William Morris – El Bosque del Fin del Mundo

CAPITULO I
ACERCA DE WALTER EL DORADO y DE SU PADRE

Hace tiempo, había un joven que vivía en una ciudad grande y próspera al lado del mar, cuyo nombre era Langton on Holm. Sólo contaba veinticinco inviernos; de piel clara, cabello rubio, era alto y fuerte; más sabio de lo que suelen ser los jóvenes a esa edad; valiente y amable, parco en palabras, pero de maneras educadas, no era jaranero ni autoritario, sino pacífico y de buenos modales. En cualquier pelea, resultaba un enemigo peligroso y un fiel compañero de batallas. Su padre, con quien vivía en el momento en que comienza esta historia, era un gran mercader: más rico que un barón de la tierra, cabeza visible de un gran linaje de Langton y capitán del Puerto; sus antepasados eran Goldings, por lo que se le llamaba Bartholomew Golden, y a su hijo, Walter el Dorado.

Ahora bien, podríais pensar que un joven así debería ser considerado por todos como un hombre de suerte, al que nada le faltaba; sin embargo, padecía este mal: había caído en las redes del amor de una mujer extremadamente hermosa, con quien se había casado, lo cual deseó ella siempre más de lo que había dejado entrever. Pero, cuando llevaban seis meses de matrimonio, él descubrió, a través de varios signos inequívocos, que su amabilidad no significaba mucho para ella, tanto que enseguida buscó los favores de uno peor que él en todos los aspectos; a partir de ese instante, perdió todo sosiego, y 1::1 odió por sus mentiras y por el propio odio que sentía por él; no obstante, cada vez que escuchaba el sonido de su voz mientras iba y venía por la casa, el corazón l,e daba un vuelco. Y la sola visión de ella despertaba su deseo, haciéndole ansiar que se mostrara dulce y amable con él, cosa que, si ocurría, le haría olvidar todo el m:al que había causado. Pero no fue así; siempre que ella le veía, el rostro le cambiaba, y su odio se hacía manifiesto y, así como era amable con los demás, con él se mostraba dura y amarga.

Esto continuó hasta que las habitaciones de la casa de su padre, sí, hasta que las mismas calles de la ciudad, se le hicieron insoportables; sin embargo, se recordaba a sí mismo que el mundo era grande y él un hombre joven. De modo que, un día, mientras estaba sentado con su padre a solas, le habló de esta manera:

—Padre, acabo de volver del muelle, donde he estado observando los barcos; vi tú bandera en uno muy próximo al lugar donde me encontraba. ¿Pasará mucho tiempo antes de que parta?

—No —repuso el padre—, ese barco, bautizado con el nombre de Katherine, zarpará del atracadero en dos días. Pero, ¿por qué lo preguntas?

—La brevedad es lo mejor, padre —respondió Walter—, por lo que, simplemente, te digo que me marcharé en esa nave a ver otras tierras.

—Sí; pero, ¿adónde, hijo? —inquirió el mercader.

—Adonde vaya —replicó Walter—, porque en casa no me siento cómodo, como tú bien sabes, padre.

El mercader permaneció un rato en silencio mirando a su heredero, ya que les unía un gran amor; finalmente, comentó:

—Bien, hijo, tal vez sea lo mejor para ti; no obstante, quizá no volvamos a vernos nunca más.

—Sin embargo, si volvemos a vernos en el futuro, contemplarás a un hombre nuevo.

—Bien —aceptó Bartholomew—, por lo menos ya sé de quién es la culpa de que te pierda … y cuando te hayas marchado, porque tu voluntad será satisfecha, ella ya no seguirá viviendo en mi casa. No, y si no fuera por la enemistad que surgiría entre su familia y la nuestra, no saldría tan bien librada.

—Te ruego que no la humilles más de lo que sea necesario —intercedió Walter— … de lo contrario, tú y yo nos comportaríamos peor que ella.

De nuevo Bartholomew guardó silencio un rato; luego, preguntó:

—¿Queda ella embarazada, hijo mío? Walter se sonrojó y contestó:

—No que yo sepa; tampoco sé, en caso de que lo esté, de quién pueda ser el niño.

Entonces, los dos permanecieron sentados en absoluta inmovilidad, hasta que Bartholomew habló otra vez:

—Hijo mío, se acerca el momento de nuestra separación. Hoyes lunes, y tú te marcharás a primera hora del miércoles; mientras tanto, me encargaré de que no te vayas con las manos vacías. El capitán del Katherine es un hombre bueno y honesto, que conoce muy bien el mar; y mi sirviente, Robert el Bajo, que trabaja en mis oficinas de los muelles, es una persona de confianza y bastante sabia … tan buen negociante como yo mismo. El Katherine es un barco nuevo y recio, y su fortuna será buena ya que se encuentra bajo la protección de la patrona de la iglesia donde tú fuiste bautizado y, antes que tú, yo mismo; también es el lugar donde yacen los restos, como bien sabes, de tu madre y de mis padres.

Habiendo pronunciado esas palabras, el padre se levantó y pasó el resto del día dedicado a sus negocios. No volvió a hablarse una palabra del asunto entre padre e hijo.

 

CAPITULO II

EN DONDE WALTER EL DORADO

SE EMBARCA PARA RECORRER LOS MARES

Cuando, a la mañana siguiente, Walter se dirigió a los muelles a visitar el Katherine, le salió a su encuentro el capitán Geoffrey, quien le saludó con suma cortesía y le comentó lo contento que se hallaba de llevarle a bordo. A continuación, le mostró su camarote y todos los bienes que su padre ya había enviado al barco, tal era la prisa que se había tomado por complacer a su hijo. Walter, en lo más profundo de su corazón, agradeció el amor de su progenitor; sin embargo, poca atención le prestó a las riquezas y pasó todo el día contemplando las naves que se aprestaban a poner rumbo a la mar o a las Que ya habían atracado y se hallaban descargando en el muelle. También se fijó en los marineros extranjeros que iban y venían sin cesar: todos ellos le resultaban como imágenes enigmáticas de un desconocido tapiz.

Cuando al fin desembarcó del Katherine, vio un gran barco en el que no había reparado antes y que estaba preparado para zarpar: los botes remolcadores dispuestos y los hombres sentados a los remos, listos para adentrarse en las aguas tan pronto como soltaran amarras; parecía que los marineros sólo aguardaban la llegada de algún pasajero para partir.

Mientras Walter observaba la nave, unas personas pasaron delante de él en dirección a la plancha de acceso a la cubierta del susodicho barco. Eran tres; abría la marcha un enano de piel cetrina y aspecto horrible: tenía unos brazos muy largos y unas orejas que le sobresalían excesivamente del rostro, con unos dientes como de perro, que parecían los colmillos de un animal salvaje. Iba ataviado con una rica túnica de seda de color amarillo y en la mano portaba un arco.

Detrás de él marchaba una doncella que, por su aspecto, no contaría más de veinte veranos; su rostro sugería la hermosura de una flor: los ojos eran de color &.ris, el cabello castaño y sus labios, carnosos y rojos. El cuerpo era esbelto y precioso. Su vestimenta resultaba sencilla, pues se ataviaba con un vestido corto y recto de color verde, de modo que en su tobillo derecho quedaba visible un anillo de hierro.

Una dama cerraba la procesión, alta e imponente, con un aspecto tan radiante y unos atuendos tan gloriosos, que resultaba difícil saber cómo era ella, porque ardua era la tarea de contemplar fijamente su belleza extraordinaria: sin embargo, todo hijo de Adán que se hallara cerca alzaría los ojos para admirarla y, luego, los bajaría, y volvería a mirarla y, de nuevo, dejaría caer los ojos, así una y otra vez. De esa forma reaccionó Walter, y cuando los tres pasaron a su lado, le pareció como si todo el gentío de los muelles se hubiera desvanecido en la nada, dejándole solo allí, contemplando su paso. Subieron por la plancha y abordaron el barco, recorriendo la cubierta hasta llegar a las cámaras situadas en la popa. Entraron en ellas y desaparecieron de su vista.

Él siguió inmóvil en su lugar hasta que, poco a poco, volvió a percibir a la multitud moviéndose en los muelles. Entonces, soltaron amarras y los botes remolcaron al enorme barco hacia la bahía. En ese momento, desplegaron la vela y un suave viento se apoderó de ella, inflándola, al tiempo que los remos del barco hendían la primera ola verdosa ya casi en mar abierto. Poco después, los marineros izaron un estandarte en el que, bajo el fondo de un verde campo, se veía a un lobo amenazando a una doncella … y, de ese modo, el barco prosiguió su rumbo.

Walter permaneció un rato allí de pie, los ojos fijos en el vacío mar, donde las olas penetraban en la boca de la bahía. Luego, dio media vuelta y se dirigió hacia el Katherine; de inmediato pensó en preguntarle al capitán Geoffrey lo que sabía acerca de la nave que acababa de partir y sobre sus extraños pasajeros. Sin embargo, se le ocurrió que quizá las impresiones que ahora le dominaban fueran simplemente algo imaginado por él y que 10 mejor que podía hacer era no contárselas a nadie. Así que se alejó del puerto y se encaminó por calles atestadas hacia la casa de su padre; no obstante, cuando apenas se hallaba a unos pasos de la puerta, durante un breve instante, creyó contemplar a los tres bajando por los escalones de la casa hacia la calle. Mantenían el mismo orden: primero el enano, luego la doncella y, después, la imponente seilora. Pero~ cuando se detuvo para observar su paso, no vio nada salvo el suntuoso hogar de Bartholomew Golden. Delante de la puerta había tres niños jugando con un perro y a su alrededor únicamente percibió a cuatro o cinco transeúntes. Sintió la mente confusa y no supo qué pensar de todo el asunto: esas tres personas que vio embarcar en la nave, ¿eran simples ensoñaciones de su imaginación o tres seres de carne y hueso?

No obstante, entró en la casa y halló a su padre en el gran salón. Se sentó a su lado y hablaron de sus cosas; sin embargo, y a pesar del amor que sentía por su progenitor, y de saberlo un hombre sabio y valiente, no fue capaz de narrarle lo que le aconteciera. Esos tres extranjeros habían atrapado su atención y podía verlos como si los tuviera delante, como si hubieran sido pintados en una madera por el mejor de los artistas. Sobre todo, no conseguía apartar de su mente a las dos mujeres, aunque no se culpó por desear a dos desconocidas como ellas. Pensó que no sabía a cuál deseaba, si a la doncella o a la portentosa reina; no, no podía decidirse entre las dos … aunque anheló volver a verlas y descubrir quiénes eran. y las horas transcurrieron hasta que llegó la mañana del miércoles, momento en el que se despidió de su padre para dirigirse a los muelles y embarcar en el Katherine. Sin embargo, su padre le acompañó al puerto e incluso a bordo del barco. Una vez allí, Walter le abrazó, con lágrimas en los ojos y pensamientos sombríos, ya que su corazón lamentaba esta separación. Pasado un tiempo, su progenitor bajó a tierra; se retiró la plancha y soltaron amarras. Los remos de los remolcadores se hundieron en las oscuras aguas al tiempo que se desplegaba y sujetaba la vela … y hacia el neblinoso océano se encaminó el Katherine, rompiendo a su paso las grises pendientes acuosas, izando su antigua bandera, donde estaba grabado el emblema de Bartholomew Golden una B a la derecha y una G a la izquierda y, en el centro, una cruz y un triángulo.

Walter permaneció en el puente y contempló el paisaje, más con su mente que con los ojos, ya que todo le parecía una repetición de las maniobras que había realizado el otro barco. Imaginó a las dos naves como abalorios de un mismo cordel, manteniendo siempre el mismo orden, avanzando sin cesar; pero sin posibilidad de aproximación.

 

CAPITULO III
DONDE WALTER RECIBE NOTICIAS DE LA MUERTE DE SU PADRE

Veloz recorrió los mares el Katherine, y nada que merezca mención le sucedió a la embarcación ni a sus tripulantes. Atracó en una ciudad pequeña y, luego, en otra; así continuó hasta llegar a una tercera y a una cuarta … y en cada una, compraba y vendía al estilo de los comerciantes. Walter no sólo observaba el comportamiento de los hombres de su padre, sino que también echaba una mano en lo que podía para ayudarles, ya fuera en las tareas de la mar o en las del comercio. Cuanto más navegaba el barco y cuanto más tiempo transcurría, más sosegado se sentía en lo concerniente al problema de su esposa y su traición.

No obstante, aún ardía en su interior el deseo de ver de nuevo a los tres desconocidos. Aunque él no había vuelto a contemplarlos como a alguien que se ve en la calle y a quien se puede tocar, sus imágenes no abandonaron en ningún momento su mente. Sin embargo, a medida que pasó el tiempo, perdieron la compulsión de los primeros días y sus apariciones se espaciaron; y para aquellos que le rodeaban, al igual que para sí mismo, adquirió el aspecto de un hombre que ya no estaba poseído por la melancolía.

Cuando abandonaron aquel puerto y surcaron los mares hasta llegar a una quinta ciudad, grande y hermosa, ya habían transcurrido .siete meses desde que partieran de Langton on Holm. Por ese entonces, el espíritu de Walter mostraba alegría e interés en las cosas y disfrutó de aquella bonita ciudad, tan alejada de la suya propia; pero, en especial, se fijó en sus mujeres hermosas: las deseó y las amó, aunque de una forma superficial, como es norma en los jóvenes.

Este era el último país en el trayecto del Katherine, razón por la que permanecieron en él unos diez meses para comerciar diariamente y conocer todos sus buenos y raros artículos, haciendo amistad con los mercaderes y los habitantes de la ciudad y con los granjeros que vivían más allá de las murallas. Walter se mantuvo ocupado y disfrutó como cualquier hombre de su edad, siempre dispuesto a ayudar a sus compañeros.

Sin embargo, al final de ese período, un día en que él salía de su posada para marcharse a su puesto en el mercado, se encontró en la puerta con tres marineros que vestían las ropas de su país; con ellos se hallaba un hombre de aspecto más refinado que reconoció de inmediato como el escriba de su padre, Arnold Penstrong. Cuando Walter le vio, su corazón le dio un vuelco y gritó:

—Arnold, ¿qué noticias traes? ¿Va todo bien en Langton?

—Soy portador de malas nuevas —contestó—; las cosas marchan mal, ya que no puedo ocultaros que vuestro padre, Bartholomew Golden, ha muerto. Dios le tenga en su gloria.

Al escuchar esas palabras, a Walter le pareció que todos los problemas que ahora apenas le afligían, se apoderaban de él, renovados y terribles, haciendo que la vida que llevara en los últimos meses resultara inexistente. En ese momento, imaginó a su padre en su lecho de muerte y escuchó los lamentos de sus amigos. Permaneció en silencio un rato y luego, con la voz de un hombre furioso, exclamó:

—¡Qué, Arnold! ¿Cómo murió? ¿En su cama o de otra forma? Él no era viejo ni estaba enfermo cuando nos despedimos.

—Sí, murió en su lecho —repuso Arnold—; no obstante, fue a consecuencia de una herida de espada.

—¿Qué sucedió? —inquirió Walter.

—A los pocos días de vuestra partida, vuestro padre echó de su casa a vuestra esposa, devolviéndosela a su familia, los Redding, sin honores; sin embargo, tampoco la avergonzó como se merecía, para aquellos que conocíamos vuestra historia, que, alabado sea Dios, es casi toda la ciudad.

»Sin embargo, los Redding lo tomaron a mal y quisieron discutir con el clan Golding esa despedida. Lamentablemente, nosotros aceptamos, principalmente para mantener la paz en la ciudad. Pero, ¿qué ocurrió? Nos reunimos en el Salón de los Comerciantes para hablar del asunto; en esa charla no se pudieron evitar ciertas palabras, aunque no fueran decorosas o suaves. Las palabras condujeron al acero y a la lucha. Dos de los nuestros murieron allí mismo por cuatro de ellos, y en ambos bandos hubo muchos heridos. Uno de ellos resultó ser vuestro padre, porque, como bien sabéis, jamás se arredró ante un combate. No obstante, y a pesar de sus heridas, dos en el costado y una en el brazo, se dirigió a casa por sus propios medios. ¡Todos creímos que habíamos impuesto la razón! Pero ¡ay!, resultó una victoria fatal, ya que en diez días murió a causa de esas estocadas. ¡Dios tenga su alma en la gloria! Pero ahora, señor, tenéis que saber que no sólo he venido para comunicaros su triste muerte, sino la petición del clan de que volváis conmigo de inmediato en el veloz navío que nos trajo hasta aquí y en cuanto la marea lo permita; pues, aunque de apariencia sólo sea ligero y rápido, es también recio ante cualquier eventualidad climatológica.»

Entonces, Walter contestó:

—Esta es una declaración de guerra. Regresaré, y los Redding sabrán de mi retorno. ¿Estáis preparados?

—Sí —repuso Arnold—. Podremos zarpar hoy mismo o, como mucho, mañana a primera hora. Pero, ¿qué os, aflige tanto, señor, que miráis con semejante ceño por encima de mi hombro? ¡OS ruego que intentéis aceptarlo con más calma! Siempre es deseo de los padres abandonar este mundo antes que sus hijos.

Sin embargo, el semblante de Walter, momentos antes de un rojo iracundo, se tornó lívido. Señaló calle arriba y gritó:

—¡Mirad! ¿Lo veis?

—¿Ver qué, señor? —inquirió Arnold—. ¡Vaya! Se acerca un simio ataviado con ropas llamativas … seguro que es el animal de algún juglar. ¡No, por todas las heridas de Cristo! Se trata de un hombre, aunque está tan horriblemente deformado como el mismo diablo. Sí, y detrás viene una hermosa doncella marchando como si perteneciera a su compañía; y, ¡ah!, ¡cierra la procesión una dama de lo más imponente y noble! Sí, ya veo … no cabe duda de que ella es la dueña de los dos y de que pertenece a la más alta nobleza de la ciudad, ya que en el tobillo de la doncella percibo un anillo de hierro, lo que entre esta gente significa símbolo de esclavitud. ¡Qué extraño! ¿Notáis cómo la gente de la calle no se fija en ese espectáculo? Ni siquiera miran a la portentosa señora, a pesar de que es tan bella como una diosa pagana y lleva joyas con cuyo valor podría comprar dos veces Langton … supongo que aquí estarán acostumbrados a estas visiones. ¡Ah, señor, ah!

—Sí, ¿qué ocurre?

—Señor, no han tenido tiempo suficiente para perderse de vista; sin embargo, ya no se los ve. ¿Qué ha sido de ellos … se los ha tragado la tierra?

—¡No digas bobadas, hombre! —repuso Walter sin mirar a Arnold; aún seguía con los ojos fijos en la calle—. Seguro que entraron en una casa en el instante en que te distrajiste.

—No, señor, no —comentó Arnold—, no aparté mis ojos de ellos ni por un sólo instante.

—Bueno —repuso Walter con cierta irritación—, ya no están. ¿Qué hacemos discutiendo por semejantes tonterías cuando tenemos tanto dolor y lucha dominando nuestros corazones? Ahora me gustaría quedarme solo para meditar sobre la situación. Mientras tanto, ve a comunicarle al capitán Geoffrey y a la tripulación las malas noticias y prepáralo todo para que partamos en cuanto sea posible. Ven a buscarme antes de que amanezca, que yo ya estaré listo y regresaremos a Langton.

Dicho esto, entró de nuevo en la casa y los demás se fueron a cumplir su misión; sin embargo, Walter permaneció sentado en su cámara durante largo tiempo, meditando en lo ocurrido. Entonces, decidió que apartaría la visión de esas tres personas de su mente y se concentraría en su retorno a Langton y en la lucha que allí le esperaba con los Redding, a los que silenciaría … o moriría en el intento. Pero, ay, justo cuando aceptó su destino y su corazón se vio libre de esa carga, descubrió que ya estaba pensando en los Redding y en su disputa como algo pasado y arreglado … y al momento siguiente ya estaba estrujándose el cerebro en busca de alguna forma posible para descubrir dónde podían vivir esos tres desconocidos. Una vez más intentó apartar tales pensamientos, tratando de convencerse de que lo que había visto sólo resultaría comprensible para un enfermo, para un soñador. No obstante, se preguntó: ¿Acaso también Arnold, que había visto a las extrañas personas, era un soñador? Nunca se le consideró como tal. Así que de inmediato se dijo: por lo menos me alegra que fuera él quien me hablara de ellos, y no al revés, ya que de esta forma tengo la certeza de que hubo algo ante mis ojos y no la simple proyección de los deseos de mi mente. Insistió en su tortura mental: ¿Por qué habría de seguirles? ¿Qué obtendría yo de ello? ¿Cómo puedo hacerlo?

De este modo analizó el problema una y otra vez; por fin, cuando se percató de que si ya no podía ser más tonto tampoco podría ser más sabio, se cansó y se obligó a ponerse en movimiento. Recogió todas sus cosas y se, aprestó para la marcha, y así transcurrió el día. Al llegar la noche, se quedó dormido. Cuando amaneció, Arnold fue a buscarle para conducirle hasta su embarcación, que se llamaba Bartholomew. No perdió el tiempo y, tras unas pocas despedidas, embarcó en el navío; una hora más tarde se hallaban en mar abierto camino de Langton on Holm.

 

CAPITULO IV
DONDE LA TORMENTA CAE SOBRE EL BARTHOLOMEW Y LE APARTA DE SU CURSO

Durante cuatro semanas el Bartholomew surcó veloz las aguas en dirección al noroeste impulsado por un buen viento. Todo marchó bien con la nave y la tripulación. Pero un buen día, el viento dejó de soplar, y el navío apenas avanzó, aunque cabalgó sobre una gran ola, tan enorme que pareció atravesar todo el océano. Además, hacia el oeste se divisaba un denso cúmulo de nubes que formaban como una niebla en el horizonte, cuando durante los últimos veinte días el cielo había aparecido despejado, a excepción de unas ínfimas nubes blancas arrastradas por la brisa. El capitán, un hombre capaz en su cometido, contempló durante un buen rato el mar y el cielo y les ordenó a los marineros que arriaran la vela y se mantuvieran alertas. Cuando Walter le preguntó qué buscaba con la mirada, éste musitó de malhumor:

—¿Por qué habría de deciros lo que cualquier tonto podría ver con sus propios ojos … y es que se avecina una tormenta?

Así permanecieron a la espera, y Walter se encaminó a su camarote para dormir unas horas de sueño intranquilo, ya que la noche había caído; no supo nada más hasta que le despertó un gran alboroto y clamor causado por los marineros, además del ruido de las cuerdas, el batir de las velas y el tremendo bamboleo del barco. No obstante, como era un joven enérgico y decidido, permaneció inmóvil en su cabina, en parte debido a que su hábitat natural lo constituía la tierra y no deseaba dar tumbos entre los marineros y entorpecerles en su labor. En ese momento, se dijo a sí mismo: ¿Qué importa si me hundo en el fondo del mar o si llego a Langton, ya que, de cualquiera de las dos formas, mi vida o mi muerte me arrebatarán lo que más deseo? Sin embargo, he de admitir que aunque se haya producido un cambio en el viento, ello no tiene por qué terminar mal; puesto que seremos arrastrados hacia otras tierras y, por lo menos, nuestro regreso a casa se retrasará, y otros acontecimientos pueden suceder durante nuestra demora. Que todo suceda como está predestinado.

De modo que, pasado un momento, a pesar del movimiento del barco y del tumulto producido por el viento y las olas, se volvió a quedar dormido y ya no se despertó hasta bien adentrada la mañana. Entonces descubrió al capitán ante su puerta, completamente empapado por el océano.

—Señor —le comunicó a Walter— ¡os saludo! Con buena fortuna hemos llegado a un nuevo día. He de indicaros que, a pesar de todos nuestros esfuerzos para no apartarnos de nuestro curso, hemos fracasado, y durante estas tres últimas horas nos mantenemos navegando hacia donde el viento nos arrastre; sin embargo, mi joven señor, tan magnánimo ha sido el mar, que, siendo nuestro barco de los más recios y nuestros hombres de los más experimentados, nos ha respetado; sin embargo, aunque conocemos casi como la palma de nuestra mano el océano, no sabemos con seguridad dónde nos encontramos. Alabado sea San Nicolás, ya que pronto podréis contemplar un nuevo mar y, quizá, una tierra distinta … lo cual resulta mucho mejor, en cualquier caso, que estar en el fondo de las aguas.

—Entonces, ¿todo marcha bien con el barco y la tripulación? —preguntó Walter.

—Sí —repuso el capitán—, no cabe duda que el Bartholomew fue construído con la mejor madera de roble; subid y podréis contemplar cómo se enfrenta al viento y a las olas libre de todo temor.

Así lo hizo Walter después de cubrirse con el impermeable. Una vez en el puente, vio que el paisaje había cambiado, ya que el mar aparecía sombrío y encrespado, con olas gigantescas que se mezclaban con la lluvia torrencial que, incesantemente, soltaban las nubes sobre ellos. Pero, a pesar de que la vela estaba hecha jirones, el barco surcaba las aguas impulsado por el viento, cabalgando sobre las enormes olas de proa a popa.

Walter se quedó un buen rato contemplando el mar mientras se sujetaba de una cuerda, al tiempo que se convencía de que era bueno que se encontraran avanzando a tanta velocidad hacia nuevos eventos.

Entonces, el capitán se le acercó, le dio una palmada en el hombro y dijo:

—¡Bien, contramaestre, alegraos! Bajad conmigo a comer y beber.

Walter le acompañó y, una vez finalizada la comida, su corazón se mostró más aliviado que nunca desde que se enterara de la muerte de su padre y la disputa que le aguardaba al llegar a casa, que él creyó le impediría proseguir con sus vagabundeos y abortaría sus esperanzas. No obstante, ahora parecía como si ya no tuviera necesidad de preocuparse; y así, su esperanza renació: tan anhelante se hallaba su corazón por el deseo de encontrar el hogar de aquellos tres, que sentía como si incesantemente le estuvieran llamando.

 

CAPITULO V
DONDE ARRIBAN A UNA NUEVA TIERRA

Durante tres días fueron impulsados por el huracán, pero, al cuarto, las nubes se abrieron y dejaron que el sol brillara sobre ellos; el viento había amainado bastante, aunque aún soplaba una fuerte brisa que les impediría dirigirse hacia Langton. Entonces, el capitán señaló que, como se encontraban perdidos y a merced del viento, lo mejor sería que lo siguieran con la esperanza de encontrar alguna tierra y descubrir su paradero a partir de los habitantes que allí pudieran morar. Una vez que expuso su idea, comentó que no creía que faltara mucho hasta que divisaran tierra. y así navegaron sin novedad, y el viento siguió decreciendo en fuerza hasta convertirse en una ligera brisa que, sin embargo, aún no les permitía poner rumbo hacia Langton.

Transcurrieron tres días. Al amanecer del tercero, el vigía gritó desde el mástil que veía tierra; y antes de que el sol se pusiera, todos pudieron contemplarla, aunque apenas resultaba una nube en el horizonte más grande que la mano de un hombre.

Cuando cayó la noche, no arriaron la vela y continuaron deslizándose en dirección a la tierra divisada; el verano ya había llegado, y las noches eran cortas y claras.

Cuando llegó el día, vieron una extensa playa rocosa y montañosa pero nada más. Sin embargo, a medida que pasaban las horas y se acercaban, lo primero que observaron fue cómo las montañas se apartaban del mar y divisaron una enorme pared vertical. Aproximándose aún más, contemplaron una verde llanura que ascendía entre tupidos recodos y pendientes hasta el pie de dicho muro.

No vieron ninguna ciudad o muelle, ni siquiera cuando casi habían llegado hasta la isla; no obstante, se sintieron atraídos por la paz de la verde tierra después de tanto mareo producido por el incansable movimiento del océano. Y a pesar de que incluso dudaban de que pudieran encontrar agua fresca y comida en aquella gran pradera al pie de las montañas, prosiguieron su curso con júbilo; así, al anochecer anclaron en las aguas poco profundas cercanas a la costa.

A la mañana siguiente descubrieron que se encontraban a poca distancia de la boca de un río no muy grande. Arriaron los botes y remolcaron al barco hacia esa desembocadura; cuando ya llevaban cerca de un kilómetro en sus aguas, notaron que el mar ya no llegaba hasta allí, que la marea proveniente de la costa era débil. Entonces, el río se mostró profundo y claro, mientras atravesaba~ praderas de exquisito follaje. Pasado un rato, divisaron a la izquierda tres cabezas de ganado, como si estuvieran pastando en las tierras de una granja, y también descubrieron unas pocas ovejas. Poco después, en un recodo del río, vieron una casa pequeña, construída con madera y un techo de paja bajo una plataforma de troncos y rodeada por unos árboles. No les sorprendió demasiado, ya que no veían motivos para que no hubiera construcciones, aunque fuera en esta isla tan apartada. Condujeron el bote hasta la orilla, pensando que allí podrían descansar un poco mientras hacían sus indagaciones.

Pero, mientras estaban ocupados en esa tarea, un hombre salió de la casa y se dirigió hacia el río a su encuentro. Pronto pudieron contemplar que se trataba de un hombre alto y viejo, con un cabello y una barba muy largos, vestido, en su mayor parte, con las pieles de diversos animales.

Se les acercó sin ninguna señal de temor o desconfianza y les saludó con voz amable y agradable. El capitán le devolvió el saludo y, luego, preguntó:

—Anciano, ¿eres el único habitante de esta tierra?

El viejo se rió.

—No he dispuesto de más compañía durante mucho tiempo —repuso—, y, que yo sepa, aquí no habita ningún otro hijo de Adán.

—Entonces, ¿estás solo? —inquirió el capitán ..

—Sí —contestó el viejo—, salvo por los animales del campo y de los bosques. Me resulta muy grato escuchar vuestras voces.

—¿Dónde se encuentran las demás casas de la zona?

—preguntó el capitán.

El anciano se rió y comentó:

—Cuando dije que estaba solo, me referí a toda la isla y no a esta región. No existe otra casa entre el mar y las moradas de los Osos, que se encuentran mucho más allá del precipicio rocosa.

—Ya —aceptó el capitán, sonriendo—. ¿Son los osos de vuestra tierra tan parecidos a los hombres que incluso habitan en casas?

El anciano sacudió la cabeza.

—Señor —replicó—, en lo referente a su apariencia corporal, os diré que es totalmente humana, con la característica de que son más altos y corpulentos. Únicamente son «osos» por su nombre; en realidad, constituyen una nación de hombres medio salvajes, y ellos mismos me dijeron que existen muchos más que los componentes de la tribu que yo vi, y que se extienden de este a oeste por las tierras que hay detrás de esas montañas. Ahora bien, señor, con respecto a sus almas y creencias, no estoy seguro de que las tengan, porque son unos bellacos que no creen en Dios ni en sus obras sagradas.

—¿Es que creen en Mahoma? —comentó el capitán.

—No —repuso el viejo—. No estoy muy Seguro de que ni siquiera respeten a un Dios falso; aunque ellos mismos me contaron que adoran a una cierta mujer grandiosa.

En ese momento, intervino Walter:

—Bien, mi buen señor, pero, ¿tú cómo sabes todo eso? ¿Acaso mantienes algún trato con ellos?

—Algunos vienen hasta aquí y yo les doy lo que puedo: una o dos terneras, o media docena de ovejas y, a veces, una bota de vino o de sidra que yo mismo fabrico; ellos, a cambio, me proporcionan cosas que yo puedo necesitar, como pieles de venado o de oso y objetos por el estilo, ya que ahora soy viejo y apenas puedo cazar. A menudo, también me traen pequeños trozos de cobre puro y de oro, aunque resultan de muy poca utilidad en esta tierra solitaria. A decir verdad, conmigo son muy amables y considerados; no obstante, me alegra que últimamente no hayan venido a visitarme, porque su aspecto es terrible; por ello, a pesar de que vosotros sois extranjeros, tened cuidado, porque en cuanto puedan os atacarán, ya que poseéis armas que ellos ansían.

Entonces, el capitán dijo:

—Así como has tratado con estos salvajes, ¿no querrás comerciar con nosotros? Venimos de un largo viaje y necesitamos avituallarnos; a bordo de nuestro barco disponemos de cosas que te pueden ser de utilidad.

—Todo lo que tengo es vuestro —.freció el anciano—, con tal de que me dejéis suficientes provisiones hasta la próxima cosecha; en lo que concierne al vino y a la sidra, dispongo de suficiente cantidad para que lo disfrutéis. Si os apetece, bebéoslo todo. Tengo un poco de cereal y carne, aunque no mucho … pero también podéis disponer de ello, ya que la cosecha está a punto y guardo almacenada más carne. También almaceno quesos y pescado seco: llevaos lo que deseéis. Sin embargo, en lo que ataÚe al ganado, si lo necesitáis en demasía, y lo queréis, disponed de él, que no os lo impediré; pero os ruego que si podéis evitarlo, no apartéis a los vástagos de sus progenitoras. Ya que, como os acabo de decir, hace poco vinieron los Osos y se llevaron todo lo que podía darles … no obstante, si ansiáis comer carne, por aquí y en el bosque que se extiende al lado de la pared rocosa, abunda la caza … no son animales muy salvajes, ya que como yo no puedo cazarlos, no los asusto, y jamás han visto a otro hombre que pueda perseguirlos. Porque el pueblo Oso viene directamente a mi casa y, luego, sus componentes emprenden sin dilación el regreso a sus moradas. Yo os conduciré por el camino más corto para que podáis cazar con mayor facilidad. En lo referente a las mercancías que lleváis en vuestro barco, lo que me déis lo aceptaré de buen grado, en especial si podéis prescindir de uno o dos cuchillos y de un poco de tela. Sin embargo, sois bienvenidos para llevaros todo lo que pueda daros sin pagar nada por ello.

El capitán se rió con ganas.

—Amigo —replicó—, sólo podemos agradecerte tanta hospitalidad. Ten la certeza de que no somos ladrones ni piratas que vayan a robarte el ganado. Así que mañana, si te parece bien, iremos contigo y veremos cuántos animales conseguimos cazar. Mientras tanto, bajaremos a tierra y pasearemos por estas verdes praderas y aprovecharemos para llenar los barriles del barco con esta estupenda agua clara.

