Los Comunales – Consuetudo legis nostrae

Entrevista con Josep Rafanell i Orra

(realizada por Laurent Jeanpierre)

¿Qué son los Comunales? “Una constelación de personas y colectivos que promueven la reapropiación de nuestras relaciones en entornos de vida, un lugar de intercambio de investigaciones, intervenciones, luchas, más allá de cualquier lógica de delegación y representación políticas. Se trata de implementar un trabajo de exploración de experiencias, de solidaridad, cooperación, ayuda mutua y reapropiación de saber hacer.” En esta entrevista con Laurent Jeanpierre, nuestro amigo Josep Rafanell i Orra nos cuenta la particularidad de este experimento que desde la vida y la lucha pretende abrir un espacio diferente a la militancia y toxicidad de la escenas política. Su intención no es “representar” a los Comunales, no es más que una de sus expresiones.»

Los Comunales - Consuetudo legis nostrae


Al leer la actual coyuntura, puede dar la impresión de que, desde la pandemia, las iniciativas políticas extraparlamentarias son escasas y fragmentarias, aunque no estén ausentes. Lejos de consagrarse a los soviets, o más bien a sus eventuales herederos, los gobiernos detentan todo el poder. Claro que hubo revueltas populares aquí y allá contra la restricción de las libertades públicas; en la India hubo un movimiento social de una amplitud numérica sin precedente; otras resistencias se manifiestan o se han manifestado en la vida cotidiana. Pero aún así, la pandemia y su gestión vinieron a interrumpir brutal y puede que definitivamente el ciclo de luchas iniciado a finales de los años 2000, cuya intensidad fue recordada por varias insurrecciones en 2019. El autoritarismo gana terreno por todos los lados del planeta. Este diagnóstico es comúnmente admitido. ¿Cómo lo planteas o cómo te diferencias de él?

Nuestra época de destrucción cuya historicidad se ha vuelto inseparable del porvenir geo-biológico de la tierra como hábitat común, nos lleva a pensar en términos de “mundo” más que en términos de “sociedad”. Puede que ahí resida la actual debilidad de las iniciativas “extraparlamentarias”: por muy alejadas que les gustara estar de las lógicas repetidas hasta la saciedad por la representación política, siguen obnubiladas por la identificación de sujetos sociales que reactivar, los cuales, en su formación histórica, son sin embargo el resultado de la exclusión de la pluralidad de mundos más que humanos.

No es que el mundo social ya no exista, con su distribución de lugares, sus formas de subordinación, sus desigualdades, la explotación… Sino que los “sujetos sociales” que fundamentaban las figuras de la escena política parecen haberse desintegrado en el vasto campo de ruinas de lo social. Podríamos llegar a la conclusión de que la última ofensiva neoliberal ha agotado la posibilidad de renovar las formas de división instituidas en las que se basaban las escenas de lo político. El último avatar de la gobernabilidad capitalista, con su espectro liberal-fascista, ha llevado a una atomización masiva por desvinculación. A diferencia del fascismo histórico, con sus masas fusionales, las nuevas formas de gobierno se basan en la disolución de los apegos que instauraban comunidades plurales y en la desintegración de las relaciones con los lugares en que trataban de particularizarse. Esto es válido incluso para las comunidades de “clase” que subsistían más allá de las lógicas de su representación y por lo tanto de sus efectos de abstracción.

En este sentido, es ejemplar el episodio histórico que vivimos con la pandemia. Hemos sido los testigos estupefactos ante la configuración de un ser llegado de lo casi-vivo y los humanos como totalidad, lo que, de rebote, ha provocado la aceleración del autoritarismo gubernamental, mezclando éste último pastoreo higienista con policía rasa. De este modo, un virus se convierte en agente de nuevas formaciones sociales caracterizadas por el consentimiento masivo, inédito excepto en tiempos de guerra. Ya que, después de todo, “estamos en guerra”, como proclamó nuestro iluminado en jefe. No contra un virus, desde luego. Lo estamos, más que nunca, contra quienes pretenden gobernarnos en el marco homogenizante del Nauseoceno. En guerra contra un mundo que se define sistemáticamente por el hecho de estar enfermo. Invadidos por los signos ansiógenos de destrucción de la pluralidad de los entornos de vida, vivimos en un mundo unificado por el estado de alarma permanente.

Pero, ¿Qué es un mundo? Podríamos limitarnos a una proposición mínima: un mundo, entre otros mundos, es el resultado de coexistencias entre seres que particularizan entornos. Los múltiples lugares de coproducción de formas de vida entre seres humanos y no humanos, entre seres de lo vivo y de lo no-vivo. Donna Haraway propone la categoría sympoiesis para describir esta co-individuación entre diferentes maneras de existir. En lo que se refiere a los humanos, me parece sensato llamarles a estos mundos plurales “comunidades”. Comunidades de seres de lo vivo, de las que somos, sin exclusividad, con sus asociaciones. O a veces, con sus separaciones. Pues también se nos plantea la cuestión de no meternos cuando “el encuentro” conduce al estrago. Es lo que recuerda Gil Bartholeyns en su singular libro El embrujo del mundo: la separación entre los seres de lo vivo y sus entornos específicos, también nos permite pensar en los nuevos costes de las formas de cohabitación. Es una de las lecciones del Covid-19, avatar de una larga serie de zoonosis y mezclas que resultan en el destrozo de entornos de vida interespecíficos.

Estamos asistiendo a profundos cambios que tienen que ver con nuestras maneras de estar con otros seres. La precariedad ya no es sólo una cuestión “social”. Se ha vuelto ontológica. Y la vieja centralidad política de la relación entre trabajo y capital, que ha estructurado el mundo social, parece disuelta, aunque a algunos les gustaría reactivarla a partir de la institución de nuevos sujetos “eco-sociales”. No es que el capitalismo no se base una y otra vez en la explotación del trabajo vivo. Pero no olvidemos que, ante todo, es la expropiación de maneras particulares de habitar los lugares. En los vaivenes en que vivimos, ecológicos, sociales, políticos, debemos según yo, y ante todo, reapropiarnos de las relaciones con los entornos de vida. De las maneras de hacerlas existir. Apropiarse, entonces, es dar propiedades a esas relaciones, a los vínculos por los que surgen las comunidades más-que-humanas.

