El Realismo Capitalista como trabajo onírico y desorden de la memoria

 

Escrito con las secuelas de la crisis económica de 2008 todavía frescas —entre ellas, el masivo rescate por parte de los Estados del sistema bancario—, Realismo Capitalista rezuma el malestar y la rebeldía ante un escenario de cierre sistémico en el que el fin de la historia anunciado desde al menos 1989 condujo a la asunción casi generalizada de que no hay alternativa al capitalismo. Este cierre secuestra la esperanza misma, la dificultad para imaginar un nuevo escenario cultural y sociopolítico. El eco del viejo y conocido eslogan de Margaret Thatcher, «There Is No Alternative» [No hay alternativa], situó al liberalismo económico, y con ello al libre comercio y la desregulación del mercado, como el mejor y único modo para el desarrollo de las sociedades modernas. Es por ello que Jameson —una de las voces más persistentes aquí junto con la de Slavoj Žižek— escribió en Las semillas del tiempo su famosa frase: «parece que hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo». Este pesimismo en el diagnóstico —exacerbado por la inercia gravitatoria y por la complicidad del neolaborismo británico y la socialdemocracia con la coyuntura imperante— adquiere en el presente trabajo cierto sentido de urgencia epocal. 

 

«Si pudieras ver la yuxtaposición de dos realidades distintas»: El Realismo Capitalista como trabajo onírico y desorden de la memoria

 

«Ser realista» alguna vez significó estar a tono con la realidad experimentada como algo sólido e inmóvil. El realismo capitalista, sin embargo, implica que nos subordinemos a una realidad infinitamente plástica, capaz de reconfigurarse en cualquier momento. Estamos frente a lo que Jameson, en el ensayo «Las antinomias de la posmodernidad», llamó «un presente puramente fungible en el que el espacio y las psiques pueden reprocesarse y rehacerse a discreción». La realidad de la que estamos hablando es parecida a la multiplicidad de un menú de opciones disponible para un archivo digital en el que ninguna decisión es conclusiva: siempre son posibles las revisiones y en cualquier momento se puede volver a un momento anterior de la historia del archivo. El gerente medio al que hice referencia en el capítulo anterior hacía una especie de arte de esta adaptación a una realidad «fungible».

Aseveraba con toda la confianza un relato lleno de optimismo sobre el instituto y su futuro, sobre qué resultados podrían tener las inspecciones, sobre lo que estaban pensando los de arriba, etc. Y al día siguiente, literalmente, con total desparpajo, nos lanzaba una afirmación por completo contraria. No se trataba de ninguna manera de repudiar sus dichos previos; más bien parecía no acordarse de haber propuesto otra versión de las cosas en el pasado inmediato. Supongo que eso es precisamente una «buena gerencia». También es quizás la única forma de mantenerse en buena salud en medio de la inestabilidad del capitalismo. Digamos que este gerente era entonces un modelo radiante de salud mental: de todo su ser se desprendía la bonhomía fraterna de quien repite «buenos días, señorita, buenos días tenga usted» al cruzarse con alguna profesora. Solo es posible mantener tanta alegría con una ausencia casi total de reflexividad crítica y con una capacidad interminable, como la que tenía este hombre, para aceptar de modo cínico cualquier directiva de la autoridad burocrática. El cinismo de la aceptación es lo esencial: de ella depende la preservación de la imagen del izquierdista de la década de 1960, el viejo izquierdista que «no cree realmente» en el proceso de auditorías que al mismo tiempo hacía cumplir con pulcritud. Este desplazamiento obedece a la distinción entre la actitud subjetiva interna y el comportamiento exterior a la que ya me he referido. En su actitud subjetiva interna, el gerente es hostil, incluso contestatario en su perspectiva sobre los procedimientos burocráticos que supervisa; pero en su conducta exterior, es perfectamente complaciente. En simultáneo, entre los trabajadores, es el desapego subjetivo de las tareas de auditoría lo que les permite seguir haciendo un trabajo insensato y desmoralizante.