El viejo solitario regresó a su casa para preparársela a sus visitantes, y los marineros, que en total eran veintiuno, contanto a Arnold y a los sirvientes de Walter, bajaron a la playa, menos dos que se quedaron para cumplir su turno de guardia en el barco. Fueron bien armados, ya que tanto el capitán como Walter, creían que lo mejor era andar con cautela, por si no todo resultaba tan apacible y benigno como aparentaba. Transportaron a tierra las velas y las extendieron entre la pradera y la casa, y el anciano les sirvió aquello de lo que disponía: frutas frescas y quesos, leche y vino, sidra y miel… con lo que se dieron un festín hasta hartarse.

 

CAPITULO VI
EL ANCIANO LE NARRA A W ALTER SU HISTORIA. W ALTER DESCUBRE UN PASAJE ENTRE LA PARED ROCOSA

Una vez que terminaron de comer y de beber, el capitán y los marineros se ocuparon en transportar agua a la nave, y el resto de los hombres se dedicó a vagabundear por la pradera. Así fue como Walter se quedó a solas con el anciano.

—Noble anciano, por todas tus circunstancias, se me ocurre que la tuya ha de ser una historia extraña y que me gustaría conocer. Si te pidiera que me hablaras de tu vida, de cómo llegaste hasta aquí y te quedaste, ¿lo harías?

El viejo le sonrió y dijo:

—Hijo, mi historia resultaría demasiado larga; y, posiblemente, mi memoria me fallase demasiado … además, como alberga su buena dosis de dolor, no me gustaría reavivarlo. No obstante, si me hicieras alguna pregunta, te respondería lo mejor que pudiera y, en todos los casos, siempre con la verdad.

—Bien —aceptó Walter—. ¿Llevas mucho tiempo en esta isla? .

—Sí —repuso el anciano—, desde mi época de aguerrido caballero.

—Esta casa —prosiguió WaIter—, junto con sus cobertizos, sus jardines y plantaciones, ¿la construiste tú o te ayudó alguien más?

—yo no hice nada ‘-replicó el viejo—; antes que yo, aquí había otra persona, de la que fui su heredero, como si se tratara de un gran terreno con un hermoso castillo que estuviera bien provisto de todo lo necesario.

—¿Encontraste a tu antecesor con vida?

—Sí —comentó el anciano—; sin embargo, una vez que yo llegué, vivió poco. —Permaneció en silencio durante un rato y, luego, añadió—: Yo le maté; mas he de decir que, aunque se lo merecía, yo no le deseaba ningún mal.

—¿Viniste aquí por tu propia voluntad? —inquirió

Walter.

—Puede ser —dijo el anciano—; no obstante, ¿quién lo sabe? En mi caso no estuvo en mi voluntad hacer esto o aquello.

—’:»‘Dime lo siguiente: ¿Por qué mataste al hombre?

¿Intentó hacer algo contra ti?

—Cuando le maté —expuso el anciano—, pensé que así era; pero ahora sé que me equivoqué. Ocurrió de esta forma: yo necesitaba ir a un lugar donde él ya había ido antes, y él me lo quiso impedir. Le vencí y seguí mi camino.

—¿Qué ocurrió entonces? —quiso saber Walter.

—Surgió todo el mal —contestó el anciano.

Walter permaneció durante un tiempo en silencio y el viejo tampoco habló. Sin embargo, su rostro se iluminó con una sonrisa entre astuta y triste. Walter le miró y dijo:

—¿Fue desde aquí donde seguiste el sendero hacia el lugar que mencionas?

—Sí —confirmó el viejo.

—¿Querrás contarme qué camino era; por dónde iba y adónde conducía … ya que sentiste la imperiosa necesidad de recorrerlo, aunque tu primer paso fuera por encima de un hombre muerto?

—No te lo diré —contestó el anciano.

Con esas palabras acabaron de hablar sobre el tema y, al rato, se pusieron a conversar de cosas de menor importancia.

Así transcurrió el día hasta que llegó la noche; durmieron sin ningún incidente y al amanecer, después de desayunar, casi todo el grupo se dirigió en compañía del anciano a ver lo que lograban cazar. Después de una caminata de tres horas hacia la ladera de la montaÚa, que estaba llena de matorrales espinosos y algún que otro roble, el anciano les comunicó que por esa zona aparecían los mejores animales.

Nada se contará de la caza, salvo que cuando el anciano les encaminó por el sendero adecuado aparecieron los venados y que, tras indicarles lo que debían hacer, dio media vuelta y retornó al lado de Walter, quien no sentía afición por la caza y lo único que anhelaba era reanudar su charla con el viejo. Éste, por su parte, no parecía demasiado a gusto en las cercanías de la casa y condujo a Walter hacia una elevación en el centro de la pradera, desde donde podían divisar todo el paisaje, salvo las zonas cubiertas por bosques y arboledas; sin embargo, en el lugar al que se dirigieron finalmente, no había nada que obstaculizara su visión a excepción de unos pocos matorrales situados entre ellos y la pared rocosa. Walter notó que, mirara a donde mirara, con la excepción de una determinada zona, los precipicios parecían bastante escarpados … pero donde sus ojos estaban fijos, la pared se abría a ambos lados y, delante de ese precipicio, había una pendiente que ascendía suavemente hacia el muro vertical. Walter observó fijamente ese lugar y guardó silencio, hasta que el viejo exclamó:

—¡Vaya! Veo que has encontrado un paisaje que absorbe tu atención. ¿Qué es lo que te fascina tanto?

—Se podría decir que entre aquellas pendientes que ascienden hasta el precipicio existe un paso que conduce a la tierra que hay más allá.

El anciano sonrió y comentó:

—Sí, hijo. No te equivocas, ya que se trata del paso que permite acceder al territorio de los Osos, precisamente el mismo lugar por el que vienen esos hombres enormes a comerciar conmigo.

—Lo supuse —comentó Walter.

En ese momento, se ladeó un poco y escudriñó la pared rocosa, observando que a unos pocos kilómetros de ese paso giraba bruscamente hacia el mar, punto en el que la pradera se estrechaba en demasía y se curvaba, dirigiéndose hacia el norte en vez de al oeste, como el curso que seguía casi todo el precipicio. En mitad de aquel recodo había una zona oscura que a Walter le pareció una abertura directa en la faz pétrea, ya que ésta era de color gris pálido y allí se veía ligeramente sombreada.

Señalándola, Walter repuso:

—Vaya, viejo amigo, en la parte norte detecto lo que parece ser otro paso.

Sin embargo, el anciano no siguió la dirección que indicaba su dedo, sino que, mirando el suelo, respondió con voz confusa.

—Quizá, no lo sé. Mi opinión es que conduce al territorio de los Osos por un camino más largo. Lleva hacia la tierra lejana.

Walter no le respondió, ya que un pensamiento extraño había surgido en su mente y era el siguiente: que el anciano sabía más sobre el paso de lo que deseaba contar … y que por ese camino podría llegar a descubrir a los tres maravillosos personajes. Apenas pudo contener la respiración y su corazón comenzó a latirle a gran velocidad; no obstante, se mantuvo en silencio un buen rato. Pero, por fin, habló con una voz aguda que apenas pudo reconocer como la suya.

—Anciano, por Dios y por todo lo sagrado, te pido que me digas si aquel paso lejano fue el que te impulsó a realizar tu primer movimiento sobre el cuerpo de un hombre muerto.

El viejo tardó en responder; luego, alzó la cabeza y miró a Walter directamente a los ojos. Con voz firme contestó:

—NO, NO LO FUE.

Los dos permanecieron mirándose durante unos instantes, hasta que, finalmente, Walter apartó los ojos; sin embargo, no supo lo que contemplaba o dónde se hallaba, ya que parecía estar como en un trance. No le cabía la menor duda de que el anciano le había mentido; no importaba lo que le hubiera respondido: igualmente podía haber dicho «sí, por dirigirme a ese paso maté a un hombre». No obstante, recobró la compostura lo mejor que pudo y empezó a hablar de otros temas que no tenían nada que ver con las aventuras que ofrecía esta tierra. Pero, pasado un tiempo, bruscamente dijo:

—Anciano, he estado pensando en algo.

—¿En qué? —inquirió el viejo.

—Que en estas tierras nos esperan extrañas aventuras

—comenzó Walter—, y que si nosotros, yo en especial, les volviéramos las espaldas y regresáramos a casa sin experimentarlas, nos arrepentiríamos el resto de nuestras vidas, ya que, entonces, todo sería aburrido y carecería de sentido. He estado meditando en que deberíamos lanzarnos a la aventura. .

—¿Qué aventura? —le preguntó el anciano, apoyándose en un codo y mirándole con fijeza.

—Atravesar aquel paso que conduce hacia el este, por donde los hombres enormes vienen del país de los Osos, y ver lo que acontece.

El anciano volvió a recostarse y sonrió, sacudiendo la cabeza.

—Esa aventura ya ha sido probada: la muerte es lo único que nos aguarda en ella, muchacho —repuso el viejo.

—¿Sí? ¿Por qué?

El anciano respondió:

—Los hombres enormes te atraparían y te ofrecerían como un sacrificio de sangre a cierta mujer insaciable a la que llaman Mawmet. Lo mismo harán si emprendéis ese camino todos vosotros.

—¿Estás seguro? —quiso saber Walter.

—Totalmente.

—¿Cómo sabes que ocurrirá eso? —insistió Walter.

—Yo he estado allí —respondió el viejo.

—Pero has regresado entero.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó el viejo.

—Anciano, aún sigues con vida, y yo mismo te he visto comer, cosa que no suelen hacer los fantasmas —repuso Walter, riéndose.

Sin embargo, el anciano le contestó con voz muy se— ria.

—La única razón por la que pude escapar se debe a que otra mujer me ayudó, y ello no ocurre a menudo. Tampoco me salvé por completo. Sólo mi cuerpo logró huir. Sin embargo, ¿dónde se encuentra mi alma? ¿Dónde mi corazón y mi vida? Muchacho, mi consejo es que ni se te ocurra intentarlo. Mientras puedas, regresa a casa con los tuyos. En todo caso, ¿irías solo? Los demás sólo te estorbarían.

—Yo soy su señor —replicó Walter—. Ellos harán lo que yo les ordene; además, estarán encantados de repartirse mis riquezas si les entrego un escrito en el que les exima de cualquier responsabilidad que les puedan achacar.

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —exclamó el paisano—. ¡Te ruego que no te dirijas a la muerte!

Walter le escuchó en silencio, como si meditara sobre su consejo; entonces, el anciano le habló ampliamente de estas gentes que se llamaban Osos y de sus costumbres. No obstante, los oídos de WaIter apenas le prestaban atención, ya que consideraba que no debía mantener ningún contacto con esos salvajes; pero no se atrevió a preguntar sobre las tierras a las que conducía el paso del norte.

 

CAPITULO VII
WALTER LLEGA HASTA EL PASO EN LA PARED ROCOSA

Mientras mantenían esa conversación, oyeron el ruido de los cuernos de caza sonando al unísono. En ese momento, el anciano se incorporó y dijo:

—Por el sonido de los cuernos, creo que la caza ha finalizado y que están llamando a los compañeros que se desperdigaron por el bosque. Han transcurrido unas cinco horas desde el mediodía, tus hombres regresarán con sus venados y ‘estarán ansiosos por preparar su carne; creo que lo mejor será que yo me apresure a volver y disponga el fuego, el agua y todo lo necesario para la preparación de la caza. ¿Vendrás conmigo o esperarás a tus hombres aquí?

Walter, con acento despreocupado, repuso:

—Les esperaré aquí, ya que para ir a tu casa habrán de pasar por este sendero. Además, así podré imponer algún orden entre sus filas, porque me imagino que algunos vendrán un poco exaltados por la caza y la alegría de haber estado tanto tiempo en una tierra tan verde.

De esta forma habló Walter, como si lo único que tuviera en mente fuera la cena que prepararían y, posteriormente, disfrutar de un descanso; sin embargo, la esperanza y el miedo se de batían en su interior y, una vez más, su corazón latió con tal fuerza que estuvo seguro de que el anciano lo oiría. Pero el viejo aceptó sus palabras y, con un gesto de la cabeza, se encaminó despacio hacia la casa.

Pasado un rato, Walter se incorporó; aún le quedaba una bolsa en la que había algo de queso y pescado seco y una bota de vino. También disponía de un arco corto y un carcaj lleno de flechas, además de una espada de acero templado y fuerte y un cuchillo. Recogió todas sus cosas y, con paso veloz, bajó del pequeÚo montículo, descubriendo que, si iba en línea recta hacia el paso rocoso que conducía al sur, quedaría ocuIto de los hombres que pudieran salir del bosque.

No hace falta comentar que hacia allí se encaminó a toda velocidad, para que el anciano, en caso de que mirara hacia atrás, no le viera o que alguno de sus hombres, rezagado, tropezara con él.

Porque, para ser sinceros, él creía que si se los encontraba, intentarían impedirle el viaje. Se había fijado bien en la dirección del precipicio cercano al paso y, aunque no podía ver sus escabrosos picos con claridad desde esa hondonada profunda, no era muy factible que se perdiera.

No había avanzado mucho cuando escuchó que todos los cuernos sonaban desde un mismo lugar. Se asomó a través del denso ramaje (ya que en ese momento se hallaba en medio de un matorral), y vio a sus hombres subiendo por el montículo … entonces no le cupo ninguna duda de que le llamaban a él. Como se encontraba a cubierto, no les prestó atención y, permaneciendo inmóvil, al rato vio cómo se alejaban de la elevación y se dirigían hacia la casa del anciano, soplando los cuernos a medida que avanzaban, aunque en ningún momento descuidaron la caza. Eso le indicó que no estaban demasiado preocupados por no encontrarle.

Así, prosiguió su camino hacia el pasaje; y no hay nada que comentar sobre su viaje, salvo que llegó antes de que anocheciera y penetró en él de inmediato. Se trataba de una abertura descendente horadada en la roca, que carecía de cualquier acceso o sendero que condujera hasta ella, a excepción de un camino formado por rocas apiladas que no resultaron muy cómodas de atravesar, pero que sólo necesitaron un pequeÚo esfuerzo para ser cruzadas. Una vez que lo hubo hecho, adentrándose en el mismo paso, descubrió que era más cómodo de recorrer de 10 que al principio pareciera, y también vio que corría un hilillo de agua sobre su superficie. A pesar de que la noche se avecinaba, Walter no dejó de andar hasta poco después de que apareciera la luna, redonda y brillante, momento en el que el sentido común le aconsejó descansar. Se tumbó entre unas hierbas que crecían al lado de unas rocas y sacó pescado para cenar, saciando su sed con el agua que fluía por la corriente. Allí, mientras estaba tendido, su cansancio le hizo olvidar cualquier sensación de peligro, ya que en poco tiempo se quedó tan profundamente dormido como cualquier hombre que se hallara en Langton on Holm.

 

CAPITULO VIII

WALTER ATRAVIESA EL YERMO

Estaba amaneciendo cuando despertó; se puso en pie de un salto y se dirigió al arroyo para beber un poco de agua y lavarse. Luego, de nuevo emprendió la marcha. Cuando llevaba unas tres horas andando, el camino, que durante todo ese tiempo había sido ligeramente ascendente, se hizo más empinado, dejando a Walter en un sendero agreste entre unas montañas, con muy poca hierba y nada de agua, salvo en ciertos lugares dispersos en los que se veían charcos, que él debía sortear si no deseaba hundirse en el fango. Apenas descansó, tanto que cuando tuvo hambre, comió sin dejar de caminar. El día aparecía brillante y tranquilo, sin nunguna nube que ocultara al sol, gracias a lo cual pudo orientarse hacia el sur. Anduvo todo aquel día y no notó ningún cambio en el enorme paso abierto, con la excepción de que se hacía levemente más llano a medida que avanzaba. Poco antes del anochecer, llegó a un pequeño estanque de unos veinte metros. Consideró que se trataba de un lugar adecuado para descansar, a pesar de que aún podía aprovechar parte del día.

Cuando amaneció otra vez, se despertó, se puso de pie y desayunó sin perder mucho tiempo. De inmediato emprendió la marcha. En ese momento, se dijo a sí mismo que, sin importar el peligro que pudiera aguardarle delante, ya había dejado atrás el de la persecución de sus propios hombres.

Durante todo el trayecto no vio a ningún animal, a excepción de algún esporádico zorro de las colinas y, en una ocasión, una liebre y unas pocas aves. También contempló uno o dos cuervos, un halcón de largas alas y a un águila volando muy alto en el cielo.

Por tercera noche consecutiva durmió en el yermo, que todavía seguía llevándole hacia arriba. Sólo al final del día le pareció que su ruta se había hecho un poco más llana; en todo lo demás, seguía igual: a ambos lados estaba la garganta rocosa por la que nada se podía ver. A la cuarta noche, no halló ninguna fuente de agua al lado de la cual poder descansar. Se despertó sediento justo en el momento en que el amanecer resultaba más frío.

Sin embargo, en la quinta mañana, el sendero ascendió un poco y, por fin, después de una marcha agotadora y a punto de caer la tarde, casi muerto de sed, llegó hasta un pequeÚo manantial que fluía de entre las rocas. Tan ansioso se hallaba por beber, que en un principio no le prestó atención a nada más; no obstante, cuando sació por completo su deseo, sus ojos se fijaron en el manantial que manaba de las rocas, momento en el que lanzó una exclamación, ya que se dio cuenta de que el agua corría hacia el sur. Con el corazón lleno de júbilo prosiguió su camino y, a medida que recorría el sendero, se encontró con más frecuencia ante pequeños arroyos, todos corriendo en dirección sur. Apresuró el paso, pero a pesar de toda la velocidad que le imprimió a su marcha y de que el suelo descendía en la ruta deseada, la noche le cogió en el mismo yermo. Cuando se detuvo dominado por un agotamiento total, se dejó caer en lo que le pareció que era un pequeÚo valle rodeado de una cadena montañosa en su extremo sur.

Durmió profundamente; cuando despertó, el sol ya se hallaba alto en el cielo. Nunca la tierra había visto una mañana más clara o resplandeciente que esa. Se puso de pie, comió de lo poco que aún le quedaba de las provisiones y bebió del agua del arroyo que había estado siguiendo la noche anterior, al lado del cual se acostara. Luego, emprendió una vez más la marcha sin pensar que durante ese día pudiera acontecer algo distinto. Pero, cuando ya llevaba andando un buen rato, le pareció que algo nuevo flotaba en la atmósfera, algo suave y con con un olor ligeramente dulzón … muy distinto del aire de los últimos cuatro días, áspero y vacío, como la misma superficie del desierto.

Así prosiguió, hasta que llegó a las laderas de las colinas antes mencionadas y, como a menudo suele ocurrir cuando uno asciende por pendientes empinadas, mantuvo los ojos fijos en el terreno que pisaba hasta que llegó a la cima. Entonces, se detuvo para recuperar el aliento y alzó la cabeza para echar una ojeada, momento en el que descubrió que se hallaba en la misma cima de la garganta montañosa: debajo vio las paredes rocosas verticales que se perdían bruscamente, no como las que él había ascendido esos últimos días, en las profundidades, ofreciendo muy pocos repechos en su larga bajada. Sin embargo, más allá de este último retazo de desierto, pudo contemplar unas hermosas y boscosas colinas y unas verdes praderas con unos pequeños valles a su alrededor, extendiéndose por todo el horizonte hasta acabar a los pies de unas grandes montañas azuladas que exhibían sus picos nevados.

Debido al júbilo que experimentó su espíritu, se sintió mareado y tuvo que sentarse y cubrirse el rostro con las manos. Al poco tiempo se recuperó y se puso de pie, observando atentamente el paisaje, en el que no pudo distinguir ninguna morada humana. Sin embargo, se convenció diciéndose que bien podía deberse al hecho de que las hermosas y verdes praderas se hallaban aún muy lejos, y que se encontraría con seres humanos en el momento que dejara bien atrás el yermo. Con fuerzas renovadas comenzó a descender por la montaña sin pérdida de tiempo.

 

CAPITULO IX
DONDE W ALTER SE ENCUENTRA CON LA PRIMERA DE AQUELLAS PERSONAS

En la bajada invirtió tres días completos, ya que si no se encontraba con obstáculos de rocas enormes, se topaba con pendientes demasiado empinadas y peligrosas o con ciénagas impasables; por ese entonces, y aunque jamás le faltara agua, sus escasas raciones se habían terminado, a pesar de su meticuloso racionamiento. No obstante, esto apenas le inquietó, porque pudo recolectar frutas aquí y allá, y también cazar un pequeÚo ciervo o una liebre, a los que no tuvo problema alguno en asar ya que portaba consigo pedernal. Cuanto más avanzaba y el paisaje se hacía más llano y verde, más seguro se encontraba de que pronto llegaría a alguna casa. Tampoco sentía temor, salvo por la posibilidad de encontrarse con hombres violentos.

Sin embargo, debido a lo poco que había dormido en los últimos tres días, cuando llegó a la primera llanura, se sintió tan cansado que se dijo que era mejor descansar que buscar algo de carne. Se tumbó bajo la sombra de un fresno al lado de una corriente de agua y, sin preguntarse qué hora sería, se quedó inmediatamente dormido. Cuando se despertó por la mañana, no sintió muchos deseos de incorporarse, y yació en una ligera duermevela durante tres horas más; al cabo, se levantó y se encaminó hacia el siguiente recodo verdoso, aunque su marcha fue mucho más lenta debido a la debilidad que le atenazaba por la falta de alimentos. El aroma de aquella hermosa tierra inundó su olfato como un gran ramillete de flores.

Por fin llegó hasta la llanura y vio muchos árboles: robles, fresnos, castaños, olmos y pinos. No crecían juntos ni formaban un bosque o una arboleda, sino que se alineaban en orden al lado de la florida vegetación, como si se tratara del paseo principal de algún parque real.

Así llegó hasta un gran cerezo cuyas ramas bajas estaban llenas de frutas: su estómago se alegró ante esa visión y, aferrando una rama, comenzó a arrancar y a comer su delicado manjar. Pero, mientras disfrutaba de su alimento, escuchó un extraño rugido, no muy alto, pero sí feroz y terrible, que no se parecía al de ningún animal que el conociera. Como ya se ha comentado, Walter no era un cobarde; no obstante, debido a la debilidad causada por el viaje y el hambre, a su extraña aventura y a su soledad, su espíritu flaqueó. Se volvió hacia la dirección de la que provenía el sonido, con las rodillas temblorosas, y miró en todas direcciones, hasta que emitió un grito y, desplomándose, se desvaneció. Justo delante suyo se encontraba el enano cuya imagen había visto en el puerto: vestía la misma túnica de seda amarilla y su horrible y peludo rostro mostraba una sonrisa.

Nunca supo cuánto tiempo yació allí tendido como un muerto; pero, cuando despertó, el enano estaba sentado a su lado. Al alzar la cabeza, el enano emitió esa espantosa y áspera voz de nuevo, aunque en esta ocasión Walter pudo distinguir unas palabras, y reconoció lo que la criatura y decía:

—¡Vaya, vaya! ¿Qué eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué buscas?

Walter, sentándose, replicó:

—Soy un hombre’ y me llamo Walter el Dorado; vengo de Langton y busco comida.

El enano, haciendo una mueca despectiva y riéndose, repuso:

—Lo sé todo; te lo pregunté para ver si mentirías. Me han enviado a buscarte. También te he traído este asqueroso pan que a vosotros, los extranjeros, tanto os gusta. ¡Tómalo!

Entonces, sacando una rebanada del interior de una bolsa que portaba, se la arrojó a Walter, quien, a pesar de lo hambriento que estaba, la aceptó con ciertas reticencias.

El enano le gritó:

—¿Eres delicado, extranjero? ¿Preferirías algo de carne? Bien, pues dame tu arco y una o dos flechas, ya que te encuentras tan débil, y te cazaré una liebre o un conejo, tal vez una codorniz. Ah, olvidaba 10 delicado que eras, y que jamás comerías, como yo, carne cruda condimentada con su propia sangre, sino que debes asarla al fuego o hervirla, tal como dicen que hace mi Señora o la Cosa; yo 10 sé, ya que Le he visto comer personalmente.

—No —contestó Walter—, con esto es suficiente —y se puso a comer el pan, que tenía un sabor dulce. Cuando hubo comido algo, ya que no resistía más, le preguntó al enano—: ¿A qué te refieres con la Cosa? ¿Y qué Señora es tu Señora?

La criatura dejó escapar otro rugido de furiosa cólera y, luego, habló:

—Su cara es blanca y roja, como la tuya; y sus manos también son como las tuyas, sólo que más blancas, al igual que el cuerpo que se oculta debajo de sus ropas, aunque más blanco aún … porque yo Lo he visto … sí, Lo he visto … sí, sí, sí. —En ese instante sus palabras fueron una mezcla de balbuceos y gritos y empezó a dar vueltas sobre la hierba mientras aporreaba la tierra. Pero, en poco tiempo, se calmó y se volvió a sentar, permaneciendo inmóvil; mas enseguida comenzó a reírse de nuevo de forma espantosa, y continuó:— Pero, tú, tonto, si cayeras en Sus manos pensarías que podría resultar algo hermoso … aunque después te arrepentirías, como me ocurrió a mí. Oh, las bromas y burlas de de La Cosa, y Sus lágrimas y gritos; ¡y el cuchillo! ¡Qué! ¿También mencionas a la Señora?.. ¿Qué Señora? Oh, extranjero, ¿qué otra Señora existe? ¿Y qué puedo hablarte de ella? Ella me creó a mí, y también a los hombres Oso. Pero no a la Cosa; la odia tanto como yo. Y algún día … —En ese momento se detuvo y reanudó sus ininteligibles aullidos durante un buen rato. Una vez que terminó, prosiguió con voz jadeante—:

Te he contado demasiado. ¡Ay! si mi Señora se entera. He de marcharme.

En ese momento sacó dos rebanadas más de su bolsa, se las lanzó a Walter y, dando media vuelta, se marchó, ora caminando erguido, tal como Walter le hubiera visto en los muelles de Langton, ora dando saltos y rodando por el suelo como si fuera una pelota que hubiera arrojado algún muchacho, ora arrastrándose sobre rodillas y manos como un animal salvaje. En todo ese tiempo no dejó de emitir el áspero y maligno grito.

Una vez que se perdió de vista, Walter se quedó un rato sentado, poseído por una mezcla de horror, asco y miedo que le impidió moverse. Luego, hizo acopio de espíritu, miró sus armas y se guardó el pan en su bolsa.

Poniéndose de pie, prosiguió su camino, preguntándose qué clase de criatura sería la siguiente con la que se fuera a encontrar. Le pareció que si todas resultaban como ésta última, sería algo peor que la muerte; y que si ese fuera el caso, mataría y, seguramente, terminarían por matarle.

 

CAPITULO X
DONDE WALTER SE ENCUENTRA CON OTRA DE LAS CRIATURAS EN ESA TIERRA EXTRAÑA

Sin embargo, a medida que avanzaba por aquella hermosa y dulce tierra, tan resplandeciente e iluminada por el sol, una vez hubo descansado y saciado su apetito, sintió cómo el horror y el miedo le abandonaron y prosiguió su viaje jubiloso, en una jornada carente de hechos relevantes salvo la caída de la noche, momento en el que se cobijó debajo de un gran roble con la espada en la mano. Se quedó dormido de inmediato y no se despertó hasta que el sol brilló de nuevo en 10 alto del cielo.

Se incorporó y continuó su marcha; el paisaje seguía similar al que viera el día anterior, parecía que incluso más bello. Entre la hierba se veían más flores, y los robles y los castaños aparecían más frondosos. Vio distintas clases de ciervos y no le habría resultado nada difícil conseguir carne; sin embargo, los dejó en paz, ya que aún le quedaba pan y no le entusiasmaba la idea de encender un fuego. Además, no quería distraerse por miedo a que le aconteciera algo inesperado. A pesar de que el horrible enano, a su manera, había sido cortés con él, 10 que le comentara de la Cosa le mantenía intranquilo.

Cuando ya llevaba andado un buen trecho y la mañana veraniega brillaba en toda su plenitud, vio no muy lejos que una roca de color gris se elevaba entre un círculo formado por robles. Con curiosidad se dirigió hacia allí, ya que en toda la llanura no había visto hasta ahora ninguna elevación rocosa. A medida que se aproximaba, observó que un chorro de agua manaba de debajo de la piedra, convirtiéndose en un pequeÚo manantial. Nada más llegar, contempló a un hijo de Adán sentado al lado de la fuente, bajo la sombra que proyectaba la roca. Se acercó un poco más y descubrió que se trataba de una mujer, vestida con ropas de color verde, como la hierba sobre la que se sentaba. Jugaba con el chorro del agua y se había subido las mangas de su vestido hasta los hombros para poder introducir completamente los brazos bajo el agua. Tenía unos zapatos de cuero negro a su lado y sus pies y sus piernas brillaban con las gotas que la salpicaban.

Debido al ruido que producía la fuente, la mujer no le oyó llegar, de modo que él se acercó casi hasta ella antes de que alzara la cabeza y reparara en su presencia. La contempló, y descubrió que se trataba de la doncella que viera en el puerto. Ella se ruborizó al mirarle y, rápidamente, se cubrió las piernas con el vestido y se bajó las mangas; sin embargo más allá de eso, no se movió. Walter permaneció inmóvil, deseoso de hablarle. Pero no pudo articular palabra alguna y su corazón le latió con fuerza.

La doncella, al no ver peligro, le habló con una voz dulce y clara:

—Eres un extranjero, ¿verdad? No te había visto antes.

—Sí —repuso—, soy un extranjero. ¿Serás buena conmigo?

—¿Por qué no vaya serlo? —contestó ella—. En un principio temí que no fueras el hijo del Rey, ya que, hasta tu aparición, él era el único hombre bueno de la región.

—¿Esperabas mi llegada?

—Oh, no —replicó ella—. ¿Cómo podía hacerlo?

—No lo sé —dijo Walter—. Sin embargo, el otro hombre sí parecía estar buscándome y me conocía; hasta me trajo pan para que comiera.

Ella le observó con cierta ansiedad y empalideció un poco cuando le preguntó:

—¿Qué otro hombre?

Como Walter no sabía qué relación podía tener el enano con esta doncella, quizá fuera un sirviente, no dejó entrever la repugnancia que le inspiraba y contestó con diplomacia:

—El hombre pequeño vestido con una túnica amarilla.

Cuando ella oyó s.us palabras, se puso lívida, echó la cabeza hacia atrás y lanzó golpes de ciego al aire. Al rato, con voz débil, comentó:

—Te ruego que no hables de ese en mi presencia, ni siquiera que pienses en él.

Él permaneció en silencio y transcurrió un rato hasta que ella recobró la compostura; entonces, abrió los ojos y, mirando a Walter, le sonrió con dulzura, como si así le pidiera perdón por haberle asustado. Luego, se puso de pie y se encaró con él. Estaban muy próximos el uno del otro, ya que la corriente de agua que les separaba era muy estrecha.

No obstante, él seguía contemplándola con ansiedad cuando le preguntó:

—¿Te he ofendido? Te ruego que me perdones. Ella le miró todavía con mayor dulzura y replicó: —.h, no; ¡tú jamás me ofenderías!

Entonces, los dos se ruborizaron. De inmediato ella se puso de nuevo pálida y se llevó una mano al pecho. Walter inquirió:

—¡Oh! He vuelto a ofenderte. ¿Qué he hecho mal?

—Nada, nada —le aseguró ella—; lo que ocurre es que me encuentro inquieta. Un pensamiento se ha apoderado de mí y no sé cuál es … quizá dentro de un rato lo descubra. Ahora te pido que me dejes sola un momento para meditar; cuando regreses, tal vez lo haya descubierto. Sin embargo, sea cual fuere el caso, te lo explicaré.

A pesar de la ansiedad evidente en la voz de ella, él preguntó:

—¿Cuánto tiempo quieres que permanezca alejado? Su rostro mostraba preocupación cuando le contestó: —No mucho.

Le sonrió y dio media vuelta, dirigiéndose al extremo opuesto del círculo de robles, donde aún seguía teniéndola a la vista. Permaneció allí hasta que le pareció que había transcurrido mucho tiempo; no obstante, se contuvo y se quedó donde estaba, diciéndose: «Mejor que espere un poco más y que ella no me vuelva a apartar de su lado». Finalmente, se incorporó —temblaba y el corazón le palpitaba con fuerza— y se dirigió presto hasta la doncella, que aún permanecía al lado de la roca de la que fluía el manantial, con los brazos flojos a los costados y la mirada perdida. Cuando se acercó, ella alzó los ojos y le miró; su rostro adquirió una cierta vehemencia cuando le dijo:

—Me alegro de que hayas regresado, aunque no ha transcurrido mucho desde tu partida (para ser sinceros, apenas había pasado media hora). No obstante, he estado pensando en muchas cosas que pasaré a explicarte.

—Doncella —comentó él—, aunque sea pequeño, hay un río entre nosotros. ¿No sería mejor que lo cruzara y me sentara a tu lado sobre la verde hierba?

—No —replicó ella—, todavía no; quédate ahí mientras yo te explico algunas cosas. He de exponerte mis pensamientos según un determinado orden.

Se había puesto lívida; pero, ahora, recuperaba lentamente el color mientras sus dedos jugaban nerviosos con los pliegues de su vestido. Por fin, habló:

—Lo primero, y a pesar de que nos hemos conocido hace apenas una hora, es que has volcado tu corazón en mí para que sea tu amada. Si esto no fuera así, entonces todo pertenece a mi imaginación, sÍ… y mi esperanza acabará en el acto.

—¡Oh, sí! —exclamó Walter—, claro que sí. Pero, ¿cómo has podido averiguarlo antes que yo? Yo lo reconozco ahora, eres mi amada y aquella a quien deseo.

—Sshh —cortó ella—, ¡sshh! El bosque tiene oídos y tu voz resuena alta; contente, y te contaré cómo lo sé. Ni tú ni yo sabemos si tu amor perdurará una vez que hayas rodeado mi cuerpo entre tus brazos, porque también yo, aunque hace apenas una hora que te he visto, he proyectado mi corazón en ti para que seas mi amado y mi amor. Esta es la razón por la que sé que tú me amas, amigo mío. Todo me resulta entrañable y alegre, y desborda mi corazón con dulzura. Sin embargo, he de explicarte el miedo y el mal que acechan detrás de esta emoción.