Antes incluso que la guerra social, en adelante, lo que va primero es la guerra entre mundos. Entre el mundo homogenizante de las abstracciones del valor con sus identidades sociales reificadas y un mundo compuesto, a su vez, de una pluralidad de mundos cuyos valores surgen de las maneras “de hacer sentido en común”, como nos dice Isabelle Stengers. Y es que de esta pluralidad de modos de existencia depende nuestra sobrevivencia como humanos. No veo cómo luchar contra los desastres por los que nos arrastra el capitalismo sin retomar los múltiples caminos de la heterogénesis que hacen emerger lugares habitables: un lugar se vuelve “generador” de formas de vida en el encuentro entre diferentes modos de existencia.

Vislumbramos la posibilidad de nuevas maneras de vivir y habitar el mundo. También sabemos que, lejos de las teleologías revolucionarias, resurgen herencias de una larga historia de resistencias y bifurcaciones vencidas. La Comuna, nos recuerda Kristin Ross, ¡también fue una prefiguración de las luchas ecológicas! Pero tenemos que salir de las lógicas autoreferenciales de la guerra social y de su interioridad paranoica. Quizás por eso, a los “movimientos extra-parlamentarios” les cueste movilizar multitudes. Tenemos el rebaño del pastoralismo estatal, que no admite ningún separatismo, pero también los rebañitos del izquierdismo con sus defensores, cuyo pastor toma la forma del representante de los oprimidos, del iluminado retomando por su propia cuenta un sentido de la historia en que no vemos muy bien cómo no podría ser la simple reedición de viejas profecías históricas zombificadas.

Vives en Francia, en Seine-Saint-Denis. Has sido testigo o protagonista de varios actos colectivos que han sido reactivados o iniciados desde hace un año. ¿Cómo percibes la experiencia política e infrapolítica de los últimos doce meses? ¿Qué insistencia manifiesta para ti?

A estas experiencias, que llamas infrapolíticas, las veo como reinvenciones de “lugares” -no forzosamente geográficos- que orientan los vínculos entre vidas comunes. ¿Hay que imponerles la espera de una mejor calificación que, por fin, las vuelva políticas? Nada es político, todo puede llegar a serlo, decía Michel Foucault. Para lo mejor y para lo peor. Derribemos la jerarquía clásica: empecemos, no con ideas sino con percepciones y sensibilidades. Sólo podremos sentirnos mucho mejor.

Seine-Saint-Denis, el departamento más pobre de la Francia metropolitana, está recubierto de un halo de distopía. Pero en este territorio, más allá de su imagen masiva, homogénea y agobiante, hay una multitud de Seine-Saint-Denis. Hay una historia obrera, que ha decaído pero cuyas marcas permanecen. En otros tiempos, hubo mundos hortícolas cuya historia se remonta a la época medieval y que resurgen hoy. Hay sedimentos de movimientos de inmigración procedentes de la maquinaria colonial republicana. Hay vestigios de comunismo municipal, casi extinto, con sus infraestructuras administrativas y culturales, y sus políticas urbanas delirantes. Hay mercados al aire libre, con sus contrastes (¿Qué tienen en común el mercado bohemio burgués de Pré-Saint-Gervais y el mercado repleto de mundos de Saint-Denis?) Hay lugares de alta sociabilidad, comunidades flotantes con sus relatos, sus interconocimientos y sus solidaridades, en bares, restaurantes y hoteles decrépitos. Hay vendedores de sueño. Hay una infinidad de huertas y gallineros. Hay centros comunitarios en que se celebran nacimientos, cumpleaños, bodas y entierros. Hay una creatividad asombrosa para arreglárselas y solidaridad. Hay trabajo en negro. Hay chabolas de gitanos autárquicos con su precario arte de hacer pueblo. Hay inmensos campamentos de migrantes continuamente dispersados y que nos preguntan cruelmente si tenemos un mundo para acoger otros mundos. Hay violencias policiales crónicas, omnipresentes, racistas. Hubo, y habrá, revueltas. Hay islámicos prosélitos (o no), y musulmanes que odian a los islamistas. Hay una trama institucional sin herederos: ayuda social a la infancia en asociaciones de prevención, planificaciones familiares en los PMI1, redes de psiquiatría sectoriales en los centros hospitalarios, unos y otros en plena implosión (una centena de camas de reanimación para 1,6 millones de habitantes en plena pandemia). Hay un tejido de instituciones culturales, teatros, cines de arte y ensayo, bibliotecas, casas de cultura, conservatorios de música y danza…, en gran parte heredadas del comunismo municipal. Hay iglesias protestantes y evangélicas, católicas y ortodoxas, templos sikhs e hindúes, mezquitas, sinagogas. Curanderos tradicionales, prácticas de exorcismo, de desencantamiento y brujería. Hay hasta psicoanalistas. Tenderos turcos, ceilandeses, balcánicos, portugueses. Hogares de trabajadores inmigrantes decrépitos o siendo objeto de desastrosas renovaciones rompiendo solidaridades ancestrales. Hay la trama de la educación nacional, esas fábricas de segregación, centros universitarios, entre los cuales el de Paris VIII, que, a pesar de todo, es uno de los más hospitalarios de Francia para los extranjeros pobres. Hay lugares de reunión de jornaleros a la espera de ser empleados en negro, infrapagados, a destajo. Hay un enjambre de asociaciones, clases medias haciendo permacultura, eco-barrios configurándose como gated communities, con sus grupos de consumo, sus jardines compartidos y sus recipientes de composta. Hay jardines obreros casi centenarios. Hay tierras agrícolas sobrevoladas por el flujo ininterrumpido del tráfico aéreo. Hubo una efímera ZAD2 en Gonesse, pronto seguida de otras. Miles de artesanos que trabajan en negro, otros miles de repartidores sobre-explotados. Hay una de las tasas más altas de beneficiarios del RSA3, prostitución juvenil, yonkis, tráfico de innumerables drogas, jóvenes estudiantes y precarios que no pueden pagar un alquiler en París, jóvenes autónomos que conspiran compartiendo pisos y okupas. Hay una práctica del hurto, crónica y masiva, en los supermercados. Hay cementerios con parcelas musulmanas y judías… Hay vestigios de sindicalismo que se descompone como por todas partes. Hay dos carreteras nacionales que eran llamadas los caminos de Flandes y Alemania por los que llegaron los prusianos para rodear París en 1870, antes del levantamiento de la Comuna. Hay laberintos de autopistas bárbaras usadas por millones de coches y camiones junto a viviendas. Hay los Cuatro Caminos de Aubervilliers y el puente de Bondy con tasas de contaminación demenciales. Hay bloques de viviendas diseñados por arquitectos psicópatas. Un sin fin urbanizaciones aisladas. Hay paisajes urbanos que se vuelven hermosos de lo feos que son. Hay, como no, el Gran Premio y los Juegos Olímpicos 2024 con sus estragos en curso y por venir… Y en medio de todo esto, contra todo esto, entre las partes de este mosaico que es Seine-Saint-Denis, hay pasajes.

