Estar sano ha significado desde siempre poder ser explotado

Santiago López Petit

Sombra viva

Estar sano

 

El capitalismo se ha querido siempre antimetafísico, y no digamos ya la economía al reivindicarse como ciencia. Marx, sin embargo, ya demostró lo ridícula que era esta pretensión. No se sale tan fácilmente de la metafísica. La mercancía es metafísica pura, puesto que no es algo concreto, sino una simple cantidad de valor abstracto constituido en el proceso tautológico de trabajo produciendo más trabajo. De aquí que en la definición del capital nos encontremos desde las características propias de la sustancia aristotélica “pensamiento que se piensa a sí mismo” -traducido por Marx como “valor valorizándose a sí mismo”-i hasta el mismo sujeto hegeliano que le sirve a Marx para describir el capital como “una sustancia en proceso, una sustancia que se pone en movimiento a partir de sí misma”.ii Esta autorreferencialidad del capital que se plasma en la espiral sin fin de la valorización produce tanto su autonomización como una desrealización del trabajador y de la esencia del ser humano en general. Ambos efectos pueden subsumirse en un proceso general de nihilización y, desde esta perspectiva, la consumación de la metafísica no sería más que este proceso conducido a su máxima expresión. Superar el nihilismo aparece, entonces, como la condición de salvación para la humanidad. Sin embargo, antes de plantear esta cuestión, y en definitiva nuestra relación con el nihilismo, es conveniente precisar mejor cómo se produce esta consumación de la metafísica y cuáles son sus efectos.

Que la realidad es un problema político señala la entrada en la época global. Para Marx no era así. La crítica de la economía política tenía como objetivo principal una comprensión científica de la realidad capitalista entendida no como un simple fenómeno, sino en su proceso de constitución mismo. Con todo, para la crítica marxiana la propia realidad no significaba todavía un problema político. Reconducida a objeto de conocimiento, la realidad capitalista estaba limitada en ella misma, y constituía el campo donde se desplegaba la lucha ideológica. Había un afuera desde el cual criticarla, y esa condición era lo que determinaba tanto la posibilidad de la crítica como las propias características de la misma. La crítica se concebía como lucha ideológica, y el concepto de “alienación”, junto con los demás conceptos asociados “falsa conciencia”, “reificación”, “fetichismo”, etc., jugaba un papel fundamental, puesto que permitía construir un discurso crítico desde el punto de vista de la totalidad. El rechazo de la alienación en sus diferentes expresiones (religiosa, política, ideológica…) alcanzaba en la denuncia de la alienación económica su auténtico cenit, ya que, como es sabido, todas las alienaciones se originaban, en última instancia, como consecuencia de la alienación económica, es decir, de la explotación capitalista. La crítica de la economía política no podía contemplar la realidad como problema político, sencillamente, porque la metafísica no se había consumado, capitalismo y realidad aún no se confundían.

Bien es verdad que Marx había mostrado fehacientemente que “las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época”, pero esta afirmación central del materialismo histórico solo dice que la ideología impregna y coloniza la realidad. En la época global, queda impugnada la exterioridad asociada necesariamente a términos como “impregnación” o “colonización” y a todas las variantes que, en última instancia, reposan en la dualidad sujeto/objeto. El concepto de “ideología” entendido como falsa conciencia, como reflejo distorsionado, se problematiza cuando la realidad aumenta constantemente sus dimensiones como manera de asegurar su permanencia. A pesar de ello, el concepto de “ideología” no desaparece como tal. Al contrario, retorna en la materialidad de la realidad. La realidad, en el fondo, no es más que pura ideología capitalista materializada gracias a la movilización global de nuestras vidas, es decir, apoteosis de la presencia y de la sobreexposición, imperialismo del sentido. Y, sobre todo, desbocamiento del capital. Metafísica consumada. Es así como la realidad se convierte en problema político y la enfermedad adquiere también un nuevo estatuto político. El Colectivo Socialista de Pacientes (SPK) afirmaba que “La enfermedad es condición y resultado de las relaciones capitalistas de producción” y que la vida era una protesta contra la “transformación del trabajo en materia muerta (capital, mercancía)”.iii Tenían toda la razón. Estar sano ha significado desde siempre poder ser explotado. En la época global, sin embargo, cuando la metafísica se realiza en la movilización, la enfermedad se politiza y se hace anomalía. Desde la anomalía podemos reconstruir un punto de vista de la totalidad, a pesar de que estemos dentro de una realidad plenamente capitalista. Dicho más directamente: un cuerpo enfermo que no encaja muestra que la realidad es un problema político de un modo muy preciso y nada teórico. La anomalía que somos al no funcionar desvela, por un lado, la máquina metafísica de movilización a la que estamos sujetos y que llamamos Vida, y, por otro lado, dice también que nosotros somos esta unidad de movilización de la que no nos es permitido escapar. Desde la posición que instituye la anomalía, la crítica de la metafísica consumada se desdobla, ya sea que atienda al Todo o a la parte. Y como la metafísica se realiza en la movilización, se puede avanzar también una primera conclusión: la anomalía subvierte la metafísica en tanto que sombra viva e interrumpe la movilización global en tanto que emergencia. Son las dos caras de una misma crítica que la verdad del cuerpo fatigado ya anunciaba.

