¿Cómo cambiar el curso de la historia humana? (al menos, la parte que ya ocurrió)

por David Graeber y David Wengrow

David Graeber

  1. Al principio fue la palabra.

Por siglos, hemos estado contándonos una historia simple sobre los orígenes de la desigualdad social. Durante la mayor parte de su historia, los humanos han vivido en pequeñas bandas igualitarias de cazadores-recolectores. Después vino la agricultura, que trajo consigo la propiedad privada, y luego la llegada de las ciudades que significó la emergencia de la civilización propiamente dicha. La civilización significó un montón de cosas malas (guerras, impuestos, burocracia, patriarcado, esclavitud…) pero también hizo posible escribir literatura, ciencia, filosofía, y muchos otros grandes logros humanos.

Casi todos conocen esta historia en sus formas más generales. Desde, por lo menos, los días de Jean Jacques Rousseau, ha articulado lo qué creemos que es la forma general y la dirección de la historia humana. Esto es importante porque la narrativa también define nuestro sentido de las posibilidades políticas. La mayoría ve la civilización, por lo tanto la desigualdad, como una trágica necesidad. Algunos sueñan con retornar a una utopia del pasado, o encontrando un equivalente industrial al “comunismo primitivo”, o incluso, en casos extremos, de destruir todo, e ir de de vuelta a ser recolectores otra vez. Pero nadie cambia la estructura básica de la historia.

Hay un problema fundamental con esta narrativa.

No es cierta.

Evidencia abrumadora en arqueología, antropología, y disciplinas afines, está comenzando a darnos una idea bastante clara de a qué se han parecido los últimos 40000 años de la historia humana, y en casi ningún caso se parece a la narrativa convencional. Nuestra especie de hecho no pasó la mayor parte de su historia en pequeñas bandas; la agricultura no marcó un umbral irreversible en la evolución social; las primeras ciudades eran fuertemente igualitarias. Aún así, a pesar de que los investigadores han llegado gradualmente a un consenso en dichas preguntas, permanecen extrañamente reacios a anunciar sus descubrimientos al público -o incluso a académicos en otras disciplinas- y mucho menos reflexionar sobre las implicaciones políticas más amplias. Como resultado, aquellos escritores que están reflexionando sobre las “grandes preguntas” de la historia humana -Jared Diamond, Francis Fukuyama, Ian Morris, y otros- aún toman la pregunta de Rousseau (“¿cuál es el origen de la desigualdad social?) como su punto de partida, y asumen que la historia más grande comenzará con alguna especie de caída desde la inocencia primordial.

Simplemente articulando la pregunta de esta manera significa hacer una serie de suposiciones, que 1.hay algo llamado “desigualdad”, 2. que es un problema y 3. que hubo un tiempo en que no existía. Desde la crisis financiera del 2008, por supuesto, y las convulsiones que siguieron, el “problema de la desigualdad social” ha estado en el centro del debate político. Parece haber un consenso, entre los intelectuales y las clases políticas, que los niveles de desigualdad social se han salido de control, y la mayoría de los problemas del mundo provienen de esto, de una u otra manera. Señalar esto es visto como un desafío a las estructuras de poder global, pero compare esto a la manera en que cuestiones similares han sido discutidas una generación atrás. Al contrario de términos como “capital” o “poder de clase”, la palabra “desigualdad” está prácticamente diseñada para llevar a medias tintas y compromisos. Uno podría imaginar derrocar el capitalismo o romper el poder del estado, pero es muy difícil imaginar eliminar la “desigualdad”. De hecho, ni siquiera es obvio siquiera qué significaría hacerlo, ya que las personas no son todas iguales y nadie quiere que lo sean particularmente.

“Desigualdad” es una manera apropiada de estructurar los problemas sociales para los reformadores tecnócratas, el tipo de gente que asume desde el principio que cualquier visión real de la transformación social hacer tiempo que ha sido retirado de la mesa política. Le permite a uno jugar con números, argumentar sobre coeficientes de Gini y umbrales de disfunción, reajustar regímenes tributarios o mecanismos de bienestar social, incluso impactar al público con figuras mostrando lo mal que han venido las cosas (“¿puedes imaginarlo? El 0.1% de la población del planeta controla sobre el 50% de la riqueza!”), todo sin referirse a ninguno de los factores que la gente de hecho objeta a tales a acuerdos sociales “desiguales”: por ejemplo, que algunos se las arreglan para convertir su riqueza en poder contra otros; o que otras personas terminan siéndoles dicho que sus necesidades no son importante, y que sus vidas no tienen un valor intrínseco. Esto último, estamos supuestos a creer, es solo el efecto inevitable de la desigualdad, y la desigualdad, el resultado inevitable de vivir en eosciedades grandes, complejas, urbanas y tecnológicamente sofisticadas. Ese es el verdadero mensaje político transmitido por interminables invocaciones de una era de inocencia, antes de la invención de la desigualdad: que si queremos deshacernos de esos problemas completamente, tendríamos que deshacernos de alguna manera del 99.9% de la población y volver a ser pequeñas bandas de recolectores de nuevo. De otro modo, lo mejor que podemos esperar es adaptarse al tamaño de la bota que estará pisando nuestros rostros, por siempre, o quizás disputar un poco más de margen de maniobra en el que algunos de nosotros pueda salir de este camino al menos temporalmente.

La ciencia social convencional ahora parece movilizada para reforzar esta sensación de desesperanza. Casi mensualmente somos confrontados a publicaciones tratando de proyectar la presente obsesión con la distribución de la propiedad en la Era de Piedra, poniéndonos en una falsa búsqueda de “sociedades igualitarias” definidas de tal manera que no podrían existir fuera de pequeñas bandas de recolectores (y posiblemente, ni siquiera entonces). Lo que vamos a hacer en este ensayo, entonces, son dos cosas. Primero, pasaremos un poco de tiempo revisando lo que sucede para tener una opinión informada al respecto, para revelar cómo se juega el juego, cómo incluso los incluso más sofisticados académicos contemporáneos terminan reproduciendo la sabiduría convencional como lo estaba en Francia o Escocia en, digamos, 1760. Luego intentaremos trazar los fundamentos iniciales de una narrativa completamente diferente. Esto es mayormente trabajo de limpiar el piso. Las preguntas que estamos tratando son enormes, y los asuntos tan importantes, que tomará años de investigación y debate para recién entender todas las implicaciones. Pero en una cosa insistimos. Abandonar la historia de una caída de una inocencia primordial no significa abandonar los sueños de emancipación humana -esto es, de una sociedad donde nadie puede transformar sus derechos a la propiedad en un medio para esclavizar a otros, y donde a nadie se le puede decir que sus vidas o sus necesidades no importan. Al contrario. La historia humana se transforma en un lugar mucho más interesante conteniendo muchos más momentos esperanzadores de los que hemos sido guiados a imaginar, una vez que aprendamos a deshacernos de nuestros grilletes conceptuales y percibir lo que realmente está allí.