En ese instante, Walter alargó los brazos hacia ella y gritó:

—¡Sí, sí! Sin importar el mal que nos amenace, los dos sabemos ya que tú me amas y que yo te amo … ahora que nos hemos declarado, ¿no vendrás a mí para que pueda rodearte con mis brazos y besarte? aunque no me concedas tus amables labios o tu adorable rostro, por lo menos ¿me darías tu entrañable mano, para que de alguna forma pueda tocar tu cuerpo?

Ella le miró fijamente a los ojos y, con voz suave, repuso:

—No; por encima de todas las cosas, y para que no forme parte del mal que nos rodea, ello no ha de ocurrir. Contente, amigo mío, te repito que tu voz resuena en demasía en este yermo plagado de maldad. Ya te he comentado dos cosas que los dos sentimos. Será mejor que me des tu palabra de que ni siquiera tocarás una de mis manos cuando marchemos juntos, alejándonos de esta arboleda para sentarnos en aquel claro, donde, aunque no estemos ocultos, nadie podrá oírnos.

De nuevo, al hablar, su tez se tornó pálida; sin embargo, Walter repuso:

—Si ha de ser así, por el amor que siento por ti te ofrezco mi palabra.

Entonces, ella, agachándose, se calzó sus zapatillas y con un salto ligero atravesó el arroyuelo y, juntos, los dos se alejaron una cierta distancia y se sentaron bajo la sombra que proyectaban las ramas de un castaño que crecía solitario en medio de la llanura. Todo estaba despejado a su alrededor y ni siquiera se veía el menor matorral en las cercanías.

Una vez que se acomodaron, la doncella comenzó a hablar con voz pausada:

—Esto es lo que he de comunicarte: has penetrado en una tierra que es peligrosa para aquellos que sólo albergan el bien en su interior; por lo que, si he de ser sincera, desearía que escaparas de aquí inmediatamente, aunque mi corazón muriera de añoranza por ti. En lo que a mí respecta, si los comparamos, el peligro que yo corro es menor que el tuyo, me refiero al peligro de la muerte. Pero, ay, como bien muestra este anillo de hierro, yo soy una esclava y tú ya conoces los castigos que sufren los esclavos por las transgresiones cometidas. El tiempo no me permite decirte lo que yo soy y cómo he venido hasta aquí. Algún día, quizá, pueda contártelo. Sirvo a una señora maligna de la que sólo puedo comentar que no sé si es realmente una mujer; sin embargo, algunas criaturas la consideran una diosa, y como tal la tratan. Pero, nunca he visto a una diosa más cruel ni fría que ella. Me odia profundamente; en cualquier caso, aunque me odiara poco, de nada me serviría si deseara ser dura conmigo. No obstante, tal como están las cosas ahora, y no creo que cambien en un futuro próximo, si me matara, quien sufriría una grave pérdida sería ella. Por lo tanto, tal como te acabo de exponer, mi vida no corre peligro, salvo que a ella la dominara una pasión repentina y me matara, arrepintiéndose poco después. Pues, aunque la crueldad es el menor de sus rasgos, sí lo es hasta sus últimas consecuencias. Muchas veces ha arrojado sus redes para capturar a algún buen hombre: su última presa (a menos que seas tú), es el joven que antes te mencioné como el hijo del Rey. Aún sigue con nosotros, pero temo por él; ya que últimamente se ha cansado de ella, aunque la verdad es que en ella se concentran la maravilla y la belleza del mundo. Repito:se ha cansado de ella y ha puesto su mirada en mí. Si yo no fuera esquiva, me traicionaría y despertaría la terrible cólera de mi señora. Ya que he de confesar que, aunque es un buen hombre a la vez que un hombre libre, no muestra por nadie la menor compasión … y por una hora de placer me mancillaría para volver al lado de mi señora y pedirle su perdón con alegría, al tiempo que para mí sólo existiría el castigo. ¿Ves ahora cuál es mi situación entre estos dos seres caprichosos y crueles? Además, aún hay otros de los cuales no vaya hablarte. —En ese momento se cubrió el rostro con las manos y lloró, murmurando: —¿Quién me liberará de esta muerte en vida?

Pero Walter gritó:

—¿Para qué otra cosa he venido yo hasta aquí?

Estuvo a punto de tomarla de las manos; sin embargo, recordó la palabra dada y se apartó de ella espantado, ya que tuvo el presentimiento de que ella no lo toleraría. También él se puso a llorar.

De repente, la doncella se secó las lágrimas y dijo con voz cambiada:

—Amigo mío, tú hablas de liberarme y lo más probable es que sea yo la que te libere a ti. Ahora te pido que me disculpes por atormentarte con mi pesar, en especial cuando no puedes aliviar esa pena con caricias y besos. Lo que ocurre es que, súbitamente, me vi aquejada por la opresión de esta tierra y el júbilo que reina en el resto del mundo. —En ese momento, emitió un sollozo, pero de inmediato se contuvo y prosiguió:— Ahora,mi querido amigo y amado, escucha atentamente todo lo que vaya decirte, porque tus actos han de ser consecuentes con lo que te exponga. Primero, creo, por el monstruo que salió a tu encuentro cuando entraste en esta tierra y te ofreció alimento, que la Señora ha estado esperando tu llegada; más aún, que ya ha arrojado su red y te ha atrapado. ¿Has notado algo que pueda confirmar mis sospechas?

—A plena luz del día —contestó Walter—, he visto tres veces delante de mí las imágenes del monstruo, la tuya y la de la gloriosa dama, tan vívidamente como si estuvierais respirando ante mi presencia.

Brevemente, le explicó lo que le había ocurrido desde aquel día en el puerto de Langton.

—Eso disipa cualquier duda —intervino ella—; tú eres su última presa … aunque casi tuve la certeza de que así era desde el principio. Querido amigo, esa es la razón por la que no te permití que me acariciaras o me besaras, a pesar de que lo deseaba intensamente, ya que la Señora sólo te querrá para ella y con ese motivo te ha tentado para que vinieras a esta tierra. Es sabia en las artes de la hechicería (yo también las conozco un poco), y si llegaras a rozarme la piel con la boca o la mano … sí, incluso si tocaras mi vestido, ella percibiría el aroma de tu amor sobre mí, y aunque existe la posibilidad de que te perdonara la vida, nunca me la perdonaría a mí.

Entonces, ella guardó silencio y pareció muy afligida; Walter se sintió dominado por la tristeza, la confusión y la ignorancia, ya que él no conocía nada acerca de la hechicería.

Finalmente, la doncella volvió a hablar:

—A pesar de ello, nos queda aún un camino. Has de saber que a partir de ahora eres tú, y no el hijo del Rey, a quien ella desea, y aún más cuanto que todavía no ha posado sus ojos en ti. Recuerda esto, sin importar el aspecto con que se te presente. A partir de ahora el hijo del Rey quedará en libertad, aunque él todavía no lo sabe, para ofrecerle su amor a quien elija; y, de alguna manera, yo también estaré libre para aceptarlo. Sin embargo, ella es tan maligna que, a pesar de todo, existe la posibilidad de que se vuelva contra mí y me castigue por aquello que me impulsa a hacer. Deja que lo medite.

Permaneció en silencio durante un buen rato, hasta que, finalmente, volvió a hablar:

—Sí, todo es peligroso, y he pensado en una alternativa muy arriesgada que aún no te comunicaré, así que no pierdas el tiempo haciéndome preguntas. Me consuela saber que nada será peor que lo peor que podría acontecer si no luchamos contra ello. Pero, ahora, amigo mío, uno de los peligros que se acentúa con cada momento que pasa, es que sigamos juntos. Sin embargo, te diré algo: has volcado tu amor sobre alguien que te será fiel, sin importar lo que pueda suceder; también es astuta, aunque eso no la ayude en su vida, y por tu propia seguridad ahora ha de serlo más que nunca. Y en lo que a mí respecta, yo, que soy esa persona astuta, he entregado mi amor a un hombre adorable, sincero y puro, de corazón vigoroso; mas se encuentra ante semejante dilema, que si resiste toda tentación, dicha fortaleza puede llegar a ser su perdición y la mía. Por lo tanto, jurémonos el uno al otro que el día que seamos libres para amarnos como desean nuestras corazones, nos perdonaremos todo desliz.

Walter exclamó:

—¡Oh, amor, por supuesto que lo juro! Tú eres sagrada para mí, y ante lo más sagrado te lo juro.

Las palabras llegaron a los oídos de ella como una suave caricia. Se rió, sonrojándose, y le miró directamente a la cara con gran cariño; entonces, su rostro se tornó solemne y repuso:

—¡Por tu vida lo juro yo! —Luego, añadió:— Ahora sólo te queda ir directamente hacia la Casa Dorada, que es la morada de mi señora y la única casa que hay en esta tierra (salvo por otra que yo no puedo ver), y se encuentra a poca distancia hacia el sur. ¿Cómo te tratará?, no lo sé. Pero, todo lo que he comentado sobre ella, sobre ti y sobre el hijo del Rey, es verdad. Así, te aconsejo: permanece alerta y con el corazón frío, sin tener en cuenta la apariencia exterior que percibas. Si no te queda más remedio que entregarte a ella, hazlo lo más tarde que puedas … así ganarás tiempo; no obstante, no tan tarde que parezca que tu entrega se debe al miedo. Cuida tu vida, amigo mío, porque al hacerlo me proteges de una pena que no tendría alivio posible. Antes de que transcurra mucho tiempo volveremos a vernos; tal vez mañana, quizá en unos días. y no olvides que haga lo que haga, será por nosotros. Muy importante: no me prestes atención, por lo menos, no más de la que le concederías a una doncella que contemplaras en la calle de tu propia ciudad. ¡Oh, amor mío!, igual que nuestro primer encuentro, desolador resulta este primer adiós. Pero sé que habrá otro encuentro mejor que el primero, y que el siguiente adiós tardará mucho en producirse.

Entonces se puso de pie y él se arrodilló delante de ella durante un rato sin pronunciar palabra alguna; luego, también se incorporó y emprendió su camino. Sin embargo, tras avanzar un trecho, se volvió y vio que ella aún seguía allí inmóvil; cuando contempló cómo él se volvía, todavía permaneció un segundo más en su completa quietud; pero, poco después, giró en redondo y se marchó.

Él atravesó esa hermosa tierra, y en su corazón anidaba una mezcla de esperanza y temor.

 

CAPITULO XI
DONDE WALTER SE PRESENTA ANTE LA SEÑORA

Comenzaba la tarde cuando Walter se separó de la doncella. Con paso ligero, se guió por el sol en dirección sur, tal como le dijera ella … y, como un caballero que se aprestara para la batalla, sintió que el tiempo transcurría despacio ahora que iba a encontrarse con el enemigo.

Aproximadamente una hora antes del anochecer, percibió un destello blanco entre los troncos de los robles. Pasado un tiempo, llegó hasta un claro en el que pudo ver una casa construida de mármol tallado con gran variedad de motivos: los personajes reflejados en la piedra aparecían pintados con colores muy vivos, ya fuera vestidos o desnudos, y enmarcados en hebras de oro sobre tonalidades claras. Hermosas eran las ventanas de la casa, y el porche de la puerta aparecía flanqueado por dos columnatas que mostraban las imágenes de hombres y animales. Cuando Walter alzó los ojos hacia el techo, notó que refulgía y que las tejas eran de un metal de color amarillo, que él consideró sería oro puro.

Todo esto lo observó a medida que avanzaba, ya que no deseaba demorarse apreciando la visión, sabiendo que ya dispondría del tiempo suficiente para contemplarla antes de morir. Pero, también se dijo que, aunque la casa no fuera de las más nobles, no tenía comparación alguna con las del resto del mundo.

Atravesó el porche y llegó hasta un salón con muchas columnas y techo abovedado; las paredes estaban pintadas de color dorado y azul ultramarino; el suelo era oscuro, salpicado de tonalidades multicolores, y las ventanas destelleaban, llenas de imágenes. En el centro del recinto había una fuente de oro, de la cual manaba el agua en dos direcciones por canales ribeteados de amarillo, bajo dos puentes pequeños de plata. El salón era largo y ahora aparecía poco iluminado, de modo que Walter dejó atrás la fuente antes de poder distinguir si había alguien más con él. Pero, de pronto, alzó la vista hasta el trono y creyó percibir el fulgor de una luz intensa que le cegó; prosiguió andando unos pocos metros más y, entonces, cayó de rodillas: allí, delante de él y sentada en el trono, se hallaba la maravillosa Señora, cuya espléndida imagen le fuera mostrada tres veces con anterioridad. Estaba cubierta de oro y joyas, tal como la vislumbrara la primera vez. Sin embargo, ahora no se encontraba sola: a su lado se sentaba un hombre joven, que Walter juzgó bastante atractivo. Estaba ricamente vestido: a su costado colgaba una espada con empuñadura de gemas y exhibía en su cabeza una diadema con incrustaciones de diamantes. Se cogían de la mano y parecían mantener una conversación animada, aunque hablaban en voz baja, de modo que Walter no podía oír lo que decían. Por fin el hombre se dirigió a la Señora con un tono de voz más alto.

—¿Acaso ves a un hombre en el salón?

—Sí —repuso ella—. Le veo allí, de rodillas; dejemos que se acerque y se presente.

Walter se incorporó y se adelantó, inmovilizándose delante de la pareja, confundido y avergonzado, maravillándose por la belleza de la Señora. En lo que atañe al hombre, que era delgado, de cabello negro Y rasgos finos, y a pesar de sus ricos atuendos, Walter no le tuvo en mucha consideración, y en ningún momento juzgó que pudiera ser alguien con poder.

La Señora, al igual que al principio, no se dirigió a

él; sin embargo, el hombre preguntó:

—¿Por qué no te arrodillas como antes?

Walter estaba a punto de responderle bruscamente cuando la Señora dijo:

—No, amigo mío, poco importa si se arrodilla o permanece erguido; si lo desea, puede exponer lo que quiere de mí y qué le trae hasta aquí.

Entonces, a pesar de lo avergonzado que se sentía, habló Walter:

—Señora, me he perdido y he llegado a esta tierra y hasta la que supongo que es tu casa; si no soy bienvenido, y me ordenas que salga de ella, me marcharé de inmediato a buscar un camino que me conduzca fuera de esta región.

En ese momento, la Señora giró la cabeza y le miró fijamente, y cuando sus ojos se cerraron en los de él, su corazón se vio asaltado por una mezcla de miedo y deseo. En esta ocasión le habló directamente, aunque su voz resultó fría, sin rastros de ira o de la menor consideración por él.

—Extranjero —comenzó—, yo no te he pedido que vinieras; pero, si lo deseas, puedes quedarte bajo mi techo un tiempo. Sin embargo, no olvides que esta no es la corte de ningún rey. Hay alguien que me sirve (tal vez más de una persona), y no es aconsejable que le conozcas. Además, tengo dos sirvientes, a quienes seguro verás. Uno de ellos es un ser extraño, y te asustará o se burlará de ti de buena gana, aunque sólo de buena gana me sirve a mí; la otra, es una mujer, una esclava de poca utilidad, aunque cuando se le ordena realiza cualquier tarea de mujer para mí; no obstante, nadie más puede ordenarle nada … Pero, ¿qué importancia puede tener para ti o para mí lo que te estoy explicando? No te echaré; sin embargo, si no te sientes a gusto en esta casa, no te quejes y márchate de inmediato. Creo que la conversación se ha alargado demasiado, porque, como puedes ver, yo y este hijo de Rey nos encontramos hablando de nuestros propios asuntos. ¿Eres tú el hijo de algún rey?

—No, Señora —contestó Walter—, sólo soy el hijo de un mercader.

—Poco importa —replicó ella—. Ve a una de las cámaras.

En el acto dejó de prestarle atención y reanudó con el hombre que tenía sentado a su lado una conversación que trataba sobre los pájaros que cantaban debajo de su ventana todas las mañanas; también comentó cómo tomaría un baño ese día en un estanque en medio del bosque, después del calor padecido durante la cacería, y cosas por el estilo. Era como si en el salón sólo hubieran estado presentes ella y el hijo del Rey.

Walter, avergonzado, se marchó, sintiéndose como un mendigo que es echado de la puerta de la casa de un rico comerciante. Al irse, se dijo a sí mismo que esa mujer era odiosa y en absoluto merecedora de amor, por lo que jamás podría tentarle, a pesar de su cuerpo maravilloso.

Aquella noche no vio a nadie en la casa; encontró comida y bebida servidas en una bonita mesa y, después de cenar, se dirigió a una cámara que tenía una mullida cama y todo lo necesario para resultar confortable; sin embargo, no se presentó ante él ningún sirviente para darle la bienvenida o aleccionarle sobre las costumbres de la casa. A pesar de ello, comió, bebió y durmió, dejando esos pensamientos para la mañana, en especial porque su corazón albergaba la esperanza de ver a la amable doncella durante el nuevo día.

 

CAPITULO XII
CUATRO DIAS EN EL BOSQUE DEL FIN DEL MUNDO

Cuando se despertó, no encontró a nadie que le saludara ni escuchó sonido alguno de gente moviéndose por la hermosa casa. Desayunó y salió a dar un paseo por la arboleda, hasta que descubrió un riachuelo, donde se lavó los restos de la noche; luego, se tumbó a la sombra de un árbol durante un rato, pero pronto emprendió el camino de regreso a la casa por si llegaba a hacer acto de presencia la doncella y no pudiera verla.

Debe mencionarse que de este lado de la casa y a mitad de la distancia que puede recorrer una flecha, había un pequeño avellano, y a su alrededor los árboles eran más jóvenes que los robles y castaños que viera antes; atravesó esa arboleda y, saliendo del bosquecillo, observó a la Señora y al hijo del Rey que caminaban juntos cogidos de la mano y con expresivos gesto de amor mutuo.

No le pareció correcto retroceder y ocultarse, así que pasó delante de ellos rumbo a la casa. El hijo del Rey hizo una mueca de disgusto cuando le vio; pero la Señora, sobre cuyo hermoso rostro danzaba una jubilosa sonrisa mañanera, le prestó la misma atención que a un árbol del bosque. Sin embargo, y debido al desdén que le mostrara la noche anterior, apenas lo notó. La pareja prosiguió su paseo, rodeando la pequeña arboleda, y, tanta era la atracción que ejercía la belleza de la Señora sobre él, que no pudo evitar girar la cabeza y mirarlos. Entonces, ocurrió otra cosa: detrás de ellos se abrieron las ramas del avellano y allí vio a esa pequeña cosa maligna o a alguien muy semejante. Iba desnudo, a excepción de lo que le cubría su cabello de tono amarillo Oscuro y un cinturón de cuero del que colgaba un ominoso cuchillo de doble filo. Se irguió durante un momento y, con una sonrisa, desvió los ojos hacia Walter, aunque no dio muestras de reconocerlo. Walter tampoco sabía con seguridad si era la misma persona simiesca que ya había visto antes o se trataba de otro. En ese momento, se tendió boca abajo en el suelo y comenzó a reptar como una serpiente a través de la alta hierba, siguiendo los pasos de la Señora y de su amante. Mientras se arrastraba, a Walter le pareció que la criatura se asemejaba más a un hurón que ningún otro ser. Se deslizaba a una velocidad pasmosa y pronto desapareció de vista. No obstante, Walter se quedó mirando en su dirección durante un buen rato y luego se tendió al lado del matorral con el fin de poder observar la entrada de la casa, pensando que quizá la amable doncella saldría en ese momento y le consolaría con una o dos palabras. Pero transcurrió una hora y no apareció. Él permaneció donde estaba y pensó en ella, añorando su gentileza y sus consejos, hasta que ya no pudo contener las lágrimas debido a su ausencia. Cuando dejó de llorar, se incorporó y se dirigió al porche de entrada, donde se sentó dominado por una gran depresión.

Mientras se hallaba allí, regresó la Señora, que iba conducida por la mano del hijo del Rey; subieron al porche y ella pasó tan cerca de él que la fragancia de sus ropas inundó la atmósfera que respiraba y la tersura de su costado le rozó, por lo que no pudo evitar darse cuenta de que su vestido aparecía ligeramente desarreglado y que llevaba la mano derecha (ya que la izquierda la sostenía el hijo del Rey) sobre su pecho, sosteniendo la tela de su rico atavío, que había sido desgarrado a la altura del hombro derecho. Cuando pasaron a su lado, de nuevo el hijo del Rey le dirigió una mueca despectiva, Y su silencio proyectó una ferocidad mayor que la de antes. Y una vez más la Señora le ignoró.

Cuando ya hacía un rato que habían pasado, entró en el salón, hallándolo vacío de un extremo a otro, y el único sonido que se oía era el del agua de la fuente; no obstante, sobre la mesa vio unas viandas. Comió y bebió con el fin de mantener la vida despierta en su interior. Tras ello, salió otra vez a la arboleda para reanudar su espera y su añoranza. El tiempo pendía pesadamente en sus manos debido a la ausencia de la hermosa doncella.

Se le ocurrió la idea de no dormir en el interior y pasar la noche en el bosque. Sin embargo, poco antes de la puesta del sol, vislumbró a una figura ataviada con ropas de vivos colores entre las tallas de las columnas del porche. En ese momento, el hijo del Rey se dirigió directamente hacia él y le espetó:

—Has de entrar en la casa y encaminarte a tu cámara; bajo ningún concepto mi Señora te autoriza para salir dar un paseo por la hierba durante la noche.

Dando media vuelta, entró nuevamente en la casa.

Walter le siguió, recordando cómo la doncella le pidiera que fuera paciente. Se metió en su habitación y durmió.

Pero, en medio de la noche, despertó, creyendo que oía una voz no muy lejana, así que abandonó la cama y escudriñó el cuarto con la esperanza de que la doncella hubiera acudido a hablar con él; pero, la cámara estaba a oscuras y vacía. Entonces, se acercó a la ventana y vio la luna que brillaba con intensidad blanca sobre el césped, y, ¡ay!, a la Señora paseando con el hijo del Rey. Él iba vestido con unas ropas transparentes y lascivas; ella, por su parte, sólo con el cabello rubio y ensortijado que Dios le había dado. Walter se sintió avergonzado de espiarla, en especial cuando la acompañaba un hombre, razón por la que retornó a la cama. Transcurrió un largo tiempo antes de que volviera a quedarse dormido, y en ningún momento le abandonó la hermosa visión de la mujer que andaba sobre la hierba húmeda por el rocío e iluminada por la luna.

Al día siguiente, todo aconteció de forma similar, y también al otro, salvo que su pena aumentaba al ver que su anhelo no se realizaba. Al cuarto día, la mañana resultó igual; sin embargo, en el calor de la tarde, Walter fue a buscar refugio en un pequeño claro que había entre los árboles, donde se quedó dormido por el cansancio que le producía la angustia. Al rato, se despertó al escuchar unas palabras. De inmediato supo que se trataba de una conversación que mantenía ra extraña pareja.

El hijo del Rey acababa de hablar y ahora se escuchaba la dulce voz de la Señora, baja pero firme, en la que se reflejaba un leve malhumor.

—.tto —comenzó—, será mejor que tengas un poco de paciencia hasta que averiguemos quién es ese hombre y de dónde viene; en ningún momento nos resultará difícil deshacernos de él; bastará con unas indicaciones a nuestro Rey enano y en unos pocos minutos se terminará el asunto.

—¡Paciencia! —exclamó colérico el hijo del Rey—. No sé cómo tenerla con ese, ya que claramente percibo que es tosco, violento y testarudo, además de ser un taimado de baja ralea. Por cierto que él sí mostró paciencia conmigo, como el perro que es, la otra noche cuando le ordené que se encerrara en su habitación, tanto que no tuvo siquiera la hombría de replicarme nada. De verdad que, cuando me siguió obediente, sentí la tentación de dar media vuelta y abofetearle, para comprobar si, al menos, podía arrancarle una palabra de furia.

La Señora, riéndose, comentó:

—En realidad, Otto, no sé qué decirte; lo que tú crees que en él pueden ser artimañas, quizá sólo sea prudencia y sabiduría en el comportamiento de un extranjero, que permanece lejos de sus amigos y cerca de sus enemigos. Tal vez aún se nos presente la oportunidad de comprobar cómo es de verdad. Mientras tanto, te aconsejo que no le provoques, a no ser que se encuentre desarmado y maniatado, de lo contrario, presiento que en poco tiempo te arrepentirías de tus actos.

Cuando Walter escuchó esas palabras y la voz con la que fueron pronunciadas, algo en él se conmovió, y en su soledad le parecieron amistosas.

Sin embargo, permaneció quieto. En ese momento, escuchó la respuesta del hijo del Rey.

—No sé qué alberga tu corazón en lo que concierne a este vagabundo, que te burlas de mí mencionando su valor, cuando apenas le conoces. Si consideras que no soy merecedor de tus favores, envíame de regreso al país de mi padre. Quizá allí obtenga la adoración y el amor de bellas mujeres.

Una vez acabó, pareció extender su mano para acanciar a la Señora, ya que ella dijo:

—No, no poses tu mano en mi hombro, ya que ahora no sería un acto de amor, sino de orgullo y resentimiento … acompañados del deseo de la dominación. No, no me tocarás hasta que tus gestos no sean más suaves y amables.

Entre los dos reinó durante un rato el silencio, que, al poco tiempo, fue roto por el hijo del Rey, que habló con voz mimosa:

—Mi diosa, ¡te suplico que me perdones! ¿Acaso no te das cuenta de que temo que te canses de mí y que los celos me dominan? ¡Tú, que estás tan por encima de todas las reinas del mundo y yo, que no soy nada a tu lado! —Ella siguió en su mutismo y él continuó—: ¿Es que no te has percatado de que este hijo de mercaderes se mantuvo ajeno a tu belleza y a tu portentosa majestuosidad?

Riéndose, ella contestó:

—Quizá no consideró que pudiera obtener mucho de nosotros cuando te vio sentado a mi lado y escuchó cómo le hablamos con tanta frialdad y desdén. Tal vez el pobre joven se sintió abrumado y avergonzado ante nosotros … lo vimos en sus ojos y en su porte.

Ella pronunció esa frase con tanta amabilidad y dulzura que, una vez más, Walter se sintió conmovido; entonces, se le ocurrió que quizá ella estuviera al tanto de su presencia y de que la estaba oyendo, por lo que tal vez hablara tanto para sus oídos como para los del hijo del Rey. Pero, éste le respondió:

—Señora, ¿no has notado algo en sus ojos, algo que pudiera indicar que últimamente habían contemplado a otra hermosa mujer? Lo que yo creo es que no resulta muy descabellado que, camino de tu salón, se encontrara con tu doncella.

Su voz sonaba vacilante, como si se encogiera ante la tormenta que pudiera surgir. y cierto es que la voz de la Señora cambió al responderle, aunque no se percibió ningún acaloramiento en ella; más bien sonó seca y cortante al mismo tiempo.

—Sí, no resulta improbable; no obstante, no podemos mantener en nuestra mente la presencia constante de la. esclava. Si es como tú dices, lo descubriremos tan pronto como la veamos. y si se mostrara tímida, lo pagará, ya que la interrogaremos al lado de la Fuente del Salón sobre lo acontecido en el manantial de la roca.

Con voz aún más titubeante, el hijo del Rey habló: —Señora, ¿no sería mejor interrogar al extranjero?

La doncella posee un espíritu resuelto y no será fácil hacerla hablar. En cambio, creo que el hombre no planteará ninguna dificultad.

—No, no —repuso de inmediato la Señora—, no lo haremos de esa forma —después de un silencio que se prolongó un rato, añadió—: ¿Y si el joven demostrara ser más resistente que nosotros?

—No, mi Señora —aseveró el hijo del Rey—, te burlas de mí… ¡que tú y tu fuerza y sabiduría, y todo lo que ésta puede dominar, sean vencidos por un simple patán!

_¿Y si no pudiera dominarle a él, hijo de un Rey? —preguntó la Señora—. Yo conozco tu corazón: pero tú no conoces el mío. ¡Quédate tranquilo! Sé que has rogado por esa doncella (no, sé que nunca con palabras, sino en tu interior, con manos temblorosas, ojos ansiosos y ceño fruncido), y te digo que, debido a tu vehemente anhelo, esta vez escapará a mi cólera. Sin embargo, dudo que a la larga salga beneficiada. ¡Recuérdalo, Otto!, tú que tan a menudo me has rodeado con tus brazos. Y ahora, si lo deseas, puedes marcharte.

A Walter le pareció que el hijo del Rey quedaba confundido con esas palabras. Guardó silencio y, al rato, se incorporó de la hierba y, lentamente, se dirigió hacia la casa. La Señora permaneció allí un tiempo y luego ella también siguió su camino; sin embargo, no se acercó a la casa, sino que se dirigió hacia el bosque que había en el otro extremo, por donde Walter saliera la primera vez.

En lo que atañe a éste, su mente se hallaba confundida y su espíritu inseguro, ya que consideró que en la conversación de esos dos había gran astucia y crueldad y, también, venganza. Pero, se dijo que nada podía hacer él, ya que se encontraba maniatado de pies y manos, hasta que consiguiera ver a la doncella.

 

CAPITULO XIII

DONDE SE ORGANIZA LA CACERIA

A la mañana siguiente, se despertó con un estado de ánimo deprimido y sin deseos de hacer nada. Sin embargo, todo sucedió sin que él pudiera controlarlo, ya que cuando bajó al salón, la Señora se hallaba sentada en el trono, sin compañía alguna; sobre sus hombros lucía una capa de lino blanco. Al oír los pasos de él, volvió la cabeza y le miró, saludándole.

—Acércate, invitado —pidió. Él se aproximó al trono y permaneció delante de ella; entonces, continuó—: A pesar de que aún no se te ha dado la bienvenida ni has recibido honor alguno, tu corazón no ha tomado la decisión de abandonarnos. A decir verdad, tu comportamiento ha sido el adecuado, ya que no podrías huir de nosotros sin nuestro consentimiento. Sin embargo, hemos de darte las gracias por que te hayas quedado y por resistir la pesada carga de cuatro días sin quejarte. Por ello, no puedo contemplarte como un desagradecido. Con un cuerpo tan bien formado y agraciado, unos ojos tan claros y una expresión tan decidida, he de preguntarte: ¿estás dispuesto a servirme para ganarte tu alojamiento?

Walter, al principio titubeante debido al asombro que le inspiraba el cambio producido en ella, pues ahora le hablaba con un tono amistoso, el mismo que emplearía una gran dama con un joven que estuviera dispuesto a servirle en todo, le respondió:

—Señora, sólo puedo agradecerte con todo mi corazón que desees que te sirva, ya que durante estos últimos días he odiado el vacío de las lentas horas. Nada podría honrarme más que prestar mi ayuda a una señora tan gloriosa.

Ella frunció levemente el ceño y dijo:

—No has de llamarme Señora; sólo una persona se dirige a mí de esa forma, y es mi esclava, cosa que tú no eres. Has de llamarme Dama, y yo estaré encantada con que seas mi escudero … de ese modo, me servirás en la cacería. Dispón tus cosas, coge el arco y las flechas y cíñete la espada a la cintura, ya que en estas tierras te puedes topar con animales más peligrosos que un simple gamo o un ciervo. Ahora iré a prepararme; partiremos mientras aún el sol luzca alto en el cielo, pues los días del verano son los mejores para cazar.

Él obedeció y ella se incorporó, dirigiéndose a sus cámaras. Una vez listo, Walter la esperó en el porche. En menos de una hora, ella salió del salón, y el corazón de Walter sufrió una sacudida cuando vio que la doncella la seguía de cerca. A duras penas pudo evitar que sus ojos contemplaran con ansiedad manifiesta a su querida amiga. Vestía del mismo modo en que la viera por primera vez, y nada había cambiado en ella, a excepción del amor que perturbó su rostro cuando lo contempló, viéndose obligada a controlarse. Sin embargo, la Señora no se percató de su lucha interna, o así lo aparentó, hasta que la cara de la doncella recuperó la normalidad.

Después del desdén con el que la Señora hablara de la condición de esclava de su doncella, y después de las amenazas proferidas, a Walter le pareció extraño que ahora la Señora se comportara con amabilidad y dulzura, como una buena dama con su buena doncella.

—Mira, doncella mía —indicó—, el apuesto escudero que he conseguido. ¿No crees que se comportará con valor en el bosque? Contempla su hermoso cuerpo. ¿Cuando piensas en todas las tentaciones, temores y peligros que ha logrado salvar en el Mundo más allá del Bosque hasta llegar a esta pequeña y apacible tierra, tan amada por su Señora y su doncella, no se te conmueve el corazón? y tú, mi escudero, observa a esta esbelta doncella y dime si no te agrada; ¿llegaste a creer que tendríamos algo tan hermoso en esta tierra tan solitaria?

Sincera y amable apareció la sonrisa en su radian te faz. Tampoco pareció darse cuenta de la tensión existente en el rostro de Walter ni de cómo pugnaba consigo mismo por mantener los ojos apartados de la doncella. No obstante, ésta había conseguido dominar sus facciones con tanta maestría, que proyectaba el aspecto de una persona humilde y feliz, sonriente y sonrojada, con la cabeza baja, como si estuviera avergonzada de mostrarse ante un apuesto y joven extranjero.

Sin embargo, la Dama la miró con ternura y dijo: —Acércate, niña, y no temas nada de este joven sincero y libre que también siente un poco de temor de ti aunque, sin lugar a dudas, me teme en mayor grado a mí… por más que sea sólo al estilo de los hombres.

Entonces, cogió a la doncella de la mano y la acercó a su cuerpo, apretándole la cara contra el pecho; luego, le besó las mejillas y los labios; inmediatamente después, deshaciendo un lazo de su vestido, desnudó su hombro derecho y acarició con lentitud la superficie completa de su falda, desde el talle hasta los pies. Tras ello, volviéndose hacia Walter, comentó:

—¡Dime, escudero!, ¿para ser alguien que ha salido de nuestros árboles, no es una preciosidad? ¡Qué! ¿Acaso observas el anillo de hierro que lleva en el tobillo? No es nada … sólo un recordatorio de que es mía y de que yo no puedo estar sin ella. —Cogiendo a la doncella por los hombros, la hizo girar juguetonamente y dijo—: Ve a buscar los sabuesos, ya que hoy mismo necesitamos traer algo de caza; de lo contrario, este vigoroso guerrero no podrá mantenerse sólo con pan y miel.

