Final de partida (Endgame) muestra a los protagonistas de esta extraordinaria obra de teatro, en un diálogo que debe ser visto como existencial, evidenciando una lucha por la vida que queda reducida a debatir o actuar sobre los asuntos que son realmente esenciales.

Si bien en ese sublime relato del escritor irlandés Samuel Barclay Beckett (1906-1989), no se menciona explícitamente al ajedrez, todo su recorrido puede ser visto como una partida, en la que ambos personajes interactúan y, por cierto, al contraponer sus miradas permanentemente, no hacen otra cosa que competir por dirimir supremacías.

Sin dudas Beckett fue una de las más grandes plumas del siglo XX. Como coronación de una brillante trayectoria, en  1969 se le concede el Premio Nobel de Literatura. Ya en 1961 se le había conferido otro relevante galardón, el Formentor, el que obtuvo junto al argentino Jorge Luis Borges.

El ajedrez fue, efectivamente, parte de sus aficiones: de hecho se ha sabido que era un buen cultor del juego. Por caso, se recuerda cuando, a la hora de distraerse, lo practicó cuando se representaba una de sus obras cumbres, Esperando a Godot, en el Teatro Schiller de Berlín en 1975.

También lo jugó, y ese hecho sería determinante en su vida, con un apasionado del mismo: Marcel Duchamp (1887-1968), cosa que sucedió en el verano de 1940 en la localidad gala de Arcachón donde estaban refugiados (eran tiempos de la Ocupación nazi en Francia).

Beckett lo había aprendido de su hermano Frank y, especialmente, de su tío Howard,  quien una vez venció en simultáneas a un excampeón mundial, al cubano José Raúl Capablanca.

Imagen de un juego de ajedrez gigante creado por el escultor Alan Milligan que formó parte del Festival Beckett realizado en Enniskillen, Irlanda del Norte, en 2013

En la mencionada amalgama entre artistas se pueden investigar las huellas de Final de Partida, que aparecerá recién en 1957. Sabido es que, en ajedrez, la fase definitiva del juego se conoce precisamente bajo el carácter al que alude el propio título de la obra. Pero resulta que la conexión con el juego, gracias a Duchamp, es más estrecha aún.

El francés, como pocos, fue un gran apasionado por el ajedrez: llegó a ser jugador semiprofesional, representante olímpico y tuvo a su cargo una columna especializada en el juego en Ce soir, un diario parisino.

En 1932, para mejor, había publicado un libro,  en coautoría con Vitaly Halberstadt (1903-1967), llamado Opposition et Cases Conjuguées (sont réconciliées par), en el que se analiza básicamente una situación ajedrecística compleja: la de las casillas conjugadas, que se da en el marco de un final de partida en que los jugadores sólo conservan, además de los reyes, unos pocos peones.

Se sabe que, en esa clase de casos, la cuestión se reduce a saber quién debe mover primero y, al hacerlo, es preciso tener en cuenta el eventual desplazamiento futuro del rey rival. En esas condiciones ese texto ajedrecístico, entonces, habría inspirado a Final de partida, según lo sostenido por el investigador británico Andrew Hugill.

Imagen de la portada y de una página interior del libro de Duchamp et al. que habría influido en la obra de Murphy

La idea de conjugación alude a que lo que uno hace depende de lo que puede disponer el otro. Lo que vale para esa clase de problema en el ajedrez, es razonablemente extensible al enfoque asumido en el Final de partida de Beckett, en donde interactúan básicamente Hamm, un viejo amo que está ciego y no puede permanecer de pie, y su sirviente Clov, que no puede sentarse. Ambos, en su interacción, se “conjugan”. Lo que uno expresa y siente depende inexorablemente de lo que le sucede a su compañero (contrincante) de escena.

Para más Hamm bien puede ser caracterizado como el principal de los trebejosEn efecto, así se lo ha llegado a describir: “bajo los harapos milenarios que recubren a ese patético rey, ciego y paralítico, eternamente sentado en un trono absurdo y rodeado de un mundo «que apesta a cadáver”.

Imagen de la representación teatral de Final de Partida en el Teatro General San Martín de la ciudad de Buenos Aires, con los extraordinarios actores argentinos Alfredo Alcón y Joaquín Furriel

En uno de los parlamentos de la obra, concordantemente, se pone en boca de este personaje: “Dormía, como un rey, y tú me has despertado para que te escuchara. No era absolutamente necesario, tú tenías verdadera necesidad de que te escuchara. Por otra parte, no te escuché”.