  1. Autores contemporáneos sobre los orígenes de las desigualdad social; o, el eterno retorno de Jean-Jacques Rousseau

Empecemos señalando la sabiduría recibida en el curso general de la historia humana. Va algo así:

Mientras se levanta el telón de la historia humana -digamos, aproximadamente cien mil años atrás, con la aparición del anatómicamente moderno Homo sapiens- encontramos a nuestra especie viviendo en pequeñas y móviles bandas oscilando de vente a cuarenta individuos. Buscan territorios óptimos para la caza y el forrajeo, siguiendo rebaños, juntando nueces y bayas. Si los recursos se hacían escasos, o aparecían tensiones sociales, respondían moviéndose, y yéndose a otro lugar. La vida para estos humanos -podemos pensar en ella como la niñez de la humanidad – está llena de peligros, pero también de posibilidades. Las posesiones materiales son pocas, pero el mundo es un lugar indemne y atractivo. La mayoría trabaja solo unas pocas horas al día, y el número pequeño de los grupos sociales les permite mantener un tipo de camaradería de fácil trato, sin estructuras formales de dominación. Rousseau, escribiendo en el siglo XVIII, se refirió a esto como “el Estado de Naturaleza”, pero hoy se presume que ha abarcado la mayor parte de la historia de nuestra especie.

También se asume que es la única época en que los humanos lograron vivir en genuinas sociedades de iguales, sin clases, castas, líderes hereditarios, o gobierno centralizado.

Por desgracias este feliz estado de cosas eventualmente tuvo que acabar. Nuestra versión convencional de la historia del mundo localiza este momento alrededor de 10000 años atrás, en el cierre de la última Edad del Hielo.

En este punto, encontramos a nuestros actores humanos imaginarios dispersados a través de los continentes del mundo, empezando a cultivar sus propias cosechas y criar sus propios rebaños. Cualquiera sean los motivos locales (son debatidos), los efectos son momentáneos, y básicamente los mismos en todos lados. El vínculo territorial y la posesión privada de la propiedad se hicieron importantes en formas desconocidas anteriormente, y con ellas, feudos esporádicos y la guerra. La agricultura provee un excedente de comida, que permite a algunos acumular riqueza e influencia más allá de su grupo de parentesco inmediato. Otros usan su libertad en la búsqueda de alimentos para desarrollar nuevas habilidades, como la invención de armas más sofisticadas, herramientas, vehículos, y fortificaciones, o las búsquedas de la política y la religión organizada. En consecuencia, estos “Campesinos Neolíticos” rápidamente consiguen la medida de sus vecinos cazadores-recolectores, y se preparan para eliminarlos o absorberlos en una nueva y superior forma de vida, aunque menos equitativa.

Para hacer las cosas más difíciles aún, o así va la historia, la agricultura asegura un crecimiento global en los níveles de población. A medida que la gente se mueve a concentraciones cada vez más grandes, nuestros inconscientes ancestros toman otro paso irreversible hacia la desigualdad, y alrededor de 6000 años atrás, aparecen las ciudades -y nuestro destino está sellado. Con las ciudades llega la necesidad del gobierno centralizado. Nuevas clases de burócratas, sacerdotes, y políticos-guerreros se instalan en cargos permanentes para mantener el orden y asegurar el flujo constante de suministros y servicios públicos. Las mujeres, habiendo disfrutado de roles prominentes en los asuntos humanos, son secuestradas, o aprisionadas en harenes. Los prisioneros de guerra son reducidos a esclavos. La desigualdad en toda su ley ha llegado, y no hay manera de deshacerse de ella. Sin embargo, los cuentistas siempre nos aseguran, no todo sobre la llegada de la civilización urbana es malo. Se inventa la escritura, al principio para mantener cuentas fiscales, pero esto permite excelentes avances que toman lugar en ciencia, tecnología y en las artes. Al precio de la inocencia, nos convertimos en individuos modernos, y ahora solo podemos mirar con lástima y envidia a esos pocos sociedades “tradicionales” o “primitivas” que de algún modo perdieron el barco.

Esta es la historia que, como decimos, forma los fundamentos de todo el debate contemporáneo en torno a la desigualdad. Si decimos, un experto en relaciones internacionales, o un psicólogo clínico, desea reflexionar sobre dichas materias, es probable que simplemente den por hecho que, para la mayor parte de la historia humana, vivimos en pequeñas bandas igualitarias, o que la llegada de las ciudades también implicó la llegada del estado. Lo mismo es cierto en la mayoría de los libros recientes que han tratado de mirar el amplio colapso de la prehistoria, en orden de dibujar conclusiones políticas relevantes a la vida contemporánea. Consideremos “Los orígenes del orden político: De los tiempos prehumanos a la revolución francesa” de Francis Fukuyama:

En sus etapas tempranas, la organización política humana es similar a las sociedades de bandas observadas en primates altos como los chimpancés. Esto puede ser considerado como una forma de organización social por defecto… Rousseau apuntó a que el origen de la desigualdad política recaída en el desarrollo de la agricultura, y en esto estaba en gran medida en lo correcto. Como las sociedades de bandas son previas a la agricultura, no hay propiedad privada en ningún sentido moderno. Como las bandas de chimpancés, los cazadores-recolectores habitaban un radio territorial que protegían y porque el que peleaban ocasionalmente. Pero tenían un incentivo menor que los agricultores por marcar un pedazo de tierra y decir “esto es mío”. Si su territorio es invadido por otro grupo, o si es infiltrado por predadores peligrosos, las sociedades de bandas pueden tener la opción de simplemente moverse a otro lugar dada la baja densidad de población. Las sociedades de bandas son altamente igualitarias. El liderazgo se establece en los individuos basado en habilidades como la fuerza, la inteligencia o la confianza, pero tiende a migrar desde un individuo a otro.

Jared Diamond, en “El mundo hasta ayer: ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales?”, sugiere que dichas bandas (en las que cree que los humanos vivieron tan recientemente como hace 11000 años) comprendían “solo unas pocas docenas de individuos”, la mayoría relacionados biológicamente. Llevaban una existencia bastante exigua, “cazando y recolectando cualquier animal salvaje y especie de planta que viviera en un acre de bosque”. (¿Por qué solo un acre? Nunca lo explica). Y sus vidas sociales, según Diamond, eran envidiablemente simples. Las decisiones eran tomadas en “discusiones de cara-a-cara”; había “pocas posesiones personales”, y “ningún liderazgo político formal o especialización económica fuerte”. Diamond concluye que, tristemente, es solo en esas agrupaciones primordiales en que los humanos han alcanzado un grado significativo de igualdad social.

Para Diamond y Fukuyama, como para Rousseau algunos siglos atrás, lo que puso un fin a la igualdad -en todos lados y para siempre- fue la invención de la agricultura y los altos niveles de población que sostuvo. La agricultura trajo una transición de las “bandas” a las tribus”. La acumulación de excedente alimenticio alimentó el crecimiento de población, llevando a algunas “tribus” a desarrollarse en sociedades distribuidas conocidas como “jefaturas”. Fukuyama pinta una imagen casi bíblica, una partida del Edén: “A medida que pequeñas bandas de seres humanos migraron y se adaptaron a diferentes ambientes, comenzaron su salida del estado de naturaleza al desarrollar nuevas instituciones sociales”. Pelearon guerras por recursos. Precoces y adolescentes, estas sociedades estaban dirigidas a tener problemas.

