Caras de la muerte (Byung-Chul Han / Kim Ki-duk)

Byung-Chul Han

En una de sus clases, Adorno comenta un recuerdo de infancia. Siendo niño vio pasar una vez un camión de transporte de animales muertos que llevaba unos cuantos cadáveres de perros. Al verlo se preguntó: “¿Qué es eso? ¿Qué sabemos en realidad? ¿Somos nosotros mismos también eso?”. La filosofía, seguía diciendo Adorno, es una especie de materialismo que “asume la conciencia no aminorada ni sublimada de la muerte”. Una parte esencial del materialismo es la experiencia de lo muerto. El materialismo constata el “factor [de la muerte] que se sale del espíritu”. Según esto, filosofar no es otra cosa que pensar y conmemorar la muerte sin tapujos, no embellecida ideológica o metafísicamente, el intento de “asumir en la conciencia en toda su gravedad lo reprimido de la muerte”. Como la plena conciencia implica siempre la conciencia de la muerte, a cambio de esta represión —dice Adorno— hay que tributar el “precio de una limitación de la conciencia”. Así pues, tras reprimir la muerte se piensa con una conciencia demediada y falsa.

La amedrentada pregunta del niño “¿qué es eso?” al ver pasar el camión de transporte de animales muertos sería para Adorno la primera pregunta de la filosofía. Pero se diferencia esencialmente de la pregunta aristotélica ti estin. No es una pregunta movida por el deseo de saber. Más bien representa la fragilidad del saber o lo cuestionable de la pregunta ti estin. Remite más a los “agujeros del saber” que al saber mismo. La muerte cuestiona la economía del propio saber. La segunda pregunta, que enlaza con la pregunta “¿qué es eso?”, dice: “¿Qué sabemos en realidad?”. Se podría traducir como esta otra pregunta: ¿Qué es en realidad el saber? ¿Se puede asumir la muerte en el saber? ¿Acaso la muerte no hace visibles aquellas heridas que el saber mantiene tapadas?

Asumir la muerte en la conciencia no significa solo tomar nota de la muerte. No solo se exige pensar en la muerte, sino un pensar que recorra la muerte, que se arrime a ella, estar dispuestos a que sea la muerte la que nos dé el pensar. Asumir la muerte en la conciencia no consiste solo en asignar a la muerte, generosa o magnánimamente, un sitio en la conciencia, de modo que la muerte pase a ser un contenido de la conciencia mientras la conciencia misma se mantiene incólume en su forma anterior. Más bien sucede que la muerte hace que se tambalee la imagen que la conciencia tiene de sí misma. Con la experiencia del horror la conciencia entra en contacto con lo distinto de ella misma. (…)

La muerte no es el asunto de un yo solitario frente a un acontecimiento impersonal. Y el otro no me anima para que me alce contra el acontecimiento impersonal de la muerte, sino que lo que me llega del otro es justamente la muerte. Si la muerte natural fuera la vida que por sí misma se vive hasta el final, la vida amada y colmada, entonces la muerte, que siempre habrá sido antinatural, sería una interrupción violenta de la vida. Toda muerte es prematura. Su antinaturalidad, el hecho de que no exista la muerte natural, remite a un contexto general de violencia. Mi muerte remite a un delito. Un “haber sido arrojado” de tipo distinto convierte la muerte en asesinato. Tal “haber sido arrojado” es un sometimiento, el estado de ánimo fundamental del coestar, concretamente el hecho de estar expuesto a la mentalidad hostil del otro.

Se muere en soledad. El remedio de la soledad no sería el coestar, pues este se expresa en una mentalidad hostil del otro. Justamente el coestar me arrastra a la soledad, a la muerte solitaria. La soledad es el estado que todos tenemos en común. En El tiempo y el Otro [libro de Emmanuel Levinas], la muerte era el foco de aquella violencia impersonal de lo absolutamente desconocido, que extinguiría mi subjetividad y, por tanto, mi soledad: “Por ello, la muerte no confirma mi soledad sino que, al contrario, la rompe”. En vista de esta violencia anónima, la muerte no es solitaria, pues ya no queda ningún yo que pudiera sentirse solitario. La violencia de la muerte ya no es simplemente desconocida o irreconocible. Más bien se muestra como la figura “de lo cortante del acero, de la química del veneno, del hambre y de la sed”. Estas figuras de la violencia son constitutivas de mi soledad. La muerte sería un finar en soledad. No existe la muerte buena y natural, sino solo el finar. Morir humanamente se vuelve imposible. Si el hombre fina no es porque sea un animal, sino justamente porque es hombre. (…) En medio de mi soledad, ante la amenaza de muerte, llamo al otro, le pido ayuda. El estar vuelto hacia la muerte sería la preocupación por la supervivencia.

(Extracto de Caras de la muerte. Investigaciones filosóficas sobre la muerte, Byung-Chul Han, 2020).

 


 

Kim Ki-duk

La filmografía de Kim Ki-duk fue una obsesión donde se repitieron los mismos lugares comunes, idénticos argumentos. «Su cine se alimentó de la suciedad de los bajos fondos, de la crueldad, de la sangre, de la venganza, del sexo al límite de todos los tabúes y, casi en la misma proporción, del propio Kim Ki-duk como materia de exploración. Fue su propio instrumento de trabajo y el material de su investigación.»

Matémonos cruelmente en nuestros corazones hasta la muerte. Incluso hoy, aún controlándome, me dejo invadir por la rabia con una sonrisa en los labios, me estremezco de celos al querer, odio al tiempo que perdono, tiemblo mientras ardo en ganas de matar. Esperad. Voy a suicidarme, yo que me acuerdo siempre de ustedes. (Arirang)

Sobre su última película Human, Space, Time and Human,  el cineasta coreano dijo que su intención era dejar de odiar al ser humano.

El 11 de diciembre de 2020 Kim Ki-duk falleció por coronavirus, a los 59 años. Se encontraba en Letonia, país al que había viajado con la intención de comprar una casa y obtener el permiso de residencia.

 


 

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