La doncella se marchó con la exquisita precaución, así se lo pareció a Walter, de no mirarle ni siquiera de reojo. Él permaneció allí de pie, avergonzado y confuso, debido a la abierta ternura mostrada por la gran Dama y a la renovada visión de su amada belleza, la doncella; tanto, que casi pensó que todo lo que había oído desde su llegada al porche de la casa la primera vez no fue más que un sueño maligno.

Sin embargo, mientras meditaba esos asuntos con el aire de alguien que está como atontado, la Dama se rió en su cara y le tocó el brazo, diciéndole:

—Ah, escudero nuestro, ¿ahora que has visto a mi doncella sueñas con quedarte y hablar con ella? ¡Pero recuerda la palabra que me diste! Además, y ahora que ella no puede oírnos, para tu propio beneficio te aseguro que hoy, por encima de todo, te llevaré a cazar conmigo: porque habrá otros ojos, por cierto, nada feos, que desean contemplar a mi adorable esclava. No quiero caer en la tentación de cumplir tu anhelo para que no exista el peligro de que se desenfunden las espadas y corra la sangre.

Mientras hablaba, se le fue acercando y él se volvió un poco, de modo que el borde de ese bosquecillo de avellanos quedó ante sus ojos; entonces, le pareció que una vez más contemplaba a esa cosa maligna de color amarillo oscuro arrastrándose entre unos arbustos. En ese momento, se volvió de lleno hacia la Dama, la miró a los ojos y, por un instante, creyó ver en ellos otra expresión que la de amabilidad y sinceridad, aunque en el acto recuperaron su antiguo gesto y, con voz suave y alegre, comentó:

—Vaya, vaya, señor escudero, por fin te despiertas y me miras a mí.

En ese momento, después de haber vislumbrado esa mirada en su rostro, pensó lo que les podría ocurrir a él y a la doncella si no conseguía dominar su pasión. Inclinando una rodilla delante de ella, con voz firme, declaró con un estilo similar al que empleó la Dama.

—No, mi más graciosa Dama, jamás desearía quedarme aquí si tú te adentrarás en la espesura. Si notas que mis palabras tardan en salir de mi boca, o que mis ojos se distraen, sólo se debe a que mi mente se encuentra confusa por tu belleza y la dulzura de las palabras que fluyen de tus labios.

Ella se rió alegre ante esa declaración, aunque sin trazo alguno de desdén, y repuso:

—Has hablado bien, escudero, con las frases propicias que debe pronunciar un escudero a su dama en una mañana soleada, donde él, ella y todo el mundo se encuentran alegres.

Al hablar, ella se acercó bastante a él y posó la mano en su hombro; los ojos emitían destellos brillantes. A decir verdad, la excusa que había planteado para justificar su confusión parecía sincera, ya que jamás una criatura fue moldeada como ella. Vestida con aquel atuendo recordaba a la diosa cazadora de los paganos: su túnica verde sujeta por un cinturón y los pies calzados con sandalias; un arco en la mano y un carcaj llenó de flechas a su espalda. Era más alta y grande que su querida doncella, de piel más blanca y radiante y de pelo más claro; era como una flor única por su hermosura y fragancia.

—Ciertamente, y antes de que haya comenzado la caza, puedo asegurar que resultas un hermoso escudero … y si además eres bueno en la caza, todo será perfecto, y como invitado recibirás la bienvenida que te mereces. Pero, ¡vaya!, aquí viene la doncella con los estupendos perros. Reúnete con ella y sólo nos demoraremos en coger la cadena de los sabuesos.

Walter miró en esa dirección y vio a la doncella que venía con una pareja enorme de canes sujetos a una correa, tirando con fuerza ‘de ella. Corrió velozmente a su encuentro y se preguntó si debía murmurarle unas palabras o mirarla. Sin embargo, ella dejó que le cogiera las correas blancas y, con la misma expresión semi avergonzada en el rostro, pasó a su lado y se encaminó directamente hacia la Dama, con la elasticidad de una rama de sauce que es mecida por una suave brisa. Se detuvo de lante de ella con los brazos a los costados. Entonces, la Dama se volvió hacia ella y le dijo:

—Cuídate, doncella nuestra, mientras nosotros permanezcamos fuera. De este joven nada has de temer, porque es bondadoso y leal; sin embargo, no sé lo que harás con el hijo del Rey. No cabe duda de que es un amante ardiente, aunque también un hombre duro … y si aparece con un estado de ánimo maligno y caprichoso, puede resultar peligroso para ti y para mí. Si cedes a su voluntad, nada bueno te acontecerá; si no lo haces, ve con cuidado, y deja que sea yo, sólo yo, la que se interponga entre su ira y tú. Tal vez pueda ayudarte. Hace menos de veinticuatro hora que me pidió que te castigara como se suele hacer con las esclavas; pero yo le ordené que no pronunciara palabras semejantes y me burlé de él, hasta que se alejó lleno de furia. Así que muestra cautela y no caigas en ninguna trampa que pueda tenderte.

Entonces, la doncella se arrojó a los pies de la Señora y, abrazándolos, los besó. Mientras se ponía de pie, la Dama posó ligeramente una mano sobre su cabeza y, volviéndose hacia Walter, gritó:

—Vamos, escudero, dejemos atrás todos estos problemas e intrigas y lancémonos al interior del alegre y verde bosque como los paganos de días pretéritos.

Con un movimiento del brazo recogió los pliegues de su túnica hasta que quedaron al descubierto sus blancas rodillas y emprendió una veloz marcha en dirección al bosque que crecía al sur de la casa. Walter la siguió, maravillándose de su grandiosidad. Tampoco se atrevió a mirar hacia atrás, porque sabía que la doncella le deseaba, y su mente se concentraba únicamente en liberarla de esa casa de intrigas y mentiras.

 

CAPITULO XIV

LA CAZA DEL CIERVO

A medida que avanzaban, notaron que la tierra iba cambiando paulatinamente, desapareciendo los grandes árboles y aumentando los matorrales y arbustos. De uno de ellos espantaron a un ciervo; Walter soltó a los sabuesos y él y la Dama los siguieron a la carrera. Ella corría a gran velocidad y respiraba a la perfección, lo que intrigó a Walter. Además, parecía tan ansiosa en la persecución como los perros, sin prestarle atención a los arañazos o latigazos con que las ramas azotaban su piel. Pero, a pesar de la intensidad con que la perseguían, la presa corría más que los perros y que los seres humanos. En cierto momento, el ciervo se introdujo entre un gran matorral en cuyo centro había una charca de agua. Hasta allí lo siguieron ellos, pero, delante de sus ojos, saltó por encima del agua y aterrizó al otro lado; debido a ello, se desplazó mucho más deprisa de lo que ellos podrían avanzar si daban un rodeo …, así que, los cazadores se vieron frustrados en esa ocasión.

La Dama se tumbó sobre la hierba al lado del agua, mientras Walter hacía sonar los cuernos de caza para llamar a los perros; entonces, se volvió hacia ella y, ¡ay!, la vio llorando por haber perdido la presa, De nuevo Walter se preguntó cómo un acontecimiento tan ínfimo podía hacerla llorar tan apasionadamente. No se atrevió a preguntarle qué le afligía o a ofrecerle algún consuelo, aunque él recibió su premio al poder contemplarla en toda su hermosura allí tumbada en la hierba.

Al rato, ella alzó la cabeza, miró a Walter y, con voz colérica, le dijo:

—Escudero, ¿por qué te quedas ahí mirándome como si fueras un idiota?

—Así es, mi Dama —contestó él—, pero tu visión me transforma en un tonto que sólo es capaz de contemplarte embelesado.

Con voz impaciente, ella espetó:

—Sshh, escudero, el día ha transcurrido de tal forma, que ya no es apto para las frases cortesanas y suaves; lo que en la casa resultaba apetecible ya no lo es tanto aquí. Además, conozco más sobre tu corazón de lo que te imaginas.

Walter bajó el rostro y enrojeció; ella se dio cuenta y su cara cambió. Sonriendo, con voz amable le dijo:

—No te preocupes, escudero, me encuentro acalorada y cansada, y no estoy de buen humor; no obstante, se me pasará en poco tiempo, ya que mis rodillas han comunicado a mis hombros que las frías aguas de este pequeño charco serán dulces y agradables en esta tarde de verano y que olvidaré mi enfado una vez me haya sumergido en él. Por lo tanto, sal del matorral con los perros y aguarda mi llegada. Además te pido que no mires hacia atrás, ya que correrías peligro. No te haré esperar mucho.

Inclinó la cabeza, dio media vuelta y empezó a caminar. Entonces, cuando ya se había alejado una cierta distancia, pensó que de verdad era una maravilla de mujer, lo que hizo que olvidara todas sus dudas y temores de la noche anterior acerca de ella, aquello de que podía ser una hermosa imagen construida de mentiras y astucia o algo maligno con la forma de una dama, Cuando vio cómo acariciaba a su querida y amable doncella, su corazón se volcó en contra de ella, y a pesar de lo que sus ojos Y sus oídos le decían a su corazón, a él le pareció como si una serpiente estuviera enroscándose alrededor del cuerpo que amaba.

Sin embargo, ahora todo había cambiado. Tendido sobre la hierba, anhelaba su llegada, que se retrasó un poco más de una hora. Al cabo, ella se dirigió hacia donde estaba él, su rostro mostraba una gran sonrisa, y aparecía fresca y alegre, cubierta por la túnica verde hasta los tobillos.

De un salto se incorporó para recibirla y ella se le acercó y, con rostro sonriente, le dijo:

—Escudero, ¿no llevas nada de carne en tu saco?

Cuando tuviste hambre el día de tu aparición, yo te ofrecí alimento; haz lo mismo conmigo en este momento.

Con la cara iluminada, la complació y sacó pan, carne y vino del bolso de los víveres, que extendió a sus pies sobre la verde hierba; entonces, con humildad, se quedó ante ella. Pero ella le dijo:

—No, mi escudero, siéntate a mi lado y come conmigo, ya que hoy los dos somos cazadores.

Tembloroso, se sentó a su lado, y comprendió que su desazón no se debía a su grandeza o al miedo y al horror de su astucia y hechicería.

Una vez terminaron de come’r, permanecieron sentados juntos un rato; la Dama comenzó a hablar con Walter sobre la tierra y las costumbres de los hombres, de su insaciable ansia de viajar.

—Has contestado a mis preguntas ampliamente, tal como debería hacer mi escudero, lo cual me place mucho. Ahora quisiera que me hablaras de la ciudad en la que naciste y fuiste educado; una ciudad de la que nada me has contado.

—Mi Dama —repuso Walter—, es una ciudad grande y hermosa, y para muchos entrañable, Pero yo la abandoné, y ahora no significa gran cosa para mí.

—¿No tienes familiares allí? —inquirió ella.

—Sí —replicó él—, y también enemigos; y una mujer falsa que arruinó mi vida.

—¿Quién era? —quiso saber la Dama.

—Mi esposa.

—¿Era bonita? —insistió la Dama.

Walter la miró durante’ un rato y, luego, contestó: —Iba a decirte que en absoluto era hermosa comparada contigo; pero no es verdad. Era muy bonita, Pero, ahora, mi graciosa y amable Dama, te diré esto: me extraÜa que hagas tantas preguntas sobre la ciudad de Langton on Holm, donde yo nací y donde aún se encuentra mi familia, porque creo que tú la conoces.

—¿Que yo la conozco? —preguntó la Dama.

—¡Vaya!, ¿es que no es verdad?

La Dama volvió a hablar con parte de su antiguo desdén.

—¿Acaso crees que vagabundeo por el mundo y sus ciudades baratas como si fuera un mercader? No, yo vivo en el Bosque del Fin del Mundo, y en ningún otro lugar. ¿Qué es lo que te ha hecho decir semejante cosa?

—Perdóname, mi Dama, si te he ofendido. Te explicaré cómo ocurrió: mis propios ojos te contemplaron recorriendo los muelles de mi ciudad y subiendo a un navío que, de inmediato, zarpó de la bahía. La marcha la encabezaba un enano, a quien he visto aquí; luego, iba tu doncella y, cerrando la fila, vi tu graciosa y adorable figura.

Mientras él hablaba, el rostro de la Dama sufrió cambios, deviniendo del rojo colérico a la más blanca palidez, y su boca apretó los dientes con fuerza. Conteniéndose, le dijo:

—Escudero, veo en ti que no eres un mentiroso, por lo tanto, supongo que has visto de verdad una aparición mía; sin embargo, jamás he estado en Langton, ni conocía la existencia de tal ciudad hasta que tú me hablaste de ella, Así que creo que un enemigo ha proyectado mi sombra en la atmósfera de tu tierra.

—Sí, mi Dama —aceptó Walter—, ¿pero qué clase de enemigos tienes que pueden realizar algo así?

Ella tardó en responder, pero, por fin, habló a través de una boca temblorosa por la ira:

—¿Es que no conoces el viejo dicho de que los enemigos de una persona se encuentran en su propia casa? Si logro averiguar quién lo hizo, ese enemigo se las tendrá que ver conmigo.

De nuevo guardó silencio y, poseída por la animadversión, cerró los puños y sus extremidades se pusieron tensas. Walter sintió miedo, y todos sus presentimientos en ese momento regresaron a su corazón, haciendo que se arrepintiera de haberle contado tantas cosas. Sin embargo, al poco rato, toda la furia y la tensión parecieron evaporarse de ella y de nuevo mostró un semblante jubiloso, amable y dulce.

—Sea como fuere —le dijo—, te agradezco, escudero y amigo, que me lo hayas contado. Ten por seguro que no te guardo ningún rencor. Además, ¿no fue esa visión la que hizo que vinieras a esta tierra?

—Así es, mi Dama.

—Entonces, hemos de estarle agradecidos —comentó ella—, y te damos la bienvenida a nuestra tierra.

Alargó su mano hacia él y Walter la apoyó sobre sus rodillas y la besó; en ese momento, sintió como si un hierro al rojo vivo hubiera atravesado su corazón y, notándose mareado, tuvo que inclinar la cabeza. No obstante, aún sostenía la mano de ella, que besó en repetidas ocasiones, y también la muñeca y el brazo, hasta que no supo dónde se encontraba.

Pero ella se apartó un poco de él y, poniéndose de pie, le dijo:

—El día pasa deprisa, y si queremos regresar con alguna presa, hemos de ponernos en marcha. Incorpórate, escudero, coge a los perros y sígueme, ya que no muy lejos de aquí, existe una pequeÜa espesura a la que van a pastar ciervos de todos los tamaños. Vamos.

 

CAPITULO XV
DONDE SE MATA A LA PRESA

Caminaron alrededor de medio kilómetro en silencio y, en todo momento, la Dama hizo que Walter avanzara a su lado, nunca un poco detrás, tal como le corresponde a un sirviente. Incluso a menudo rozaba su mano para indicarIe algún animal o un árbol. La dulzura de su cuerpo se apoderó de él, razón por la que en casi todo instante no pensó sino en ella.

Ahora bien, cuando se acercaron a la espesura que ella le comentara, se volvió hacia él y le dijo:

—Escudero, no soy una cazadora de mal agüero, así que puedes confiar en que esta segunda vez no nos quedaremos con las manos vacías. Actuaré con sabiduría; dispón una flecha en el arco y espérame aquí sin moverte. Yo entraré en este follaje sin los perros y haré que la presa venga hacia ti; estáte presto, ten buena puntería, Y recibirás una recompensa de mí. .

Entonces, de nuevo volvió a subirse la falda hasta la altura del cinturón, cogió su arco, preparó una flecha y, con pies ligeros, se adentró en la espesura, dejándole a él anhelando su visión mientras seguía las huellas de sus pies a través de las hojas secas y el movimiento de las ramas a medida que ella las apartaba de su camino.

De esa forma aguardó unos minutos y, de pronto, escuchó un grito de mujer ininteligible que provenía de entre el follaje. Mientras su corazón creía que algo había salido mal, su cuerpo se deslizó velozmente, apenas agitando el ramaje, hacia la espesura.

Había andado un breve trecho cuando vio a la Dama de pie en un pequeño claro, el rostro mortalmente pálido, las rodillas juntas y el cuerpo tembloroso e inseguro. Las manos pendían flojas a ambos lados de su cuerpo Y el arco se hallaba en el suelo; a diez metros de ella, vio a una criatura de color amarillo y una cabeza enorme que, lentamente, se arrastraba hacia ella.

Se detuvo en seco; tenía una flecha ya preparada en la cuerda del arco y otra colgaba de los dedos que sujetaban el arma. Alzó la mano derecha, tiró de la cuerda y la soltó con un ruido seco; la saeta voló cerca de la Dama y, de repente, todo el bosque explotó en un rugido cuando el león amarillo se volvió para morder la flecha que se había clavado profundamente en su costado, como si se tratara de un rayo celestial que hubiera caído sobre él. De inmediato, Walter disparó la otra flecha y, dejando caer el arco al suelo, corrió hacia el animal con la espada desenfundada al tiempo que el león se debatía en el suelo, sin fuerzas para escapar. Con cautela, Walter se le aproximó, le atravesó el corazón y retrocedió, por si acaso la bestia aún albergaba algo de vida con la que atacarle. Pero el animal dejó de forcejear y su ronca voz murió, quedando inmóvil delante del cazador.

Walter aguardó un instante, observándolo, y luego se volvió hacia la Dama, que se había derrumbado en el mismo lugar donde fuera sorprendida y yacía en el suelo acurrucada. Se arrodilló a su lado y le sujetó la cabeza, pidiéndole que se levantara, ya que la bestia había dejado de existir. Después de un rato, ella estiró sus miembros y dio media vuelta sobre la hierba, como si estuviera dormida. La vida retornó a su rostro, que adquirió su habitual suavidad y sonrió. Así permaneció ella un momento, mientras Walter esperaba a su lado, contemplándola, hasta que, por fin, abrió los ojos y se sentó. Al reconocerle, aún con la sonrisa dibujada en sus labios, le dijo:

—¿Qué ha sucedido, escudero, que me he quedado dormida y he soñado? —Él no respondió; de repente, ella recordó todo lo acontecido, volvió a empalidecer y, temblorosa, añadió:— Salgamos de este bosque, ya que el enemigo está cerca.

Abrió el camino por delante de él a toda velocidad, y al poco tiempo salieron de la espesura por el lado en el que habían dejado sujetos a los perros, que se mostraban nerviosos y gemían. WaIter los desató mientras la Dama proseguía su marcha en dirección a la casa. Sujetando a los canes, él la siguió.

Finalmente, ella se detuvo y, dando media vuelta, le dijo a Walter:

—Escudero, ven aquí. —Así lo hizo. Ella le comentó:— Me encuentro cansada otra vez; sentémonos bajo este árbol y descansemos.

Se dejaron caer al suelo y ella permaneció con la mi— rada fija en sus rodillas durante un tiempo; luego, preguntó:

—¿Por qué no trajiste la piel del león?

—Dama —contestó—, si lo deseas regresaré, despellejaré a la bestia y te traeré su piel.

Se incorporó, pero ella le cogió del faldón de la ca— misa e hizo que se volviera a sentar.

—No, no has de regresar allí, porque tengo miedo, no estoy acostumbrada a mirar a la muerte cara a cara. —Se puso lívida al hablar, se llevó una mano al pecho y le preguntó, poniendo la otra mano en la suya:— ¿Cuál era mi aspecto delante del peligro que representaba el enemigo?

—.h, mi graciosa Dama —repuso él—, estabas, como siempre, adorable, aunque yo temí por ti.

Sin apartar la mano de la de él, dijo:

—Tal como te prometiera antes de entrar en la espesura, escudero, te iba a recompensar si matabas a la presa. Muerta está, aunque dejaste su piel en el cadáver. Ahora puedes pedir tu premio; tómate tu tiempo para pensar en cuál será.

Él sentía el cálido contacto de su mano y respiraba el suave aroma que emanaba de ella mezclado con los olores del bosque bajo el ardiente sol de la tarde … su corazón se hallaba dominado por deseos varoniles de ella. A punto estuvo de pedirle que anhelaba la libertad de su doncella para que pudiera partir con ella hacia otras tierras; sin embargo, mientras su mente oscilaba entre esos pensamientos, ella, que le había estado mirando con fijeza, apartó su mano de la de él; en ese momento, la duda y el temor le invadieron y contuvo lo que iba a proponerle.

Al rato ella se rió con alegría y le dijo:

—El buen escudero se siente avergonzado; teme más a su Dama que a un león. ¿Constituiría una recompensa para ti si te pidiera que besaras mi mejilla?

Entonces, se inclinó, él la besó con pasión y se quedó mirándola, preguntándose qué le ocurriría la mañana siguiente.

Ella se puso de pie.

—Vamos, escudero, volvamos a casa; no te sientas compungido, ya habrá otras recompensas más adelante.

Emprendieron la marcha en silencio y cuando arrivaron a la casa el sol casi se había puesto. Walter miró a su alrededor en busca de la doncella, pero no pudo localizarla.

—Me retiraré a mi cámara; tu servicio de este día ha finalizado —le comentó la Dama y, con un gesto amistoso de la cabeza, se dirigió hacia su habitación.

 

CAPITULO XVI
SOBRE EL HIJO DEL REY Y LA DONCELLA

No obstante, Walter volvió a salir de la casa y paseó lentamente por el bosque hasta que llegó a otra pequeña arboleda; se internó en ella por capricho y para estar más a solas y escondido y poder así disponer de tiempo para meditar acerca de su caso. Permaneció tumbado allí entre el grueso ramaje, pero no pudo dominar su mente para que analizara con frialdad lo que le podría acontecer en los próximos días; su imaginación se vio asaltada por las imágenes de las dos mujeres y la del monstruo … su mente era un caos en el que se entremezclaban el miedo, el deseo y la esperanza de la vida.

Tendido allí, escuchó pasos cercanos y, asomándose por entre las ramas, y a pesar de que el sol ya se había ocultado, vio muy cerca de él a un hombre y a una mujer que daban un paseo, con las manos entrelazadas; en un principio, creyó que se trataba del hijo del Rey y de la Dama, pero, casi en el acto, comprobó que, aunque en efecto se trataba de él, la mano que sostenía era de la doncella. Entonces, se percató de que los ojos de aquel hombre estaban encendidos por el deseo y de que ella se encontraba muy pálida. No obstante, cuando escuchó su voz, ésta sonó firme y decidida.

—Hijo del Rey, a menudo me has amenazado severamente, y ahora me vuelves a amenazar con igual severidad. Sin embargo, sea cual fuere la razón que te retuviera aquí, ya no existe, porque mi Señora, de quien pareces cansado, ya se ha hastiado de ti, por lo que no creo que me premie por atraer tu amor hacia mí, como quizá alguna vez, antes de la llegada del extranjero, habría hecho. Por ello te digo que, como sólo soy una esclava, pobre e indefensa, entre el poder de los dos no me queda más elección que aceptar tu voluntad.

Mientras hablaba miraba a su alrededor como alguien dominado por el miedo. Walter, en medio de su ira y de su angustia, estuvo a punto de desenvainar la espada y salir corriendo de su escondite para abalanzarse sobre el hijo del Rey. Pero, no tuvo más remedio que reconocer que si actuaba de esa forma, seguro que acabaría con la doncella y consigo mismo, motivo por el que se contuvo, aunque no le resultó fácil.

La doncella tenía los pies muy cerca de donde yacía Walter, a unos cinco metros, y dudó de que pudiera verle. Con respecto al hijo del Rey, se hallaba tan lujuriosamente concentrado en la belleza de la doncella, que no era muy factible que notara algo más.

A WaIter le pareció vislumbrar entonces una forma entre la hierba y los helechos del extremo opuesto en el que se hallaba la pareja: era un cuerpo feo de color cetrino y claro que, si no se trataba de una bestia de la peor ralea, seguro era el monstruoso enano o uno de su especie; se le puso la piel de gallina por el horror que le inspiraba. Pero, en ese momento, el hijo del Rey habló:

—Preciosa, tomaré el don que me ofreces y ya no te volveré a amenazar, sin importar la forma en que me lo concedas.

Ella le sonrió sólo con los labios, ya que sus ojos aparecían perdidos y desconsolados.

—Mi señor —preguntó ella—, ¿acaso no es esa la costumbre de las mujeres?

—Bueno —repuso él—, ya he dicho que aceptaría tu amor de la forma en que me lo dieses; sin embargo, déjame oír de nuevo que no amas a ese vil recién llegado y que nunca le viste, salvo esta mañana cuando te presentaste ante la Dama. No, mejor has de jurármelo.

—¿Por qué lo juro? —inquirió ella.

—Has de jurarlo por mi cuerpo.

Entonces, se pegó a su cuerpo; ella separó su mano de la de él y la posó sobre su pecho, diciendo:

—Lo juro por tu cuerpo.

Él emitió una sonrisa ebria y la sujetó por los hombros. La besó varias veces antes de apartarse de ella y decir:

—Ahora que he recibido tu primer pago, ¿cuándo he de ir a verte?

—Como máximo, en tres días; te lo confirmaré mañana temprano o, quizá, al día siguiente —contestó ella con voz clara.

Besándola una vez más, declaró:

—No lo olvides, o la amenaza se hará realidad. Entonces, dando media vuelta, él se encaminó hacia la casa; Walter vio cómo la cosa amarilla amarronada se arrastraba detrás de él en la penumbra creciente.

La doncella se quedó un rato inmóvil, mirando al hijo del Rey y a la criatura que le seguía. Entonces, se volvió hacia donde yacía Walter y con cautela apartó las ramas. Walter se incorporó de un salto y quedaron cara a cara. Ella, con un tono de voz suave aunque ansioso, le advirtió:

—¡Amigo mío, no me toques aún! —él guardó silencio y la miró fijamente. Ella añadió:— ¿Estás enfadado conmigo? —Él permaneció en silencio y ella continuó:Amigo mío, te ruego que no juegues con la vida y con la muerte, con la felicidad y la desgracia. ¿Es que ya no recuerdas el juramento que nos hicimos mutuamente hace poco tiempo? ¿Es que piensas que he cambiado en unos días? ¿Sigues pensando en mí igual que antes? Si has modificado tu actitud, dímelo. Porque obraré como si los dos significáramos lo mismo el uno para el otro, sin importar quién acaba de besar mis poco dispuestos labios o a quién han besado los tuyos. Sin embargo, si ya no sientes lo mismo y no deseas darme tu amor, ni anhelas el mío, entonces este acero —extrajo una daga afilada de su cinturón— estará destinado al bastardo que te ha vuelto en mi contra, amigo mío. ¡Después, que suceda lo que esté dictaminado! Pero, si sigues igual, y nuestro juramento es válido, cuando haya pasado un poco de tiempo, podremos dejar atrás todo el mal, la intriga y el dolor y disfrutar de la alegría que nos aguarda, de la larga vida que tendremos por delante y del honor de nuestras muertes. ¡Sólo has de cumplir lo que te pedí, querido mío, mi primer y gran amigo!

Él la miró largamente Y su pecho se hinchó cuando toda la dulzura del amor que le manifestaba penetró en su interior; el rostro le cambió y los ojos se le llenaron de lágrimas que rodearon por sus mejillas delante de ella … y alargó la mano como para rozarla.

—Ahora veo que todo está bien en mi interior, sí, y también en el tuyo —comentó ella con una voz muy dulce—. Constituye un gran dolor para mí saber que ni siquiera en este instante puedo tocar tu mano Y rodearte con mis brazos y besar esos labios que me aman. Sin embargo, así ha de ser. Amor mío, aunque deseo permanecer aquí contigo sin que importe lo que nos digamos, nuestro contacto se hace peligroso, ya que siempre me espía un ser maligno, que ahora acaba de seguir los pasos del hijo del Rey hacia la casa, pero que volverá de inmediato; debemos separarnos. Aún queda tiempo para una o dos palabras: primero, el plan que he formado para nuestra liberación sigue en pie, aunque aún no me atrevo a contártelo ni tenemos tiempo para ello. Pero te diré esto: así como grande es la sabiduría de mi Señora en la hechicería, yo también poseo algún conocimiento del que ella no dispone, y es el de cambiar tan profundamente el aspecto de la gente que dejan de parecerse a quienes eran, sí, y adquieren la forma de otro. Segundo: sea lo que fuere que te pida mi Señora, cumple su voluntad hasta donde consideres que le place. También quiero advertirte de que me veas donde me vieres, no me hables, no me hagas ninguna señal, ni siquiera cuando parezca que estoy sola, hasta que yo no me incline y toque el anillo que hay en mi tobillo con la mano derecha; y si así lo hiciera, quédate quieto hasta que yo hable. Lo último que vaya decirte, mi querido amigo, antes de que sigamos nuestros respectivos caminos, es que cuando seamos libres y conozcas todo lo que he hecho, te ruego que no me consideres una persona maligna y perversa, y que no te encolericen mis actos pasados, porque sabes que no actúo como otras mujeres. He oído decir que cuando un caballero se dirige hacia la guerra, y vence a sus enemigos con el uso de la espada y de taimadas artimañas para regresar a casa sano y salvo, todos le alaban y le bendicen y coronan su cabeza con fiares y alardean de él ante Dios en la iglesia por haber liberado y salvado a la ciudad y a los amigos. ¿Por qué habrías de ser tú peor para mí por semejantes actos? Ya todo ha sido dicho, querido; ¡adiós, adiós!

Entonces, dio media vuelta y, con un ligero rodeo, se encaminó a toda velocidad hacia la casa. Cuando se hubo marchado, Walter se arrodilló y besó la tierra donde habían estado sus pies. De inmediato se levantó y, lentamente, él también se dirigió a la casa por el camino principal.

 

CAPITULO XVII
SOBRE LA CASA y EL BOSQUE OCULTO

Por la mañana temprano, Walter vagabundeó alrededor de la casa hasta que transcurrió buena parte de la mañana y, cuando cayó la tarde, cogió el arco y las flechas y se adentró en el bosque en dirección norte con la intención de conseguir alguna pieza de caza. Había recorrido un buen trecho cuando pudo matar a un cervato. Después, se tumbó a descansar bajo la sombra de un gran castaño, ya que aún hacía mucho calor. Mirando a su alrededor, descubrió un valle pequeño que era atravesado por un arroyo de apariencia agradable; se le ocurrió darse un baño y hacia allí se dirigió para disfrutar de las frescas aguas y de los bancos plagados de una hermosa hierba. Salió del arroyo y se tumbó desnudo durante un rato sobre el césped con el agua rozándole los pies y sintiendo la fresca brisa que levantaban las amplias ondas de la corriente.

Luego, se puso las ropas y empezó a ascender por el sendero … apenas había dado tres pasos cuándo distinguió a una mujer que se dirigía en su dirección corriente abajo. El corazón le dio un vuelco cuando la vio, ya que se inclinó y bajó la mano como si fuera a llevársela al tobillo, lo que, al principio, hizo que la confundiera con la doncella; sin embargo, al segundo vistazo, comprobó que se trataba de la Señora. Se detuvo y le miró, y él creyó que deseaba que se acercara a ella. Avanzó a su encuentro y, a medida que se aproximaba, fue sonrojándose, maravillado por la visión que ofrecía, ya que iba vestida con una túnica de seda gris que mostraba un bordado de flores a la altura de la cintura, por lo demás tan tenue que, mientras el viento la mecía alrededor de su cuerpo, daba la impresión de que, aparte de la ya mencionada guirnalda, sólo el agua corriera por su piel. Su rostro mostró una amplia sonrisa jubilosa cuando le habló con voz suave y acariciadora.

—Te doy los buenos días, mi buen escudero, y me alegro de encontrarte.

Le extendió la mano. Él se arrodilló ante ella y la besó, permaneciendo de rodillas y con la cabeza inclinada.

Ella se rió abiertamente y se inclinó, apoyando las manos en sus brazos, para alzarle y preguntarle:

—¿Qué es esto, mi escudero, que te arrodillas ante mí como si yo fuera un ídolo?

—No lo sé —repuso él con voz temblorosa—; tal vez seas un ídolo. A veces te temo.

—jQué! —exclamó ella—. ¿Después de ver mi ataque de miedo de ayer?

—Sí —contestó él—, porque ahora te veo en plenitud, y me parece que no ha existido nadie como tú desde la época en que los paganos poblaban la tierra.

—¿Has pensado ya en la merced que vas a solicitarme, en la recompensa por matar a mi enemigo y salvarme de la muerte? —preguntó ella.

—Oh, mi Dama —dijo él—, lo mismo habría hecho por otra mujer o, para ser sincero, por cualquier pobre hombre, ya que mi caballerosidad me lo habría exigido así. No me hables de regalos. Además —su voz se quebró levemente y enrojeció—, ¿no me diste ya tu regalo ayer? ¿Qué más puedo pedir?

Ella guardó silencio durante un rato y le miró fijamente, haciendo que él se sonrojara aún más bajo su escrutinio. Entonces, la cólera invadió su rostro y, enrojeciendo, frunció el ceño y le habló con voz furiosa.

—¿Qué significa esto? ¡Empiezo a creer que consideras mi ofrecimiento como algo insignificante para ti! Tú, un extranjero, un paria; ¡alguien que sólo posee la ínfima sabiduría del Mundo que hay fuera del Bosque! y aquí estoy yo ante ti, gloriosa en mi desnudez, tan llena de sabiduría que soy capaz de hacer que— toda esta tierra salvaje contenga más gozos para aquel a quien ame que todos los reinos y las ciudades del mundo … ¡y tú! .. ¡Ah, Seguro que esto es obra del Enemigo, que ha convertido al inoncente en un taimado! Sin embargo, venceré yo, aunque tú sufras por ello y yo por ti.