Era tiempo de crecer, tiempo de equipar cierto liderazgo apropiado. En breve, los jefes se han declarado a sí mismos reyes, incluso emperadores. No había sentido en resistir. Todo esto era inevitable una vez que los humanos adoptaron formas de organización a gran escala y complejas. Incluso cuando los líderes comenzaron a actuar mal -desperdiciando el excedente agrícola para promover a sus lacayos y parientes, haciendo permanente y hereditario el status, coleccionando cráneos como trofeos y harenes de mujeres-esclavas, o arrancándoles el corazón a sus rivales con cuchillas de obsidiana – no podía haber vuelta atrás. “Poblaciones grandes”, opina Diamond, “no pueden funcionar sin líderes que hagan las decisiones, ejecutivos que las lleven a cabo, y burócratas que administren las decisiones y las leyes. Por desgracia a todos ustedes lectores que son anarquistas y sueñan con vivir sin ningún gobierno estatal, esas son las razones de porqué su sueño no es realista: tendrás que buscar alguna pequeña banda o tribu dispuesta a aceptarte, donde nadie es un extraño, y donde los reyes, presidentes y burócratas son innecesarios.”

Una conclusión triste, no solo para los anarquistas, pero para cualquier que se haya preguntado si puede existir una alternativa viable al status quo. Pero lo notable es que, más allá del tono presumido, esos pronunciamientos en realidad no están basados en ninguna clase de evidencia científica. No hay ninguna razón para creer que los grupos de pequeña escala son especialmente propensos a ser igualitarios, o que los grandes necesariamente tengan que tener reyes, presidentes y burócratas. Estos son solo prejuicios mostrados como hechos.

En el caso de Fukuyama y Diamond uno puede, al menos, notar que ellos nunca fueron entrenados en las disciplinas relevantes (el primero es un cientista político, el otro tiene un doctorado en fisiología de la vesícula biliar). Aún así, incluso cuando los antropólogos y arqueólogos prueban su mano en narrativas de gran formato, tienen una extraña tendencia a terminar con alguna variación menor similar a Rousseau. En “La creación de la desigualdad: Cómo nuestros ancestros prepararon el escenario para la monarquía, el esclavismo, y el imperio”, Kent Flannery y Joyce Marcus, dos académicos eminentemente calificados, exponen unas quinientas páginas de estudios de caso etnográficos y arqueológicos para tratar de resolver el puzzle. Ellos admiten que nuestros antepasados de la Era del Hielo no estaban del todo desconectados con instituciones de jerarquía y servidumbre, pero insisten en que experimentaban esto principalmente en su trato de con lo supernatural (espíritus ancestrales, y parecidos). La invención de la agricultura, proponen, guió a la emergencia de “clanes” y “grupos de descendencia” demográficamente extendidos, y mientras lo hacia, el acceso a los espíritus y los muertos se transformó en un camino para el poder terrenal (¿cómo exactamente? No se deja en claro).

De acuerdo con Flannery y Marcus, el siguiente gran paso en el camino hacia la desigualdad vino cuando cierta clase de hombres, de talento inusual o de renombre -sanadores expertos, guerreros, y otros talentos- se les fue permitido el derecho de transmitir su estatus a sus descendientes, independientemente de los talentos y habilidades de estos últimos. Eso esparció las semillas básicamente, y a partir de entonces, fue solo una cuestión de tiempo para la llegada de las ciudades, monarquías, esclavitud e imperios.

Lo curioso sobre el libro de Flannery y Marcus es que solo con el nacimiento de los estados y los imperios ellos realmente traen algo de evidencia arqueológica. Todos los puntos clave en su reporte de la “creación de la desigualdad” recaen en cambio en descripciones relativamente recientes de recolectores de pequeña escala, pastores, y cultivadores como los de Hadza en la fisura del África Oriental, o Nambikwara en la selva amazónica. Las cuentas de esas “sociedades tradicionales” son tratadas como si fueran ventanas hacia el pasado Paleolítico o Neolítico. El problema es que no son nada por el estilo. Los de Hadza o Nambikwara no son fósiles vivos. Han estado en contacto con estados agrarios e imperios, invasores y comerciantes, por milenios, y sus instituciones sociales fueron decisivamente formadas por intentos de comprometerse con, o evitarlos. Solo la arqueología puede decirnos qué tienen en común, si es que tienen algo, con las sociedades prehistóricas. Por lo tanto, mientras Flannery y Marcus proveen toda clase de visiones interesantes en torno a cómo las desigualdades podrían haber emergido en las sociedades humanas, nos dan muy pocas razones para creer que fue así como realmente ocurrieron.

Finalmente, consideremos “Recolectores, campesino, y combustibles fósiles: Cómo evolucionaron los valores humanos” de Ian Morris. Morris persigue un proyecto intelectual ligeramente diferente: traer a diálogo los descubrimientos de arqueología, historia antigua y antropología con el trabajo de economistas, como Thomas Pikkety en las causas de la desigualdad en el mundo moderno, o el más orientado a la política “Desigualdad: ¿Qué se puede hacer?” de Sir Tony Atkinson. El “tiempo profundo” de la historia humana, nos informa Morris, tiene algo importante que decirnos sobre esas preguntas – pero solo si primero establecemos un sistema uniforme de medir la desigualdad aplicable a lo largo de toda su extensión. Esto lo logra traduciendo los “valores” de los cazadores de la Era de Hielo y campesinos del Neolítico en términos familiares para los economistas de los días modernos, y luego usándolo para establecer coeficientes de Gini, o rangos formales de desigualdad. En vez de las inequidades espirituales que destacan Flannery y Marcus, Morris nos ofrece una perspectiva materialista sin pedir permiso, dividiendo la historia humana en las tres grandes “Efes” de su título, dependiendo de cómo canalizan el calor. Todas las sociedades, sugiere, tienen un nivel “óptimo” de desigualdad social -un “nivel-espiritual” incorporado, para usar el término de Pickett y Wilkinson- que es apropiado para su modo imperante de extracción de energía.

En un parte del New York Times del 2015, Morris de hecho da números, ingresos primordiales cuantificados en dólares estadounidenses y corregido para los valores de moneda de 1990i. También asume que los cazadores-recolectores de la última Era del Hielo vivieron mayormente en diminutas bandas móviles. Como resultado, consumían muy poquito, el equivalente, sugiere, a $1.10 por día. Consecuentemente, también disfrutaban un coeficiente Gini de alrededor de 0.25 – que es, de lo más bajo que dichos rangos pueden tomar – dado que había poco excedente o capital para que cualquier élite aspirante pudiera tomar. Las sociedades agrarias – y para Morris esto incluye todo desde la villa Neolítica de Catalhöyük de 9000 años de edad, a la China de Kublai Khan o la Francia de Luis XIV – eran más populosas y mejores, con un consumo promedio de $1.50-$2.20 al día por persona, y una propensión a acumular excedente de riqueza. Pero la mayor parte de la gente también trabajaba duro, y bajo condiciones marcadamente inferiores, así que las sociedades agrícolas tendieron a niveles mucho más altos de desigualdad.

