseo de ocupar lugares donde nuestras raíces son las raíces del mundo no ha decrecido. Recuperar las calles, las plazas, los municipios es un combate que se hace en la base. No es tolerable que los alimentos envenenados por la agroindustria alimenticia pudran el aire y se metan en nuestras cocinas en las que placentera y delicadamente preparamos sabrosos y saludables platos.

La tierra es un lugar de disfrute humano, no una selva donde reinan la depredación y la apropiación. Nuestras libertades son nutritivas. Asistimos al renacimiento de una vida que no tiene más que inicios e ignora que existe un final.

No tenemos más que un mundo mejor que ofrecer

Raoul Vaneigem

Abril de 2023


Enviado por el autor. Original en francés, traducción al castellano para Comunizar: Propalando.


Raoul Vaneigem: ¡Estamos hartos! ¡Liberemos la vida! ¡Liberemos la tierra!

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