Y es aquí donde una multitud de iniciativas han tenido y aún tienen lugar. Que encuentran su origen en el ethos de la autonomía política, pese a su maraña ideológica deprimente, con cantinas y brigadas de solidaridad populares, rondas de ayuda a migrantes, ocupaciones ilegales de edificios. O que provienen de innumerables iniciativas de habitantes sin asignación política o incluso “comunitaristas”, así llamadas por el poder para mejor descalificar la posibilidad de encuentros improbables que allí se tejen.

Se dibuja un paisaje comunal. No hay que dudarlo. Y rompe las supuestas identidades de clase o “raza”. En este sentido, este paisaje es profundamente hostil a las políticas de representación. ¿Hay que lamentar las ridículas tasas de participación en las elecciones en este departamento?

Y aunque esta pasión comunal no está desprovista de cierta melancolía con respecto a lo que se perdió y que tan cómodo creíamos –incluyendo, principalmente, el contrato implícito, en las coordenadas de la economía, que exigía la aceptación de la explotación a cambio de un “proyecto de vida” trazado por las instituciones-, de repente, se afirman con rabia o ternura el intercambio, la ayuda mutua y las luchas. Y entonces surge la sorpresa ante inestimables encuentros por los que se entrelazan una multiplicidad de mundos. Aquí la ética se vuelve etopoiética: maneras de habitar un mundo y de remitirnos a lo que nos une a él. Un nuevo sentido del deber inmanente a la comunidad cobra forma. Diría que en Seine-Sain-Denis, más que en otros lugares, paradójicamente, no se trata de encontrar sujetos sociales moribundos para repensar la política, sino de las formas de instauración de diversos aspectos de la “comunión” que revivifica lugares en que podemos encontrarnos. Uno de los posibles porvenires de esta comunión es el del comunero.

Has creado con varias personas, desde inicios del 2020, un espacio de encuentros (que también se apoya en un sitio de internet), de puesta en común, intercambio de experiencias, un espacio para nada estático, en constante reconfiguración en cuanto a sus métodos, objetivos, donde varias luchas, varios experimentos colectivos, primero arraigados en Ile-de-France, a menudo intersticiales, institucionales o contra-institucionales a veces, circulan y se hablan. Vamos a abordar lo que ha dado lugar a esta tentativa y lo que hace, en el sentido más concreto del término. Pero antes, quisiera pararme un instante en el nombre que le has puesto: Los Comunales. Tras esta palabra, hay un palpable distanciamiento de otros conceptos y proposiciones, teóricas y prácticas, que se han reactivado desde hace treinta años, si bien marginalmente, la esperanza comunista. Los comunales no son ni la comunidad, ni los comunes, ni siquiera lo común, tampoco el municipio. ¿Por qué rescatar este término hoy en su mayoría en desuso?

Comuna, comunalismo, lo común, “hacer comuna”, chalecos amarillos comunalistas, ¡hasta extravagancias como Paris en común…! Estos términos proliferan desde hace un tiempo y nos dicen algo de nuestra época y tal vez del fracaso de los viejos paradigmas de la política de emancipación. No pretendo hacer el análisis. Ni estar en condiciones de desenmarañar sus genealogías y formas de actualización. Me limitaré a recalcar que los comunales, históricamente, eran porciones del territorio (pastos, setos, bordes de caminos, charcas, landas, ríos…) que no eran objeto de codificación por el derecho en términos de propiedad, aunque pudieran pertenecer a dominios señoriales. O entonces, hay que hablar de un derecho consuetudinario. Por otra parte, vemos surgir, desde hace varios años, una potente corriente de estudios que se inspiran en ellos para reinventar el derecho bajo el signo de usos y costumbres como regulador de formas de vida y coproducción inmanentes a normas y valores propios de la comunidad. Los comunales eran pues “lugares” definidos por una imbricación de usos dispares. Así, podemos decir que lo “común” de los comunales resulta de la coexistencia de prácticas. Sabemos lo que siguió con el movimiento de los cercamientos… Se trata pues, en cierto modo, de reactivar esta historia.

Pero hay otra cosa que me parece importante destacar en esta época de la desmedida que ha vuelto la Tierra tan minúscula. De las descripciones de los antiguos comunales se desprende otro aspecto: sus usos se regían por el sentido de la sobriedad, lejos de las lógicas de acumulación (de ahí una de las justificaciones “morales” del proceso de cercamientos: ¡la improductividad de los comunales!). Hay en los comunales un sentido de la “proporcionalidad” tal y como la entiende Ivan Illich en sus teorizaciones acerca de la convivialidad.

Si en los comunales hay ausencia de propiedad, en cuanto posesión exclusiva y excluyente, respaldada por actas o títulos jurídicos, no hay, sin embargo, ausencia de apropiación. Reformulémoslo con las palabras de David Lapoujade en Las existencias menores: “apropiar” es dar propiedades a relaciones y con ello, “intensificar existencias”. De tal o cual manera. Y por ahí renovar la cuestión de la autonomía: los modos de existencia, que sólo pueden ser formas de coexistencia, nos indican que la autonomía, paradójicamente no es más que formas de interdependencia situadas entre seres que luchan encarnecidamente contra la heteronomía abstracta impuesta por las instituciones del gobierno.

Dicho de otra forma, habría que partir del siguiente postulado: el mundo común no preexiste a la experiencia que se hace de él. Esto también significa que lo común resulta de prácticas de comunización. Por otro lado, no podría confundirse con la abstracción de un bien público que siempre resulta de dispositivos de gobierno y de sus distribuciones sociales. Aún menos podría identificarse con un interés general que mal podría no coincidir con la empresa de separación en que la economía y su gobierno son su expresión. Ni instituciones de un común ya dado ni legislaciones superiores. Sólo formas de compartir y alianzas, formas de organizarse, obligaciones recíprocas construidas paso a paso, poco a poco, en situaciones particulares.