Las sociedades basadas en combustibles fósiles deberían haber cambiado todo esto liberándonos del laborioso trabajo manual, y trayéndonos de vuelta a coeficientes de Gini más razonables, más cercanos a los de nuestros ancestros cazadores-recolectores – y por un momento pareció que esto estaba empezando a pasar, pero por alguna extraña razón, que Morris no entiende completamente, las cosas han ido al revés de nuevo y la riqueza se absorbió en las manos de una pequeña elite global:

Si los giros y cambios de la historia económica sobre los últimos 15000 años y la voluntad popular son de alguna guía, el nivel “correcto” de desigualdad de ingreso post-impuesto parece estar entre 0.25 y 0.35, y el de desigualdad de riqueza entre 0.70 y 0.80. Muchos países ahora están en o sobre los límites de estos rangos, lo que sugiere que el señor Pikkety está en lo correcto al prever problemas.

¡Algo de juego tecnocrático está claramente en orden!

Permitámonos dejar las prescripciones de Morris de lado para solo enfocarnos en una figura: el ingreso paleolítico de $1.10 al día. ¿De dónde viene exactamente? Presuntamente los cálculos tienen algo que ver con el valor calórico de comida consumida al día. Pero si comparamos esto a los ingresos diarios de hoy en día, no deberíamos contar también todas las cosas que los recolectores paleolíticos obtenían gratis, pero que nosotros esperaríamos pagar: seguridad gratuita, resolución de conflictos gratuita, educación primaria gratuita, cuidado gratuito de los ancianos, medicina gratuita, por no mencionar los costos del entretenimiento, la música, narraciones y servicios religiosos? Incluso cuando se trata de comida, debemos considerar la calidad: después de todo, estamos hablando de una 100% orgánica, producida aquí, de campo abierto, regado con agua de manantial natural puro. Mucho del ingreso contemporáneo se va en hipoteca y arriendos. Pero consideremos los valores de acampar en las principales locaciones a lo largo de Dordogne o de Vézère, por no mencionar las clases de pintura de alta gama al atardecer sobre piedra natural y la talla de marfil – y todos esos abrigos de pieles. Seguramente todo esto debe costar mucho más en exceso que $1.10 al día, incluso en dólares de 1990. No por nada Marshall Sahlins se refirió a los recolectores como “la sociedad opulenta original”. Una vida así en nuestros días no sería barata.

Todo esto es ciertamente un poco tonto, pero ese es nuestro punto: si uno reduce la historia mundial a coeficientes de Gini, cosas tontas seguirán, necesariamente. También cosas deprimentes. Morris al menos siente que algo está torcido en este reciente galopante incremento en la desigualdad global. En contraste, el historiador Walter Scheidel ha tomado las lecturas de la historia humana de estilo-Pikkety hasta su última miserable conclusión en su libro del 2017 “El gran nivelador: Violencia y la Historia de la Desigualdad desde la Era de Piedra hasta el Siglo XXI”, concluyendo que en verdad no hay nada que podamos hacer con la desigualdad. La civilización invariablemente pone a cargo a una pequeña élite que se queda con más y más de la torta. La única cosa que ha sido exitosas en desalojarlos ha sido la catástrofe: guerras, plagas, conscripción en masa, sufrimiento y muerte al por mayor. Medidas a medias nunca resultan. Así que si no quieres volver a vivir en una cueva, o morir en un holocausto nuclear (lo que presumiblemente también termina con los sobreviviente viviendo en cuevas), simplemente tendrás que aceptar la existencia de Warren Buffet y Bill Gates.

¿La alternativa liberal? Flannery y Marcus, que abiertamente se identifican con la tradición de Jean-Jacques Rousseau, terminan su estudio con la siguiente útil sugerencia:

Una vez abordamos este tema con Scotty MacNeish, un arqueólogo que ha gastado 40 años estudiando la evolución social. ¿Cómo, nos preguntamos, podía la sociedad hacerse más igualitaria? Después de consultar brevemente su viejo amigo Jack Daniels, MacNeish respondió, “pon a los cazadores y a los recolectores a cargo”.

  1. ¿Pero realmente corrimos de cabeza hacia nuestra cadenas?

Lo más extraño de toda esta cosa de las evocaciones interminables a la inocencia del Estado de la Naturaleza de Rousseau, y la caída en desgracia, es que Rousseau nunca afirmó que el Estado de la Naturaleza realmente pasó. Era todo un experimento mental. En su “Discurso sobre el origen y la fundación de la desigualdad entre los humanos” (1754), de donde se originan la mayor parte de las historias que hemos estado contando (y recontando), él escribe:

…las investigaciones, en las cuales podríamos ajustar en esta ocasión, no son para ser tomadas como verdades históricas, sino solo meramente como razonamientos hipotéticos y condicionales, montados para ilustrar la naturaleza de las cosas, en vez de mostrar su verdadero origen.

Rousseau no era un fatalista. Lo que los humanos hacen, él creía, podía ser deshecho. Podíamos liberarnos de nuestras cadenas; es solo que no iba a ser fácil. Shklar sugiere que la tensión entre “posibilidad y probabilidad” (la posibilidad de emancipación humana, la probabilidad de que todos nos pongamos en una especie de servidumbre de nuevo) era la fuerza central vital de los escritos de Rousseau sobre la desigualdad. Todo esto puede verse un poco irónico ya que, luego de la revolución francesa, muchos críticos conservadores consideraban a Rousseau personalmente responsable de la guillotina. Lo que trajo el Terror, decían, era precisamente su confianza ingenua en la bondad innata de la humanidad, y su creencia de que un orden social equitativo podía ser simplemente imaginado por intelectuales y después impuesto por la “voluntad general”. Pero muy pocos de esas figuras del pasado ahora ridiculizados como románticos y utópicos eran tan ingenuos. Karl Marx, por ejemplo, sostuvo que lo que nos hace humanos es nuestro poder de reflexión imaginativa – al contrario de las abejas, imaginamos las casas en las que nos gustaría vivir, y solo ahí comenzábamos a construirla – pero también creía que no no podía simplemente proceder de la misma forma con la sociedad, y tratar de imponer el modelo de un arquitecto. Hacerlo sería cometer el pecado del “socialismo utópico”, por el que tenía nada más que desprecio. En vez de eso, los revolucionarios tenían que hacerse una idea de las fuerzas estructurales más grandes que formaron el curso de la historia mundial, y tomar ventaja de contradicciones subyacentes: por ejemplo, el hecho de que los dueños individuales de fábricas necesitan forzar a sus trabajadores a competir, pero si todos tienen mucho éxito al hacerlo, nadie podrá permitirse pagar lo que sus fábricas producen. Sin embargo, tal es el poder de dos mil años de escritura, que incluso cuando los realistas más obstinados comienzan a hablar sobre la vasta extensión de la historia humana, recurren a alguna variación del Jardín del Edén: la Caída de la Gracia (por lo general, como en Génesis, debido a una búsqueda imprudente del Conocimiento); la posibilidad de una futura redención. Los partidos políticos marxistas desarrollaron rápidamente su propia versión de la historia, fusionando el Estado de la Naturaleza de Rousseau y la idea de las etapas de desarrollo de la Ilustración escocesa. El resultado fue una fórmula para la historia mundial que comenzó con un “comunismo primitivo” original, superado por el comienzo de la propiedad privada, pero que algún día estaría destinado a regresar.