Seguramente la historia de la metafísica es la historia de un error. Desde Heidegger, este error se ha pensado como el olvido del Ser.

Un olvido que se iniciaría después de los presocráticos y que consistiría en confundir el Ser que hace que las cosas sean y las propias cosas. El Ser, podríamos afirmar gráficamente, moriría aplastado en lo que es y de esta manera se cumpliría el destino de Occidente. Esta confusión presupone una igualación previa entre el Ser y el Poder que también constituye en sí misma una confusión. Intenté hace muchos años plantearlo bajo la forma de pregunta: ¿qué relación existe entre el Ser y el Poder? ¿Por qué cuando se piensan por primera vez, en ambos casos, se hace desde el Absoluto? Parménides con su afirmación de que “el ser es” y, muchos años después, en el siglo xvi, Bodin con su concepto de soberanía.iv Explicar el porqué de este desfase no es aquí lo importante. Para mí lo fundamental reside en que al subsumir tanto el Ser como el Poder en el Absoluto se pierde el “entre” que vincula uno y otro. Por esta razón, la metafísica siempre es discurso político. En mi libro intentaba mostrar que este “entre” era el querer vivir, y que su olvido resultaba fácil de explicar. Sencillamente el querer vivir “desaparecía” en la medida que era incorporado a la máquina reproductora de la realidad como su pieza esencial. Solamente en algunos momentos, cuando el querer vivir se desprendía del Absoluto, podía ponerse como “entre” ambos. Es lo que ocurre cada vez que desde un nosotros decimos: “Somos lo que podemos y podemos lo que somos”. Usualmente no es así. El poder cubre el ser como si de una placa de hielo se tratara, y cuando surge este nosotros, se funde el hielo y se forman agujeros en los que el Ser y el Poder se interpenetran. El querer vivir entonces se hace desafío.

Al consumarse la metafísica como movilización global, el Absoluto se convierte en la realidad que proclama su tautología. “La realidad es la realidad”. El Absoluto es la bestia que nosotros mismos alimentamos y dentro de la cual sobrevivimos. Donde todas las corrientes de la vida remolcan los suspiros. Donde violentar el tiempo produce sueños que no dejan vivir. O, quizás, permiten vivir. Rasguños secretos que se abren más y más. Desrealizados, entificados…, cada uno de nosotros es tan solo una unidad de movilización en la que el Ser y el Poder se han encontrado para apropiarse de nuestro querer vivir. Para apropiarse de él y dirigirlo. Mero reflejo, pero que se cree automovimiento. La unidad de movilización corre en el corredor de la muerte con su currículum en la mano hacia la meta. Pasolini lo decía desde la nostalgia: “La tragedia es que ya no existen seres humanos: no se ven más que artefactos singulares que se lanzan unos contra otros”.v Artefactos o entes o unidades de movilización que no pueden descansar, ya que, de lo contrario, caerían. Caerían sobre sí mismos, y serían juzgados. Menospreciados. El miedo empuja sin piedad hacia delante. No mires atrás. Ascendemos, ascendemos por el hueco que nos han reservado, y no oímos los zumbidos incesantes que resuenan en los oídos. La vida nos llama irrevocablemente.