Tal vez convendría decir unas palabras sobre el origen de la experiencia de los “Comunales”.

Durante tres años, Los Laboratorios de Aubervilliers (¡una institución!) acogieron un ciclo de encuentros llamado “Prácticas de cuidado y colectivos”, luego “¿Qué autonomías?”. Se pretendía suscitar un cruce de experimentos en torno al cuidado, en, fuera, en las fronteras de las instituciones, o en conflicto con ellas. Estos encuentros convocaban los mundos de la psiquiatría, la enfermedad somática, los usos de las drogas, trabajadores y trabajadoras sexuales, nuestra relación con plantas y tierras urbanas… Así, acogimos a grupos de ayuda mutua (GEM por sus siglas en francés), a miembros de la red escuchantes de voces (REV), a seguidores de alternativas a la psiquiatría como l’Autre lieu de Bruxelas, a grupos de auto-sostén a usuarios de drogas como ASUD, a colectivos de trabajadoras sexuales como Roses d’Acier, al instituto de investigación Dingdingdong acerca de la experiencia de la enfermedad de Huntington, a electrosensibles, a colectivos médicos que intervienen en contextos de violencia policial, a artistas que actúan junto a niños en entornos escolares, a experiencias de hospitalidad para con los migrantes. También hemos suscitado el intercambio de investigaciones en marcos más académicos entorno a la genealogía del dualismo occidental, la vuelta a experiencias históricas de autonomía política, los intentos de redefinición del comunismo, los acercamientos pragmáticos en los campos de la filosofía, el resurgimiento de prácticas espirituales a partir de investigaciones antropológicas sobre el neo-chamanismo, estudios históricos sobre los estragos ambientales y nuevas formas de gobernabilidad que suscitaron… Este proceso concluyó, con el apoyo de los Laboratorios de Aubervilliers, en un libro colectivo, Itinerances, publicado por Éditions Divergentes, en 2018.

La experiencia de los Comunales nació a principios del 2020 como prolongación de este proceso. De entrada, se inscribía en la perspectiva de intensificar estos vínculos, de seguir con el intercambio de investigaciones múltiples, de potenciar iniciativas heterodoxas con respecto a las instituciones. Con los comunales, se trata de hacer consistir, por coalescencia, esta trama de amistades, complicidades, alianzas entre experimentos colectivos concretos e investigaciones. Algunas se arraigan en territorios, otras toman más la forna de dispositivos “nómadas”, unas y otras suscitan nuevas configuraciones. Queremos estar atentos a los procesos de emergencia de nuestras experiencias por heterogénesis, es decir, a partir del encuentro entre maneras particulares de hacerlas existir. Esto también implica considerar los entornos institucionales. Los conflictos que se abren con las instituciones. O a veces, formas de alterarlas creando alianzas. Es inútil imaginar que vamos a prescindir, de la noche a la mañana, de la psiquiatría, de los universos asistenciales, de todo un plan de “servicios públicos” que van tirando… Por consiguiente, hay que, en la medida de lo posible, obligar a la institución a ser porosa a experimentos disidentes. Esto implica que puedan darse procesos de “desidentificación” -actores del cuidado y de la asistencia institucional, si retomamos los ejemplos ya mencionados- así como formas de desasignación de la experiencia de los “usuarios” en los sitios que les son acordados.

Al respecto, partiré de un presupuesto: necesitamos profundas rupturas “políticas”, pero no podremos, de ninguna manera, prescindir de transiciones técnicas. Debemos situar las técnicas para salir del cuadriculado infraestructural de las redes tecnológicas y del engranaje de las instituciones estatales que componen las distribuciones sociales a partir de técnicas de por sí basadas en la subordinación. Llamemos a esta transición creación de “comunes” técnicos. Debemos hacer surgir lo que Yuk Hui llama las cosmotécnicas con respecto al mundo tecnológico (técnicas situadas, con sentido de la proporcionalidad con respecto a la comunidad) así como los comunes de los servicios públicos (comunes de la salud, de la psiquiatría, dispositivos de mutualismo frente a la fragilidad de las existencias). Así, esto concierne tanto al psiquiatra como al médico, al mecánico de coches como al técnico informático, al ingeniero agrónomo como al campesino. Hacer consistir prácticas de cooperación es una cuestión sumamente técnica. Siempre se trata de técnicas situadas, que hacen posible la transmisión y la reactivación de herencias que de este modo permiten la continuidad de experiencias colectivas.

A diferencia de los proyectos comunalistas programáticos y sus versiones municipalistas, no partimos de presupuestos dados instituyendo un programa “político” aplicable a cuadrículas administrativas del territorio, ellos mismos ya organizados. Si algo del género de lo político surge en esta aventura, es como política de la experiencia. Añadamos que la parte agnóstica de la experiencia, de la que por supuesto no queremos desentendernos, es precedida por maneras de hacer presentes esos modos de existencia. Así, la “comunidad” de los Comunales, no es la de un colectivo reunido por algunas ideas políticas, sino ante todo la constelación de intervenciones que nacen de una pluralidad de lugares y que en ellos tejen una trama de interdependencias. Con los Comunales, propongo huir de los escenarios en que nos volvemos jueces de la buena radicalidad; y además, no aceptar como una evidencia la disociación con respecto a lo que el Estado llama violencia (manifestaciones que desbordan, ocupaciones, bloqueos, sabotajes…) para enmascarar mejor el monopolio que se le concede a la suya. Entre uno y otro extremo, cada quien se las arregla con sus convicciones.

Es a partir de esta lógica de puesta en constelación que los “campos” de investigación han tomado forma. La hospitalidad para con los migrantes, el cuidado, los universos de la psiquiatría y la precariedad, el interés por el cultivo de tierras urbanas y las prácticas populares de subsistencia componen los Comunales. Prestamos especial atención a la fragilidad, a la vulnerabilidad, tanto de humanos como de no humanos en sus maneras relacionales de habitar los lugares. Sobra decirlo: interesarse por cualquiera de estos “campos” artificialmente delimitados también supone, inevitablemente, transversalizar una multiplicidad de experiencias. Llamamos a esto “canteras” en las que cohabitan técnicos del cuidado psicológico o somático, trabajadores sociales, botánicos, jardineros, amantes del bricolaje, “usuarios” de las instituciones, urbanistas, arquitectos, geógrafos, antropólogos, historiadores, investigadores de ciencias “duras”, sociólogos, filósofos, artistas, miembros de colectivos en lucha… Claro que hay que decir que quienes se embarcan en estos experimentos, intervenciones, luchas, no han esperado por los Comunales… Estos juegan un papel de enredadera y apertura de lo que se inventa. Inevitablemente, estas dinámicas de intercambio suscitan nuevas creaciones y otros campos de intervención… Por ejemplo, estamos llevando a cabo la creación de una “mutua salvaje” para encarar situaciones de extrema precariedad y apoyar experiencias de autonomía colectiva.