Debemos concluir que los revolucionarios, a pesar de todos sus ideales visionarios, no han tendido a ser especialmente imaginativos, especialmente cuando se trata de vincular pasado, presente y futuro. Todos siguen contando la misma historia. Probablemente no sea coincidencia que hoy, los movimientos revolucionarios más vitales y creativos en los albores de este nuevo milenio -los zapatistas de Chiapas y los kurdos de Rojava siendo solo los ejemplos más obvios- sean los que se arraigan simultáneamente en un profundo pasado tradicional. En lugar de imaginar alguna utopía primordial, pueden recurrir a una narrativa más mixta y complicada. De hecho, parece haber un reconocimiento cada vez mayor, en círculos revolucionarios, de que la libertad, la tradición y la imaginación siempre se han enredado, y siempre estarán, de formas que no comprendemos del todo. Ya es hora de que el resto de nosotros nos pongamos al día y comencemos a considerar cómo podría ser una versión no bíblica de la historia humana.

  1. ¿Cómo puede cambiar ahora el curso de la historia (pasada)?

Entonces, ¿qué nos ha enseñado realmente la investigación arqueológica y antropológica desde la época de Rousseau?Bueno, lo primero es que preguntar sobre los “orígenes de la desigualdad social” probablemente sea el lugar equivocado para comenzar. Es cierto, antes del comienzo de lo que se llama el paleolítico superior, realmente no tenemos idea de cómo era la vida social más humana. Gran parte de nuestra evidencia comprende fragmentos dispersos de piedra labrada, hueso y algunos otros materiales duraderos. Diferentes especies de homínidos coexistieron; no está claro si podría aplicarse alguna analogía etnográfica. Las cosas solo comienzan a tener algún tipo de sentido en el Paleolítico Superior, que comienza hace unos 45,000 años, y abarca el pico de glaciación y enfriamiento global (hace unos 20,000 años) conocido como el Último Máximo Glacial. A esta última gran Edad de Hielo le siguió el inicio de condiciones más cálidas y la retirada gradual de las capas de hielo, lo que llevó a nuestra época geológica actual, el Holoceno. Luego, se dieron condiciones más clementes, creando el escenario en el que el Homo sapiens, que ya había colonizado gran parte del Viejo Mundo, completó su marcha hacia el Nuevo, llegando a las costas del sur de las Américas hace unos 15,000 años.

Entonces, ¿qué sabemos realmente sobre este período de la historia humana? Gran parte de las primeras pruebas sustanciales de la organización social humana en el Paleolítico proviene de Europa, donde nuestra especie se estableció junto con el Homo Neanderthalensis, antes de la extinción de este último alrededor del 40.000 antes de Cristo. (La concentración de datos en esta parte del mundo muy probablemente refleja un sesgo histórico de la investigación arqueológica, en lugar de algo inusual en la propia Europa). En ese momento, y hasta el Último Máximo Glacial, las partes habitables de Europa glaciar se parecían más al Parque Serengeti en Tanzania que a cualquier hábitat europeo actual. Al sur de las capas de hielo, entre la tundra y las costas boscosas del Mediterráneo, el continente estaba dividido en valles y estepas ricas para la caza, atravesados estacionalmente por manadas de venados, bisontes y mamuts lanudos que migraban. Los prehistoriadores han señalado durante algunas décadas – con poco efecto aparente – que los grupos humanos que habitaban estos entornos no tenían nada en común con esas dichosamente simples e igualitarias bandas de cazadores-recolectores, que aún rutinariamente se imaginaban eran nuestros remotos ancestros.

Para empezar, está la existencia indiscutible de enterramientos ricos, que se remontan en el tiempo a las profundidades de la Edad de Hielo. Algunos de estos, como las tumbas de Sungir, de 25.000 años de antigüedad, al este de Moscú, se conocen desde hace muchas décadas y son famosos con razón. Felipe Fernández-Armesto, que reseñó “Creación de la desigualdad” para The Wall Street Journal, expresa su razonable asombro por su omisión: “Aunque saben que el principio hereditario precedió a la agricultura, el Sr. Flannery y la Sra. Marcus no pueden despojarse de la ilusión rousseauniana de que comenzó con la vida sedentaria. Por lo tanto, representan un mundo sin poder hereditario hasta aproximadamente 15,000 a. C. mientras se ignora uno de los sitios arqueológicos más importantes para su propósito. Al cavar en el permafrost debajo de un asentamiento paleolítico en Sungir estaba la tumba de un hombre de mediana edad enterrado, como observa Fernández-Armesto, con «impresionantes signos de honor: pulseras de marfil de mamut pulido, una diadema o gorra de dientes de zorro, y casi 3,000 cuentas de marfil laboriosamente talladas y pulidas». Y a unos pocos pies de distancia, en una tumba idéntica, “yacen dos niños, de unos 10 y 13 años respectivamente, adornados con dádivas similares, incluyendo, en el caso del anciano, unas 5,000 cuentas tan finas como las de un adulto (aunque un poco más pequeño) y una lanza masiva tallada en marfil».

Tales hallazgos parecen no tener un lugar significativo en ninguno de los libros considerados hasta ahora. Menospreciarlos, o reducirlos a notas al pie, podría ser más fácil de perdonar si Sungir fuera un hallazgo aislado. No lo es. Ya se han atestiguado entierros comparativamente ricos de refugios rocosos del Paleolítico Superior y asentamientos al aire libre en gran parte del oeste de Eurasia, desde el Don hasta la Dordoña. Entre ellos encontramos, por ejemplo, la “Dama de Saint-Germain-la-Rivière”, de 16.000 años, adornada con ornamentos hechos con dientes de ciervos jóvenes cazados a 300 km de distancia, en el País Vasco español; y los entierros de la costa de Liguria, tan antiguos como Sungir, incluyendo a ‘Il Principe’, un joven cuyas insignias incluían un cetro de pedernal exótico, porras de cuerno de alce y un adornado tocado de conchas perforadas y dientes de venado. Tales hallazgos plantean estimulantes desafíos de interpretación. ¿Tiene razón Fernández-Armesto para decir que estas son pruebas de “poder heredado”? ¿Cuál era el estado de tales individuos en la vida?

No menos intrigante es la evidencia esporádica pero convincente de la arquitectura monumental, que se remonta al último Máximo Glacial. La idea de que uno podría medir la “monumentalidad” en términos absolutos es, por supuesto, tan tonta como la idea de cuantificar el gasto de la Era de Hielo en dólares y centavos. Es un concepto relativo, que tiene sentido solo dentro de una escala particular de valores y experiencias previas. El Pleistoceno no tiene equivalentes directos en escala a las Pirámides de Giza o al Coliseo romano. Pero sí tiene edificios que, según los estándares de la época, solo podían considerarse obras públicas, lo que implicaba un diseño sofisticado y la coordinación del trabajo en una escala impresionante. Entre ellos se encuentran las sorprendentes “casas de mamut”, construidas con pieles extendidas sobre un marco de colmillos, ejemplos de los cuales, que datan de hace unos 15.000 años, se pueden encontrar a lo largo de un espacio de la franja glacial que abarca desde la actual Cracovia hasta Kiev.