La anomalía es la unidad de movilización que se rompe. Un cuerpo fatigado que parece contravenir las tres características que Séneca asociaba a la enfermedad. En él no hay miedo a la muerte, los dolores corporales existen pero son menores frente a una desesperación no localizada y la alegría de vivir persiste aunque de un modo extraño. La anomalía que arrastra consigo la enfermedad tiene, sin embargo, una relación con ella que la invalida y descoloca. Ante la enfermedad se pueden adoptar dos actitudes distintas: vivir la enfermedad desde la rebelión o desde la inhibición, es decir, apropiarse o no de ella. La anomalía, en cambio, incorpora la enfermedad como lo más propio y, a la vez, como lo más impropio. De aquí que la extrañeza sea lo que mejor caracteriza a la anomalía. Toda anomalía es en ella misma extraña y productora de extrañeza. Por una razón que resulta difícil de comprender en un mundo habituado a la sumisión: la anomalía no es prisionera de nada ni de nadie. A diferencia de la unidad de movilización, la anomalía no se mueve sujeta a una línea vertical. Desconoce el ascenso o el hundimiento en su marcha hacia delante.

Huye, y en su huida desarticula la unidad que existe entre el Ser y el Poder. El cuerpo fatigado de la anomalía se pone entonces como el “entre” que impide la subsunción de ambos en el Absoluto. La anomalía, para sustraerse a las maquinaciones de la metafísica, tiene que hacerse sombra viva. Embalaje roto del querer vivir.

La anomalía erosiona la metafísica. Como sombra viva que es, hunde el concepto de presencia. El Poder se hace uno con el Ser en la operación matemática de contar. Contar es llevar a la presencia numerando. No en vano la estrategia de poder más antigua es seguramente “dividir para vencer”. Cuando somos contados, y son múltiples los modos de pasar lista, entramos a formar parte del Absoluto. El Ser y el Poder se encuentran sobre nuestra piel. La marca tatuada me identifica a partir de ahora como una unidad de movilización que gira dentro de la jaula del mundo. La sombra viva, en cambio, no es prisionera de la presencia, aunque para conseguirlo se haya dejado la piel. Nadie ni nada puede introducirla en el molde. Perseguida por las jaurías insaciables de la luz, se reinventa continuamente sobre el muro de la ausencia. Flexible pero obstinada, rehecha en cada grieta, agarrada al borde de la noche, se escurre sin fin porque desconfía de cualquier refugio. Sabe que son incontables. Pero yo esculpo mi soledad sobre la piedra del muro. La sombra viva se sostiene sobre su propia sombra y no le tiembla el pulso. No es prisionera de Dios. Dios requiere ser pensado como persona viva y todo lo demás es un subterfugio tranquilizador. Ahora bien, esto implica que Dios debe luchar contra Dios para autoengendrarse. Dios no nace en el mundo sino con el mundo. Yo diría aún más: Dios se hace contra el hombre. Por esto nos roba la luz y la palabra. Por esto solo podemos ser sombras vivas. Sin embargo, la sombra viva no es prisionera de ella misma. De la idea de centro. El centro de gravedad sirve para mantenerse a flote en el mar agitado. Gracias a él disfrutamos del consuelo que da la quietud del autoengaño. Con su insistencia forma parte también del show, risas enlatadas que pautan los tiempos, espacios reales y virtuales que se mezclan para ocultar que nada se oculta. Esencia y apariencia se han fundido en una visibilidad total en cuyo interior habitamos. Continua exhibición de un Yo indiferente que, sin embargo, siente una necesidad terrible de la mirada del Otro. Encadenados, nuestros antepasados veían pasar las sombras que proyectaba el fuego encendido en la caverna platónica. Ahora, en cambio, todos somos figurantes del videojuego. Quisiéramos, como prometía un anuncio de la lotería, “desaparecer”. Pero es difícil hacerlo. Intentamos fugarnos en cuanto podemos. Y la fuga con la que todos soñamos es la misma: una playa lejana. Esta es la representación por excelencia de nuestro paraíso. Arrancar un instante de eternidad al tiempo para poder creer en algo. Mirar el horizonte. Lo que ocurre es que el horizonte hace mucho que ha desaparecido. La línea de horizonte se ha convertido en una soga de la que cuelgan los diez suicidados cada día en España, según las últimas estadísticas. La playa que un mar azul turquesa bañaba ha resultado ser un escenario de cartón piedra vigilado desde un dron que vuela incansablemente sobre nuestras cabezas. Estamos en guerra. En el interior de la vida que vivimos el único horizonte existente es el que ofrece la obsolescencia programada. Hasta que alguien se ahoga con tanta luz y se arranca la luz. La oscuridad, por fin la oscuridad de lo inhóspito. Nunca sabrán cuántos somos. La sombra viva enciende la noche impertérrita, la fatiga deshace el Yo al que nos gustaría permanecer agarrados. Se pierde la conciencia de sí cuando el dolor se extiende hasta hacer imposible pensar más allá del dolor mismo. Y, entonces, el centro de dolor, que ya se ha confundido con el cuerpo, me dice que el juego de la vida es a todo o nada. Creo que un día podré acariciar la piel del mar.