Así, hay encuentros regulares entorno a tal o cual cantera. También se proponen otros momentos públicos para dar cuenta de nuestros trabajos de investigación y comunicación. Se ha organizado un ciclo de presentaciones de investigaciones más académicas (en apuros por la situación epidémica). Tenemos un sitio en internet para compartir material: escritos, entrevistas, audios o videos. Cabe añadir que un conjunto de lugares dispares, situados sobre todo en el noreste y en las afueras parisinas, principalmente en Seine-Saint-Denis, nos ofrecen su hospitalidad. Lugares que traen consigo su propia constelación de vínculos…

Se elabora todo un saber colectivo, de experiencia en experiencia, de cantera en cantera, de reunión en reunión, sobre los obstáculos, los riesgos, las trampas encontradas por los diferentes actos colectivos que forman parte de los Comunales, en el cuidado, la hospitalidad, las luchas ecológicas arraigadas en las metrópolis, etc. En la mayoría de las experiencias, partidarias o no, este saber se mantiene oral, es traído por personas particulares, su transmisión es frágil y a veces, está reservada a unos pocos, o es difícil de escribir. Con estos intercambios, su sitio internet, sus actividades, la agrupación de los Comunales parece en medida de transcribir esos saberes de uso y de hacerlos circular. ¿También es lo que llamas “investigación” o “cartografía”, y a veces incluso, “cartografía a escala 1”? ¿Qué es una investigación para tí? ¿Y una cartografía? En un sentido más amplio, ¿cómo concibes la transmisión o la acumulación de experiencias colectivas, políticas o no? ¿Por qué la investigación y la cartografía te parecen los puntos de partida indispensables para una nueva política a la que acabas de llamar “política de la experiencia”?

Si con los Comunales se dibuja una cartografía viva es en el sentido de que no sólo se trata de lugares geográficamente ubicables, sino también de vínculos de interdependencias y reciprocidades. La particularización de esta cartografía se vuelve indisociable de la ayuda mutua, la cooperación y las alianzas que se tejen.

Quisiera permitirme un aparte ya que lo has mencionado. La cuestión de las hospitalidades nos importa sobremanera. Es por ahí que las trampas de la autorreferencialidad colectiva, del dogmatismo ideológico de los colectivos políticos o de los aspectos más limitados de la especialización pueden ser en parte frustrados. Si la hospitalidad supone acoger mundos transportados por aquellas y aquellos que vienen de otras partes, este mismo movimiento, también “obliga” a cuestionar el mundo en que se inscriben estos gestos de acogida. Entonces la cuestión que se nos plantea es la siguiente: ¿tenemos un mundo para acoger otros mundos? ¿Cuál es ese mundo? Y si no tenemos mundo, habrá que crearlo: llamemos a esto las múltiples enredaderas de la amistad. Aún podemos añadir: ¿Qué hace imposible que un mundo no pueda acoger otros mundos? También por ahí nacen las luchas.

Pero si la cuestión de la hospitalidad nos importa también es porque une íntimamente una cultura de las diferencias al rechazo de identidades como razón del colectivo. Es por lo que prefiero hablar de constelaciones en el sentido en que traen consigo regiones, zonas formativas de la experiencia que hacen posible el encuentro de heterogeneidades. No tiene nada que ver con el voluntarismo de buena persona, ni con el ecumenismo que todo lo aplasta ni con su tolerancia insípida y de fachada. Se trata de embarcarse en travesías. Y esta pasión por los otros lugares, por la itinerancia, debemos cultivarla. Esto, apuesto a que nos hace más amables y nos ayuda a conjurar la toxicidad de las identidades en los medios políticos. Algo así como la figura del partidario puede afirmarse inseparable de la amistad. Tomar partido por la hospitalidad es enfrentar el mundo que niega su posibilidad: no tenemos más que el mundo real común que fabricamos. Las palabras de Philip K. Dick, recordadas por David Lapoujade en La alteración de los mundos, podría venirnos bien aquí: la realidad, “hay que crearla, antes de que ella lo cree a usted”.

Dándole continuidad a esta cuestión, y para caracterizar mejor los Comunales, habría que, efectivamente, detenerse en cierta concepción de la investigación que tratamos de promover. En este marco, investigar es estar atentos a las maneras de particularizar una experiencia en un “aquí” aún cuando venimos de otra parte. La investigación adquiere su consistencia en la actualidad de los vínculos con otras experiencias. Cuando nos preguntamos lo que sucede en “otra parte”, es porque ésta es indisociable de nuestro “aquí”. En este sentido, el investigador acepta dejarse llevar por un conocimiento ambulante, siempre “haciéndose”, en un mundo de retazos en que hay que establecer pasajes. Deambular implica también un trabajo de traducción, un interés por las versiones, un ejercicio de tacto para contar lo que existe en otras partes, puede que transforme los lugares comunes de nuestro “aquí”. ¿Acaso no hay en toda investigación una acción de transfiguración? Los Comunales son un lugar entre otros para “regresar” con la esperanza de que no seremos los mismos que éramos antes de nuestra “partida”.

Pero la investigación es también una reactualización de nuestras herencias, las que han sido truncadas, las de las historias derrotadas y aplastadas. De este modo, hay un trabajo genealógico en marcha, lo queramos o no, en cada investigación de “campo”, hay un trabajo que orienta partidariamente las posibilidades ya contenidas en las viejas versiones. Por lo tanto, es una cuestión de reactualización. Luego de transmisión.

En resumen, este trabajo de investigación lleva en sí la posibilidad de intensificar alianzas. Y en este sentido, podemos hablar de instauración de cartografías comunales. Las cartografías no tienen sentido sin este trabajo de compromiso impulsado por las investigaciones posicionadas puestas en común, contrastadas. Somos partidarios de la multiplicidad (y esto a pesar de la aparente paradoja contenida en estas últimas palabras).