Aún más asombrosos son los templos de piedra de Göbekli Tepe, excavados hace más de veinte años en la frontera turco-siria, y aún objeto de vociferantes debates científicos. Datando de hace alrededor de 11,000 años, al final de la última Edad de Hielo, comprenden al menos veinte recintos megalíticos levantados muy por encima de los ahora estériles costados de la llanura Harran. Cada uno estaba formado por pilares de piedra caliza de más de 5 m de altura y un peso de hasta una tonelada (respetable según los estándares de Stonehenge, y unos 6.000 años antes). Casi todos los pilares de Göbekli Tepe son una notable obra de arte, con tallados en relieve de amenazadores animales que se proyectan desde la superficie, sus genitales masculinos exhibidos ferozmente. Las aves rapaces esculpidas aparecen en combinación con imágenes de cabezas humanas cortadas. Las tallas atestiguan habilidades escultóricas, sin duda perfeccionadas en el medio más flexible de la madera (una vez ampliamente disponible en las estribaciones de las montañas Taurus), antes de ser aplicado a la roca madre del Harran. Curiosamente, y a pesar de su tamaño, cada una de estas estructuras masivas tuvo una vida relativamente corta, terminando con una gran fiesta y el rápido llenado de sus paredes: jerarquías elevadas hacia el cielo, solo para ser rápidamente derribadas de nuevo. Y los protagonistas de este juego de desfiles prehistóricos de festejos, construcción y destrucción fueron, a nuestro leal saber y entender, cazadores-recolectores, que viven solo de recursos silvestres.

¿Qué vamos a hacer entonces con todo esto? Una respuesta académica ha sido abandonar completamente la idea de una Edad Dorada igualitaria, y concluir que el interés propio racional y la acumulación de poder son las fuerzas perdurables detrás del desarrollo social humano. Pero esto tampoco funciona realmente. La evidencia de desigualdad institucional en las sociedades de la Edad de Hielo, ya sea en forma de grandes sepulturas o edificios monumentales, no es más que esporádica. Los entierros aparecen literalmente siglos, y a menudo cientos de kilómetros, separados. Incluso si lo atribuimos a la fragilidad de la evidencia, todavía tenemos que preguntarnos por qué la evidencia es tan irregular: después de todo, si alguno de estos “príncipes” de la Edad de Hielo se hubiera comportado como, digamos, los príncipes de la Edad de Bronce, nosotros ” También encontraremos fortificaciones, almacenes, palacios, todos los símbolos habituales de los estados emergentes. En cambio, durante decenas de miles de años, vemos monumentos y magníficos entierros, pero muy poco que indique el crecimiento de las sociedades de jefatura. Luego hay otros factores, incluso más extraños, como el hecho de que la mayoría de los entierros “principescos” consisten en individuos con sorprendentes anomalías físicas, que hoy serían considerados gigantes, jorobados o enanos.

Una mirada más amplia a la evidencia arqueológica sugiere una clave para resolver el dilema. Se encuentra en los ritmos estacionales de la vida social prehistórica. La mayoría de los sitios paleolíticos discutidos hasta ahora están asociados con pruebas de períodos anuales o bianuales de agregación, vinculados a las migraciones de manadas de animales de caza, ya sea mamut lanudo, bisonte estepario, reno o (en el caso de Göbekli Tepe) gacela, así como migraciones cíclicas de peces y cosechas de nueces. En épocas menos favorables del año, al menos algunos de nuestros ancestros de la Edad de Hielo, sin duda, realmente vivieron y buscaron alimento en pequeñas bandas. Pero hay pruebas contundentes que demuestran que en otros se congregaron en masa dentro del tipo de ‘microciudades’ encontradas en Dolní Věstonice, en la cuenca de Moravia al sur de Brno, festejando una gran abundancia de recursos silvestres, participando en complejos rituales , ambiciosas empresas artísticas y comercializando minerales, conchas marinas y pieles de animales a grandes distancias. Los equivalentes europeos occidentales de estos sitios de agregación estacional serían los grandes refugios rocosos del Périgord francés y la costa cantábrica, con sus famosas pinturas y esculturas, que formaron parte de una ronda anual de congregación y dispersión.

Tales patrones estacionales de vida social perduraron, mucho después de que se suponía que la ‘invención de la agricultura’ lo había cambiado todo. La nueva evidencia muestra que las alternancias de este tipo pueden ser clave para entender los famosos monumentos neolíticos de la llanura de Salisbury, y no solo en términos de simbolismo calendárico. Resultó que Stonehenge era solo el último en una secuencia muy larga de estructuras rituales, erigidas en madera y piedra, cuando la gente convergía en la llanura desde remotos rincones de las Islas Británicas, en épocas significativas del año. Una cuidadosa excavación ha demostrado que muchas de estas estructuras, ahora interpretadas de manera plausible como monumentos de los progenitores de poderosas dinastías neolíticas, fueron desmanteladas unas pocas generaciones después de su construcción. Aún más sorprendente, esta práctica de erigir y desmantelar grandes monumentos coincide con un período en el que los pueblos de Gran Bretaña, habiendo adoptado la economía agrícola neolítica de Europa continental, parecen haberle dado la espalda al menos a un aspecto crucial, abandonando el cultivo de cereales. y revertir, alrededor del 3300 a.C., la recolección de avellanas como fuente de alimento básico. Manteniendo sus manadas de ganado, en las que se banqueteaban por temporadas en las cercanas murallas de Durrington, los constructores de Stonehenge parecían no haber sido ni forrajeadores ni agricultores, sino algo intermedio. Y si algo parecido a una corte real prevaleció en la temporada festiva, cuando se reunieron en gran número, entonces solo pudo haberse disuelto durante la mayor parte del año, cuando la misma gente se dispersó por la isla.

¿Por qué son importantes estas variaciones estacionales? Porque revelan que desde el principio, los seres humanos experimentaron conscientemente con diferentes posibilidades sociales. Los antropólogos describen las sociedades de este tipo como poseedores de una “doble morfología”. Marcel Mauss, al escribir a principios del siglo XX, observó que los circumpolares Inuit, “y también muchas otras sociedades… tienen dos estructuras sociales, una en verano y otra en invierno, y que en paralelo tienen dos sistemas de ley y religión”. En los meses de verano, los Inuit se dispersaron en pequeñas bandas patriarcales en busca de peces de agua dulce, caribúes y renos, cada uno bajo la autoridad de un solo anciano varón. La propiedad estaba posesivamente marcada y los patriarcas ejercían un poder coercitivo, a veces incluso tiránico sobre sus parientes. Pero en los largos meses de invierno, cuando las focas y las morsas se congregaban en la costa del Ártico, otra estructura social se apoderó completamente de los Inuit reunidos para construir grandes casas de reunión de madera, costillas de ballena y piedra. Dentro de ellos, prevalecieron las virtudes de la igualdad, el altruismo y la vida colectiva; la riqueza fue compartida; esposos y esposas intercambiaron parejas bajo la égida de Sedna, la Diosa de las Focas. Otro ejemplo fueron los cazadores-recolectores indígenas de la costa noroeste de Canadá, para quienes el invierno -no el verano- fue el momento en que la sociedad cristalizó en su forma más desigual, y de manera espectacular. Los palacios construidos con tablones cobraban vida a lo largo de las costas de la Columbia Británica, con nobles hereditarios defendiendo a plebeyos y esclavos, y presentando los grandes banquetes conocidos como potlatch. Sin embargo, estas cortes aristocráticas se separaron para el trabajo de verano de la temporada de pesca, volviendo a formaciones de clanes más pequeñas, todavía clasificadas, pero con una estructura completamente diferente y menos formal. En este caso, la gente realmente adoptaba diferentes nombres en verano e invierno, literalmente convirtiéndose en otra persona, dependiendo de la época del año.

