¿Nos quedamos sin imagen de revolcuión?

Sergio Tischler



Las imágenes de multitudes derrumbando las estatuas de Lenin en lo que fue la URSS no solamente hablaron de la debacle de ese sistema, sino que remiten a algo más profundo como es la dramática realidad del fracaso de un proyecto histórico y la consiguiente desintegración de la imagen de la revolución rusa como paradigma de la transformación revolucionaria del mundo. Lo que para muchos fue una imagen de esperanza y un horizonte de futuro se transformó en una ruina. 

A pesar de eso, en esa “ruina” yace un tiempo y una experiencia revolucionaria fundamentales para las luchas actuales; experiencia y tiempo que no debemos de dejar en manos del monopolio cultural del enemigo, el cual, como dice Benjamin, no ha dejado de vencer.

Proponemos a continuación algunas ideas generales, derivadas de una aproximación crítica al canon leninista de la revolución. En ellas se plantean consideraciones de la relación entre revolución y libertad.


La obra de Lenin se puede formular como una praxis cuyo contenido filosófico es una teoría de la organización revolucionaria. Planteaba, que sin teoría y sin organización revolucionaria (el Partido) no hay una verdadera práctica revolucionaria. En otras palabras, que el concepto de lucha de clases, despojado de una teoría revolucionaria de la organización, es importante para analizar la objetividad social pero impotente para cambiarla.  

Hoy, no podemos descartar la centralidad del tema de la organización revolucionaria como parte de la lucha de clases; pero es necesario desarrollarlo a contrapelo del modelo leninista.  Esto, no solamente por derrumbe histórico de la URSS, sino por el fracaso del leninismo como praxis emancipatoria elaborada teóricamente en términos de vanguardia y hegemonía. 

Dicho en términos operativos, esa concepción presupone la existencia de un grupo de personas que poseen el conocimiento necesario para transformar la realidad social, y que, como profesionales de la política y conocedores de la ciencia revolucionaria (el marxismo), organizan a las masas de trabajadores, las que por su propia cuenta no pueden adquirir una “verdadera consciencia de clase”. La famosa sentencia de Lenin en el ¿Qué hacer? de que la verdadera conciencia de clase es llevada “desde afuera” a los obreros –es decir, desde el partido– nos da una imagen exacta de esta característica. 

Sin embargo, el verdadero problema de esta formulación no reside en que unas personas se organicen y tomen la iniciativa para organizar a otras en la lucha por transformar la realidad social. El problema es el de la vanguardia, el de la lucha por la dirección y control hegemónicos de la lucha revolucionaria, ya que esto presupone una relación de mando-obediencia vertical como forma política de la transformación social. Su fundamento teórico se encuentra en la tesis iluminista de que el partido como espacio de elaboración de la verdadera consciencia de clase debía dirigir a las masas trabajadoras, dotándolas de una perspectiva revolucionara.  

Como es conocido, este tipo de organización fue parte central de la estrategia para la toma del poder en las circunstancias de la Rusia zarista.  Sin embargo, debido al propio impulso estatista del partido, el éxito bolchevique pronto se transformó en la negación institucional de todo proceso de autodeterminación colectiva. La revolución desde abajo, la revolución de los soviets, fue aplastada. El tiempo de la autodeterminación de las masas trabajadoras fue suplantado por el tiempo de la vertical de la dominación en una nueva constelación de poder de carácter totalizante. 

Lo interesante (y trágico) de este hecho represivo, es que no era del todo contradictorio y antagónico a una imagen de revolución forjada en la idea de progreso, de la cual la misma idea iluminista de vanguardia era parte. La imagen dominante de revolución en aquellos días respondía a ese código. La revolución era el dominio del tiempo histórico, y éste (el tiempo histórico) era pensado desde esa perspectiva. En ese mismo sentido, la vanguadia era pensada como tal, porque tenía la organización y los conocimientos necesarios para ese dominio; era parte de una historia particular donde la aspiración objetiva de la “realización de la totalidad” (Lukács) era posible. La identidad entre progreso y revolución era la gran idea fuerza de la lucha por la transformación del mundo.