Vuelvo a la pregunta que formulé anteriormente: ¿qué matiz pretendes introducir al reivindicar el uso de la palabra Comunales en detrimento de otras fórmulas de inspiración comunista o comunalista surgidas en los últimos años?

El problema con el significante “comunismo” hoy es que, o es demasiado molecular, noético por decirlo de alguna forma, cuando se propone como programa (del que, por lo tanto, no se ve bien cómo podría escapar a la vectorización teleológica); o, en su implementación demasiado molecular, micro-político, en este caso despreciado por inofensivo frente a la brutalidad del bloque de fuerzas y operaciones de homogeneización por desagregación del capitalismo y de su brazo policial, el Estado.

Nomás quisiera insistir, contra la grandiosa tradición idealista del comunismo, éste es ante todo una cultura de sensibilidades. Si queremos hablar de comunismo, la cuestión que se plantea es la de la simpatía sensitiva. Que debería tener preeminencia sobre cualquier suplemento simbólico que le viniera de la idea. El idealismo comunista es un oxímoron, es una contradicción de términos que oculta la impotencia, o la pereza, ante el compromiso de crear formas de transindividualidad. Pero, sabemos hasta qué punto, genealógicamente, la matriz cultural de Occidente ha establecido una sobre-valoración de la idea, del concepto, de los juegos de la abstracción. En el orden de la jerarquías, siempre se prefiere a alguien “inteligente” o de agudas percepciones antes que sensible. Es desastroso. Contra todo esto, podríamos decir: el comunismo se expresa en formas de co-individuación, aunque, por otra parte, se entienda claramente que pueda ser enarbolado como una consigna movilizadora contra la acción tentacular de destrucción capitalista.

Este comunismo de practicas, el único que me interesa, quiere, claro está, nuevas formaciones sociales cuyos posibles devenires sólo me parece que puedan ser comunalistas: formas de organización que conjuran las mediaciones de la representación que nos ausentan del mundo. En este sentido, ya no sé lo que quedará entonces de lo “social” como totalización. Recordemos aquí el verso que compuso Agustín García Calvo parodiando el himno de España: “todo nunca es todo, siempre hay algo más”. Y a este más, me gustaría llamarlo “comunismo”. Lo que equivale a la fórmula que define las multiplicidades en Mil mesetas: N-1.

Insistes mucho en la transversalidad de los intercambios entre prácticas en el seno de los Comunales. Relaciones que no son evidentes o perceptibles entre experiencias colectivas se han dado a conocer por los Comunales como la contribución de los jardines obreros de Aubervilliers, no sólo al bienestar o a la alimentación de sus usuarios y vecindad, sino también al cuidado de personas en dificultad psiquiátrica o la acogida de demandantes de asilo. Hay que preguntarse por qué esta transversalidad se ha vuelto una necesidad para la política no gubernamental al mismo tiempo que un horizonte para el proyecto comunista o más bien neo-comunista. Una de las razones de lo anterior viene sin duda de la división del mundo social en esferas de actividad distintas y relativamente autónomas. Las problemáticas del cuidado, la educación, el asilo, la alimentación, la arquitectura se relacionan y a la vez son extrañas entre sí. El trabajo, la producción ya no son -si es que en algún momento lo fueron– la encrucijada unificadora a partir de la que se determinan las subjetividades y las prácticas cotidianas. Pero tal vez haya más: está lo que llamas, en algunos de tus textos, la fragmentación, en la que me gustaría que te detuvieras: fragmentación de las luchas, por supuesto, si se quiere, aunque no utilices el término en este sentido, pero sobre todo separación cada vez más grande entre individuos -es la causa de las dificultades cada vez más evidentes para hacer colectivo. Fragmentación, en definitiva, entendida como distanciamiento antes de tiempo del distanciamiento que aún vivimos en este momento: una atomización a la que acabas de hacer referencia y que es, a menudo, mas obvia en el entorno metropolitano. Pero fragmentación, también como tope a cualquier totalización, económica o estatal, como supuesto de irreductibilidad de ciertas vidas, de ciertos mundos, a estos procesos de totalización y abrasión. ¿Es por todas estas razones, muchas de las cuales vienen de la larga duración de las relaciones sociales, que se impondría hoy, en la resistencia a los efectos del capitalismo, un imperativo de transversalidad?

Primero, sobre la cuestión de la transversalidad. La transversalidad debe existir en el mismo movimiento que la fragmentación. De hecho, es un único y mismo proceso de configuración. Existen “malas” fragmentaciones: desde las mafias en el seno del poder hasta las que van tirando en cualquier espacio de relegación social, con sus formas microfascistas basadas en la búsqueda frenética del valor. No hay fragmentación sin formas asociativas. Pero en el mundo tal y como está, la primera es la condición de las segundas. Este es el planteamiento que quisiera proponer. Según entiendo, no puede haber nuevas formas de cooperación, de ayuda mutua sin profundos movimientos de destotalización del mundo de la mercancía del que el Estado es supletorio. Tanto más que el pastoralismo estatal, que se justificaba con un contrato social cuyo envés es la subordinación a las instituciones del gobierno, se está derrumbando por todos los lados, incluso en los países con las más sólidas tradiciones de Estado de Bienestar.

La transversalidad no es un movimiento que va de un punto a otro. No se trata de “atravesar” sino de luchar contra la verticalidad de las estructuras jerárquicas suscitando, en el camino, influencias mutuas entre experiencias. Cuando situaciones diferentes se ponen en contacto, en resonancia, pueden surgir oportunidades de encuentros que modifican la consistencia interna de una experiencia (inclusive, de la experiencia institucional, ¡seamos optimistas!). La transversalidad activa la producción de versiones contra las lógicas de interpretación que generalmente funcionan por temas, “ideas fijas”, saberes instituidos, que supuestamente dicen la verdad, por todos los lados, totalmente indiferentes a la particularidad de cada situación.

Se trata pues de un trabajo de procesualización, retomando un planteamiento apreciado por Guattari, para salir de los universales autorreferenciales “limitados” por los saberes ya fundados (no podemos interpretar sin un saber que preceda la experiencia). En otras palabras, los términos no pre-existen a su posible relación. O mejor aún, los términos de una relación pertenecen a la relación. Es por lo que me gusta considerar el gesto terapéutico no como habilidad respecto a un asunto, sino como el cuidado que prestamos a relaciones situadas, de las que el terapeuta hace parte. Por su cuenta y riesgo. El “paciente” como tal no existe hasta su encuentro con el terapeuta. De este modo, los saberes clínicos pueden desprenderse de la ganga de lo ya fundado que los hace prisioneros de una ansiosa verificación. Isabelle Stengers en La voluntad de hacer ciencia decía: la terapéutica es una ciencia operatoria en que el técnico es atrapado, al igual que el paciente, en movimientos de influencia mutua. La terapéutica es producción de diferencia: hace diferir los modos relacionales. Lo demás, a mi parecer, es ideología enmascarada de metapsicología.