Tal vez lo más llamativo, en términos de reversiones políticas, fueron las prácticas estacionales de las confederaciones tribales del siglo XIX en las grandes llanuras americanas – en algún momento, o agricultores que alguna vez habían adoptado una vida nómada de caza. A fines del verano, bandas pequeñas y altamente móviles de Cheyenne y Lakota se congregarían en grandes asentamientos para realizar preparativos logísticos para la caza del búfalo. En esta época tan delicada del año, designaban una fuerza policial que ejercía plenos poderes coercitivos, incluido el derecho a encarcelar, azotar o multar a cualquier delincuente que pusiera en peligro el proceso. Sin embargo, como observó el antropólogo Robert Lowie, este “autoritarismo inequívoco” funcionó sobre una base estrictamente estacional y temporal, dando paso a formas de organización más “anárquicas” una vez que la temporada de caza -y los rituales colectivos que le siguieron- terminaran.

El conocimiento no siempre avanza. A veces se desliza hacia atrás. Hace cien años, la mayoría de los antropólogos entendía que aquellos que viven principalmente de recursos silvestres no estaban, normalmente, restringidos a pequeñas ‘bandas’. Esa idea es realmente un producto de la década de 1960, cuando los bosquimanos del Kalahari y los pigmeos Mbuti se convirtieron en la imagen preferida de la humanidad primordial para audiencias televisivas e investigadores por igual. Como resultado, hemos visto un retorno a las etapas evolutivas, realmente no muy diferente de la tradición de la Ilustración escocesa: esto es por lo que Fukuyama, por ejemplo, se basa, cuando escribe que la sociedad evoluciona constantemente de ‘bandas’ a “tribus” a “jefaturas”, y finalmente, el tipo de “estados” complejos y estratificados en los que vivimos actualmente, generalmente definidos por su monopolio del “uso legítimo de la fuerza coercitiva”. Sin embargo, según esta lógica, los Cheyenne o Lakota tendría que estar ‘evolucionando’ de bandas directamente a los estados aproximadamente cada noviembre, y luego ‘devolviendo’ de nuevo a la primavera. La mayoría de los antropólogos ahora reconocen que estas categorías son irremediablemente inadecuadas, sin embargo, nadie ha propuesto una forma alternativa de pensar la historia mundial en los términos más amplios.

De manera bastante independiente, la evidencia arqueológica sugiere que en los ambientes altamente estacionales de la última Edad de Hielo, nuestros antepasados remotos se comportaban de manera similar: cambiando entre acuerdos sociales alternativos, permitiendo el surgimiento de estructuras autoritarias durante ciertas épocas del año, en la condición de que no podrían durar; en el entendimiento de que ningún orden social particular fue alguna vez fijo o inmutable. Dentro de la misma población, uno podría vivir a veces en lo que parece, desde la distancia, como una banda, a veces una tribu, y en ocasiones una sociedad con muchas de las características que ahora identificamos con los estados. Con tal flexibilidad institucional viene la capacidad de salir de los límites de cualquier estructura social y reflejar; hacer y deshacer los mundos políticos en los que vivimos. Si nada más, esto explica los “príncipes” y las “princesas” de la última Edad de Hielo, que parecen emerger, en un aislamiento tan magnífico, como personajes en algún tipo cuento de hadas o drama época. Tal vez fueron casi literalmente así. Si reinaron en absoluto, entonces tal vez fue, como los reyes y reinas de Stonehenge, solo por una temporada.

  1. Tiempo para repensar.

Los autores modernos tienden a utilizar la prehistoria como un lienzo para resolver problemas filosóficos: ¿los seres humanos son fundamentalmente buenos o malvados, cooperativos o competitivos, igualitarios o jerárquicos? Como resultado, también tienden a escribir como si el 95% de la historia de nuestra especie, las sociedades humanas fueran todas muy parecidas. Pero incluso 40,000 años es un período de tiempo muy, muy largo. Parece intrínsecamente probable, y la evidencia lo confirma, que esos mismos humanos pioneros que colonizaron gran parte del planeta también experimentaron con una enorme variedad de arreglos sociales. Como Claude Lévi-Strauss a menudo señaló, los primeros Homo sapiens no eran solo físicamente iguales a los humanos modernos, sino que también eran nuestros pares intelectuales. De hecho, la mayoría probablemente era más consciente del potencial de la sociedad de lo que la gente en general lo es hoy en día, yendo y viniendo de diferentes formas de organización cada año. En lugar de permanecer inactivos en alguna inocencia primordial, hasta que el genio de la desigualdad fuera descorchado de alguna manera, nuestros antepasados prehistóricos parecen haber abierto y cerrado la botella con regularidad, limitando la desigualdad a los dramas rituales, construyendo dioses y reinos como lo hicieron con sus monumento, para luego desmantelarlos alegremente una vez más.

Si es así, entonces la verdadera pregunta no es “¿cuáles son los orígenes de la desigualdad social?”, Sino que, habiendo vivido una gran parte de nuestra historia yendo y viniendo de diferentes sistemas políticos, “¿cómo nos quedamos tan atascados?” Todo esto es muy lejos de la noción de sociedades prehistóricas que derivan ciegamente hacia las cadenas institucionales que las unen. También está lejos de las funestas profecías de Fukuyama, Diamond, Morris y Scheidel, donde cualquier forma “compleja” de organización social necesaria significa que pequeñas élites se hacen cargo de los recursos clave y comienzan a pisotear a todos los demás. La mayoría de las ciencias sociales tratan estos sombríos pronósticos como verdades evidentes por sí mismas. Pero claramente, no tienen fundamento. Entonces, podríamos preguntar razonablemente, ¿qué otras verdades adoradas deben ahora arrojarse sobre el montón de polvo de la historia?