Esa imagen de revolución subsumida en la idea de progreso fracasó en su promesa más profunda, la de la emancipación social. Pero el fracaso es también el del concepto del tiempo que subyace en esa idea. Algunas ideas de Walter Benjamin quizás nos puedan ayudar a entender mejor este problema, por demás fundamental en la producción de una nueva imagen de revolución. 

Benjamin planteó que el concepto de revolución adolecía de un problema teórico central: el de estar adherido a la idea de progreso, en cuyo núcleo conceptual se encuentra la temporalidad abstracta y vacía, que es el tiempo dominante en el capital (“un huracán” que deja tras de sí, irresistiblemente, un “cúmulo de ruinas”). La revolución era imaginada como la locomotora del Tren en el que viaja la humanidad. A contrapelo, Benjamin piensa la revolución en términos de interrupción y detención del Tren, como “el manotazo hacia el freno de mano” que la humanidad debe dar para salvarse de la catástrofe. En otras palabras, piensa la revolución como la acción colectiva que interrumpe la reproducción de la dominación objetivada en la temporalidad abstracta, que es la temporalidad dominante del capital. 

Ese acontecimiento está cargado de otra temporalidad. Benjamin la llamó “mesiánica”, “llena”. Una temporalidad que surge de la lucha en-y-contra de la temporalidad dominante. Es la temporalidad de la lucha de las clases oprimidas contra las condiciones materiales y subjetivas que, hasta ese momento, las determinaban como clases oprimidas. 

En esa otra temporalidad encontramos la emergencia de nuevas relaciones sociales, algunas de carácter comunista, expresadas en formas de organización que apelan a una idea de libertad fundada en la autodeterminación como praxis individual y colectiva; praxis que desborda el canon liberal, formal y abstracto de la libertad característica del capital. 

En el corazón de esa praxis se encuentra el sentimiento de plenitud, de alegría colectiva, de juego, de carnaval bajtiniano; es decir, de una subjetividad en la que los actores del acontecimiento se des-identifican de sus roles y asumen la autodeterminación como desafío y realidad, donde la potencia del hacer se hace manifiesta, para decirlo en términos de Holloway. Dicha temporalidad es ya el inicio de la desaparición de las clases y de las relaciones de poder y dominación como contenido de la lucha de clases. De esto, hay registro histórico (Comuna de París, la experiencia de los soviets, para nombrar algunos de los más relevantes).

En esa perspectiva, es importante subrayar que para que el hecho revolucionario se prolongue y devenga praxis liberada, ese fundamento temporal puede cambiar de forma(s) pero nunca ser destruido. 

Hay una nota de Benjamin (1980) en la que creemos poder leer esa dialéctica:

También lo colectivo es corpóreo.  […] Cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces, y sólo entonces se habrá superado la realidad tanto como el Manifiesto Comunista exige. (Benjamin, 1980, pp. 61-62).

A primera vista, se podría llegar a identificar esa imagen con un subjetivismo y un romanticismo desenfrenados, resultado ambos de una posición teórica que absolutiza el momento festivo de la revolución. Sin embargo, a nosotros nos parece que establece la compleja relación dialéctica entre necesidad y libertad en el cambio revolucionario (objetivada ésta en el proceso de transformación de las categorías de la vida cotidiana). 

Especialmente, esto tiene que ver con la categoría trabajo. En este sentido, lo que aquí nos interesa subrayar, es que solamente una praxis basada en la autodeterminación puede transformar el trabajo de una categoría del capital –caracterizada por el dominio del trabajo abstracto sobre el trabajo concreto, del valor de cambio sobre el valor de uso– en algo diferente, cuyo núcleo es la actividad creativa y libre de los trabajadores; de tal suerte, que la necesidad ya no sea más una fuerza externa coercitiva y unilateral que se le impone al sujeto social independientemente de su voluntad, es decir, como temporalidad abstracta, sino un simple momento objetivo de su actividad reproductiva conscientemente definida. Desde ese eje de la relación social, podemos hablar de un proceso de superación de las categorías políticas del capital, particularmente la del Estado.  