En ese juego en el que cada uno al opinar se puede interpretar que se está moviendo una pieza en la imaginaria partida sostenida entre ambos, se obliga al otro de inmediato a responder, desarrollando un juego de profunda hondura, que los lleva por caminos insondables de la vida, en los que el dolor, el odio, la desesperanza y, por momentos, sólo por momentos, algún atisbo de luz aparece.

En todo caso Clov y Hamm juegan el viejo juego del amo y del esclavo y, en ese juego, no había posibilidad de felicidad alguna.

Hamm, aproximándonos al cierre de la trama, se da cuenta de que toda partida (toda vida), desde su propio comienzo, encierra en sí misma el germen de lo conclusivo. Dice así: “El fin está en el principio y sin embargo uno continúa”.

Cuando Clov, cansado irremediablemente de su sojuzgador, lo está por abandonar, Hamm repara que ahora le habrá de tocar jugar a él y, en ese momento postrero, ya no podrá valerse más que de sí mismo, por lo que advertirá: “Viejo final de partida perdida, final de perder”.


Imagen de otra representación teatral de Final de Partida con un muy sugerente ajedrezado piso en el escenario

Sobre la afición de Beckett por el ajedrez es muy ilustrativa la anécdota que narra el escritor belga Jean-Philippe Toussain (nacido en 1957) quien, queriendo que su propia obra sea leída por el gran maestro, lo desafió a jugar al ajedrez por correspondencia sugiriéndole que, en caso de ganarle, debería Beckett leer un manuscrito suyo. La respuesta del irlandés fue rápida, contundente y, sobre todo, deliciosa: “Las negras abandonan. Envíeme la pieza”.

Beckett, lo dicho, no se refirió explícitamente al ajedrez en Final de Partida. Cosa que en cambio sí había ocurrido en Murphy, su primera novela publicada, cosa que aconteció en 1938.

En rigor, esa es la segunda de su producción en el género, ya que la antecedió Dream of Fair to Middling Women que, siendo de 1932, vio a la luz recién sesenta años más tarde. Allí aparece un personaje regordete que es dentista y campeón de ajedrez.

En el próximo trabajo de esta clase, Watt, que es de 1945, se verá a un personaje reproducir una partida de ajedrez disputada entre maestros tomada de los manuales de Staunton, el gran jugador inglés del siglo XIX.

Pero todo será más relevante en Murphy. En ella el juego irrumpe prontamente, cuando el autor incluye el siguiente inquietante diálogo mantenido entre el protagonista y Celia, la persona que amaba, en el cual se referían a un tercero: “-No tienes amigos –dijo Celia./-Bueno –dijo Murphy-, no es exactamente un amigo, un tipo que juega al ajedrez…”. ¿Amistad y ajedrez son incompatibles? Así es claramente sugerido por Beckett.

Murphy y Celia estaban diseñados el uno para el otro. Había solo un problema: la dama quería que aquél trabajase, cosa que no deseaba nuestro protagonista quien creía que, si afrontaba un oficio, ello haría acabar la relación.

Murphy argumentaba, con toda lógica, que ella lo amaba tal cual era, que no debía ser cambiado. Celia, con criterio contrario, lo amaba no por lo que era sino por lo que debía ser. Ser como Celia quería que fuera, habría que aclarar.

Imagen de un manuscrito correspondiente a Murphy

En determinado momento Murphy conoce a Ticklepenny, que no merecía como criatura ninguna descripción especial, pero que jugaría un rol decisivo en la partida que Murphy, tal vez como todos, estaba jugando con los astros: “El más ínfimo peón de la partida entre Murphy y sus estrellas realiza su insignificante movimiento: pone en marcha una maniobra y se le barre del tablero. Puede concebirse que Austin Ticklepenny sirva todavía para el rompecabezas de un niño o las palabras cruzadas de un crítico literario, pero para el ajedrez ha pasado su día. No se da partida de revancha entre un hombre y sus astros”.

Su mente, quizás como la de un típico ajedrecista, estaba cerrada al universo exterior, a pesar de lo cual distinguía entre la actualidad y la virtualidad de su mente, diferenciando las experiencias que eran a la vez mentales y físicas de las que sólo eran estrictamente mentales. Por eso Murphy se sentía partido en dos, un cuerpo y una mente. ¡Qué mejor, entonces, para complacer a su amada, que trabajar en un hospicio al cual accede cuando Ticklepenny le cede su puesto de trabajo!

Murphy ingresa en el Magdalen Mental Mercyseat Hospital, no como paciente, sino como auxiliador general. Encuentra atractivas las celdas acolchadas y su desván, parecido al útero, parecido a una tumba. Bien acogido por los pacientes, sobre todo por uno que juega al ajedrez. Está encantado de que los esquizofrénicos graves resistan todo tratamiento encaminado a convertirlos en seres «normales».