Bastantes, por cierto. En los años 70, el brillante arqueólogo de Cambridge David Clarke predijo que, con la investigación moderna, casi todos los aspectos del antiguo edificio de la evolución humana, “las explicaciones del desarrollo del hombre moderno, la domesticación, la metalurgia, la urbanización y la civilización – pueden en perspectiva emerger como trampas semánticas y espejismos metafísicos”. Parece que tenía razón. La información ahora llega desde todos los rincones del planeta, sobre la base de un cuidadoso trabajo de campo empírico, técnicas avanzadas de reconstrucción climática, datación cronométrica y análisis científicos de restos orgánicos. Los investigadores están examinando material etnográfico e histórico con una nueva luz. Y casi toda esta nueva investigación va en contra de la familiar narrativa de la historia mundial. Aún así, los descubrimientos más notables siguen confinados al trabajo de los especialistas, o tienen que ser discutidos leyendo entre líneas de publicaciones científicas. Concluyamos, entonces, con algunos titulares propios: solo un puñado, para dar una idea de cómo empieza a ser la nueva historia mundial emergente.

La primera bomba en nuestra lista se refiere a los orígenes y la propagación de la agricultura. Ya no se admite la opinión de que marcó una transición importante en las sociedades humanas. En aquellas partes del mundo donde los animales y las plantas se domesticaron por primera vez, en realidad no hubo un “cambio” discernible entre el recolector paleolítico y el granjero neolítico. La “transición” de vivir principalmente de recursos silvestres a una vida basada en la producción de alimentos generalmente tomó algo del orden de los tres mil años. Si bien la agricultura permitió la posibilidad de concentraciones de riqueza más desiguales, en la mayoría de los casos esto comenzó a suceder milenios después de su inicio. En el tiempo transcurrido, las personas en áreas tan lejanas como la Amazonia y la Media Luna Fértil de Medio Oriente intentaban cultivar según su tamaño, “jugar a la agricultura” si querían, cambiar anualmente entre los modos de producción, al igual que cambiaban sus estructuras sociales de ida y vuelta. Además, la “expansión de la agricultura” hacia áreas secundarias, como Europa, tan a menudo descrita en términos triunfalistas, como el comienzo de un declive inevitable en la caza y la recolección, resultó ser un proceso muy tenue, que algunas veces fracasó, lo que llevó al colapso demográfico para los agricultores, no para los recolectores.

Claramente, ya no tiene sentido usar frases como “la revolución agrícola” cuando se trata de procesos de una longitud y complejidad tan desordenadas. Dado que no existía un estado similar al Edén, desde el cual los primeros agricultores pudieran dar sus primeros pasos en el camino hacia la desigualdad, tiene aún menos sentido hablar de la agricultura como marcando los orígenes de la jefatura o la propiedad privada. En todo caso, es entre esas poblaciones -los pueblos del “Mesolítico” – quienes rechazaron la agricultura a través de los templados siglos del Holoceno temprano, que encontramos que la estratificación se vuelve más atrincherada; al menos, si el cementerio opulento, la guerra de depredadores y los edificios monumentales son algo a lo que recurrir. En al menos algunos casos, como el Medio Oriente, los primeros agricultores parecen haber desarrollado conscientemente formas alternativas de comunidad, para estar de acuerdo con su modo de vida más intensivo en mano de obra. Estas sociedades neolíticas se ven notablemente igualitarias en comparación con sus vecinos cazadores-recolectores, con un aumento dramático en la importancia económica y social de las mujeres, claramente reflejado en su arte y vida ritual (contraste aquí las figurillas femeninas de Jericó o Çatalhöyük con la escultura hiper-masculina de Göbekli Tepe).

Otra bomba: la ‘civilización’ no viene como un paquete. Las primeras ciudades del mundo no surgieron en un puñado de lugares, junto con sistemas de gobierno centralizado y control burocrático. En China, por ejemplo, ahora somos conscientes de que, hacia el 2500 aC, existían asentamientos de 300 hectáreas o más en los tramos inferiores del río Amarillo, más de mil años antes de la fundación de la dinastía real más antigua (Shang). Del otro lado del Pacífico, y más o menos al mismo tiempo, se han descubierto centros ceremoniales de una magnitud sorprendente en el valle del río Supe, en particular en el sitio de Caral: restos enigmáticos de plazas hundidas y plataformas monumentales, cuatro milenios más antiguos que el Imperio Inca. Tales descubrimientos recientes indican cuán poco se sabe aún realmente sobre la distribución y el origen de las primeras ciudades, y cuánto más antiguas pueden ser estas ciudades que los sistemas de gobierno autoritario y administración letrada que una vez se supusieron necesarios para su fundación. Y en los centros más arraigados de la urbanización – Mesopotamia, el valle del Indo, la cuenca de México – hay una creciente evidencia de que las primeras ciudades se organizaron en líneas autoconscientemente igualitarias, los consejos municipales retuvieron una significativa autonomía del gobierno central. En los primeros dos casos, las ciudades con sofisticadas infraestructuras cívicas florecieron durante más de medio milenio sin rastros de enterramientos reales ni monumentos, ni ejércitos permanentes u otros medios de coacción a gran escala, ni ningún indicio de control burocrático directo sobre la mayoría de las vidas de los ciudadanos.

A pesar de Jared Diamond, no hay absolutamente ninguna evidencia de que las estructuras de gobierno descendentes sean la consecuencia necesaria de una organización a gran escala. A pesar de Walter Scheidel, simplemente no es cierto que las clases dominantes, una vez establecidas, no puedan ser expulsadas sino por una catástrofe general. Para tomar solo un ejemplo bien documentado: alrededor del 200 dC, la ciudad de Teotihuacan en el Valle de México, con una población de 120,000 (una de las más grandes del mundo en ese momento), parece haber experimentado una profunda transformación, dándole la espalda a los templos de las pirámides y los sacrificios humanos, reconstruyéndose como una vasta colección de cómodas villas, todas casi del mismo tamaño. Permaneció así durante quizás 400 años. Incluso en los días de Cortés, el centro de México aún albergaba ciudades como Tlaxcala, administradas por un consejo electo cuyos miembros eran azotados periódicamente por sus electores para recordarles quién estaba finalmente a cargo.

Las piezas están todas allí para crear una historia mundial completamente diferente. En su mayor parte, estamos muy cegados por nuestros prejuicios para ver las implicaciones. Por ejemplo, casi todos hoy en día insisten en que la democracia participativa, o la igualdad social, puede funcionar en una pequeña comunidad o grupo de activistas, pero que no puede “ampliarse” a nada como una ciudad, una región o un estado-nación. Pero la evidencia que tenemos ante nuestros ojos, si elegimos mirarla, sugiere lo contrario. Las ciudades igualitarias, incluso las confederaciones regionales, son históricamente bastante comunes. Las familias y los hogares igualitarios no lo son. Una vez que haya llegado el veredicto histórico, veremos que la pérdida más dolorosa de libertades humanas comenzó a pequeña escala: el nivel de las relaciones de género, los grupos de edad y la servidumbre doméstica, el tipo de relaciones que contienen a la vez la mayor intimidad y las formas más profundas de violencia estructural. Si realmente queremos entender cómo se volvió aceptable para algunos convertir la riqueza en poder, y para que a otros les digan que sus necesidades y vidas no cuentan, es aquí donde debemos mirar. Aquí también, predecimos, es donde tendrá que producirse el trabajo más difícil de crear una sociedad libre.

Marzo de 2018

Fuente en inglés: Eurozine

Fuente en castellano: Geonautas (trad. Simón  Sánchez A.)

Imagen: Banksy

 

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