Walter permaneció ante ella con la cabeza inclinada y extendió las manos como queriendo aplacar su cólera al tiempo que meditaba en su respuesta, ya que ahora temía por sí mismo y por la doncella. Finalmente, alzó los ojos y la miró y, con energía, dijo:

—No, mi Dama, sé el significado que tienen tus palabras, ya que no olvido tu primera bienvenida. Ciertamente, recuerdo que me llamaste plebeyo y que adujiste mi presencia no tenía importancia, que ni siquiera merecía tocar el bajo de tu vestido; que me había comportado con ansiedad, por lo que era culpable ante ti. Sin duda que esto es cierto, y he sido merecedor de tu cólera; sin embargo, no te rogaré que me perdones, ya que hice lo que creí necesario.

En ese momento ella le miró con calma, sin mostrar rasgo alguno de ira, como si pudiera leer lo que había escrito en lo más profundo de su corazón. Entonces, su rostro se iluminó una vez más con alegría y, uniendo las palmas de sus manos, exclamó:

—Esta no es más que una charla insensata, ya que ayer mismo pude comprobar tu valor y hoy he visto tu bondad. Por lo que te digo que, aunque tu linaje no resulte suficiente para una mujer frívola aferrada a los patrones que dicta la sociedad, eres lo suficientemente bueno para mí, que soy sabia y poderosa, y también bella. y a pesar de que me recuerdes que te recibí sólo con desdén la primera vez que te vi, no me guardes rencor, porque únicamente lo hice para probarte.

De nuevo él se arrodilló ante ella y abrazó sus rodillas, y, una vez más, ella le ayudó a incorporarse, dejando el brazo sobre su hombro y haciendo que su mejilla rozara la de él; entonces, besándole en los labios, comentó:

—Aquí y ahora todo queda perdonado, tanto tu ofensa como la mía; disfrutemos de los días jubilosos y alegres.

Una vez que pronunció esas palabras, el rostro se le tornó grave y permaneció delante de él imponente, benévola y amable al mismo tiempo. Al cabo, tomando su mano, le indicó:

—Quizá pienses que mi cámara en la casa dorada del bosque resulta demasiado regia, ya que no eres un hombre de la nobleza. Por lo que te digo que has escogido el lugar adecuado para nuestro encuentro de hoy, porque al otro lado del arroyo hay un lugar acuIto y placentero, que, por cierto, no todo el mundo que llega a esta tierra consigue descubrir. Allí yo seré para ti como una damisela de tu propia patria y tú no te sentirás avergonzado.

A medida que hablaba, ella se le acercó más y, entre vacilaciones internas, su voz llenó su alma de placer y ella notó que estaba feliz y contento.

Cruzaron el arroyo de aguas poco profundas donde Walter se bañara y, en poco tiempo, arribaron a una alta cerca cubierta por hojas, que tenía una puerta sumamente sencilla. La Dama la abrió y entraron a un recinto lleno de plantas hermosas, con rosales, madreselvas y tilos florecidos, donde la hierba era alta y suave y entre ella se podían ver lirios y alhelíes y otras flores igual de hermosas. Una ramificación del arroyo que acababan de cruzar se adentraba en aquel jardín; en el centro había una pequeña cabaña construida con troncos y hojas y un techo de paja amarilla, que tenía el aspecto de ser reciente.

Walter miró a su alrededor e intentó imaginarse qué iba a ocurrir a continuación y cómo le irían las cosas; sin embargo, su mente era incapaz de permanecer durante mucho tiempo en algo más que no fuera la belleza de la Dama entre el esplendor de ese jardín. Ella se comportó con una dulzura y una amabilidad casi rayana en la timidez, y él ya no supo la mano de quién sostenía ni a quién pertenecía el fragante pecho y el terso costado que tan cerca sentía.

Pasearon por el césped mientras el día se desvanecía y, cuando por fin entraron en la oscura cabaña, hicieron el amor y jugaron el uno con el otro, como si fueran una pareja de amantes inocentes, ajenos al temor del mañana, sin pensar en las semillas de enemistad y muerte que había sembradas entre ellos.

 

CAPITULO XVIII
DONDE LA DONCELLA CITA A WALTER

Ahora bien, a la mañana siguiente, cuando Walter despertó, descubrió que no había nadie a su lado y que ya casi era el mediodía. Se puso de pie y recorrió el jardín de un extremo al otro, sin lograr ver a nadie; a pesar de que le imponía encontrarse con la Dama en aquel lugar, su corazón se entristeció Y temió lo que fuera a suceder. No obstante, localizó la puerta por la que entraron la tarde anterior y salió al pequeño claro. Cuando ya había andado uno o dos pasos, se volvió y no logró distinguir el jardín ni la valla, ni ningún otro signo que indicara que alguna vez hubiera estado allí. Frunció el ceño y meditó durante un tiempo, hasta que su corazón se ensombreció. Al rato siguió su camino y atravesó el arroyo. Apenas había llegado al otro lado cuando vio que se le acercaba una mujer; tan embebido se encontraba en los acontecimientos de la noche anterior y en el maravilloso jardín, que le pareció que se trataba de la Dama. Pero, la mujer se detuvo y, agachándose, se llevó una mano al tobillo derecho. Entonces supo que se trataba de la doncella. Se le acercó y comprobó que su rostro no mostraba ningún signo de tristeza como la última vez que la viera, sino que tenía las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes.

A medida que se le acercaba, ella avanzó un paso con las manos extendidas para ir a su encuentro; pero, de inmediato se contuvo y le sonrió.

—Ah, amigo mío, esta será la última vez que te diga que no me toques …, no, tampoco la mano, ni siquiera el borde de mi vestido.

Con el corazón lleno de júbilo, la miró con cariño y le preguntó:

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido en estas últimas horas?

—.h, mi querido amigo —comenzó ella—, ha sucedido lo siguiente …

Sin embargo, mientras la contemplaba, la sonrisa se desvaneció del rostro de ella y éste devino mortalmente pálido, hasta los mismos labios; miró hacia su izquierda, por donde corría el arroyo. Walter siguió la dirección de sus ojos y por un instante le pareció que vislumbraba la deforme figura amarillenta del enano escudriñando por detrás de una roca. Al instante siguiente ya no pudo ver nada. Entonces, la doncella, que aún mostraba su tremenda palidez, mirando a Walter de espaldas a las aguas, prosiguió con una voz clara y firme, en la que ya no quedaban vestigios de alegría o amabilidad.

—Ha sucedido lo siguiente, amigo mío: ya no hace falta que refrenemos ni tu amor ni el mío; por lo que te digo, ven a mis aposentos (es la cámara roja que hay al lado de la tuya … sí, tú no lo sabías) una hora antes de la medianoche. Una vez allí, tu pena y la mía terminarán. He de marcharme. No me sigas, ¡pero recuerda nuestra cita!

Una vez dicho esto, dio media vuelta y huyó como el viento corriente abajo.

Sin embargo, Walter se quedó inmóvil y no supo qué pensar de todo ello, ya fuera para bien o para mal, porque en ese momento tuvo la certeza de que su cambio de expresión y su lividez se debieron a la visión de la horrible cabeza; no obstante, le expuso sin inhibiciones lo que había venido a decirle. «Fuera como fuere», se dijo a sí mismo en voz alta, «y sin importar lo que pueda acontecer, mantendré mi cita con ella.»

Entonces, extrajo la espada y miró en todas direcciones en busca de la Cosa Maligna, pero sus ojos sólo vieron la hierba, el arroyo y los matorrales del claro. Empuñando aún el desnudo acero, ascendió por el sendero del calvero, ya que ese era el único camino que conocía hacia la Casa Dorada; cuando llegó a la cima y la brisa veraniega le acarició el rostro, bajó la vista y contempló la pendiente verde con hermosos robles y castaños a sus lados, sintiéndose renovado por la vida de la tierra. Notó la espada en el puño, y supo que su interior era fuerte y vibraba por la añoranza; le pareció que el mundo estaba abierto ante él.

Emitió una sonrisa levemente sombría y, enfundando la espada, se dirigió hacia la casa.

 

CAPITULO XIX
DONDE W ALTER VA EN BUSCA DE LA PIEL DEL LEON

Entró en la fresca penumbra del porche y, mirando pasillo abajo por entre las columnas, más allá de la fuente percibió un destello dorado. Cuando se acercó y alzó la vista hacia el alto trono, allí estaba la Dama ataviada con sus ropajes reales. Le llamó y él se aproximó. Ella le saludó y le habló con voz tranquila y graciosa, como si lo único que conociera de él es que se trataba del leal sirviente de la alta Dama.

—Escudero —comenzó—, consideramos apropiado que vayas en busca de la piel del lacayo del Enemigo, el león que mataste ayer, con el que deseamos hacernos una alfombra para nuestros pies. Así que, márchate ahora y coge mi cuchillo de caza para despellejar a la bestia; retorna con su piel. Este será tu único servicio del día, de modo que puedes tomarte el tiempo necesario para no agotarte. Que el bien te acompañe.

Él inclinó una rodilla ante ella y recibió una benigna sonrisa; sin embargo, ella no alargó la mano para que se la besara y apenas le prestó atención. A pesar de sí mismo y de que ya conocía su caprichosa forma de ser, no pudo evitar pensar que se trataba de la mujer que yació entre sus brazos hasta apenas unos momentos antes.

Se dirigió hacia la espesura donde matara al león y, cuando llegó, ya había atardecido y el día se encontraba en su período de máximo calor. Penetró entre el follaje y se detuvo en el lugar exacto en el que la Dama había caído; allí contempló la marca de su cuerpo en la hierba y se le asemejó a la de una liebre. Pero, cuando Walter se encaminó hacia el sitio donde liquidara a la bestia, ¡ay!, ya no estaba, y no se veía ninguna señal de su presencia, sólo sus propias pisadas y las dos flechas que le lanzara, una con las plumas de color rojo y la otra con plumas azules. En un principio pensó que alguien se había llevado los despojos. Luego, se rió y se preguntó cómo podía ser así, si no se percibía ningún signo de que ese cuerpo enorme hubiera sido arrastrado; tampoco vio rastro de sangre ni las huellas de quien pudiera haber acometido esa tarea. Se sintió avergonzado y se rió de nuevo, burlándose de sí mismo y pensando: verdad es que creí haberme comportado como un hombre; pero, ahora sé que no le disparé a nada y nada hubo delante de la espada del hijo de mi padre. Y, a pesar de lo que mis sentidos me indiquen, creo que me encuentro en una tierra de ilusiones y que no la habita nada real ni vivo salvo yo mismo. Sí, incluso estos árboles y la verde hierba se desvanecerán en su momento y harán que caiga en el vacío en mitad de las nubes.

Entonces, dio media vuelta y recorrió con paso lento el sendero que le conduciría hacia la Casa Dorada, preguntándose cuál sería el siguiente suceso que le acontecería. Meditando en ello, llegó hasta el primer matorral donde perdieron a su presa por el agua. Entró en el pequeño estanque y se bañó, después de explorar los alrededores y no descubrir nada amenazador.

Cuando el día comenzaba a caer, de nuevo se adentró en el sendero que conducía a la casa y cuando ya anochecía se acercó a la morada, aunque desde donde estaba, y debido a un recodo del camino, ésta quedaba oculta a sus ojos; se detuvo y miró a su alrededor.

Mientras se hallaba allí, por el recodo apareció la figura de una mujer, mirando en todas direcciones; entonces, corrió veloz a encontrarse con Walter, que de inmediato descubrió que se trataba de la doncella.

No se refrenó hasta que se halló a tres pasos de él, momento en el que se inclinó y se tocó el anillo; luego, con voz entrecortada y jadeante, le dijo:

—¡Escucha!, pero no hables hasta que yo haya finalizado. Te di la cita de hoy porque creí que había alguien a quien deseaba engañar. No obstante, ¡por tu juramento, por tu amor y por todo lo que eres, te pido que no vengas esta noche tal como planeamos! Mantente oculto entre los avellanos que hay cerca de la casa y, cuando se aproxime la medianoche, aguarda mi llegada. ¿Me has oído y harás lo que te pido? Di sí o no, pero deprisa, ya que no puedo quedarme más tiempo. ¿Quién sabe lo que acecha a mi espalda?

—Sí —repuso Walter en el acto—; pero, amiga mía, mi amor …

—Basta —cortó ella—, la esperanza es lo mejor.

Con esas palabras, se volvió en redondo y se alejó corriendo. Sin embargo, no tomó el camino por el que viniera, sino uno lateral, como si lo que buscara fuera llegar a la casa dando un rodeo.

Walter prosiguió lentamente su marcha, diciéndose a sí mismo que ese no era el momento para que actuara … era el turno de los demás; no obstante, le pareció poco varonil ser un simple peón en un tablero y dejar que la voluntad de otros le llevaran de un lado a otro.

A medida que avanzaba, también pensó en la doncella y en el aspecto que mostró cuando bajó corriendo hacia él y se detuvo un minuto. Toda la ansiedad que vio en ella, todo el anhelo de su amor y la congoja de su alma, se entremezclaron en su mente.

Así llegó hasta el recodo donde, a menos de un disparo de flecha de distancia, contempló la Casa Dorada, que aparecía embellecida por el sol rojo que se ponía. Incluso en ese momento, distinguió una gallarda figura que se acercaba a él y que, por los rayos del sol, lanzaba destellos dorados y plateados … ¡y ahí estaba el hijo del Rey! Cuando casi se hallaron a la misma altura, el hijo del Rey hizo el gesto de apartarse y seguir su camino, saludándole con voz alegre:

—¡Buenas tardes, escudero de mi Dama! Sé que te debo cierta cortesía, porque gracias a ti seré feliz, tanto esta noche como mañana, y muchos días venideros. Para ser sincero, he de reconocer que bien poca te he mostrado hasta ahora.

Su rostro mostraba gran júbilo y los ojos le brillaban de alegría. Era un hombre atractivo; sin embargo, a Walterle parecía traicionero. Le odiaba con tanta intensidad, que no le resuItó fácil contestarle; sin embargo, conteniéndose, dijo:

—Te lo agradezco, hijo del Rey; es bueno saber que alguien es feliz en esta tierra extraña.

—¿Acaso tú no eres feliz, escudero de mi Dama?

—inquirió el otro.

Walter no tenía ninguna intención de abrirle su corazón a ese hombre, ni siquiera una pequeña esquina, ya que le consideraba su enemigo. Con una sonrisa amable y algo vacua, como la de un hombre enamorado, repuso:

—.h, sí, sí, ¿por qué no habría de serlo? ¿Cómo podría ser de otra manera?

—Entonces —insistió el hijo del Rey mirándole fijamente—, ¿por qué dijiste que te alegrabas de que alguien fuera feliz? ¿Quién consideras que no lo es?

Walter respondió con cautela.

—¿He comentado yo eso? Supongo que debía estar pensando en ti, ya que la última vez que te vi me pareció que tu corazón se mostraba apesadumbrado y desdichado.

Con esas palabras, el rostro del hijo del Rey se despejó y dijo:

—Sí, así era; te lo explicaré. No me sentía libre, pues había plantado el deseo verdadero de mi corazón y no le veía crecer. Sin embargo, ahora me encuentro al borde de la libertad y, en su momento, mi deseo florecerá. Escudero, te considero una buena persona, aunque un poco tonta, por lo que dejaré de hablarte con acertijos. Es esto: la doncella me ha prometido cumplir todos mis deseos y que será mía. En uno o dos días, al ayudarla, volveré a ver otra vez el mundo.

WaIter, mostrando una sonrisa recelosa, preguntó: —¿Y la Dama? ¿Qué dirá ella del asunto?

El hijo del Rey se sonrojó, pero consiguió esbozar una sonrisa falsa y contestó:

—Escudero, sabes lo suficiente como para no tener la necesidad de formular esa pregunta. ¿Por qué habría de decirte que ella tiene en mayor estima tu dedo meñique que todo mi cuerpo? Te hablaré con libertad. El placer del amor, y la liberación de la esclavitud, se deben, en cierta forma, a ti. Ya que tú te has convertido en mi reemplazo, y has ocupado mi lugar con la adorable tirana. ¡No temas por mí!, me dejará marchar. En lo que a ti respecta, ve con cuidado. Una vez más te digo esto porque mi corazón se siente aliviado y está lleno de alegría; además, me place aconsejarte y en nada me dañará. Es cierto que podrías preguntarme, ¿y si se lo cuento todo a mi Dama? Pero yo te contestaría, sé que no lo harás, Porque sé que tu corazón se ha encariñado con la joya que llevaré de la mano, y bien sabes qué cabeza rodará con la ira de la Dama … no será ni la tuya ni la mía.

—Dices la verdad —comentó Walter—; además, en mi espíritu no anida la traición.

Caminaron juntos durante un rato, hasta que WaIter rompió el silencio:

—y si la doncella no te hubiera aceptado, ¿qué habrías hecho?

—¡Por todos los cielos! —exclamó con furia el hijo del Rey—. Habría pagado cara su negativa, luego, yo … —repentinamente se interrumpió y, con voz más calmada y de forma evasiva, añadió:— ¿Por qué hablar de lo que pudo haber sido? Me brindó su sí con dulzura y placer.

Como WaIter sabía que el hombre mentía, se quedó callado; no obstante, al rato le preguntó:

—Cuando seas libre, ¿regresarás a tu tierra?

—Sí —confirmó el hijo del Rey—, ella me conducirá hasta allí.

—Cuando llegues al reino de tu padre, ¿la convertirás en tu dama y reina? —insisitió WaIter.

El hijo del Rey, frunciendo el ceño, repuso: —Cuando me encuentre en mi propia tierra, podré hacer con ella lo que me plazca; pero, sólo obraré de modo que se sienta feliz.

Entonces, la conversación entre los dos finalizó, y el hijo del Rey se encaminó hacia el bosque, cantando alegremente; por el contrario, Walter se dirigió con semblante serio hacia la casa. No se sentía demasiado alicaído, ya que, además de pensar que el hijo del Rey era un mentiroso, le pareció que en esta cita doble había algo que actuaría en su propio beneficio. Aún así, estaba ansioso y perturbado, si no deprimido, y su alma se debatía entre la \ esperanza y el miedo.

 

CAPITULO XX
DONDE A WALTER SE LE OFRECE OTRA CITA

Cuando entró en el salón de las columnas, encontró a la Dama que iba de un extremo a otro del trono; al aproximarse, ella se volvió hacia él y, con una voz más ansiosa que enfadada, comentó:

—¿Qué has hecho, escudero? ¿Por qué te presentas ante mí?

Avergonzado, inclinó la cabeza y repuso:

—Oh, graciosa Dama, me ordenaste un servicio y en ello me ocupé.

—Dime, entonces, dímelo, ¿qué ha sucedido?

—Mi dama —replicó Walter—, cuando me adentré en la espesura donde te desmayaste, ya no existía ningún cadáver de león ni señal alguna de que alguien lo hubiera arrastrado.

Durante un rato ella le miró fijamente; luego, se sentó en el trono y guardó silencio. Al poco tiempo, le habló:

—¿Acaso no te comenté que se trataba de la obra de un enemigo? ¡Ay!, y ya lo has podido comprobar. —Volvió a permanecer en silencio, tenía el ceño fruncido y los dientes apretados. Al rato, comentó con un tono de voz áspero y colérico:— Pero la venceré, y haré que sus días sean tormentosos … aunque mantendré a la muerte lejos de ella para que pueda morir varias veces; conocerá la pena del corazón cuando los enemigos te rodean y lejos están los amigos … ¡y no hay nadie que te pueda liberar! —Los ojos le relampaguearon Y su rostro adquirió un aspecto sombrío debido a la ira; giró la cabeza y vislumbró la mirada de Walter y el rigor en su cara; de inmediato se suavizó y dijo:— ¡De bien poco tienes tú la culpa! Se acerca la noche. Ve a tu cámara y allí encontrarás unas ricas vestimentas apropiadas para ti, para lo que ahora eres y para lo que serás; póntelas y arréglate bien … luego, regresa aquí y cena conmigo. Cuando acabemos, te marcharás a donde desees hasta que llegue la medianoche; después te dirigirás a mis aposentos a través de la puerta de marfil que hay en la galería de arriba. Entonces, te contaré algo que resultará bueno para ti y para mí; no obstante, hará que el enemigo lo lamente.

Cuando terminó, extendió la mano y él la besó, marchándose inmediatamente después a su cámara, donde encontró unos ropajes desmedidamente ricos. Se preguntó si allí no habría otra trampa; sin embargo, si así era, no veía ninguna manera de evadirla, de modo que se los puso y se convirtió en uno de los reyes más gloriosos y más atractivos del mundo.

Entonces, como ya comenzaban a reinar las sombras de una noche en la que no brillaba la luna, y los árboles del bosque estaban tan inmóviles como las tallas de las columnas, fue hasta el salón. Su interior se hallaba bien iluminado por muchas velas, bajo cuya luz refulgía la fuente a medida que el agua se deslizaba hacia la pequeña corriente; también resplandecían los puentes de plata, al igual que todas las columnas. y allí, en el estrado, había una mesa de aspecto real con la Dama sentada a ella. Llevaba sus más espléndidas ropas y, a su espalda, humildemente de pie, se encontraba la doncella, ataviada con una túnica en la que resplandecían hebras de oro. Sin embargo, iba descalza, y en su tobillo se podía ver el anillo de hierro.

Walter se acercó al trono y la Dama, incorporándose, le dio la bienvenida cogiéndole de las manos. Le besó en las dos mejillas y lo sentó a su lado. Empezaron a comer mientras la doncella les servía. No obstante, la Dama no le prestó más atención que si fuera una de las columnas del salón … pero acariciaba a Walter a menudo y le decía dulces palabras. También le rozaba la mano y le hacía beber de su copa y comer de su plato. En apariencia, él se mostraba tímido, pero en su interior reinaba el miedo. Aceptó las caricias de la Dama con toda la gracia de la que pudo hacer acopio, y en ningún momento se atrevió siquiera a mirar a la doncella. El banquete le pareció interminable, y aún más largo por su cansada presencia, pues debía mostrarse amable con su enemiga y distante con su amiga. Cuando terminó el banquete, permanecieron un rato sentados, mientras la Dama le hablaba a Walter de muchas y variadas cosas, en especial de las costumbres del mundo. Él respondía lo que podía, apesadumbrado ante el pensamiento de esas dos citas a las que tenía que acudir.

Finalmente, la Dama dijo:

—Ahora he de abandonarte por un rato; tú ya sabes dónde y a qué hora nos volveremos a reunir. Mientras tanto, haz lo que te plazca para no agotarte, ya que me encanta verte feliz.

Se puso de pie, imponente y grandiosa; sin embargo, besó a Walter en los labios antes de marcharse del salón. La doncella la siguió, pero, antes de desaparecer, se agachó y le hizo la señal, mirándole por encima del hombro con una súplica en los ojos; su rostro mostraba miedo y angustia. Él asintió, confirmándole su cita en la arboleda de los avellanos y ella se desvaneció en el acto.

Walter atravesó el salón y salió a la temprana noche; en la entrada del porche se topó con el hijo del Rey, quien, al ver su atuendo que destelleaba con tantas joyas bajo la luz de la luna, no pudo evitar reírse y decir:

—Ya veo cómo te has elevado por encima de mí: mientras yo sólo soy el hijo de un Rey, y éste el rey de un lejano país, tú eres un rey de reyes, por lo menos esta noche, sí, y también de esta tierra en la que nos hallamos.

Walter percibió la burla que yacía detrás de sus palabras; conteniendo la ira, comentó:

—Amable señor, ¿es que ya no te encuentras tan feliz de tu suerte como lo estabas al ponerse el sol? ¿No sientes dudas o miedos? ¿Mantendrá la doncella su cita contigo, o sólo accedió para escapar de ti? ¿Y si decidiera contárseio a la Dama y pedirle que la proteja de ti?

Apenas pronunció esas palabras, se arrepintió y temió por su seguridad y la de la doncella, no fuera que hubiera despertado algún recelo en el frívolo corazón del joven. Sin embargo, el hijo del Rey se rió y únicamente respondió a la última pregunta de Walter.

—¡Sí, sí! tus palabras demuestran claramente lo poco que sabes de la relación que existe entre mi amada y la tuya. ¿Acaso la oveja se aparta del pastor y acude al lobo? Eso mismo sería lo que haría la doncella. ¡Vaya! Pregúntale a tu Dama lo que ocurrió entre ella y su esclava; creo que la juzgará una agradable narración para contarte. No obstante, mi doncella ahora se encuentra bien debido al conocimiento que posee de la hechicería. y te repito, la doncella tendrá que hacer mi voluntad, ya que aunque yo fuera el mar profundo, y no me considero tan malo, la otra, comparada conmigo, es el diablo, como pronto podrás comprobar tú mismo. Sí, todo está bien en lo que a mí respecta, más que bien.

Dicho esto, se metió en el salón iluminado. Walter salió a la noche estrellada y vagó por los alrededores aproximadamente durante una hora. Luego, con cautela y en silencio, penetró en el salón y se dirigió a su habitación. Una vez dentro, se quitó las ostentosas ropas y se vistió de nuevo con las suyas; se ciñó espada y daga, cogió el arco y las flechas y volvió a salir en silencio. Dando un rodeo, llegó hasta los avellanos desde el norte y permaneció allí escondido mientras la noche seguía su curso, hasta que le pareció que ya quedaba muy poco para la medianoche.

 

CAPITULO XXI
DONDE W ALTER y LA DONCELLA HUYEN DE LA CASA DORADA

Aguardó entre los árboles a la escucha del sonido más insignificante, que sólo eran los ruidos de la noche en el corazón del bosque. De repente, desde la casa se escuchó un terrible aullido. A Walter le dio un vuelco el corazón, aunque no dispuso de tiempo para hacer nada, ya que inmediatamente después del grito escuchó unos pies ligeros cerca de donde estaba. Apartaron las ramas y ahí apareció la doncella, vestida únicamente con su capa blanca y descalza. Al principio, únicamente sintió la dulzura de su carne contra la suya, ya que ella le había tomado de la mano y, casi sin aire, le dijo:

—¡Vamos, vamos! Quizá aún nos quede tiempo. ¡No me hagas ninguna pregunta y sígueme!

Obediente, fue tras ella, que le conducía con pies veloces.

Recorrieron el mismo camino, en dirección sur, por el que había ido a cazar con la Dama; ora corriendo, ora caminando, pero, tan rápido iban, que cuando estaba a punto de amanecer habían llegado hasta la espesura en la que viera al león; sin detenerse, prosiguieron su marcha. La doncella apenas había pronunciado alguna palabra, salvo para darle ánimo a Walter y, esporádicamente, una frase de amor. El amanecer se convirtió en mañana y, cuando llegaron al recodo de un sendero, vieron abajo unas llanuras donde pocos árboles crecían; más allá de la pradera, la tierra se elevaba en colinas verdosas y, detrás, se veían enormes montañas lejanas.

En ese momento, la doncella le dijo:

—En aquella dirección se encuentran las montañas de los Osos. Nos veremos obligados a atravesarlas, a pesar del peligro que entrañan. No, amigo mío —comentó ella al ver que él empuñaba la espada—, lo único que nos per— mitirá cruzarlas a salvo, será la paciencia y la sabiduría, no el acero de un hombre, aunque sea alguien bueno y gentil. ¡Mira! Allí abajo corre un riachuelo que atraviesa la primera pradera. Es el lugar idóneo para que descansemos. Además, he de contarte algo que está quemando mi corazón, ya que quizá deba pedirte que me perdones, a pesar del miedo que siento.

—¿Por qué? —inquirió Walter. Ella no le respondió; por el contrario, cogiéndole de la mano, le condujo sendero abajo. Él comentó:— Dices que allí descansaremos, ¿es que ya estamos fuera de peligro?

—No lo sabré hasta que no descubra lo que le ocurrió a ella —respondió—. Si no logró soltar a tiempo a sus sabuesos, dudo que ahora nos localice, a no ser que lo utilice a él. —Notó el temblor de la mano de ella en la suya. Al rato, ella prosiguió:— Haya o no peligro, necesitamos descansar. Te lo repito, lo que arde en mi pecho es por miedo a ti, de modo que no podré continuar hasta que te lo haya revelado.

—Desconozco todo lo referente a esta Reina, su poder y sus sirvientes —indicó él—, por lo tanto, más tarde te formularé algunas preguntas: Pero, aparte de los demás, ¿qué hay del hijo del Rey, ese que te ama tan egoístamente?

Ella se puso un poco pálida y repuso:

—En lo que respecta a él, no hay nada que debas temer, salvo su traición. Ahora ya no podrá amar ni odiar de nuevo; murió anoche.

—¿Cómo? —preguntó Walter.

—No —señaló ella—, deja que te cuente mi historia toda junta y de una vez … no quiero que me culpes en exceso. Sin embargo, primero nos lavaremos y nos acomodaremos como podamos; luego, mientras reposamos, te narraré lo acontecido.

Por entonces, ya habían llegado al lado de la corriente, que se deslizaba entre rocas y bancos arenosos.

—Allí —indicó ella—, detrás de aquella piedra, me bañaré yo, amigo mío; aquí lo harás tú … ¡mira cómo brilla el sol!

Se encaminó hacia el lugar escogido por ella y él se bañó allí mismo y, cuando la doncella regresó, él ya estaba vestido, fresco y limpio gracias al agua. Ella venía cargada de cerezas que cogió de una rama que’ crecía al lado de la piedra. Sentándose juntos sobre la hierba verde, más allá de la arena, desayunaron lo que les ofreció ese lugar agreste. WaIter estaba feliz de poder contemplarla y observar toda su dulzura y su belleza; no obstante, ambos se mostraban un poco avergonzados e inhibidos, razón por la que lo único que hacía él una y otra vez era besarle las manos … y, aunque ella no se apartó, tampoco tuvo el valor de arrojarse a sus brazos.

 

CAPITULO XXII
SOBRE EL ENANO y EL PERDON

—Amigo mío —comenzó ella—, es hora de que te cuente lo que he hecho por tu bien y el mío. Si por tu mente pasa la idea de echarme la culpa y castigarme, quiero que primero recuerdes que todo ha sido realizado por ti y por la esperanza de una vida juntos y llena de felicidad. Bueno, he de explicarte …

En ese momento se le quebró la voz; poniéndose en pie de un salto, miró hacia el sendero y señaló con la mano. Tenía el rostro tembloroso Y pálido, apenas podía mantenerse erguida y era incapaz de articular palabra alguna … de su boca sólo salía un débil gemido.

Walter se incorporó y la rodeó con el brazo, mirando en la dirección que ella señalaba. En un principio no vio nada; luego, apreció una piedra de color amarillo amarronado que rodaba por el camino y, por fin, reconoció que se trataba de la Cosa Maligna que le salió al encuentro la primera vez que entró en aquella tierra. En ese momento se irguió y pudo ver que iba vestido con una túnica de seda de color amarillo.

Agachándose, Walter cogió el arco y las flechas y se colocó delante de la doncella al tiempo que encajaba una saeta en la cuerda del arma. Pero el monstruo no había perdido el tiempo cuando WaIter se inclinó y, con un sonido vibrante, soltó una flecha que voló por los aires y rozó el brazo de la doncella encima del codo, por donde comenzó a manar la sangre. El enano emitió un grito horrible y áspero. En ese momento, la flecha de Walter salió despedida con excelente puntería, ya que le dio al monstruo en mitad del pecho; sin embargo, rebotó como si hubiera chocado contra una piedra. Con otro grito espantoso, la criatura arrojó otra flecha y Walter creyó que se había clavado en la doncella, porque la vio caer como un ovillo a sus pies. Enfurecido, Walter soltó el arco y desenvainó la espada, dirigiéndose hacia el sendero donde se hallaba el enano. Éste rugió una vez más, aunque en esta ocasión distinguió palabras.

—¡Tonto! Si entregas al Enemigo puedes marchar en libertad.

—¿Quién —preguntó— es el Enemigo?

—Ella —aulló el enano—, esa cosa de color rosado y blanco que yace ahí en el suelo. Aún no ha muerto, pero se encuentra moribunda sólo por el miedo que siente de mí. ¡Y no le faltan motivos! Me habría resultado igual de fácil clavarle la saeta en el corazón que rozarle el brazo; sin embargo, necesito su cuerpo con vida para que sufra mi castigo.

—¿Qué le harás? —inquirió Walter, que, en cuanto escuchó que la doncella seguía con vida, había recuperado la cautela y aguardaba a que se le presentara una oportunidad de atacar con eficacia.

El enano, al oír su pregunta, aulló durante un tiempo de forma ininteligible, hasta que finalmente dijo:

—¿Qué haré con ella? Deja que me acerque y podrás contemplarlo; entonces, tendrás una extraña historia que podrás contarle a tus amigos en el futuro. Porque te de— jaré marchar.

—¿Qué necesidad tienes de castigarla? —insistió Walter—. ¿Qué te ha hecho?

—¡Qué necesidad! ¡Qué necesidad! —rugió el enano—. ¿Es que no te he dicho que es el Enemigo? ¡Y me preguntas qué ha hecho! ¡Idiota, es la asesina! Ha matado a la Señora que era nuestra Dama, aquella que nos creó; aquella a quienes todos idolatraban y adoraban. ¡Oh, idiota descarado!

De inmediato, encajó y lanzó otra flecha, que habría atravesado el rostro de Walter si éste no se hubiera agachado en el último instante. Gritando, ascendió por el sendero y se abalanzó sobre el enano sin darle tiempo a desenfundar la espada, asestándole un golpe en medio de la cabeza. Tan fuerte resultó ser, que el acero llegó hasta los mismos dientes y el enano cayó muerto en el acto.

Walter permaneció de pie a su lado durante un minuto y, cuando comprobó que no se movía, lentamente regresó al arroyo donde la doncella estaba acurrucada en el suelo cubriéndose el rostro con las manos y toda temblorosa. Cogiéndola de la muñeca, le dijo:

—¡De pie, doncella, de pie! ¡Cuéntame cómo fue esa muerte!

Sin embargo, ella se apartó de él y le miró con ojos desorbitados, contestando:

—¿Qué has hecho con él? ¿Se ha marchado?

—Está muerto ·-sentenció Walter—. Lo he matado; allí está, sobre el sendero, con el cráneo partido … ¡a menos que también se desvanezca como el león que maté hace unos días! ¡O que, tal vez, recobre la vida! ¿Tú también eres una mentirosa como todos los demás? Cuéntame qué ocurrió.