Allí, entre los internos, establece una comunión espiritual con Mr. Endon, quien era un potencial suicida de…apnea; siempre que fuera posible para cualquier ser humano provocar esa clase de muerte sin que el cuerpo, sin que la psiquis, naturalmente quieran evitarla.

Endon se permitía una única frivolidad: el ajedrez. Y con él jugaría Murphy: “Lo mismo ocurría con el ajedrez, la única frivolidad de Mr. Endon. En cuanto llegaba por la mañana, Murphy disponía el tablero en un rincón tranquilo de la sala de recreo, hacía su jugada (porque siempre tenía las blancas), se alejaba, volvía a ver la réplica de Mr. Endon, hacía su segunda jugada, se alejaba, y así sucesivamente durante todo el día. Pocas veces coincidían ante el tablero. Mr. Endon no interrumpía su deambular más de uno o dos minutos, que era más de lo que Murphy podía robar a sus deberes y a la vigilancia de Bom. Cada cual hacía su jugada en ausencia del otro, inspeccionaba la posición en el tiempo que le sobraba, y se marchaba. Y así proseguía la partida, y al atardecer se encontraban casi como habían empezado. La causa no era tanto que sus talentos estuvieran igualados, o las desfavorables condiciones de la partida, sino los muy fabianos y nada agresivos métodos que ambos adoptaban. La poca ferocidad de la lucha puede juzgarse por el hecho de que a veces, tras ocho o nueve horas de aquella guerrilla, ninguno de los dos jugadores había perdido una pieza ni había puesto en jaque al otro. Aquello gustaba a Murphy, que lo interpretaba como una expresión de su parentesco con Mr. Endon, con lo cual se guardaba todavía más de organizar un ataque, si ello era posible, de lo que resultaba natural.”

Está dicho: no podía jugarse a ganar cuando de almas gemelas se trata. Habría que concluir de este aserto que los ajedrecistas que se destacan, si quieren ser los mejores, deben ser implacables y, en un punto, no pueden ver al otro, no pueden tener consideración alguna, no pueden tener corazón.

Las funciones y la relación entre estos dos personajes no eran unidireccionales. Murphy, en su recorrida laboral, podía escrutar a Mr. Endon con un ojo ajedrezado y, bajo esa mirada, hallar la felicidad.

Pero en cambio para su paciente, Murphy no era otra cosa que el ajedrez mismo. Es que: “Pero la triste verdad era que mientras que Mr. Endon era para Murphy nada menos que la felicidad, Murphy para Mr. Endon no era más que el ajedrez. ¿El ojo de Murphy? Digamos mejor el ojo ajedrezado. Mr. Endon vibró al sentirse mirado por el ojo ajedrezado, y tomó las disposiciones pertinentes…” 

Así, en su recorrida inaugural nocturna por los pabellones, Murphy aprovecha para jugar con Endon una larga partida, descripta jugada por jugada en el libro y con comentarios que, en la mayoría de los casos, resultan delirantes. Por ejemplo, a la jugada inicial de Murphy, e4, se la sindica como “Causa primaria de todas las subsiguientes dificultades de las blancas”.

Algunos otros insólitos comentarios son los siguientes: “Ingenioso y hermoso comienzo, a veces llamado el abrepipas”; “Nunca visto en el Café de la Régence, y raramente en Simpson´s Divan”; “Merecen altos plácemes las blancas por la tenacidad con que se esfuerzan por perder una pieza”. El correspondiente a la jugada final reza: “Pedir más sería frívolo y vejante, y Murphy, con el alma hecha trizas, se retira”.

En todo caso estamos en presencia de un juego bastante extraño, en el que Endon tiene las piezas negras (no aceptaba las blancas ya que “Si le proponían las blancas, se desvanecía, sin el menor rastro de irritación, en un leve estupor”).

La partida no tuvo captura alguna de pieza, y resulta del todo irregular, ateniéndonos a  la lógica de los movimientos que se consideran correctos en ajedrez. Las piezas van y vienen sin ton ni son, muchas veces regresando a las casillas iniciales. Las blancas terminan avanzando sus trebejos algo alocadamente, incluyendo el caso de su rey que se expone inadecuadamente. También se llega a obviar alguna secuencia de mate directo en una.

Todo simula una recreación de un baile onírico, algo desquiciado (conforme la mente de sus jugadores), con unas blancas que juegan a exponerse, admitiendo en ese tránsito que ingresaban en el terreno de la locura; mientras que las negras, prudentemente, solo esperan dar el zarpazo final,  demostrando que la locura puede ser contenida aguardando sólo que se registre el momento más conveniente para los propios intereses.