La anomalía no preserva sus pertenencias ni intenta resguardarse, se expone. Sin embargo, su destrucción no lleva consigo una promesa de salvación. La anomalía hunde el escenario apocalíptico y toda su carga religiosa. Incluso las formas menos religiosas de mesianismo remiten a una verdad de la revelación, a una luz de la luz. El horizonte apocalíptico se ha convertido en una fábrica de impotencia que encierra todo resplandor en la figura de la supervivencia. La sombra viva no es un resplandor que sobrevive en la noche de la barbarie, porque la anomalía no se inscribe en un futuro apocalíptico, sino de descomposición. Es útil volver a pensar el concepto de descomposición que introdujeron los situacionistas.vi Este concepto permitía describir el hundimiento de un mundo y, a la vez, la tardanza en llegar otro nuevo. Ante este impasse cabían dos actitudes: frenar el proceso o acelerarlo. Los “recuperadores” eran los que se beneficiaban con el fuego lento y prolongaban la agonía; los “revolucionarios”, por el contrario, eran los que deseaban hacer saltar la sociedad por encima de su sombra. No es difícil darse cuenta de cómo una y otra posición dependen, en última instancia, de una mirada apocalíptica sobre la historia que no tiene por qué ir asociada necesariamente al concepto de descomposición. “Descomposición” es, sobre todo, sinónimo de putrefacción y de disgregación. En una realidad que se descompone a causa de la marcha acelerada del capital, se abren grietas por las que escapar. La anomalía adquiere su verdadero significado en relación a un mundo que se descompone y en la pugna por desasirse de él.

La realidad que ha triunfado está organizada como un plató de televisión. Focos de luz cegadora, shows continuos en los que el público forma parte también del show, risas enlatadas que pautan los tiempos, espacios reales y virtuales que se mezclan para ocultar que nada se oculta. Esencia y apariencia se han fundido en una visibilidad total en cuyo interior habitamos. Continua exhibición de un Yo indiferente que, sin embargo, siente una necesidad terrible de la mirada del Otro. Encadenados, nuestros antepasados veían pasar las sombras que proyectaba el fuego encendido en la caverna platónica. Ahora, en cambio, todos somos figurantes del videojuego. Quisiéramos, como prometía un anuncio de la lotería, “desaparecer”. Pero es difícil hacerlo. Intentamos fugarnos en cuanto podemos. Y la fuga con la que todos soñamos es la misma: una playa lejana. Esta es la representación por excelencia de nuestro paraíso. Arrancar un instante de eternidad al tiempo para poder creer en algo. Mirar el horizonte. Lo que ocurre es que el horizonte hace mucho que ha desaparecido. La línea de horizonte se ha convertido en una soga de la que cuelgan los diez suicidados cada día en España, según las últimas estadísticas. La playa que un mar azul turquesa bañaba ha resultado ser un escenario de cartón piedra vigilado desde un dron que vuela incansablemente sobre nuestras cabezas. Estamos en guerra. En el interior de la vida que vivimos el único horizonte existente es el que ofrece la obsolescencia programada. Hasta que alguien se ahoga con tanta luz y se arranca la luz. La oscuridad, por fin la oscuridad de lo inhóspito. Nunca sabrán cuántos somos. La sombra viva enciende la noche.

Fragmento de Hijos de la noche

El libro completo puede descargarse aquí

 

Estar sano

 

Notas:

i K. Marx, El Capital, MEW, 23, p. 209.

ii K. Marx, op. cit., p. 169

iii SPK, Hacer de la enfermedad un arma, Heidelberg, 1997, p. 7.

iv “La soberanía no es limitada, ni en el poder, ni en la responsabilidad, ni en el tiempo…”. J. Bodin, Los seis libros de La República, Madrid, 1986, p. 49.

v P. P. Pasolini, Contre la télévision et autres textes sur lapolitique et la société, Besangon, 2003, p. 93.

vi La creación abierta y sus enemigos. Textos situacionistas sobre arte y urbanismo, Madrid, 1977, p. 25.

 

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