Incorporándose, se quedó delante de él, temblando, y comentó:

—Oh, veo que estás enfadado conmigo, yeso es algo que no puedo soportar. Ah, ¿qué he hecho yo? Tú has matado a uno, y yo, tal vez, a la otra … jamás habríamos conseguido escapar si no estuvieran muertos. ¡Ah! ¡No lo sabes bien! ¡No lo sabes bien! ¡Oh, qué puedo hacer para aplacar tu ira!

La miró y el corazón le dio un vuelco ante el pensamiento de que pudieran separarse. No obstante, siguió mirándola, y su rostro, dolido y amistoso, derritió su corazón; arrojando la espada al suelo, la cogió por los hombros y besó una y otra vez su cara y la apretó contra sí, notando la dulzura de sus pechos. Entonces, la alzó como si fuera una niña y la depositó sobre la hierba verde. Se acercó hasta el agua y, llenando su sombrero, se lo llevó de regreso para que ella bebiera, mojándole el rostro y las manos hasta que perdieron la lividez. Ella le sonrió y le besó las manos, diciendo:

—Oh, ahora sí que eres amable conmigo.

—Sí —replicó él—; también es verdad que si tú has matado, lo mismo hice yo; y si has mentido, igual me comporté yo. Y si has actuado lascivamente, cosa que no creo, sin ninguna duda yo te he emulado. Por lo que te ruego que me perdones. Una vez que hayas recuperado los ánimos, me contarás, con toda sinceridad, tu historia, y con todo mi amor yo la escucharé.

De inmediato, se arrodilló ante ella y le besó los pies.

Ella le interrumpió:

—Sí, sí, haré lo que tú quieras; pero, primero quiero que me digas algo. ¿Has sepultado a esa cosa horrorosa bajo tierra?

Él creyó que el miedo la había trastornado y que aún no había comprendido lo ocurrido. No obstante, le contestó:

—Mi dulce amiga, aún no lo he hecho; sin embargo, lo enterraré ahora mismo si con ello te tranquilizo.

—Sí —pidió ella—, y antes has de cortarle la cabeza y colocarla entre sus piernas; de lo contrario, seguirán ocurriendo cosas malignas. Te ruego que me creas cuando te digo que la cuestión de la sepultura no es una frivolidad. —No lo dudo —contestó él—, Y tengo la certeza de que es muy difícil desterrar una maldad de semejante calibre.

Cogió la espada y se volvió para encaminarse al lugar donde yacía el cadáver.

—Debo ir contigo —indicó ella—; me siento tan aterrada, que no me atrevo a quedarme aquí sola.

Juntos fueron al lugar donde yacía la criatura. La doncella no se atrevió a mirar al monstruo muerto; Walter descubrió que a la cintura llevaba un hacha enorme; desenfundándola, le cercenó la espantosa cabeza con su propia arma. Luego, empezaron a cavar juntos, ella con la espada de Walter y él con el hacha, hasta que abrieron una fosa lo suficientemente profunda y ancha como para que cupiera ese ser. De inmediato, se dedicaron a taparle, arrojando todas sus pertenencias en el agujero.

 

CAPITULO XXIII
SOBRE EL APACIBLE FIN DE AQUEL DIA TERRIBLE

Una vez que acabaron, Walter condujo de nuevo a la doncella cerca del arroyo y le pidió:

Ahora, mi amor, has de contarme toda la historia.

—No, amigo mío —respondio ella—. aquí no. Este lugar ha sido contaminado por mi espantoso miedo y por el horro de esa cosa vil, que ninguna palabra podría describir con toda exactitud. Marchémonos de aquí. Ya puedes ver que estoy recuperada.

—Pero —intervino él—, fuiste herida por flecha del enano.

Riéndose, contestó:

—Si sólo hubiera recibido esta herida de ellos, poco tendría que contarte; sin embargo, como veo que te aflige, la curaremos de inmediato.

Se puso a buscar por los alrededores y, cerca de las aguas, encontró unas hierbas; pronunciando unas palabras, le pidió a WaIter que las colocara sobre la herida, que, para ser sinceros, era superficial; una vez que así lo hizo, desgarró una tira de tela de su camisa y las sujetó al brazo de ella. Ya estaba dispuesta a marchar, pero él dijo:

—Veo que vas descalza. Si no lo remediamos, nuestro viaje se verá retrasado por el dolor que sentirán tus pies. Creo que podré arreglarme para fabricarte unas sandalias. —Puedo caminar descalza —repuso ella—. En cualquier caso, te ruego que no nos demoremos más en este sitio … por lo menos alejémonos un kilómetro.

Y le miró con rostro compungido, de modo que a él le resultó imposible negarse.

Entonces, cruzaron la corriente y emprendieron la marcha. Entre todo lo acontecido ya era media mañana. Cuando recorrieron un kilómetro, se sentaron sobre un montículo a la sombra de un gran árbol espino, con las montañas a la vista.

—Ahora te haré unos calzados con el ante de mi chaleco; mientras tanto, tú puedes contarme la historia.

—Eres muy amable —comentó ella—; pero te pido que todavía lo seas un poco más y que aguardes hasta que hayamos completado nuestro trabajo del día, ya que lo mejor es que no permanezcamos mucho tiempo aquí, porque has matado al Rey enano y hay otros como él que, en ciertas partes del bosque, habitan en tanta cantidad como conejos en su madriguera. Cierto es que no poseen mucha inteligencia, incluso menos que algunos animales; y, como ya te dijera antes, a menos que los hayan empujado tras nuestro rastro, como perros, no sabrán por dónde buscarnos, aunque podrían tropezar con nosotros por pura suerte. Además, amigo mío —continuó ella, ruborizándose—, te ruego que me otorgues un breve respiro. Aunque ya no temo tu ira y he sentido tu amabilidad hacia mí, todavía existe una gran vergüenza en lo que he de narrarte. Ante nosotros tenemos lo mejor del día, así que, una vez me hayas hecho mis nuevos zapatos, emprendamos la marcha para alejarnos de este lugar.

La besó con amor y le dijo que así sería. Ya había empezado a trabajar con el cuero y en poco tiempo le tuvo listas las sandalias; sujetándoselas a los pies, ella se incorporó mostrando una amplia sonrisa en el rostro.

—Ya me he curado y he recuperado las fuerzas, gracias a este descanso y a tu amoroso cuidado. Pronto verás lo veloz que soy para abandonar esta tierra, sin importar lo hermosa que sea. Ya que no deja de ser una tierra llena de mentiras, donde sólo hay tristeza para los hijos de Adán.

Continuaron la marcha, y, ciertamente, avanzaron rápidamente y no se detuvieron hasta que transcurrieron tres horas después del mediodía, cuando pararon para reposar al lado de unos matorrales donde crecían gran cantidad de fresas. Comieron hasta saciarse y Walter abatió con sus flechas a dos palomas que había en un roble cercano; las colgaron de los cinturones para la comida de la noche. De nuevo emprendieron la marcha, y no les aconteció nada que deba contarse, hasta que arribaron, justo una hora antes de que se pusiera el sol, a la orilla de otro río pequeño, aunque más grande que el anterior. Entonces, la doncella se dejó caer al suelo y dijo:

—Amigo mío, tu amiga ya no dará un paso más; para serte sincera, no podría. Ahora comeremos la caza que nos has conseguido y luego te contaré mi historia, ya que no debo retrasarla durante más tiempo; así, después, nuestro sueño será apacible y dulce.

Su voz sonaba alegre, como alguien que no temiera nada; Walter se sintió animado por sus palabras y el tono en que las pronunció. Encendió un fuego, hizo un pequeño horno en la tierra y colocó las presas, asándolas al estilo de los leñadores. Comieron los dos, irradiando amor y ganas de vivir; la cena les devolvió las fuerzas. Cuando acabaron, WaIter alimentó la hoguera para que les resguardara del frío de la noche y del amanecer y para que, al mismo tiempo, les sirviera como protección contra algún animal salvaje. La noche ya había caído, acompañada de la luna. La doncella se acercó al fuego y, volviéndose hacia Walter, comenzó a hablar.

Por entonces aún no me encuentro en esta tierra, ¡ino en una a la que no quiero, en una casa enorme e impunente, pero en absoluto bonita. De nuevo caen las sombra> sobre mis recuerdos y pasa un tiempo de poca claridad, maligno, en el que yo soy mayor, casi una mujer. Me ,eo rodeada por mucha gente, personas codiciosas, desagradables y duras; mi espíritu es fiero, pero mi cuerpo está débil. Esas personas, que son más ignorantes que yo, me ordenan tareas que a mí no me gusta realizar; y esa gente, que es más cobarde que yo, me castiga … entonces, conozco las carencias, las cadenas y muchas otras miserias. Sin embargo, todo ello ahora es como una imagen borrilsa para mí, con la excepción de que tengo un amigo entre tanto enemigo: una mujer anciana, que me cuenta narraciones hermosas sobre otra vida, donde todo es noble y bueno o, al menos, valeroso y heroico. Ella infunde esperanzas en mí y me enseña muchas cosas … Tantas … ha~ta que, por fin, me convierto en una persona sabia que, si lo deseara, podría llegar a ser poderosa. Sin embargo, no me quedo en esa tierra mucho tiempo; mi siguiente impresión es que me encuentro en una ciudad grande y llena de maldad.

»Entonces, me quedo dormida y no recuerdo nada, salvo unos sueños caóticos, algunos hermosos, otrOS aterradores. En éstos últimos, están mi Señora y el monstruo cuya cabeza has cercenado hoy. Cuando me despierto, me hallo en esta tierra y con el aspecto que tengo ahora. Lo primero que recuerdo de mi vida aquí es mi presencia en el salón de las columnas, medio desnuda y con la~ manos atadas. El enano me conduce hacia la Señora y escacho su horrible graznido cuando dice: «Mi Dama, ¿te sirve esta?» y la dulce voz de la Señora al responder: «Servirá; túrecibirás tu recompensa. Colócale la señal.» Entonces, recuerdo que el enano me saca a rastras y yo me siento completamente aterrada; no obstante, en ese momento, el único daño que me hizo fue ponerme este anillo de hierro que puedes ver.

 

CAPITULO XXIV
DONDE LA DONCELLA NARRA LO QUE LE ACONTECIERA

—Amigo mío, bajo la luz de la luna y al lado de esta hoguera te contaré todo lo que pueda de mi vida. No sé si pertenezco plenamente a la especie de Adán; ni tampoco puedo decirte los años que tengo, ya que ciertas partes de mi vida me resultan por completo oscuras y de ellas apenas puedo recordar algo, abundando por el contrario muchas cosas olvidadas. Recuerdo claramente mi infancia, que fue feliz, y la gente que me rodeaba, a la que yo amaba y que me correspondía con el mismo amor. No transcurrió en esta tierra; no obstante, allí todo resultaba hermoso: el comienzo del año, el feliz verano, su lento descenso y su término, donde se volvía a comenzar. Todo eso pasó y lo que ocurrió durante un tiempo después no es más que una sombra, ya que nada recuerdo, salvo que yo existía. Luego, empiezo a recordar otra vez, y ya soy una joven doncella y poseo algunos conocimientos que anhelo ampliar. No soy feliz; me encuentro entre personas que me ordenan que me vaya, y yo me marcho, haciendo esto y aquello. Nadie me ama, nadie me castiga; sin embargo, mi corazón ansía algo que apenas sabe lo que es.

»Desde ese momento, VIVI en esta tierra como la esclava de la Señora; día a día puedo recordar la vida que llevé, ni un sólo fragmento se ha perdido en la región de los sueños. De ello te hablaré poco; sin embargo, te diré esto: a pesar de mis sueños pasados, o quizá de bido a ellos, en ningún momento perdí los conocimientos que me enseñara la mujer anciana, y siempre anhelé incrementarlos. Tal vez ese deseo ayude a que tú y yo seamos felices, aunque durante todo ese tiempo lo único que me trajo fue dolor. La Señora se comportó conmigo de forma caprichosa, como lo haría cualquier gran Señora con una esclava que ha comprado, ora me acariciaba, ora me castigaba … todo dependía de su estado de ánimo; sin embargo, no parecía cruel o malvada. Pero ocurrió (fue un descubrimiento paulatino, nada súbito) que llegó a saber que yo también poseía los conocimientos por medio de los cuales ella llevaba una vida tan fastuosa. Tuvo lugar aproximadamente dos años después de que me convirtiera en su esclava, y pasaron tres agotadores años hasta que comenzó a ver en mí a una enemiga. ¿Por qué?, no lo sé, aunque por alguna extraña razón no quería matarme; no obstante, nada la detuvo para hacerme la vida miserable. Finalmente, puso a su sirviente, el enano, a vigilarme …, sí, ese al que tú mataste hoy. Muchas cosas hube de soportarle, algunas de las cuales te parecería incríble que pudieran salir de mi boca. Pero un día se excedió de verdad y yo ya no pude tolerarlo más, viéndome obligada a mostrarle el filo de esta daga (con la cual habría atravesado mi corazón si tú no me hubieras perdonado), diciéndole que si no me dejaba en paz, no le mataría a él, si no a mí. De eso no podría librarse debido a las órdenes que le diera la Señora, de que pasara lo que pasase, yo debía seguir con vida. A partir de entonces, el miedo al castigo que ella le pudiera infligir le contuvo. A pesar de ello, necesité de todos mis conocimientos, porque el odio de la Señora fue en aumento, y, en ocasiones, la cólera que la dominaba podía con su miedo, momentos en los que me habría matado si yo no hubiera escapado gracias a mis conocimientos.

»Ahora te diré que un día, hace unos doce meses, llegó a esta tierra el hijo del Rey, el segundo hombre atractivo, ya que tú eres el tercero al que logró atraer con su brujería desde que yo estoy aquí. Y cierto es que cuando arribó, nos pareció, a mí y mucho más a mi Señora, un hombre hermoso como un ángel, al cual ella amó desesperadamente y cuyo amor, a su manera, él correspondió; sin embargo, era frívolo e inconstante, y su corazón frío, razón por la que, pasado un tiempo, su mirada se volcó en mí, ofreciéndome su amor, que, como más tarde comprobé, resultó egoísta y sucio, pues cuando me negué a aceptarlo, en especial por el miedo a la ira de mi Señora, no tuvo piedad de mí y me retiró toda su ayuda. Pero, oh, amigo mío, a pesar de toda la angustia y el dolor, yo seguía aprendiendo y me hice mucho más sabia, a la espera del día en que pudiera liberarme, que llegó cuando viniste tú.»

En ese momento cogió las manos de Walter y las besó; pero él le besó la cara y los labios húmedos por las lágrimas. Luego, ella continuó con su relato:

—Poco después, hace unos meses, la Señora, a pesar de lo hermoso que era, comenzó a cansarse del bastardo. Ese fue el momento para que ella te atrajera a su red … intuitivamente sé cómo lo hizo. Un día, a plena luz, cuando yo servía a mi Señora en el salón y la Cosa Maligna yacía tumbada en el umbral de la puerta, algo parecido a una visión se apoderó de mí, aunque traté de apartarla por miedo al castigo que me podían infligir. En ese instante el salón se hizo borroso y desapareció por completo de mi vista, y vi que mis pies andaban por una calle pavimentada con piedras en vez de por el maravilloso mármol de la sala, y percibí el aroma salado del mar y el ruido de barcos en los muelles; a mi espalda aparecieron casas altas y delante tenía navíos con elevados mástiles, donde ondeaban las velas y se sacudían las cuerdas. A mis

IlItlos llegaron las voces de marineros … todo ello cosas que yo había visto y escuchado y que se hallaban ocultas en la penumbra que era mi vida pasada.

»Y allí me encontré, acompañada por el enano, que iba en. la vanguardia, y por la Señora, detrás de mí, subiendo por la plancha que conducía a un barco grande que, de inmediato, zarpó y salió de la bahía.»

—¡Vaya! —intervino Walter—. ¿No viste su estandarte, que reflejaba a una doncella acosada por un lobo? Bien podría tratarse de ti.

—Sí, así era; ¡deja que acabe mi narración! El barco y el mar se desvanecieron, pero yo no volví a encontrarme en el salón de la Casa Dorada; de nuevo aparecimos los tres en las calles de esa misma ciudad que acabábamos de abandonar; sin embargo, mi visión en ese momento se hizo algo borrosa y sólo pude distinguir la puerta de una mansión, que se desvaneció en el acto … y yo retorné a la sala de las columnas, donde se me recordó mi condición de esclava.

—Doncella —dijo Walter—, me gustaría hacerte una pregunta. ¿Llegaste a verme en el muelle, al lado de los barcos?

—No —replicó ella—, había mucha gente, y todos me parecían como imágenes de extranjeros. Escúchame: tres meses después, de nuevo me asaltó la visión cuando nos encontrábamos los tres en el salón … una vez más, topo era muy borroso. y de nuevo nos hallábamos en la cape de una ciudad populosa; sin embargo, a diferencia de Ila anterior, en ésta había un grupo de hombres ante la puerta de una casa.

—Sí, sí —cortó Walter—, y, por cierto, uno de ellos era yo …

—¡Contente, mi amor! —le amonestó ella—, ya que queda poco para que mi historia finalice, y me gustaría que la escucharas completa, para que así te resultara más fácil perdonar todos mis actos pasados. Unos veinte días después del último sueño, dispuse de un rato libre en el servicio a mi Señora, de modo que me dirigí a la Fuente del Roble (quizá ella metió en mi mente la idea de ir hacia allí, con el fin de que yo te encontrara y aSÍ pudiera disponer de una justificación para volcarse en mi contra); me senté, disfrutando del paisaje pero con el corazón inquieto, ya que el difunto hijo del Rey últimamente se mostraba insistente en su deseo de que yo le entregara mi cuerpo, amenazándome día tras día con todos los peores tormentos que su mente pudiera imaginar si no lo hacía. Yo ya me encontraba a punto de darme a él, pensando que así sería más suave el castigo. Aquí debo interrumpirme para contarte algo que espero creas. Lo que me dio fuerzas para resistirme a los embates de ese bastardo, fue el hecho de que mi sabiduría era, y sigue siéndolo, la sabiduría de una doncella inteligente, y no la de una mujer, y me atormentaba el pensamiento de todo aquello que podría perder junto a mi doncellez. No importa lo mal que puedas pensar sobre lo cerca que estuve de entregarme entonces, porque ya estaba exhausta hasta el punto de abandonarlo todo y temía más que nunca la perversidad de la ira de mi Señora.

»Sin embargo, mientras estaba sentada allí, meditando todo esto, vi que un hombre se aproximaba y supuse que se trataba del hijo del Rey, hasta que logré distinguir claramente que era un extranjero, de cabello dorado y ojos grises; entonces, OÍ su voz, Y su amabilidad atravesó mi corazón, y supe que mi amigo había venido a verme … Oh, amado mío, ¡estas lágrimas son vertidas por esta última hora!

—yo también descubrí a mi amada y amiga —intervino Walter—. Me contendré porque tú así me lo has pedido, y esperaré hasta que tú me lo ordenes, hasta que nos encontremos lejos del desierto y de todo lo maligno; sin embargo, ¿aún me prohibes todas las caricias?

Entre sollozos, ella se rió y dijo:

—Claro que no, mi amor, siempre que no te excedas. tI «P. inclinó entonces hacia ella y, cogiéndole el ros—

IIII (‘lIllll las manos, la besó repetidas veces. Sus ojos tamlljell comenzaron a llorar, inundados por el amor y la pena que sentía por ella.

—¡Ay, amor! —continuó ella—, he de proseguir mi relato aunque llegues a considerarme culpable y me retires tu cariño, y he de contarte todo lo que hecho por el bien de los dos. ¡Oh, si tan sólo recibiera u·n castigo y no tu abandono!

—No temas nada, querida mía —afirmó él—, porque creo que ya sé parte de lo que has hecho.

Con un suspiró, ella prosiguió su relato:

—Ahora te explicaré que te prohibí que me besaras y me acariciaras hasta hoy porque sabía que mi Señora descubriría de inmediato si un hombre, tú, me había siquiera rozado con un dedo henchido de amor. Fue por ese motivo por el que en la mañana de la cacería ella me besó y me acarició, hasta que creí que moriría, y te mostró mi hombro y mis extremidades; su intención era probarte, ver si tus ojos mostraban algún destello o si tus mejillas se ruborizaban … ya que ella se debatía por celos de ti. Lo siguiente que hice, amigo mío, cuando hablabamos al lado de la Fuente en la Roca, fue pensar en alguna forma de poder escapar de esta tierra de engaños. Quizá te preguntes: ¿Por qué no cogiste mi mano y huimos entonces como lo estamos haciendo ahora? Amor mío, he de decirte I que si no la hubiera matado, jamás habríamos llegado tan lejos. Porque ella habría enviado a sus sabuesos para perseguirnos y llevarnos de vuelta a su presencia, donde nos esperaría un destino espantoso. Por lo tanto, he de reconocerte que desde un principio planeé la muerte del enano y de la Señora. Ya que no existía otra forma en la que tú hubieras podido vivir O yo escapar de una aterradora muerte en vida. En lo que atañe al bastardo que me amenazó con los castigos de una esclava, poco me importaba si vivía o moría, ya que no me cabía la duda, sí, de que tu valerosa espada o tus manos desnudas se encargarían en el acto de él. Lo primero que decidí era que tenía que fingir que accedía a las demandas del hijo del Rey; tú ya estás al tanto de cómo lo hice. Sin embargo, jamás le insinué que podría yacer conmigo, hasta el día en que te encontré, cuando tú te dirigías hacia la Casa Dorada, antes de que aconteciera la aventura de la piel del león; y, hasta ese momento, apenas sabía lo que debía hacer, salvo por el hecho de que debía rechazarte, con profunda pena y dolor, y hacer que cedieras a los deseos de aquella mujer perversa. No obstante, mientras hablábamos al lado de la fuente, cuando vi que la Cosa Maligna nos estaba espiando … entonces, entre el terror que siempre se apoderaba de mí al pensar en él y, en especial, cuando le veía (¡ah, ya está muerto!), me vino a la mente como un relámpago la forma de destruir a mi enemiga. Por lo tanto, engañé al enano para que me sirviera como mensajero con ella al pedirte que te reunieras conmigo, con la intención de que él pudiera escucharlo. Como bien sabes, presto fue a comunicárselo. Mientras tanto, yo me apresuré a mentirle al hijo del Rey, y en privado le pedí que fuera a mi encuentro. Luego, gracias a la espera y a la vigilancia, aprovechando la única oportunidad que se presentaba, salí a tu paso cuando regresabas de buscar la piel del león que jamás existió y pude ponerte al corriente de los sucesos, evitando así nuestra ruina.

—¿Fuiste tú quien inventó al león o lo hizo ella?

—preguntó Walter.

—.h, fue ella —contestó—, ¿por qué habría yo de realizar algo así?

—Sí —dijo Walter—, pero su desmayo fue real, al igual que la cólera hacia el Enemigo.

Con una sonrisa, la doncella comentó:

—Si sus engaños no fueran tan convincentes, entonces no sería la maestra que yo conocÍ; existen otras formas de engaño además de la verbal; no obstante, su ira hacia el Enemigo no era fingida, porque se trataba de mí, y durante los últimos días jamás me vi libre de su enfado. Pero dejemos eso a un lado. Continuaré con mi narración.

»Quiero que no te quepa la menor duda de que cuando entraste en el salón la noche pasada, la Señora estaba al corriente de tu falsa cita conmigo, y lo único que albergaba en su corazón era la muerte para ti. Sin embargo, primero deseaba tenerte una vez más entre sus brazos; esa fue la razón por la que te mimara tanto a la mesa (y, en parte, para atormentarme también a mí) y concertara esa cita contigo. Sabía que no te atreverías a faltar, aunque luego fueras a verme.

»Como ya te he contado, yo había atraído a ese bastardo hacia mí; sin embargo, cuando le vi, le hice beber una poción somnífera, así que cuando me acerqué a la cama, él no podía abrir los ojos ni moverse. Pero, igualmente me acosté a su lado, con el objeto de que la Señora supiera que mi cuerpo había estado allí, ya que, de lo contrario, habría descubierto mi ausencia. Entonces, mientras yacía a su lado, le proyecté el hechizo de tu imagen, de modo que todos creyeran que eras tú el que se hallaba tumbado allí. Luego, temblorosa, aguardé que los acontecimientos se desencadenaran. Así transcurrió la hora en la que tú debías encontrarte en sus aposentos y la hora en la que la Señora creía que tú tendrías tu cita conmigo. En ese momento me dediqué a esperarla con el m’ejor ánimo posible, y mi corazón estuvo a punto de sucumbir por el miedo que sentía de su crueldad.

»Pasado un rato, escuché ruidos y me levanté de la cama para esconderme detrás de las cortinas. Estaba a punto de morirme de miedo. Ay, en ese instante ella entró sigilosamente, portando una lámpara en una mano y un cuchillo en la otra. He de reconocerte que yo también empuñaba una daga por si se presentaba el caso de que tuviera que defender mi vida. Antes de acercarse a la cama, alzó la lámpara por encima de su cabeza y la escuché musitar: «¡Ella no está! Pero, la atraparemos». Entonces, se aproximó a la cama y se inclinó, posando la mano en el sitio donde yo me había recostado; en ese momento, sus ojos se volvieron a tu falsa imagen y comenzó a temblar, dejando que la lámpara se apagara al soltarla y caer al suelo (pero la habitación estaba iluminada por la luna, lo que me permitió ver lo que sucedió). Emitió un sonido como el rugido de una bestia salvaje y contemplé el resplandor del acero cuando alzó la mano para bajarla velozmente sobre el cuerpo que allí yacía. Yo estuve a punto de desmayarme ante la posibilidad de que mi hechizo hubiera salido demasiado bien y fueras tú de verdad quien se encontrara en la cama. El bastardo murió sin lanzar ni un gemido: ¿por qué habría de lamentarme por él? No puedo. No obstante, la Señora lo atrajo hacia ella y le desnudó el pecho; de su boca salían gemidos en su mayor parte sin sentido, aunque de vez en cuando se interrumpían por algunas palabras. Entonces, escuché que murmuraba: «Olvidaré; olvidaré; y vendrán los nuevos días.» Guardó silencio durante un rato y, luego, con voz terrible, gritó: «¡Oh, no, no, no! No podré olvidar. No podré olvidar.» En ese momento, lanzó un terrible aullido que llenó la noche de horror (¿no lo escuchaste?) y, cogiendo la daga de la cama, se la clavó en el pecho, para caer sobre el lecho como un fardo muerto sobre el hombre al que había asesinado. Yo pensé en ti, y el júbilo desterró el terror que sentía; no sé cómo explicártelo. Salí corriendo a reunirme contigo y cogí tus manos entre las mías, tus adorables manos, y juntos huimos. ¿Ahora que conoces toda la historia, querrás que todavía sigamos juntos?»

Él habló despacio, sin tocarla, y ella, dominando los sollozos y las lágrimas, le escuchó atentamente.

—Creo que me has contado todo, sin ocultar nada; y si tu artimaña es la culpable de su muerte, o lo fue su propio y maligno corazón, el hecho es que aquella que yació conmigo hace dos noches, murió ayer. Fue una acción mala, pero también malo fue mi acto, ya que yo no la amaba a ella, sino a ti y hasta deseé su muerte si con ello podía estar contigo. Me abruma que conozcas esto y que aún me ames. ¿Qué puedo decir yo? Si existe alguna culpa por tu intriga, fui partícipe de ella; y si existiera culpabilidad de asesinato, yo también fui cómplice. Así, mutuamente nos diremos, y a Dios tenemos como testigo, que los dos hemos conspirado para matar a la mujer que atormentaba a uno de nosotros y que habría matado al ot ro. Si en ello algún mal hemos cometido, los dos pagaremos el castigo, ya que nos comportamos como si fuéramos la misma persona con la misma alma. —Entonces, la rodeó con los brazos y, besándola con suavidad, como si deseara confortarla, añadió:— Tal vez mañana, bajo la luz del sol, te pregunte algo acerca de esta mujer y lo que era en realidad; por ahora, dejémosla en paz. Tú te encuentras agotada, será mejor que duermas.

Entonces, reuniendo un montón de hojas, le preparó una cama y cubrió la superficie con su capa. Conduciéndola de la mano, ella, dócilmente, se dejó acostar; al rato, se quedó dormida. Pero él permaneció de guardia al lado de la hoguera hasta que comenzó a amanecer. Entonces, se tumbó y durmió.

¿Cómo es que aún vive?

—No hay duda de que la primigenia murió hace muchos, muchos ai’íos —aventuró la doncella—; sin embargo, ellos siempre escogen a una mujer nueva, a medida que surge la necesidad, para que ocupe el lugar de la Primera Madre. Para ser sincera, la que ahora yace muerta en el

 

CAPITULO XXV
DONDE LA DONCELLA SE TRANSFORMA EN LA MADRE DEL VERANO

Cuando brilló el día, Walter se despertó y se dirigió al encuentro de la doncella, que venía de la orilla del lago, con un aspecto fresco y rozagante. Ella empalideció cuando se vieron cara a cara, encogiéndose tímidamente. Sin embargo, él la tomó de la mano y la besó abiertamente; los dos estaban jubilosos y no necesitaban hablar de sus respectivas alegrías. Pero, si hubieran hallado palabras en ese momento, muchas otras cosas se habrían escrito aquí.

Juntos regresaron a la hoguera y se sentaron a desayunar. Cuando estaban a punto de terminar, la doncella comentó:

—Mi señor, creo que antes de que lleguemos a las colinas, aproximadamente hacia la puesta del sol, tendremos que cruzar la tierra de los Osos. Correremos mucho peligro si caemos en sus manos, Y nos resultará difícil evitarlos. Sin embargo, creo que, si obramos con inteligencia, podremos sortear esa amenaza.

—¿Qué peligro? —preguntó Walter—. Quiero decir, ¿qué es lo peor que nos puede suceder?

—Que nos ofrezcan como sacrificio a su dios —contestó la doncella.

—Si logramos escapar a esa muerte, ¿qué ocurrirá?

—Existen dos posibilidades: la primera, es que nos acojan en su tribu.

—En ese caso, ¿nos dejarían en paz? —inquirió Walter.

—No.

—Bien, no veo mucho riesgo en eso —comentó Walter con una sonrisa—. Pero, ¿cuál es la otra posibilidad? —Que nos podamos marchar con su consentimiento Y nos dirijamos a una tierra cristiana.

—De verdad que a mí no me parece que esa sea la mejor de las dos opciones, aunque veo que tú sí lo crees. Ahora bien, ¿a qué clase de dios adoran, que son capaces de ofrecerle a unos recién llegados?

—Su dios es una mujer viva —contestó la doncella—, y la madre de su nación y de sus tribus (eso es lo que ellos piensan) desde los días anteriores a que tuvieran jefes y señores de la guerra.

—Debió ser hace mucho tiempo —comentó Walter—. ¿Como es que aún vive?

_No hay duda de que la primigenia murió hace muchos, muchos años —aventuro la doncella—; sin embargo, ellos siempre escogen a una mujer nueva, a medida que surge la necesidad, para que ocupe el lugar de la Primera Madre. Para ser sincera, la que ahora yace muerta en el salón de las columnas fue la última en representar ese papel. Hemos de decirles que en este momento carecen de su diosa.

—¡Sí! —exclamó Walter—. ¡Lo único que nos falta es llegar a ellos con las manos manchadas de la sangre de su diosa para que nos den una excelente bienvenida!

Sonriendo, le comentó:

—Si les informamos que yo la he matado, y se detienen a pensar un segundo, seguro que me convertirán en su Dama, haciendo que ocupe el puesto de su diosa.

—Esa es una palabra extraña —dijo Walter—; pero, si así lo hicieran, ¿cómo nos ayudaría tal eventualidad a regresar al mundo de la Santa Iglesia?

Ella se rió abiertamente; estaba tan contenta de saber que la vida de él formaría parte de la suya, que no cabía en sí de gozo.

—Amor mío —afirmó—, por fin descubro que tú deseas lo mismo que yo; no obstante, si nos tenemos que quedar con ellos, por lo menos podremos vivir juntos. Ciertamente, no impedirán nuestra partida si me llegan a nombrar su diosa; no tienen el más mínimo deseo de que conviva diariamente con ellos. —Riendo de nuevo, añadió—: ¡Vaya!, ¿es que acaso no ves en mí, vestida como voy con tu capal y con los brazos y los pies desnudos, la imagen adecuada para una diosa? ¡Ten paciencia! Sabré cómo arreglarme cuando llegue la ocasión. ¡Ya lo verás! Y ahora, amado mío, ¿no crees que lo mejor será que emprendamos la marcha?

Guardaron sus escasas pertenencias y fueron en busca de un vado donde el agua sólo llegaba hasta las rodillas de la doncella; luego iniciaron el ascenso por las pendientes verdosas únicamente interrumpidas por unos pocos árboles; así comenzaron la marcha hacia las colinas.

Finalmente, llegaron hasta las laderas de las mismas colinas, donde encontraron numerosos arbustos con bayas y la hierba que les rodeaba rebosante de flores. Acamparon allí y asaron una liebre que Walter había cazado du— rante el trayecto al lado de un manantial que manaba bajo una roca situada en un recodo del bosquecillo, cuya atmósfera parecía saturada por el intenso trinar de los pá- jaros.

Una vez hubieron comido y descansado un poco, la doncella, incorporándose, dijo:

—Es hora de que la Reina se arregle y parezca una diosa.

Mientras Walter observaba, puso manos a la obra; se preparó una guirnalda de rosas y se ciñó flores variadas a la cintura, dejando que colgaran hasta sus rodillas; también unió algunas para colocarlas en el bajo de la capa y alrededor de los brazos y tobillos. Entonces, rodeó la cabeza de Walter con otra corona floral y, alzando los brazos, comentó:

—¡Ya está! ¿No parezco la Madre del Verano, aunque no esté ataviada de oro y plata? Así me verá la gente del pueblo de los Osos. Ven, ya verás cómo todo acaba bien.