Volvamos al campo de lo que compartimos en el seno de los Comunales. ¿Qué interés puede tener la hospitalidad para con los migrantes, los locos, más allá de su aspecto compasivo? (Y es inestimable). Lo que nos importa, también es el rechazo a la adscripción a un estatus de migrante, de exiliado, de loco, con sus espacios identificados. Es interesante que el huésped, al menos en su acepción francesa, es tanto el que acoge como el que es acogido. Recordemos con Ivan Illich (El origen cristiano de los servicios) que la hospitalidad degeneró históricamente en hospitalización. Hospitalidad, en su etimología, no está lejos de la noción de hostilidad. Nunca estamos lejos del pavor ante el extranjero. Lo que aquí nos interesa es que el migrante, el loco, en su extrañeza, también son vectores de pasajes que redibujan el paisaje del mundo en que vivimos. Incluso es por los ojos del extranjero que podemos ver “nuestro” mundo.

Pongamos un ejemplo, hay una “okupa” en Ivry en que viven varias decenas de migrantes, entre los cuales jóvenes exiliados. Es el viejo almacén de una empresa china abandonada tras unos controles aduaneros. En un contexto repugnante de expulsiones en serie en campos de refugiados. Primer confinamiento con espacios urbanos abandonados. Algunas personas ligadas a colectivos de apoyo a migrantes hacen un llamado al hospedaje solidario. Decenas de migrantes son acogidos en apartamentos vacíos debido al éxodo urbano. Se acaba el primer confinamiento, relativa vuelta a la normalidad. Aquí nace la iniciativa de ocupar un lugar llevado por colectivos y redes de amigos. Los Comunales se interesaron por esta iniciativa que trae consigo una constelación de vínculos con otras iniciativas de solidaridad y lucha. Nuestra participación, entre otras, contribuyó a combinar nuevos vínculos, nuevas cooperaciones que se despliegan a través de prácticas urbanas de ecología, dispositivos de acogida para personas pendientes de trámite, iniciativas de profesores universitarios que acompañan a exiliados, colectivos de asistencia familiar y psicólogos de la ASE4 de Seine-Saint-Denis que llevan comida y se encuentran con exiliados que frecuentan la okupa, también los terceros lugares, teatros que proponen acogerles, acompañarles, “apadrinarles”… Y un día surge, por parte de quienes se han dedicado a esta okupa, la idea de tejer vínculos con una residencia de ancianos que linda con la okupa para cultivar los espacios verdes del edificio y dedicarlas a formas de horticultura. Y además, la idea de crear una conservería partiendo del reciclaje de alimentos, lo que nos afianza en la decisión de una “mutua salvaje” para apoyar procesos de este tipo, con una base cooperativa. Otros colectivos se han unido a esta iniciativa ofreciendo su saber hacer… Y así sucesivamente. Todo esto redibuja un nuevo paisaje. Todo esto prefigura nuevas potencias ingobernables.

Un punto decisivo aquí es apreciar la diferencia entre lo que hace este imperativo de transversalidad -en el sentido de lo que provoca– a diferencia de las consignas políticas habituales de “convergencia de luchas” o en relación al fantasma -que siempre resurge en periodo de elecciones nacionales– de fabricación de una nueva hegemonía sintetizando programas o buscando un significativo-maestro unificador. Recuerdo a una compañera que exclamaba riendo en una de las reuniones de los Comunales: “Todo el mundo odia la convergencia”. ¿Acaso no hay en estas diferencias, maneras irreconciliables de concebir la política (a la izquierda) o una política de izquierda?

Volvamos al tema de la fragmentación. Se trata de proceder por bricolaje. Bricolaje, ingenio, ruptura con o alteración de los espacios institucionales pero también prefiguraciones comunalistas. Lo peligroso en los programas de izquierdas (de ahora en adelante, también podemos hablar de reciclaje del izquierdismo en el comunalismo), es que operan por identificaciones previas de sujetos sociales; como si éstos, más allá de su estatus de víctimas (de la explotación, del racismo, del sexismo, etcétera), tuvieran que ser siempre emancipados, una y otra vez. Como si necesitáramos recurrir a nuevos guías para hacerlos “converger”. Así son los pastores de izquierda, claro. Incluso “autónomos”. Supone olvidar que lo que es consustancial a la izquierda es perseguir la coincidencia entre lo que debería permanecer indefinido, y que sin embargo, se empeñan en definir, el “pueblo”, con el gobierno. En cuanto se empieza a definir al pueblo, es que se quiere gobernar. Aunque esto pase por la fantasía de un autogobierno con toda la maquinaria de auto-identificación especular que lo acompaña. Se recurrirá entonces a abstracciones como “las mujeres”, “los extranjeros”, “los jóvenes de los barrios”, “los racializados”, “los funcionarios”, “los obreros”, y qué sé yo, mientras sean supuestos sujetos sometidos… O sujetos porque son sometidos… ¡Bienvenida la asfixia! ¡Bienvenido el ambiente de asambleas que juntan a estos sujetos y sus identidades rivales! Entonces, frente al ahogamiento de los sometidos entre ellos, interseccionalmente sometidos, se convoca fantasmalmente la esperanza de los levantamientos. Pero cuando llegan, los izquierdistas se quedan petrificados ya que la composición de los levantamientos es ininteligible en vista de las categorías evocadas. Además, a menudo hay violencia. En cualquier caso, siempre prematuro, inmaduro o irresponsable o amenazando la famosa convergencia de las luchas de “la mayoría”, etc.… Y así va el mundo de los izquierdistas y de los autónomos poseídos por ideas…

Varias de las experiencias que se piensan y transforman en los Comunales mantienen relaciones, como todos nosotros en realidad, con las instituciones públicas y a menudo con el Estado. ¿Cómo definir esta relación particular con el Estado que intenta acondicionar un nuevo espacio situado a la vez, como ya te escuché decir en reuniones, en las instituciones y fuera de las instituciones? Así, hablas de una doble determinación de lo común con respecto a lo público: por un lado, heredar; por otro, alterarlo. ¿Y cómo situar de ahora en adelante esta postura muy vinculada, según yo, a la configuración estatal francesa (o europea), con respecto a las utopías por una democratización radical de los servicios públicos o de su transformación en común(es)? La escuela, la salud, el urbanismo, la producción de energía o de alimentos para todas y todos y por todos y todas, pero apoyándonos en lo que queda del Estado en estos campos, más que librándonos integralmente de ellos, como en el fondo, nos invita a hacerlo el neoliberalismo ordinario: en definitiva, ¿no sería esta la utopía realista y anticapitalista de nuestro tiempo? ¿Y cuál sería por consiguiente la contribución de los Comunales o de una federación de comunales a tal escenario o tal figuración del comunismo?