En esta partida tan poco convencional , las negras terminan con todas las piezas mayores en la primera fila, con la única inversión en la posición entre rey y reina.

En ese interregno únicamente avanzaron los dos peones centrales –el de d y el de e-, tímidamente, a la tercera fila. Todo muy raro, como los personajes, como el juego psicológico que decidieron emprender al confrontar en esta partida.

Imagen de la posición final de la partida sostenida entre Murphy y Endon cuando el blanco, a pesar de dar mate en una capturando con la dama el peón de c7, se rinde

Lo que no sería extraño, dadas las circunstancias, es el desenlace tras este juego. O, quizás, habría que decir en consonancia con él.  Ahí quedaría en claro, y ya más allá del tablero, que Murphy podía ser feliz (o creer serlo) en su relación con Endon cuando éste, ya lo sabemos, sólo veía a Murphy como un instrumento de su propio ajedrez.  El blanco, en vez de asestar el correspondiente mate a su rival, opta por desvanecerse, en una virtual admisión de la derrota.

En este ajedrez, como simulación de la vida, se apreciará cómo se ve todo desde la perspectiva de Murphy en ese instante cumbre: “Con posterioridad al cuadragésimo tercer movimiento de Mr. Endon, Murphy contempló largo tiempo el tablero antes de apartar a un lado a su Rey, y siguió contemplándolo tras tal acto de sumisión. Pero poco a poco su mirada quedó capturada por la brillante cola de golondrina que formaban los brazos y las piernas de Mr. Endon, púrpura, escarlata, negro y centellas, hasta que no vio nada más…Pero cansándose pronto de aquello, dejó caer la cabeza entre los brazos, encima de las piezas de ajedrez, que se dispersaron con un sonido horrendo.”

¿Ese fue el momento del definitivo, y antes apenas insinuado, intercambio de roles? ¿Ese fue el momento en que Murphy trasvasó la línea de la razón ingresando seguramente en el terreno de la esquizofrenia? ¿Fue el momento de la simbiosis definitiva?

Al menos así lo parece si tenemos en cuenta que: “-Lo último que Mr. Murphy vio de Mr. Endon fue Mr. Murphy no visto por Mr. Endon. Esto fue también lo último que Murphy vio de Murphy.”/“-La relación entre Mr. Murphy y Mr. Endon no podría resumirse mejor que en la tristeza del primero al verse a sí mismo en la inmunidad del segundo para ver nada que no sea él mismo.”/“Mr. Murphy es una mancha en lo nunca visto de Mr. Endon”.”

Si la partida, desde los convencionalismos del juego, como quedó indicado antes, es del todo absurda; no lo resultaría desde la perspectiva del autor quien, al hacer que las negras ganen, a pesar de las circunstancias, ilustra con maestría, de alguna manera paródicamente, uno de los principales tópicos beckettianos: el de la falta de sentido, en este concreto caso el de la falta de sentido en la búsqueda humana.

Estaba visto que en la partida no se procuraba ganar. Así se aprecia dado  que las piezas se mueven al compás de los dictados de mentes que, bajo los cánones de la “normalidad”, lucen incomprensibles.

Poco después, Murphy morirá. Como un hombre relativamente feliz, desgajado del mundo, quemado por una estufa de gas. Será más tarde incinerado y serán esparcidas sus cenizas en una taberna.

Su fin, a su modo, es triunfante. En todo el proceso, y en su culminación, influyó decisivamente ese esquizofrénico ajedrecista con el que compartió tantas horas en el hospicio. Y a quien enfrentó en esa extrañísima partida

Es que, seguramente, ese ajedrez alocado terminó contaminando la mente del pretenso curador, quien termina por ser derrotado, no sólo en el desarrollo de ese juego sino, también, en sus intentos de llevar al otro al terreno de la cordura… Esa que también Murphy perdería. Esa que seguramente el protagonista no deseaba íntimamente conservar.

Beckett, en Final de Partida, supo mostrar, a partir de una trama en la que prácticamente no hay casi acción, con lo que la posibilidad de tomar decisiones parece quedar restringida al hecho de no hacer nada, la fatalidad de la existencia. En Murphy ya había el autor sabido prenunciar esa crucial idea: la de la falta de sentido de todo.

En ambos casos, implícitamente en Final de Partida, del todo explícitamente en Murphy, el ajedrez contribuyó para que, ese mensaje, uno muy profundo, que deviene de un escritor que revolucionaría las letras en el siglo XX, pudiera haber tenido literaria y mágica presencia.

Autor:  Sergio Ernesto Negri

Fuente: Ajedrez12

 

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