Emitió una risa llena de júbilo; pero él apenas pudo acompañarla debido a la pena que le dominó en ese instante. Una vez más emprendieron la marcha y comenzaron la ascensión de las colinas. Pasaron las horas sumidos en una dulce conversación; finalmente, Walter contempló a la doncella y, sonriendo, le dijo:

—Hay algo que quiero comentarte, querida amiga, y es que, si estuvieras vestida de oro y plata, tu imponente ornamento floral podría resultar deteriorado o simplemente perder su galanura inicial… pero seguiría siendo impresionante cuando el pueblo de los Osos te encontrara. No obstante, este arreglo floral se desvanecerá en unas pocas horas. Antes, pues incluso ahora, mientras te contemplo, el aroma de la pradera que emanaba de tu cintura ha empezado a evaporarse. Y la resplandeciente borla que marcaba el bajo de tu capa blanca ya comienza a olvidarse de cómo brillar. ¿No lo observas tú también?

Ella le devolvió la risa y se detuvo, mirando por encima del hombro al tiempo que con los dedos arreglaba las flores que llevaba al costado, como un ave se mesaría las plumas.

—¿De verdad es cómo dices? ¡Mira de nuevo!

Así lo hizo y se sintió maravillado, ya que ante sus propios ojos las hojas recuperaron su vigor y las flores destellaron en contraste contra el blanco de sus piernas; las rosas se abrieron, y mostraron un aspecto fresco y brillante, como si aÚn sus raíces crecieran en la tierra.

Se sintió intrigado y un poco asustado; pero ella le tranquilizó de inmediato.

—Querido amigo, no te inquietes —le dijo—. ¿Acaso no te expliqué que era versada en los conocimientos mágicos? En cualquier caso, mi sabiduría jamás dañará a un ser humano. Además, mis conocimientos, como ya te he comentado, desaparecerán el día que sea totalmente feliz. Tú serás quién los desterrará, mi amado señor. Sin embargo, aún han de perdurar un poco más. Prosigamos nuestra marcha con decisión y alegría.

 

CAPITULO XXVI
DONDE ARRIBAN AL PUEBLO DE LOS OSOS

Continuaron su camino, y antes de que transcurriera mucho tiempo, ya se habían adentrado en aquellas tierras, donde apenas crecía algún árbol, a excepción de unos arbustos nudosos y achaparrados aquí y allá. Notaron que en estas tierras altas la hierba estaba mucho más seca debido a la falta de lluvias, a pesar de que aún sólo había pasado la mitad del verano. Mantenían rumbo sur, hacia las montañas, cuyos picos veían de vez en cuando, alzándose con un color azul intenso, por encima de la tenue neblina que coronaba los riscos de esa región. Así continuaron su camino hasta que, por fin, hacia el anochecer, después de ascender por un sendero empinado, llegaron hasta la cumbre y, contemplando el paisaje, vieron las nuevas tierras.

Allí abajo aparecía un gran valle, mucho más verde que las tierras por las que habían venido y por el que se deslizaba una corriente de agua llena de plantas acuáticas. Había ovejas pastando y una columna de humo se elevaba recta hacia el cielo tranquilo, proviniente de un anillo de casas pequeñas construidas con cañas y hojas. Más hacia el sur, en una ensenada del valle, distinguieron un círculo formado por grandes rocas, aunque no había ningún sitio del que pudieran haber obtenido esas piedras. Alrededor del fuego, donde se estaba cocinando algo, y desperdigados por entre los alrededores inmediatos, vislumbraron enormes siluetas de hombres y mujeres que iban de un lado a otro, mientras a su paso jugaban los niños.

De pie allí, inmóviles, contemplaron la escena durante un minuto y, aun cuando reinaba la más absoluta calma, a Walter, no obstante, le pareció una situación extraña y peculiar. Hablando en voz baja, como si no quisiera que aquellos seres le escucharan, aunque, por la distancia, les habría resultado imposible, salvo que gritara, le dijo a la doncella:

—¿Son estos los hijos de los Osos? ¿Qué hacemos ahora?

—Sí, a los Osos pertenecen, Y su pueblo se extiende hacia el norte y el este, tan lejos, que casi llegan hasta el borde del mar. Será mejor que bajemos sin dilación y en actitud pacífica. En realidad, ya nos es imposible escapar de ellos … ¡porque nos han visto!

Tres o cuatro de los hombres enormes se habían dirigido hacia la cima en la que permanecía la pareja. Les gritaban algo con voces ásperas, en las que, sin embargo, no había señal alguna de cólera o amenaza. La doncella cogió a Walter de la mano y lo condujo sendero abajo; los Osos, al verlos bajar, se quedaron inmóviles aguardando su llegada. Walter notó que, aunque eran altos y corpulentos, no sobresalían tanto de la altura de los hombres como para ser considerados una maravilla. Los ancianos llevaban tupidas barbas y el cabello largo, que era de un color rojo O leonado; por donde se podía ver su piel, el tono resultaba cetrino debido al sol y al viento, pero de un color claro, nada parecido al de los negros. Sus mujeres eran atractivas y de ojos grandes; tanto éstas como los ancianos mostraban un aspecto solemne y grave, en absoluto maligno o salvaje. Todos iban vestidos, a excepción de los niños, aunque se cubrían escasamente con pieles de oveja o de venado.

Como armas portaban garrotes o lanzas con puntas de hueso o piedra, y grandes hachas igualmente de piedra con mangos de madera. Por lo que pudieron notar, tanto en ese momento como después, no conocían la existencia del arco. No obstante, algunos de los más jovenes llevaban al hombro unas hondas.

Cuando llegaron a unos metros de ellos, la doncella habló con voz clara y dulce: \

—¡Saludos, pueblo de los Osos! Hemos venido a vuestro poblado con buenas intenciones, y nos gustaría saber si somos bienvenidos.

Entre ellos había un anciano que se mantuvo adelantado de los demás y que llevaba una capa confeccionada con pieles de ciervos finamente trabajada, tenía en un brazo un anillo de oro y en la cabeza una coronilla de piedras azules.

—Pequeños sois —dijo—, pero tan espléndidos, que si fuerais más grandes creeríamos que venís de la Casa de los Dioses. Sin embargo, hemos oído que, sin importar lo grandes que puedan ser los Dioses, en especial la nuestra, ninguno lo es tanto como nosotros, los del pueblo de los Osos. Por qué esto es así, no lo sabemos. Pero, si no sois Dioses, simplemente sois extranjeros, y nosotros no sabemos qué hacer con los desconocidos, salvo cuando luchamos contra ellos o se los ofrecemos a nuestra Diosa; aunque, a veces los adoptamos. También podríais ser mensa— jeros de algún pueblo amistoso que desea establecer una alianza con nosotros, en cuyo caso podéis marchar en paz, y mientras permanezcáis aquí seréis nuestros invitados de todo corazón. Ahora bien, os pedimos que aclaréis quiénes sois.

—Anciano —repuso la doncella—, fácil nos resultaría deciros lo que somos aquÍ mismo. Sin embargo, me parece que los que estáis hoy alrededor del fuego no sois todos los habitantes del pueblo de los Osos.

—Así es, doncella —contestó el anciano—, nuestro pueblo lo compenen muchos más hijos.

—Entonces, esto te pedimos —informó la doncella—, y es que envíes a buscar a todo tu pueblo y lo reúnas alrededor del círculo del Destino … Y allí te declararemos nuestra misión; y, de acuerdo con nuestras palabras, vo— sotros decidiréis.

—Muy bien expuesto —dijo el anciano—, como si nosotros mismos te lo hubiéramos ordenado así. Mañana, antes de que caiga la tarde, hablaréis desde el círculo del Destino del Valle, y os dirigiréis a los hijos de los Osos.

J:ntonces, volviéndose hacia su pueblo, pronunció algo que la pareja no pudo comprender, y seis jóvenes, uno detrás del otro, se le acercaron; a cada uno le dio algo que sacó de su bolso, aunque Walter no pudo distinguir de qué se trataba. También a cada uno le dijo una palabra. En el acto emprendieron la carrera en dirección al recodo del sendero por el que la pareja se había adentrado en el valle, perdiéndose pronto de vista en las crecientes sombras del anochecer.

Luego, encarándose de nuevo con Walter y la doncella, el anciano les dijo:

—Hombre y mujer, seáis lo que fuereis, y sin importar lo que pueda acontecer mañana, esta noche sois nuestros huéspedes, por lo que os pedimos que vengáis con nosotros a comer y a beber al lado del fuego.

Se sentaron todos juntos sobre la hierba, alrededor de las brasas de la hoguera, y comieron cuajada y queso y bebieron leche en abundancia; a medida que la noche se cerraba sobre ellos, avivaron el fuego para disponer de más luz. Esta gente indómita mantenía conversaciones alegres entre sí, plagadas de risas y bromas amistosas; sin embargo, con los recién llegados eran parcos, o eso le pareció a la pareja, ya que no les tenían ninguna enemistad. No obstante, Walter descubrió que a los más jóvenes, hombres y mujeres, les resultaba más difícil mantener los ojos apartados de ellos … y hasta creyó que les espiaban con una mezcla de recelo y miedo.

Cuando la noche ya había avanzado un poco, el anciano se puso de pie e indicó a la pareja que le siguiera. Les llevó a una pequeña cabaña que estaba situada en el centro del poblado y que era un poco mayor que las demás, señalándoles que podían descansar allí esa noche. Se \ fue, deseándoles un tranquilo sueño, ajeno a todo miedo hasta que llegara la mañana. Al entrar, vieron unos lechos formados de brezo, donde, una vez que se dieron las buenas noches con un beso, se tumbaron a reposar como hermano y hermana. Al acostarse, se dieron cuenta de que cuatro hombres robustos hacían guardia fuera de la cabai’ía, con las armas preparadas, lo que les convenció de que su estado era el de cautivos.

En ese momento, Walter no se pudo contener y comentó:

—Querida y dulce amiga, he recorrido un largo camino desde los muelles de Langton, cuando viera por primera vez al enano, a la Doncella y a la Señora. Quiero decirte que, aunque más no fuera que por el beso recibido hace un instante, todo ha valido la pena. Sin embargo, creo que a partir de mañana el viaje por este mundo se terminará, a pesar de que la nueva travesía será mucho más larga que desde Langton hasta aquí. Espero que Dios te haga permanecer entre esta gente indómita, aunque yo ya no esté a tu lado.

Ella se rió amorosamente y en voz baja.

—Amado mí —repuso—, ¿es que me hablas con se— mejante dolor para que yo te ame más apasionadamente? Si ese fuera el caso, tus esfuerzos han sido en balde, ya que nunca te amaré más que ahora, en que lo hago con todo mi corazón. Te ruego que mantengas el espíritu alto, porque aún no nos separaremos Y no creo que lo hagamos nunca. Tampoco pienso que muramos mai’íana, sino dentro de muchos años, una vez que hayamos disfrutado de todas las maravillas de la vida. Mientras tanto, ¡te deseo buenas noches, amigo mío!

 

CAPITULO XXVII
LA MAÑANA ENTRE LOS OSOS

Walter se quedó dormido y ya no supo nada más hasta que despertó a plena luz del día y vio a la doncella inmóvil ante él. Aparecía lozana por el baño que se había dado en el río. El sol, a través de la puerta abierta, caía en cascada a los pies de ella, cerca de la almohada de Walter. Volviéndose, los rodeó con su brazo y los acarició mientras ella le sonreía; entonces, se incorporó y, mirándola, le dijo:

—¡Qué hermosa y resplandeciente te encuentras esta mañana! Sin embargo … sin embargo … ¿no sería mejor que te desprendieras de estas flores marchitas que te dan el aspecto de la damisela de un juglar en una mañana de luto?

La miró con ojos tristes.

Ella, riéndose con alegría, repuso:

—Sí, tampoco los demás piensan mejor de mi atavío, ya que están allí recogiendo leña para el ofrecimiento ígneo, que, por cierto, seremos tú Y yo, a no ser que logre aumentar nuestras posibilidades gracias a los conocimientos que aprendí de la anciana, y que perfeccioné durante la esclavitud a la que me vi sometida con mi Señora, a la que tú amaste.

Al hablar, sus ojos destellaron, las mejillas se sonrojaron y pareció como si apenas pudiera contener las piernas. para no bailar de alegría. Walter frunció el ceño y, durante una fracción de segundo, un pensamiento asaltó su mente: ¿Es que va a traicionarme y vivirá sin mí? De inmediato bajó la vista al suelo. Pero ella añadió:

—Alza los ojos y mírame, amado, ¡y comprueba si en mí existe alguna falsedad! Sé lo que estás pensando, sí, sé lo que estás pensando. ¿Es que no ves que mi júbilo se debe a tu amor y al cercano fin de todos los problemas? —Él levantó los ojos y miró los de su amada … en ese instante la habría rodeado con sus brazos; pero, ella se apartó y prosiguió:— No, todavía debes contenerte un poco más, querido amigo, para que esta gente no nos vea y no crea que somos amantes, ya que les haré pensar algo distinto. Resiste un poco, que en corto tiempo mi deseo será el tuyo. Sin embargo, he de comunicarte que se acerca el mediodía, que todos los Osos convergen hacia el valle y que ya hay un gran número de hombres en el círculo del Destino._. y, como ya he dicho, los leños para el sacrificio del fuego están preparados, ya sean para nosotros o para alguna otra criatura. Ahora he de pedirte algo que no ha de resultarte difícil, a saber: que finjas que perteneces a la raza de los dioses y que no muestres ningún signo de intimidación ante lo que pueda ocurrir; que corrobores mis afirmaciones y mis negaciones; y, por último, lo que más arduo te resultará (aunque ya lo has hecho antes), que me mires sin ningún trazo de amor, que tus ojos no reflejen ningún anhelo ni dominio sobre mí. Quiero que te comportes como si sólo fueras mi hombre de confianza, mi guardián, en ningún caso con aspecto dominante.

—.h, amada mía —exclamó Walter—, como mínimo, aquí eres tú la que domina todo. Yo haré lo que me ordenes, con la esperanza de que viviremos o moriremos juntos.

Mientras hablaban, se acercó el anciano y, con él, una doncella joven, que portaba el desayuno, compuesto de cuajada, crema y fresas. Él les indicó que comieran. Así lo hicieron, y no se sintieron tristes; durante el desayuno, el anciano habló con ellos con una compostura grave, aunque no severa ni adversa. Su charla se refería continuamente a la sequía, que estaba agostando las praderas, y a la corriente que atravesaba el valle, que no podría resistir mucho tiempo más si Dios no les enviaba lluvias. Walter notó que los dos, el anciano y la doncella, se miraban con cierta curiosidad en medio de la charla: el anciano se mostraba atento a lo que ella pudiera decir y a la atención que le prestaba a sus palabras; mientras que la doncella respondía con voz suave y amable, sin comentar nada de gran trascendencia, al tiempo que no permitía que sus ojos se centraran en los de ella. Tampoco dejaba que sus labios se fruncieran, sino que le sonreía mientras permanecía allí sentada: su rostro era la viva muestra del júbilo de un día de verano.

 

CAPITULO XXVIII
SOBRE LA NUEVA DIOSA DE LOS OSOS

Por fin, el anciano dijo:

—Hijos míos, es hora de que vengáis conmigo al círculo del Destino de nuestro pueblo, los Osos de los Valles del Sur, y expliquéis vuestra misión. Os recomiendo que tengáis cuidado de vuestros propios cuerpos, del mismo modo que lo tengo yo, en especial del tuyo, doncella, que es el de una criatura luminosa y hermosa; porque, si habláis con palabras ligeras y falsas al estilo de los bastardos, la adoración y la gloria que te mereces se extinguirán en medio de las llamas, como un regalo a la diosa y una esperanza para el pueblo. Luego serás apaleada por los garrotes de todo el pueblo y, finalmente, arrojada a las aguas donde se remansa el arroyo en el valle, con una piedra atada a tu cuerpo, para que podamos olvidarte a ti y a tus mentiras.

En ese instante, la doncella le miró de lleno a los ojos, y a Walter le pareció como si el anciano se encogiera.

—Tú eres viejo y sabio, oh, gran anciano de los Osos

—expuso ella—, aún así, nada he de aprender de ti. Ahora condúcenos al lugar de las reuniones.

Así, el anciano les llevó hasta el círculo del Destino, situado en el extremo este del valle. Estaba abarrotado de hom bres gigantescos, que portaban sus típicas armas; se hallaban de pie, de modo que las rocas apenas sobresalían un poco por encima de sus cabezas. Sin embargo, en el centro de dicho círculo, había una piedra enorme, tallada en forma de trono, en el que se sentaba un hombre muy anciano, con el cabello largo y la barba cana; a ambos lados, tenía a una mujer de largas extremidades y ataviada para la guerra. Cada una sostenía una lanza y al cinturón llevaban un cuchillo. Salvo ellas, no había ninguna otra

_mujer en la reunión.

Entonces, el anciano condujo a la pareja al centro del círculo y les indicó que ascendieran por unos escalones hasta una piedra amplia y plana, de unos dos metros de altura, sita casi al mismo nivel que el trono del viejo cacique. Subieron y se encararon ante el pueblo. Walter con su vestimenta del mundo exterior, que había sido bastante hermosa, de seda color carmesí y lino blanco, aunque ahora se hallaba desgastada y descolorida por tantos viajes. La doncella no llevaba nada, salvo la capa con la que había huído de la Casa Dorada del Bosque del Fin del Mundo, adornada con las flores marchitas con las que se engalanara el día anterior. A pesar de ello, esos gigantescos hombres la miraron con intensidad y una mezcla de adoración.

En ese instante, y de acuerdo con las órdenes de ella, Walter se arrodilló a su lado y, desenfundando la espada, la sostuvo delante de sí, como si con ello quisiera mantener a todos los intrusos alejados de la doncella. En el círculo reinaba el silencio … todos los ojos estaban fijos en aquella pareja.

Finalmente, el cacique se incorporó y habló: —Hombres, aquí han venido un hombre y una mujer a los que no conocemos Y que han declarado que correrían el riesgo de revelar la misión que les traía aquí en el Círculo del Pueblo. Sólo pueden ser extranjeros sin misión alguna y que han venido a engañarnos, en cuyo caso padecerán una muerte terrible; o gente que desea ser sacrificada a nuestra diosa mediante el cuchillo y las llamas, o mensajeros de otro pueblo, de cuyas palabras depende su vida o su muerte. Este es el momento en que escucharemos lo que tienen que decir y lo que les trae hasta aquí. Según mi parecer, es la mujer la que detenta el poder y la que hablará, porque ahí vemos al hombre arrodillado a sus pies, como alguien que está dispuesto a servirla y a adorarla. Habla, mujer, y que nuestros guerreros te escuchen.

Entonces, la doncella, con voz clara y aguda, como el sonido de la flauta del mejor de los intérpretes, habló:

_ A vosotros, Hijos de los Osos, os haré una pregunta, y quiero que sea vuestro cacique el que la responda —e~ anciano asintió y ella prosiguió con la cuestión—. Decidme, Hijos de los Osos, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que vierais a la Diosa que adoráis manifestarse en el cuerpo de una mujer?

—Muchos inviernos han transcurrido desde que el padre de mi padre fuera un niño y viera a la misma diosa con cuerpo de mujer.

—¿Os regocijasteis con su advenimiento y volveríais a regocijaros si apareciera de nuevo entre vosotros? —preguntó ella.

—¡Sí! —exclamó el jefe—, porque nos traía regalos y nos transmitía sus conocimientos, y jamás aparecía con forma terrible, sino con un cuerpo hermoso como el tuyo.

—Entonces —continuó la doncella—, hoyes el día de vuestro júbilo, ya que el viejo cuerpo ha muerto y yo soy el cuerpo nuevo de vuestra diosa, que ha venido a vosotros para iluminaros.

En el círculo reinó un gran silencio, hasta que el anciano habló:

—¿Qué puedo decir para conservar mi vida? Ya que si, de verdad, eres la diosa, y yo te amenazo, ¿no me destruirías? Sin embargo, has pronunciado grandes palabras con una boca dulce y, así, te has lavado el peso de la sangre de tus manos. Si los Hijos de los Osos se vieran engañados por unos vulgares mentirosos, ¿cómo podrían alguna vez desterrar la verguenza de semejante acto? Por lo tanto, digo: danos una señal. Si en realidad eres la diosa, no te resultará difícil; y si no lo fueras, tu engaño quedaría patente y tu fin sellado, porque te entregaríamos a manos de estas mujeres, que te arrojarían a la corriente cercana después de castigarte con el látigo. No obstante, al hombre que yace de rodillas a tus pies, lo sacrificaríamos a la diosa verdadera por medio del cuchillo y las llamas. ¿Me habéis oído? Entonces, danos la señal y la prueba.

El rostro de ella no cambió de expresión con esas palabras, sino que sus ojos resplandecieron aún más y sus mejillas se mostraron incluso más frescas. Moviendo ligeramente los pies, como si gozara ante la posibilidad de la danza que se presentía, se enfrentó al círculo y habló con voz clara:

—Anciano, no has de sentir temor alguno por tus palabras. Porque cierto es que no es a mí a quien amenazas con el látigo y una muerte horrible, sino a una tonta y una mentirosa, que no está presente. ¡Prestad atención! Os garantizo que algo obtendréis de mí, y es que os enviaré lluvias que terminarán con esta sequía tan larga que padecéis en carne propia; no obstante, para conseguíroslas, he de dirigirme a las montañas del sur. Por lo tanto, prepara a tus guerreros para que me conduzcan, junto a este hombre, hacia el gran paso que hay allí… partiremos hoy mismo.

Guardó silencio durante un rato. Nadie se movió o habló; todos los hombres parecían imágenes de piedra entre las rocas. Al poco tiempo, ella volvió a hablar:

—Algunos dirían, hombres de los Osos, que la que propongo es señal suficiente … sin embargo, os conozco, Y sé cuán perverso Y terco es vuestro corazón Y cómo el don que no podéis asir no es un don para vosotros, haciendo que lo que no podéis ver no signifique nada para vuestro espíritu. Por lo tanto, miradme, a mí, que vengo de las tierras más verdes y boscosas de la tierra, y contemplad si no porto conmigo el verano, el corazón que todo lo aumenta y la mano que da.

Al pronunciar estas palabras, las flores marchitas que pendían a su costado recuperaron la vida y se tornaron frescas de nuevo. Los tallos de las plantas que adornaban su cuello y sus homjJros se entrelazaron renovadamente alrededor de ella, proyectando su fragancia en torno a su rostro. Los lirios que ceñían su cintura abrieron de nuevo sus pétalos, proyectando su polvillo dorado sobre ella. Las rosas retoñaron Y dejaron caer pétalos a sus pies; las hierbas de la pradera oscilaron, mostrando la belleza de sus piernas. Allí permaneció ella entre las flores, como una perla oriental en mitad del calado de un orfebre, y la brisa que sopló desde el valle por detrás de ella arrastró su fragancia hacia todo el círculo.

En ese momento, todos los Osos se pusieron de pie, gritando y golpeando sus escudos, arrojando las lanzas al aire. El cacique se incorporó de su trono y, humildemente, se aproximó hacia ella, rogándole que dijera lo que quisiera, al tiempo que los demás se arracimaban, sin atreverse a acercarse mucho. Le respondió al anciano jefe diciéndole que partiría de inmediato hacia las montañas, desde donde podría enviarles la lluvia que tanto necesita bun y que, desde allí, se encaminaría durante un tiempo hacia el sur. Que no temieran nada, que volverían a saber de ella y, quizá, la verían de nuevo antes de que los que ahora se hallaban en la madurez murieran.

El anciano sugirió que podrían construirle una litera de ramas frescas y transportarla al paso de la montaña entre la alegría triunfal de su pueblo. Sin embargo, de un salto, ella se lanzó a la hierba y la recorrió de un lado a otro … parecía como si sus pies apenas rozaran la tierra; después, dirigiéndose al anciano jefe donde éste se encontraba postrado de rodillas en actitud de adoración hacia ella, le dijo:

—No; ¿es que crees que necesito que me lleven las manos de los hombres o que yo, siendo el corazón de la estación generosa, me cansaré haciendo mi voluntad? Iré a pie, porque mis pasos harán que tus praderas renueven su vida ahora y en los años venideros.

La adoraron aún más y pronunciaron todo tipo de bendiciones. Entonces, trajeron la mejor carne que tenían y se la ofrecieron a ella y a Walter. No obstante, mientras la doncella comía, no se atrevieron a mirarla ni permitieron que Walter lo hiciera. Luego, una vez que hubieron comido, se presentaron unos veinte hombres armados, dispuestos a acompañar a la doncella a las montañas, camino que emprendieron en el acto. Sin embargo, los hombres gigantescos se mantuvieron a distancia de ella; y al llegar al lugar de reposo para la noche, en medio de las colinas y donde no había casa alguna, fue una maravilla contemplar cómo construían un refugio, que cubrieron con sus pieles, para que descansara, al tiempo que ellos guardaban vigilancia toda la noche. Dejaron que Walter durmiera tranquilamente sobre la hierba, a poca distancia de los hombres que velaban el sueño de la doncella.

 

CAPITULO XXIX
W ALTER SE PIERDE EN EL PASO

Y SE VE SEPARADO DE LA DONCELLA

Al llegar la mañana, se despertaron y prosiguieron su camino, que anduvieron todo el día hasta que el sol casi se hubo puesto y se encontraron directamente ante el paso; a la entrada se elevaba un montículo de tierra. Allí la doncella les ordenó que se detuvieran y, subiéndose al montículo, les habló.

—.h, hombres de los Osos, os agradezco vuestra compañía y os doy mi bendición; os prometo que la tierra será más rica. Pero, ahora tenéis que regresar y dejarme sola. Mi hombre, el de la espada de acero, será el único que me siga. Puede que regrese junto al pueblo de los Osos y les transmita conocimientos, pero, por ahora, es suficiente. Os aconsejo que os apresuréis a retornar a vuestros hogares en las tierras del valle, porque el clima que he invocado para vosotros avanza ya entre las tormentas de las montañas. Una última cosa quiero deciros: ha transcurrido tiempo desde que yo empleara la última figura de la diosa que vosotros conocisteis, razón por la que os ordeno que también cambiéis vosotros, de modo que si se os acerca algún extranjero, os prohibo que me lo ofrezcáis por medio del cuchillo y las llamas. Prefiero que, a menos que sean agresivos con vuestro pueblo y merecedores de muerte, los aceptéis como a mis hijos, iguales que vosotros. Y si fueran débiles y desagradecidos, tomadlos como esclavos, pero que no se unan a vuestro pueblo. Ahora podéis marcharos con mi bendición.

Entonces, bajó del montículo y se adentró en el paso con pies tan ligeros que a Walter, que se encontraba entre los Osos, le pareció como si se hubiera desvanecido. Pero, los hombres de la compaí1ía permanecieron allí durante un rato adorando a su diosa y él no se atrevió a separarse de ellos. Cuando le dieron su bendición y regresaron por el camino que habían venido, se apresuró a seguir a la doncella, creyendo que la hallaría esperándole en algún recodo del paso.

Sin embargo, y a pesar de toda su velocidad, el crepúsculo se abatió deprisa y la noche le envolvió, ayudándole a que se perdiera entre los caminos montañosos. Y antes de que la oscuridad desapareciera, el temporal se desató sobre él con un fuerte viento que provenía del sur, de modo que los rincones ocultos de las montañas rugieron y aullaron, y cayó la lluvia y el granizo, acompañados de monstruosos y terribles truenos y relámpagos, junto con toda la sinfonía de una tormenta de verano. Finalmente, se vio obligado a cobijarse debajo de un saliente rocoso para pasar la noche.

No acabaron allí sus problemas, ya que cuando se resguardó bajo la roca, se quedó dormido y no se despertó hasta que amaneció; pero, entonces el camino del paso resultaba invisible debido a la lluvia y a la niebla, de modo que, a pesar de lo que se debatió contra la tormenta y la falta de visibilidad, apenas pudo avanzar nada.

Una vez más le asaltó la idea de que la doncella pertenecía al pueblo de las hadas o a una raza aún más poderosa; aunque esta vez no fue como antes, una mezcla de temor y deseo, sino que sólo sintió una gran sensación de pérdida y miseria. En ese momento temió que, tal como contaba la leyenda, ella le hubiera enamorado para abandonarle por un recién llegado, siguiendo el inequívoco estilo de las hadas.

Se pasó dos días luchando contra la tormenta y la ceguera, hasta que, poco a poco, la esperanza de sobrevivir fue evaporándose en él, ya que cada vez se sentía más débil. Sin embargo, a la tercera mañana, la tormenta pareció a amainar, aunque seguía lloviendo con intensidad, y pronto comenzó a ver el camino al tiempo que lo tanteaba. Descubrió que el sendero descendía. A medida que anochecía, se fue acercando hasta un valle verde atravesado por un arroyo en dirección sur. La lluvia casi había desaparecido y sólo de vez en cuando caían algunas gotas. Se arrastró hasta la orilla del arroyo y se tumbó entre los matorrales, convenciéndose de que por la mañana conseguiría algunos víveres con los que poder sobrevivir y buscar a su doncella por el ancho mundo. Su corazón estaba un poco más animado, pero, al no tener nada que le distrajera, cayó sobre él el peso de su pérdida y no pudo evitar lamentar la falta de su adorable doncella en voz alta, como alguien desconsolado y solo: así, anheló su dulzura y su encanto, y la suavidad de su voz y de sus palabras y también su alegría. Entonces, comenzó a llorar y a pensar en la belleza de su cuerpo, alabando su rostro, sus manos, sus hombros y sus pies … maldiciendo el maligno destino que le había separado de su amor y de su incomparable ser.

 

CAPITULO XXX

DONDE VUELVEN A ENCONTRARSE

Lamentándose de ese modo, se quedó dormido por puro agotamiento. Cuando se despertó, lo hizo bajo un día resplandeciente y despejado, totalmente tranquilo. De la tierra emanaba un fresco aroma húmedo que se elevaba hacia los cielos, y en el follaje cantaban los pájaros, ya que el valle en el que se encontraba era un lugar hermoso y apacible oculto entre las laderas montañosas, como un paraíso en mitad del yermo … y en esa mañana tan clara y soleada sólo se veían cosas agradables.

Se puso de pie y miró en derredor suyo. A cien metros vislumbró un bosquecillo por donde el arroyo se curvaba y desaparecía; hasta aquel punto, la hierba era corta y gruesa, salpicada de flores por todos lados. Se dijo a SÍ mismo que se hallaba en el lugar donde los ángeles conducían a los benditos al paraíso pintado en el coro de la gran iglesia de Langton on Holm. Pero, ¡ay!, mientras miraba emitió un grito de pura alegría, ya que de un matorral florido apareció la silueta de un ángel, vestido de blanco, con los pies descalzos y la piel hermosa, los ojos resplandecientes y las mejillas sonrosadas; se trataba de la doncella. Corrió hacia ella … y ella le esperó con las manos extendidas y sonriente, al tiempo que lloraba de júbilo por su encuentro. Se arrojó sobre ella y besó sin contenerse sus mejillas y su boca, sus hombros y sus brazos, y todos aquellos sitios que ella le dejaba. Finalmente, tuvo que apartarse un poco de él, riendo gozosa de amor, y le dijo:

—Para ya, amigo mío, de momento es suficiente; dime cómo te ha ido.

—Mal, mal —repuso Walter.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella.

—Estoy hambriento y ansioso de tu presencia.

—Bien —comentó ella—, a mí ya me tienes; he ahí un mal remediado. Coge mi mano y nos encargaremos de aliviar el otro.

Hizo lo que ella le dijo y el poder sentirla le pareció lo más dulce de todo el mundo. Alzando los ojos, vio que más allá del matorral ascendía una columna de humo; riéndose, ya que se encontraba débil casi hasta la completa extenuación, le preguntó:

—¿Qué estás cocinando?

—Ya lo verás.

Le llevó hasta el matorral y, atravesándolo, contempló un hermoso y verde lugar lleno de flores, al lado de la corriente; justo entre el límite que formaba la hierba y el banco arenoso, había una pequeña hoguera y sobre el fuego, ensartados en dos ramas, dos truchas gordas y rojas.

—Aquí está el desayuno —anunció ella—. Cuando me desperté, bajé a esta ribera donde las aguas son poco profundas e inspeccioné el fondo arenoso, justo antes de que las aguas se estrechen más adelante, y me pareció el lugar idóneo para capturar unos peces … Y con paciencia, ¡ahí los tienes! Ayúdame a terminar de cocinarlos.

Los asaron sobre las brasas y, luego, se concentraron en comerlos, saciando la sed en las aguas frescas de la corriente; desayunaron con tanta alegría que el festín les pareció glorioso.

Una vez que acabaron los pescados, Walter le preguntó a la doncella:

—¿Cómo sabías que volverías a verme en unos días?

—No hacía falta ninguna hechicería —repuso ella, mirándole fijamente—. Esta última noche yo estuve muy cerca de ti, lo que me permitió oír tu voz.

—Entonces, ¿por qué no fuiste a mi encuentro al escuchar mis lamentos?

Bajando los ojos, ella jugueteó con unas flores que había en la hierba y dijo:

—Me resultó emotivo escuchar cómo me alababas; hasta ayer no sabía cuánto me deseabas ni que mi cuerpo te resultaba tan amado. —Con un ligero temblor, añadió:Gracias a tus palabras he descubierto lo hermosa que soy. —Se detuvo y lloró de alborozo. Al rato le miró y, sonriendo, dijo:— ¿Quieres conocer toda la verdad? Me acerqué hasta ti y permanecí toda la noche oculta entre unos arbustos. Tuve la certeza de que cuando dejaras de lamentarte, te quedarías dormido. En realidad, me desperté antes que tú.

Una vez más guardó silencio; él tampoco habló, sino que la miró con timidez; enrojeciendo aún más, ella comentó:

—Además, he de reconocerte que temía unirme a ti en la noche … tan grande era el deseo de mi corazón.

Cuando ella inclinó la cabeza, él intervino:

—¿De verdad me temías? Ello me atemoriza a mí, porque temo que me rechaces, ya que iba a decirte: Amada mía, hemos pasado por muchos percances; concedámonos nuestra recompensa de inmediato y consumemos nuestra unión en medio de este hermoso paisaje entre las montañas, antes de continuar nuestro camino, si es que podemos seguir andando. Porque, ¿dónde hallaremos un lugar más bonito o agradable que éste?