Si bien es cierto, en el Estado y la revolución Lenin planteó que la revolución debería conducir a la abolición del Estado, el proceso hegemonizado por el bolchevismo condujo a una praxis política que fue, en los hechos, la anulación de esa posibilidad. De una perspectiva utópica, fincada en una praxis real, la idea de la abolición del Estado se transformó en una falsa idea política, en ideología de Estado. (En ese sentido, es importante tener en cuenta que la racionalización de la producción en su carácter instrumental-capitalista –como se dio en la industrialización forzada en la URSS–, es antagónica a la autodeterminación social, y que ese antagonismo implica la forma Estado en la reproducción política de la sociedad). 

La imagen de la revolución como Tren, como se ha planteado, es la imagen de la revolución como parte de un registro dominado por la idea de progreso. En ese registro la revolución se positiviza y cosifica. De tal suerte, que lo significativo en este registro no es ya la autodeterminación del proletariado, sino el desarrollo de las fuerzas productivas por la vía de la racionalización del trabajo –a contrapelo de su abolición en tanto categoría de explotación y dominio específica del capital–, y el despliegue de la forma Estado como condición de una racionalidad identitaria que se representa a sí misma en figuras de totalidad, y donde la burocracia cumple un papel central. 

Desde esa lógica, el reino de la libertad vendría a remolque, como un vagón más, resultado de una racionalización vertical y cristalizada en la figura de la locomotora. Sería una apuesta unilateral por el desarrollo y el progreso material que terminaría por negar el núcleo de verdad de la revolución: la apuesta desde abajo, fruto de la propia experiencia de autodeterminación proletaria, y encaminada a la eliminación de las clases y las formas de poder que las reproducen. En ese sentido, podría decirse que la revolución subsumida en la lógica abstracta del progreso terminó por volverse una ruina. 

¿Nos hemos quedado sin imagen de revolución? 

La respuesta podría ser que sí, si aquella imagen convertida en ruina es asumida como la única imagen. Pero no es así. No solamente porque el quiebre de la imagen hegemónica ha creado un campo que permite visibilizar otras múltiples imágenes de revolución (Ross) surgidas de la lucha de clases en el pasado, sino porque experiencias contemporáneas de lucha han generado nuevos modos en que la revolución es practicada, pensada e imaginada. Hay varios ejemplos, pero nos referirnos particularmente al zapatismo y a la experiencia del Confederalismo Democrático de los kurdos. En ambas experiencias, el tema del tiempo es central. De una manera u otra, nos dicen que la revolución es un proceso en que el tiempo horizontal de la autodeterminación colectiva se va abriendo paso y negando las formas del tiempo vertical de la dominación

Esas nuevas formas de imaginar la revolución representan una respuesta creativa a la crisis de la imagen productivista y estado-céntrica de la misma, pensada a partir de categorías y figuras de totalidad como lo son el Estado, el partido, el trabajo. Implican el rechazo a la idea de revolución como una totalidad estructurada a partir de un mando vertical, constituido por una vanguardia iluminada. 

Desde una praxis que teóricamente podríamos nombrar destotalizante (Tischler), dichas experiencias son parte de un proceso emergente que abre y reelabora el concepto de revolución. El PREGUNTANDO CAMINAMOS del zapatismo nos da una imagen de ese proceso.

 En esa imagen se encuentra la memoria del fracaso de la revolución proyectada como imagen totalizante del proceso histórico.


Bibliografía

Benjamin, Walter (1980). Imaginación y sociedad. Iluminaciones 1. España: Taurus
Benjamin, Walter (2007). Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos. Buenos Aires: Ed. Piedras de Papel.
Holloway, John (2011). Agrietar el capitalismo. El hacer contra el trabajo. Argentina: Herramienta.
Lenin (1981). ¿Qué hacer?. Moscú: Editorial Progreso.
Lenin (2012). El Estado y la revolución. Madrid: Alianza Editorial.
Ross, Kristin (2016). Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París. España: Akal.
Tischler, Sergio (2013). Revolución y destotalización. México, Grietas, Editores.