Es en este sentido que hay que hablar una y otra vez de configuraciones entre rupturas y transiciones. Y esto también incumbe a las instituciones. Debemos reapropiarnos de nuestras maneras de hacer existir experiencias comunes, de sus formas de transmisión. ¿Cómo ignorar entonces lo que llamamos “servicios públicos”? Ya sea para sabotear frontalmente las instituciones, ya sea, a veces para alterarlas… En cuanto a los servicios públicos, quisiera añadir unas palabras. Hay en su seno una especie de fantasma: el de la evidencia insuperable de la cadena de mando. Los “agentes” de los servicios públicos no se dan cuenta de que ya son autónomos, que comparten valores comunes, que tienen su propio sentido del deber sin el mandato de sus superiores, que cuidan las vulnerabilidades, que despliegan formas de cooperación sin órdenes dadas por jefes jerárquicos, y más bien contra éstos. Esto ya es operativo en el seno de los servicios públicos.

Decía en otro lugar, que las insurrecciones llegan y se van mientras que las revoluciones insisten. En las actualizaciones revolucionarias, debemos estar armadas. Y esas armas (¿Cómo imaginarlas hoy de otra manera? Son las de la desmovilización, la renuncia, la desconexión. Pero también, positivamente, las de la creación, las amistades y la cultura del cuidado. Somos capaces de nuevos deberes, lo que nos plantea la cuestión de la producción de normas, de nuevos valores. Cuando hablamos de las figuraciones del comunismo, me encanta esta expresión, no podemos dejar de lado la cuestión de los valores compartidos.

A propósito de esto, en otro registro, Pierre Macherey, en un importante texto que me gusta recordar (Por una historia natural de las normas), nos dice: el problema con las normas está en adosarlas al “gran mito originario”. El problema está en llevar las normas a la misma ley, “estableciéndola como una esencia inalterable y separada: como si la norma tuviera valor en sí, pudiendo ser medida al precio de una interpretación, como si la verdad se mantuviera a la zaga de sus efectos, no desempeñando éstos más el papel de síntomas”.

Lo que caracteriza las normas es su productividad y su inmanencia. Es la relación de pertenencia a la comunidad particular y no a una comunidad humana genérica lo que permite considerar la norma como el lugar de efectuación de lo transindividual. Añadiría: como el lugar de producción de morales inmanentes a la comunidad, pero a condición de que ésta mantenga abiertas las vías hacia afuera para evitar las subjetivaciones autorreferenciales. Para esto, hace falta que la comunidad sea contantemente apremiada por otras configuraciones que las que la hacen consistir en apariencia, y sólo en apariencia, como identidad. Así, la norma es el lugar de producción de sedimentación de “valores” en perpetua transformación. También es el lugar de la transmisión. Y contra los valores de depredación, las formaciones sociales paranoicas hechizadas por el temor de la intrusión, ¿qué otras armas que la ayuda mutua y la reciprocidad? ¿Por qué nos extraña que encontremos en la cooperación la alegría de no ser condenados a ser nosotros mismos, de poder convertirnos en otra cosa que lo que ya somos? Esta cooperación ya es una conspiración.

Y si el valor de la conspiración es lo más vivo que hay en la historia cumplida del comunismo, contra su ideología, es porque reúne en sí el combate y la amistad. Pero esta conspiración también es una conjuración sin fin: hay que conjurar las formas que ya están aquí y las que están por venir de las máquinas de gobernar. El resto, es decir, el formalismo organizativo comunal, ver su indispensable federalismo, retomando las viejas palabras comuneras, vendrá por añadidura. Cada geografía física y existencial, terrestre o celeste, tiene sus historias y herencias que configuran sensibilidades comunes y maneras de habitar territorios vividos.

Me gustaría acabar con las palabras de un filósofo español, un antepasado que me era desconocido. Hablo de Agustín García Calvo, al que ya evoqué, y que proponía en 1977 en su conclusión de Qué es el Estado, deshacernos de su realidad ideológica tanto como de las teleologías revolucionarias. Empezaba así:

Por nuestra parte (y no sé de quién hablo)…”. Para luego seguir:

(…) reconociendo el carácter real de la idealidad del Estado que vive en nosotros, nos habíamos puesto a describirlo y a intentar desvelar su definición y sus condiciones, por si en vez de acabar reducidos a no ser más que un nuevo elemento de la Cultura y un nuevo aporte al total de la Ideología, podía servir de aventura para desmontar de una u otra manera, destapándolo bastante, el aparato ideológico del Estado, parte necesaria de su Realidad. Pero que esto pueda ocurrir de una u otra forma o más de una forma que de otra, claro está, no lo sabemos y nadie puede asegurarlo: veremos qué dice, como dice la gente; dejémosle decir, dicho de otro modo, hacer lo que se pueda.” (Subrayamos).

Dejaremos a otros las fábricas de gas de un mundo postrevolucionario (comunalista, municipalista…, o lo que se quiera). Nos quedamos por ahora atados (“y no sé de quién hablo”) a nuestras realidades que se hacen contra lo real del Estado en sus monstruosas nupcias con el capitalismo.

Pantin-Les Lilas, solisticio de verano 2021


Texto original en francés: lundimatin. La traducción al castellano para Comunizar fue realizada por el Colectivo Propalando.


Notas:

PMI, Protection Maternelle et Infantile. Protección Maternal e Infantil.

ZAD, Zone À Défendre, Zona A Defender.

RSA, Revenu de Solidarité Active, Renta de Solidaridad Activa.

ASE, Aide Sociale à l’Enfance, Ayuda Social a la Infancia.

 

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