Sin embargo, debido al amor que sentía, ella se puso en pie de un saltó y se quedó allí, frente a él, tiritando.

—Amado —repuso—, he estado pensando que lo mejor es que vayamos en busca de las gentes que viven normalmente en el mundo y que moremos entre ellos. En lo que a mí respecta, he de admitir que anhelo desesperadamente lo mismo que tú, ya que le tengo miedo a esta soledad y aún me parece necesitar ayuda y protección contra mi Señora, aunque sé que está muerta; por ello también necesito el bienestar que brinda una gran ciudad y todos sus habitantes. No puedo olvidarla; ayer mismo, por la noche, soÜé (supongo que en el momento en que comenzaba a amanecer) que aún me encontraba bajo su dominio y que me castigaba por el placer de atormentarme. Me desperté agitada y llorando. Te ruego que no te enfades conmigo por hacerte partícipe de mis anhelos; y si tú no los compartes, entonces, viviré aquí como tu pareja y haré acopio de valor para sobrellevarlo.

Poniéndose de pie, él le besó el rostro y le dijo:

—No, en realidad yo tampoco quiero quedarme aquí para siempre. Lo que quería indicar era que podíamos descansar un poco en estas montañas y, luego, marcharnos; para serte sincero, así como tú temes al yermo, yo temo a la ciudad.

—Se hará como deseas, amigo mío —aceptó ella, empalideciendo un poco—. Sin embargo, ¡recuerda!, aún no hemos acabado nuestro viaje, y hemos de completar muchas cosas y soportar privaciones hasta que podamos descansar y gozar de nuestro tiempo. Ahora te repetiré (ya lo comenté antes) que sólo mientras sea una doncella pura retendré mis conocimientos y el poder que poseo … sólo hasta entonces. Por lo que te pido que nos vayamos de inmediato de este hermoso valle, juntos y en mi actual condición, de modo que toda mi sabiduría te pueda ser de ayuda ante la adversidad. Amado mío, sé que nuestras vidas no serán cortas, especialmente ahora que tanto gozo ha entrado en ellas.

—SÍ, mi amor —repuso él—, marchémonos en el acto para que aquello que nos separa sea más breve.

—Amor mío —dijo ella—, habrás de perdonarme una vez más, pero sé algo de lo que nos aguarda más adelante, en parte gracias a mis conocimientos, y en parte por lo que pude aprender de esta tierra de hombres indómitos mientras tú dormías aquella mañana.

Con esas palabras, se alejaron de la corriente, se adentraron en el valle y prosiguieron su camino a través del paso que pronto se convirtió en un sendero rocoso y angosto a medida que ascendía. Cuando llegaron a la cima, tuvieron la visión del campo abierto que yacía en todo su esplendor bajo el sol y, en mitad de aquel exuberante verdor, enmarcada contra las montañas azules, vislumbraron las murallas y las torres de una gran ciudad.

—.h, querido amigo —exclamó la doncella—, esa ciudad que vemos será nuestra residencia; dime, ¿no es hermosa? ¿No encontraremos allí amigos y la protección necesaria contra los acontecimientos malignos y aquello que se esconde con variadas formas perversas? ¡Oh, ciudad, te saludamos!

Walter, mirándola, sonrió con menos entusiasmo. —Me regocijo por tu alegría —dijo—. Sin embargo, también en aquella ciudad habrá seres malignos, aunque no se trate de hadas o diablos, de lo contrario, no se parecerá en nada a ninguna ciudad que yo conozca. En cualquier ciudad surgen enemigos sin razón aparente, al tiempo que la vida se complica.

—Sí —aceptó ella—, pero, en el yermo, frente a los diablos, ¿qué puede hacer la fuerza o el valor de un hombre? La única salida es sumergirse en la hechicería y la intriga que yo, por ejemplo, he tenido que extraer de mis propios enemigos. No obstante, cuando lleguemos hasta sus murallas, tu valor prevalecerá sobre cualquier complicación. Por lo menos, hará que seas leyenda, y yo la adoraré.

Riendo, el rostro se le tornó más luminoso.

—La superioridad barre las praderas —comentó él—, y un hombre solo poco puede hacer ante muchos. Pero, te prometo que nunca me sorprenderán descuidado.

 

CAPITULO XXXI
DONDE LLEGAN A LA COMPAÑIA DE GENTE NUEVA

Reanudaron nuevamente la marcha y llegaron hasta donde el paso se estrechaba tanto, que a ambos lados, y sólo a unos pocos centímetros, les flanqueaba una agobiante pared rocosa; sin embargo, después de andar durante una hora, dicha pared se abrió repentinamente y ante SÍ tuvieron otro valle muy similar al que acababan de abandonar, aunque no tan hermoso ni tan grande, a pesar de que la hierba crecía por doquier y también lo atravesaba una corriente de agua clara. Sin embargo, el gran cambio fue que vieron tiendas y pabellones en el valle y, entre ellos, un grupo de hombres: en su mayoría armados y con los caballos ensillados y preparados. Se detuvieron y el corazón a Walter casi le dio un vuelco. Entonces, se preguntó quiénes podían ser esos hombres, de los que nada sabía salvo que eran extranjeros. Lo más probable, pensó, es que nos tomen como esclavos y, lo mejor que nos puede suceder, es que nos separen … lo que para mí sería lo más trágico.

No obstante, la doncella, al ver los caballos, las tiendas, los estandartes ondeando al viento, el resplandor de las lanzas y el destello de las blancas armaduras, dio una palmada y gritó de alegría.

—He aquí a la gente de la ciudad que sale a darnos la bienvenida. Nobles y hermosos son. Estarán pensando en mil proyectos y otros tantos harán … y nosotros seremos partícipes de esas grandes obras. ¡Vamos, amado, salgamos a su encuentro!

Pero, Walter dijo:

—¡Ay!, tú no puedes saberlo; ¡pero, lo mejor sería que huyéramos! Aunque veo que ya es demasiado tarde; pongamos buenas caras y vayamos hacia ellos con gesto impasible, tal como hicimos con el pueblo de los Osos.

Cuando se dirigían hacia ellos, del grupo se separaron seis hombres armados y se encaminaron hacia la pareja, inclinándose sumisamente ante Walter, aunque sin pronunciar palabra alguna. Entonces, con un gesto les indicaron que les siguieran; la pareja se acercó al círculo de hombres armados y se detuvo ante un caballero cubierto por completo con una espléndida armadura, a excepción de su cabeza, quien también se inclinó ante Walter sin decir una sola palabra. Desde allí los condujeron al pabellón principal y les indicaron que se sentaran; entonces, les llevaron una carne sabrosa y un buen vino. Cuando les vieron comer se alzó un murmullo entre la gente. Una vez hubieron acabado, el anciano caballero se les acercó y, mientras mantenía la respetuosa inclinación habitual, mediante unos gestos les informó de que tenían que partir. Al salir de la tienda, vieron que todas las demás habían sido recogidas ya, mientras unos hombres se encargaban de plegar el pabellón del que salían; el resto de los hombres ya se hallaban cabalgando y recorrían en orden el camino. Ante ellos trajeron dos literas tiradas por caballos. Con señas se les pidió que montaran: Walter en una y la doncella en la otra. En ese momento sonó un cuerno y la procesión salió al camino al unísono; a través de las cortinas, Walter pudo comprobar que a ambos lados le escoltaban unos caballeros armados, aunque le habían permitido quedarse con su espada.

Atravesaron los pasos montañosos y, antes del anochecer, llegaron a la llanura; sin embargo, no se detuvieron a acampar, salvo para tomar un bocado y un trago, continuando la marcha en medio de la noche como hombres que conocieran bien el camino que recorrían. A medida que avanzaban, WaIter se preguntó qué sucedería y si, tal vez, serían ofrecidos como sacrificio a sus dioses; ya que no cabía la menor duda de que se trataba de extranjeros, posiblemente sarracenos. Lo que más temía era que le separaran de la doncella, en especial debido a que estos hombres eran guerreros y él tenía lo que todos los de su clase desean, a saber, la belleza de una mujer. Se esforzó en pensar de forma positiva. Finalmente, cuando la noche estaba desvaneciéndose y ya se asomaba el amanecer, se detuvieron ante unas puertas sólidas en una enorme pared rocosa. El cuerno sonó atronadoramente tres veces, al instante se abrieron las puertas y todos pasaron a una calle que, bajo la débil iluminación, a Walter le pareció grande y rica comparada con las de las moradas de los hombres. Transcurrió poco tiempo hasta que llegaron a una plaza cuadrada, en la que uno de sus lados parecía la en trada de una casa espléndida. Inmediatamente, las puertas de la corte se abrieron antes de que sonara el cuerno, aunque, para ser sinceros, igualmente atronó tres veces; entraron todos y unos hombres se le acercaron, indicándole que se bajara de la litera. Así lo hizo. Su deseo habría sido rezagarse para esperar a la doncella, pero sus guardianes no se lo permitieron, conduciéndole de inmediato por unas escalinatas hacia una cámara enorme, débilmente iluminada debido a sus impresionantes dimensiones. A continuación, le llevaron hasta una cama maravillosa y con gestos le indicaron que se desnudara y se tumbara en ella. Se vio obligado a cumplir el mandato. Los guerreros, cogiendo sus ropas, se marcharon dejándole solo. Desnudo como viniera al mundo, se recostó y aguardó, sabiendo que era inútil intentar escapar; sin embargo, su atribulada mente le impidió dormirse en el acto.

Finalmente el cansancio se apoderó de él, ignorando sus esperanzas y temores, y se quedó dormido cuando el amanecer se convertía en pleno día.

 

CAPITULO XXXII
SOBRE EL NUEVO REY DE LA CIUDAD Y DE LA TIERRA ESCARPADA

Cuando despertó, el sol se filtraba en toda su plenitud en la cámara; echando un vistazo, vio que se trataba de una estancia sin parangón por su belleza y tesoros con cualquiera que antes hubiera conocido. El techo estaba pintado de color azul marino ribeteado de oro; de las paredes colgaban unos tapices bellísimos, aunque él no logró distinguir las historias que en ellos se narraban. Las sillas y la mesa estaban talladas en la mejor madera; y en medio de todo ello, había un trono de marfil con una capa de terciopelo verde, recubierta de oro y perlas. El suelo exhibía un delicado mosaico alejandrino.

Contemplaba tanta belleza, preguntándose qué le había ocurrido, cuando entraron dos sirvientes elegantemente vestidos y tres ancianos ataviados con ricas túnicas de seda. Se le acercaron y expresándose con signos, sin pronunciar una sola palabra, le pidieron que saliera del lecho y que les acompañara. Cuando, riendo embarazado, les indicó que se encontraba desnudo, ellos no se rieron ni le ofrecieron ropa alguna, sino que insistieron en que les siguiera. Nuevamente se vio obligado a complacerles. Le condujeron fuera de la cámara, a través de unos pasillos espléndidos, tachonados de columnas, hacia un baño de lo más magnífico. Una vez allí, mientras los tres ancianos observaban sin perder detalle, los sirvientes le lavaron con delicadeza y meticulosidad. Cuando acabaron, tampoco le ofrecieron ropa, y le condujeron por los mismos pasillos de regreso a la cámara. Sin embargo, en esta ocasión tuvo que recorrer el trayecto ante una doble hilera de hombres, de los cuales algunos estaban armados y otros no … aunque todos aparecían gloriosamente vestidos. Su aspecto, ya fuera por el valor o por la sabiduría demostrados ante su pueblo, era el de caciques.

En la misma cámara había un grupo de hombres que, por su aspecto, debían ostentar cargos de importancia. Todos se hallaban de pie en un círculo alrededor del trono de marfil. «Esto parece la preparación para el cuchillo y el altar», se dijo Walter, que, aun así, mantuvo una apariencia decidida.

Le condujeron hasta el trono de marfil y pudo contemplar que a ambos lados habían sido dispuestos bancos con ropas; sin embargo, existía una gran diversidad entre los atavíos. A un lado, se veían prendas para tiempos de paz, ricas y enjoyadas, similares a las de un rey; mientras que al otro lado, e igual de vistosas, aunque menos adornadas, se mostraban atuendos guerreros.

Los hombres le indicaron a Walter que eligiera las ropas que deseara y se las pusiera. Mirando a derecha e izquierda, sus ojos se posaron en el uniforme de combate y su mente recordó el de los Golding aprestándose para la batalla; por instinto avanzó un paso hacia ellas y posó su mano en aquel banco. En ese momento, escuchó un murmullo de júbilo entre los hombres, al tiempo que los ancianos se le acercaron sonrientes y, con muestras de alegría, le ayudaron a vestirse. Cuando cogió el yelmo, observó que sobre la ancha visera de color pardo refulgía una corona dorada.

Una vez terminó de vestirse, con la espada ceñida al cinturón y un hacha de acero en la mano, los ancianos le señalaron el trono de marfil. Depositando el hacha sobre un apaoyabrazos y desenvainando la espada, se sentó y colocó el viejo acero sobre sus rodillas. Entonces, mirando a esos grandes hombres, habló:

—¿Cuánto tiempo ha de transcurrir hasta que nos ha— blemos? ¿O es que Dios os ha vuelto mudos?

En ese momento, todos gritaron al unísono: —¡Salud al Rey, al Rey de la Guerra!

—Si yo soy vuestro rey, ¿haréis lo que os mande?

—preguntó Walter.

—Nada hay en nuestro ánimo, señor, salvo cumplir vuestras órdenes —respondió uno de los ancianos. —Entonces, ¿serás tú el que me responda a una pregunta? —inquirió Walter.

—Sí, mi señor —repuso el anciano—, siempre que después pueda seguir con vida.

—¿Qué ha sido de la mujer que venía conmigo cuando entramos en vuestro campamento de la montaña? —Nada le ha ocurrido, bueno o malo, a excepción de que ha dormido, comido y se ha bañado. ¿Cuál es la voluntad del Rey en lo que a ella se refiere?

—Que la traigáis de inmediato a mi presencia —.ordenó Walter.

—Bien —dijo el anciano—, ¿de qué forma os la traemos? ¿Hemos de vestirla como una sirvienta o como una gran dama?

Walter meditó el asunto durante un momento y, finalmente, comunicó:

—Pregúntale que es lo que desea y cumple su voluntad. Sin embargo, quiero que coloquéis otro trono al lado del mío y que ella sea conducida aquí. Anciano, envía a alguien a buscarla, porque deseo que tú te quedes y me respondas a algunas preguntas. Si no os agota, señores, quiero que también vosotros permanezcáis aquí y esperéis la llegada de mi compañera.

El anciano se dirigió a los tres hombres de apariencia más honorable y éstos fueron en busca de la doncella.

 

CAPITULO XXXIII
DONDE SE EXPLICA EL ACTO DE CORONACION EN LA TIERRA ESCARPADA

Mientras aguardaba la llegada de su dama, el rey habló con el anciano.

—Dime por qué me he convertido en rey y cómo se ha realizado la ceremonia de coronación; ya que, al ser un extranjero entre vosotros, me resulta algo totalmente ajeno a mi conocimiento.

—Señor —contestó el anciano—, os habéis convertido en el rey de una gran ciudad, que tiene bajo su dominio muchas otras ciudades y tierras, al igual que puertos costeros, cuyas riquezas muchos hombres codician. En ella habitan bastantes sabios y posee la proporción normal de tontos. Un ejército de hombres valerosos te seguirá a la batalla siempre que sea necesario: un ejército al que nadie puede resistir, a excepción de los dioses, si éstos siguieran morando en la tierra, ya que ninguno es comparable con el nuestro. Su nombre es la Ciudad Escarpada o, para abreviar, Escarpada a secas. En lo que atañe a la ceremonia de coronación, os diré que es la siguiente: si nuestro rey muere y deja un heredero varón, éste se convierte en el nuevo monarca; sin embargo, si desaparece sin dejar heredero, envíamos a un gran señor, acompañado de caballeros, para que atraviese el paso de la montaña por el que vos aparecisteis ayer; al primer hombre que lo cruza, lo traen a la ciudad, tal como hicieron con vos, señor. Sabemos que en tiempos inmemoriales nuestros antepasados vinieron de esas montañas, por el mismo paso … unos hombres rudos pero valientes, que conquistaron estas tierras y construyeron la Ciudad Escarpada. No obstante, una vez que hemos traído al vagabundo a nuestra ciudad, todos nuestros sabios y guerreros lo contemplan desnudo, y si vemos que su cuerpo es débil y enfermo, lo envolvemos en una alfombra hasta que muere ahogado; o, si se trata de un hombre sencillo, sin maldad alguna, lo entregamos como esclavo a uno de nuestros ciudadanos, ya sea un zapatero, un albañil o un miembro de alguna otra profesión, olvidándonos de él. Pero, en cualquiera de los dos casos, nos comportamos como si ningún hombre hubiera aparecido por el paso, y de nuevo enviamos al caballero y a los guerreros a vigilar las montañas, a la espera de que nuestros Padres de antaño nos manden al hombre adecuado. Sin embargo, no todo concluye cuando descubrimos que el recién llegado tiene un físico poderoso, ya que consideramos que nuestros Padres no nos enviarían a un pusilánime o a un cobarde para que fuera nuestro rey. Por lo tanto, le indicamos al hombre desnudo que elija entre los atavíos: la antigua armadura, que ahora mismo portáis vos, mi señor, o estos ropajes dorados. Si elige las ropas de batalla, tal como vos lo habéis hecho, mi Rey, todo está bien; pero, si se decide por las ropas de paz, le damos a escoger entre la esclavitud de algún buen comerciante de la ciudad o la prueba de su sabiduría, andando por el delgado sendero que separa la muerte de la realeza. Creo que os he contestado a vuestra pregunta, mi Rey. Alabados sean nuestros Padres que nos han mandado a un hombre del que nadie puede dudar, ya sea por su sabiduría o por su valor.

 

CAPITULO XXXIV
DONDE LA DONCELLA SE REUNE CON EL REY

Entonces, todos se inclinaron ante el Rey, que volvió a hablar:

—¿Qué ruido es ese que se escucha en el exterior y que tanto se parece al mar rompiendo contra una playa arenosa cuando sopla el viento del sudoeste?

El anciano iba a hablar, pero, antes de que pudiera pronunciar una palabra, se produjo un ligero movimiento en la entrada de la cámara. La multitud se abrió y en medio de ella apareció la doncella. Iba vestida con la misma capa blanca con la que había atravesado el yermo, con la salvedad de que alrededor de la cabeza y de la cintura llevaba una guirnalda de rosas. Fresca y radiante parecía un amanecer de junio; el rostro resplandecía: los labios rojos, los ojos claros y las mejillas sonrosadas por el amor y la esperanza. Se dirigió directamente al lugar donde Walter se sentaba y con un leve movimiento de la mano se desembarazó del anciano que la conducía al trono del Rey. Arrodillándose ante él, apoyó la mano sobre el acero que reposaba en sus rodillas y exclamó:

—.h, mi señor, ahora veo que durante todo este tiempo me engañaste, ya que eras alguien nacido en la realeza, que venía a reclamar su trono. Sin embargo, has sido tan querido para mí, tan bueno, puro y amable, que incluso veo cómo tus ojos brillan al contemplarme debajo de tu yelmo guerrero, por lo que te ruego que no me despidas de inmediato, sino que me toleres como tu sirvienta y doncella. ¿Lo harás?

Pero ya el Rey se había inclinado hacia ella y la ayudaba a incorporarse, cogiéndola de las manos al tiempo que se las besaba. Situándola a su lado, dijo:

—Mi amor, tu lugar está a mi lado hasta que caiga sobre nosotros la noche. —Con humildad y valor, ella se sentó a su lado y apoyó las manos en el regazo, mientras el Rey añadía:— Señores, os presento a mi amada y a mi esposa. y declaro que, si me nombráis vuestro Rey, tendréis que aceptarla a ella como vuestra Reina y Dama; de lo contrario, habréis de permitir que nos marchemos en paz.

En ese momento, todos los presentes en la cámara gritaron:

—¡Nuestra Reina, nuestra Dama! ¡La amada de nuestro señor!

El grito surgió desde lo más profundo de su corazón, no sólo de sus labios, ya que mientras contemplaban el resplandor de su belleza, también percibieron la docilidad de su porte y la bondad de sus sentimientos, lo cual cautivó a todos los presentes. Y los jóvenes se sonrojaron y le entregaron su lealtad, al tiempo que desenfundaban las espadas y las blandían, gritando como hombres repentinamente embriagados por el amor:

—¡Nuestra Reina, nuestra Dama! ¡La amada de nuestro señor!

 

CAPITULO XXXV
SOBRE EL REY DE LA TIERRA ESCARPADA Y SU REINA

Mientras ocurría esto, el murmullo proveniente del exterior y que antes se mencionara, creció hasta que atronó en los oídos del Rey.

—Explícanos qué es ese ruido —insistió el Rey.

—Si tenéis la amabilidad —repuso el anciano—, mi

Rey y mi Reina, de incorporaros y acercaros hasta la ventana que hay al lado de la galería, sabréis de inmediato la causa del rumor y contemplaréis una visión que alegrará los corazones de vuestra nueva realeza.

De modo que el Rey se puso de pie y llevó a la Reina de la mano, acercándose hasta la ventana y mirando al exterior. Toda la plaza estaba atestada de gente … los ancianos portaban sus armas y, la mayoría, vestía sus mejores galas. Entonces, avanzó por la galería con la mano de su Reina en la suya, seguido de todos sus nobles y consejeros. Al unísono se alzó un grito de júbilo y bienvenida de entre la multitud que rasgó hasta el mismo cielo, mientras la plaza destellaba con el resplandor de las lanzas que surcaron el aire y las espadas que se agitaban en los brazos extendidos.

En ese momento, la doncella habló en voz baja al oído del Rey Walter:

—He aquí que el yermo ya ha quedado definitivamente atrás, mira nuestro refugio contra los enemigos de nuestra vida y nuestro espíritu. ¡Oh, bendito seas tú y tu valeroso corazón!

Walter nada repuso, sino que permaneció como alguien dominado por la ensoñación; no obstante, y si ello era posible, el anhelo que sentía por ella se multiplicó.

Allí abajo, entre la multitud, había dos vecinos cercanos a la ventana; uno le murmuró al otro: «¡Ves! ¡Ahí tienes al nuevo Rey vistiendo la armadura de la Batalla de las Aguas y portando la espada que mató al rey enemigo el Día del Ataque a Traición! Seguro que esta es una señal de buena suerte para todos nosotros.»

<<SÍ», contestó el otro, «lleva la armadura con gallardía y los ojos le brillan; pero, ¿has visto a su compañera y el aspecto que tiene?»

«La veo», repuso el primero, «Y es una mujer hermosa; sin embargo, viste de una forma muy sencilla. Lleva un delantal, Y si no fuera por las balaustradas, creo que comprobaríamos que va descalza. ¿Qué le ocurre?»

«¿Es que no te das cuenta», inquirió el otro, «que no sólo se trata de una mujer hermosa, sino que es algo más: uno de esos seres adorables que, sin saber la causa, te arrebatan el corazón? Creo que esta vez la Tierra Escarpada ha recibido a unos grandes monarcas. En lo que respecta a su vestimenta, lo que yo veo es que va toda de blanco Y adornada con rosas, Y que su piel es tan pura Y hermosa que hace que su atavío forme parte de su cuerpo, engrandeciéndolo como si fueran joyas. ¡Ay, amigo mío!, roguemos para que esta Reina no viaje demasiado fuera de nuestras tierras.»

Así hablaron estos vecinos; poco después, el Rey y su pareja entraron de nuevo en la cámara. Él ordenó que las doncellas de la Reina vinieran de inmediato y la acompañaran para vestirla con la realeza que le correspondía. Entonces, hicieron acto de presencia las damiselas más honorables, que —no ocultaban el placer que les producía ser sus damas de compañía. En ese momento, el Rey fue aliviado del peso de las armas; no obstante, siguió portando la Espada que Mató al Rey. Poco después, se condujo por caminos diferentes al Rey y a la Reina hacia el gran salón del palacio, donde se encontraron y se besaron delante de los señores y los demás invitados que llenaban la sala. Una vez allí, comieron unas delicadas viandas preparadas especialmente para la ocasión y bebieron de la misma copa, al tiempo que todos los observaban; luego, fueron conducidos fuera de palacio, donde les esperaban dos caballos blancos con exquisitas sillas, que ellos montaron, enfilándolos por el sendero que les abrió la multitud, en dirección a la gran iglesia, donde se consumaría la bendición y la coronación. Sólo les precedía un escudero desarmado, tal como exigía la costumbre de la Tierra Escarpada para cada nueva coronación. Al llegar ante la iglesia (porque esa gente era creyente), entraron los dos solos y se dirigieron a la capilla. Mientras permanecían allí, preguntándose qué ocurriría a continuación, escucharon cómo repicaban las campanas encima de sus cabezas. Entonces, también oyeron el sonido de muchas trompetas y gran cantidad de voces que cantaban al unísono; se abrieron las grandes puertas y entró el obispo acompañado de sus sacerdotes, seguidos por toda una multitud que llenó la iglesia, de la misma forma que el agua fluye cuando se abre un dique, anegando las tierras. El obispo, seguido de su Séquito, se acercó a la capilla y, aproximándose al Rey y a la Reina, les dio el beso de la paz. De inmediato se celebró gloriosamente la misa; una vez finalizada, el Rey fue entronizado y coronado ante el júbilo de todos los presentes. Después, regresaron a pie a palacio, los dos solos y con el mismo escudero que antes les abriera el camino. A medida que avanzaban, pasaron cerca de los dos vecinos cuya conversación se mencionó hace poco, y el primero, aquél que había alabado la armadura de guerra del Rey, comentó: «No cabe duda, vecino, que tenías razón. He aquÍ que la Reina, ahora que ha sido ataviada· adecuadamente, pues ya porta su corona y lleva una capa de seda blanca orlada de perlas, es realmente portentosa; casi tanto como el Rey.»

«A mí me parece tan grandiosa como antes», repuso el otro. «Va de blanco, igual que hace unas horas; y las perlas brillan tanto en contraste con su piel blanca y hermosa, como su atavío queda ensalzado por la pureza de su cuerpo. Además, cuando pasó cerca, fue como si el paraíso hubiera descendido a nuestra ciudad y todos pudiéramos respirar su aire. ¡Bendito sea Dios, que ha permitido que viva entre nosotros!»

«Razón tienes», corroboró el otro, «¿sabes de dónde viene y cuál puede ser su linaje?»

«N o», con testó su vecino, «no sé de dónde procede; sin embargo, estoy seguro de que cuando se marche, aquellos a quienes conduzca felices se sentirán. Tampoco conozco su linaje, pero sí sé que todos sus descendientes, hasta la vigésima generación, bendecirán su recuerdo y pronunciarán su nombre con la misma devoción con el que mencionan el de la Madre de Dios.»

Así hablaron esos dos mientras el Rey y la Reina regresaban a palacio y se sentaban entre sus nobles para celebrar el banquete de la coronación. Larga fue la duración del festejo, que se prolongó hasta que la misma noche transcurrió y los presentes fueron en busca del sueño reparador.

 

CAPITULO XXXVI
SOBRE W ALTER Y LA DONCELLA EN LOS D1AS DE SU REINADO

Ciertamente, largo fue el tiempo transcurrido hasta que las doncellas condujeron a la Reina a los aposentos del Rey. Una vez juntos, él, cogiéndola de los hombros, la besó y dijo:

—¿Te encuentras agotada, amor mío? ¿No te ha dejado exhausta, al igual que a mí, la ciudad, la multitud y la vigilancia de los lores?

—¿Dónde está la ciudad en este momento? —inquirió ella—. ¿Es que no volvemos a encontrarnos en el yermo, solos tú y yo?

Él la miró fijamente y ella se sonrojó. Los ojos se dibujaron claros en contraste con el rubor de sus mejillas.

Con voz suave y temblorosa, él comentó:

—¿Acaso, en un aspecto, no es esto mejor que el yermo? ¿Acaso todo trazo de miedo no se ha desvanecido?

Desaparecido el rubor de su rostro, ella le miró con mucha dulzura y le contestó con voz clara y firme:

—Así es, amado mío. —En ese instante, ella se llevó la mano al cinturón que sujetaba su vestido y, desabrochándolo, se lo entregó a él—. Aquí tienes la prueba. Este es un cinturón de doncella, que da paso a la mujer.

Él aceptó el cinturón y al mismo tiempo le tomó la mano, rodeándola con los brazos en medio de la dulzura de su amor y la seguridad del momento; tranquilos en la esperanza de los días de júbilo que les aguardaban, hablaron de las horas en las que temieron el filo entre la intriga, la miseria y la muerte, y del amor que surgió en ellos durante ese tiempo. Antes de que amaneciera, ella le contó muchas cosas sobre los malignos días pasados y la forma en que le trataba la Señora … hablaron hasta que la primera luz del día se filtró en la cámara para dejar de manifiesto una vez más su belleza; sin lugar a dudas, resultó más grandiosa que la que imaginó la mente de aquel hombre que, entre la multitud, se sintió tan atraído por ella. Juntos gozaron en aquel amanecer.

Cuando afloró el nuevo día y Walter se levantó de la cama, llamó a sus consejeros y lores. Lo primero que decretó fue que abrieran las puertas de la prisión y que alimentaran y vistieran a los necesitados, homenajeando a todos los habitantes de la ciudad, ricos y pobres, importantes e insignificantes. Luego, habló con ellos de muchos asuntos, y los señores quedaron maravillados de su sapiencia y agudeza mental. Pero también ocurrió que algunos resultaron muy complacidos porque creyeron que su voluntad se impondría a la de él. Sin embargo, los más sabios de entre ellos, se regocijaron con la visión de los grandes días que se avecinaban y que durarían mientras él viviera.

Ahora bien, sobre sus hazañas, sus alegrías y tristezas, esta narración no hablará más; tampoco contará cómo volvió a Langton y lo que allí aconteció.

Lo cierto es que vivió y reinó en la Tierra Escarpada, un hombre amado por sus habitantes y temido por sus enemigos. Hubo de intervenir en varios conflictos, tanto en aquella tierra como fuera de ella. Sin embargo, su tesón jamás se vio frenado, salvo en los momentos en que caía dormido, hasta que todo el mundo quedó libre de luchas en las que él tuviera que intervenir. Tampoco puede decirse que los necesitados lamentaran su presencia, ya que durante su reinado extirpó la pobreza. También dejó tras él a pocos enemigos para odiarle.

En lo que atañe a la doncella, floreció tanto en belleza como amabilidad, y para todo aquel que posaba sus ojos en ella, esa visión significaba el júbilo de un año. Abandonó la hechicería el día de su boda; no obstante, le quedó suficiente inteligencia y sabiduría como para hacer el bien a todo el mundo, ya que no necesitaba nada más que dar órdenes para que sus deseos se cumplieran. Tanto la amaban los habitantes de aquella tierra, que complacía a cualquiera cumplir las misiones que les encomendaba. Para ser breve: ella constituía la riqueza de la tierra, la seguridad de la ciudad y la bendición de sus moradores.

No obstante, a medida que transcurría el tiempo, cada vez más sentía la certeza de que había engañado al pueblo de los Osos por hacerles creer que era su diosa. Meditó sobre el asunto y pensó de qué manera podría enmendarlo.

Así, dos años después de arribar a Escarpada, se dirigió con unos acompañantes selectos hasta el mismo paso que desembocaba en el valle de los Osos; una vez allí, ordenó a sus guerreros que permanecieran a la espera y ella prosiguió su camino con cuarenta esclavos que había liberado en la ciudad. Cuando se aproximaron a las tierras de los Osos, les ordenó que la esperaran en un pequeño valle, junto a los caballos y las provisiones, el grano y las herramientas que portaban, y descendió sola hasta la morada de aquellos hombres gigantescos, desguarnecida de toda magia, confiando únicamente en su belleza y amabilidad. Tal como cuando huyera del Bosque del Fin del Mundo, iba vestida con una capa de color blanco, con los brazos y los pies desnudos; sin embargo, dicho atuendo ahora aparecía adornado con flores de seda, oro y gemas, porque ya no poseía sus hechiceras capacidades.

Por fin llegó hasta el poblado de los Osos, los cuales, de inmediato, la reconocieron, la adoraron y la bendijeron, al tiempo que la temieron. Ella les anunció que traía un regalo para su pueblo y que había venido a entregarlo en persona; a continuación, pasó a informarles del arte de la labranza, y de que deseaba que lo aprendieran. Cuando le preguntaron cómo lo harían, ella les habló de los hombres que la esperaban en el valle de la montaña, a la vez que les ordenaba a los Osos que los aceptaran como a sus hermanos y los hijos de los antiguos Padres … pues ellos se lo enseñarían. Así lo acataron y dejaron que les condujera hasta donde se encontraban los hombres que había liberado, a quienes los Osos recibieron con amor y alegría, adoptándolos en su pueblo.

Juntos regresaron al valle; sin embargo, la doncella se dirigió al lugar donde la esperaban sus guerreros y, a continuación, a Escarpada.

Poco después, envió más regalos y mensajes a los Osos; pero jamás volvió a visitarlos en persona. Porque, sin importar el buen rostro que mostrara aquella vez, en su interior temblaba de miedo y casi le pareció como si su Señora volviera a vivir; y de nuevo creyó estar huyendo y tramando algún acto contra ella.

En lo que respecta a los Osos, florecieron y se multiplicaron, hasta que surgió un conflicto entre ellos y otros pueblos, ya que se habían vuelto poderosos en el arte de la guerra. Sí, una vez más se enzarzaron en duelo contra el ejército de la Tierra Escarpada, y vencieron y fueron vencidos. No obstante, todo eso ocurrió mucho tiempo después de que la doncella muriera.

Ya no queda nada más que contar acerca de Walter y la doncella, a excepción de que tuvieron hijos fuertes y hermosas hijas, que extendieron su gran linaje en Escarpada. Dicho linaje resultó tan resistente y perduró durante tanto tiempo, que, cuando se extinguió, la gente ya había olvidado la antigua costumbre de la coronación, de modo que después de Walter de Langton, nunca más tuvieron un rey que surgiera, pobre y desvalido, de entre las Montañas de los Osos.

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