La capacidad del gerente para pasar sin fisuras de un plano a otro de la realidad me recordaba el libro La rueda celeste de Ursula Le Guin. La novela trata acerca de George Orr, un hombre cuyos sueños literalmente se vuelven realidad. Al estilo del mejor cuento de hadas, a medida que se cumplen sus deseos el relato se vuelve traumático y catastrófico. Por ejemplo, cuando el Dr. Haber, el terapeuta de Orr, lo induce a soñar con una solución para el problema de la sobrepoblación, el protagonista se despierta en un mundo en el que millones de personas acaban de morir por una plaga. En su lectura de la novela, Jameson describe esta plaga como «un evento hasta ese momento inexistente que rápidamente encuentra lugar en nuestra memoria cronológica del pasado reciente». Gran parte de la eficacia de la novela radica en cómo se plasman estas tabulaciones retrospectivas cuya mecánica nos resulta a la vez tan familiar (porque la ejercitamos cada noche, al dormirnos) y tan extraña. ¿Cómo podríamos creer en relatos sucesivos o coextensivos que se contradicen de modo tan obvio? Y sin embargo, por Kant, por Nietzsche y por el psicoanálisis, sabemos que estar despiertos es una experiencia que depende de múltiples relatos, tantos como los que caben en el sueño. Si lo Real es insoportable, cualquier realidad que seamos capaces de construir no será más que un tejido de inconsistencias. Lo que diferencia a Kant, Nietzsche y Freud del cansador cliché de que «la vida es sueño» es el sentido de que dichas fabulaciones son consensuadas. La idea de que el mundo en el que vivimos es una ilusión solipsista que se proyecta desde el interior de nuestra mente nos resulta consoladora más que perturbadora: es una idea conforme a nuestras fantasías infantiles de omnipotencia. Pero en cambio, el pensamiento de que nuestra llamada interioridad debe su existencia al consenso ficcionalizado siempre tiene una cierta carga siniestra. Y este nivel siniestro extra es lo que registra Le Guin en La rueda celeste, cuando los sueños que tuercen la realidad de Orr son vistos por otros: el terapeuta Haber, que intenta manipular y controlar la capacidad de Orr, y la abogada Heather Lelache. ¿Cómo es, entonces, vivir a través del sueño de otro que se vuelve real?

[Haber] no podía decir palabra. Lo sentía: el giro, el cambio, lo que venia.

La mujer también lo sentía. Y parecía atemorizada. Apretando una medalla contra su cuello, como si fuera un talismán, miraba todo con horror y vértigo, a través de la ventana. […]

¿Qué iba a pensar la mujer? ¿Entendería, se volvería loca, qué iba a hacer? ¿Se quedaría con dos líneas de recuerdos separadas, como le ocurrió a él, una real y una nueva, o una vieja y una real?»

¿Se vuelve loca la mujer? En absoluto: después de un momento de fuga psíquica y asombro, Heather Lelache acepta el «nuevo» mundo como el «real» y oculta el punto de sutura entre ambos. La estrategia de aceptar lo inconmensurable y lo insensato sin hacer cuestionamientos fue siempre la técnica ejemplar de la sanidad, y es una estrategia con un rol específico dentro del capitalismo tardío, en el que «todo lo que alguna vez fue» puede retocarse rápidamente, en el que la construcción y destrucción de ficciones sociales funciona a la velocidad de la producción y distribución de mercancías.

En estas condiciones de precariedad ontológica, el olvido se convierte en una estrategia de adaptación. Tomemos el ejemplo de Gordon Brown, quien encontró el modo más conveniente de reinventar su identidad política involucrando el intento de lograr una especie de olvido colectivo inducido. En un artículo publicado en International Socialism, John Newsinger recuerda cómo:

Brown dijo frente a la Confederación de la Industria Británica que «los negocios son mi sangre». Su madre había sido supuestamente directora de una compañía; «crecí en una familia en la que los negocios estaban en la atmósfera». Brown era uno de ellos, decía: siempre lo había sido. El único problema es que no estaba diciendo la verdad. Su madre debió admitir tiempo después que no se consideraba «una mujer de negocios»; apenas había realizado «algunas tareas administrativas ligeras» para una «empresa familiar pequeña», que abandonó al casarse, tres años antes de que naciera el pequeño Gordon. Ya teníamos políticos laboristas que se habían inventado un pasado obrero; Brown fue el primero en inventarse un pasado capitalista.»

Newsinger establece un contraste entre Brown y su rival y predecesor, Tony Blair, cuyo caso es muy distinto. Blair era un espectáculo extraño de mesianismo posmoderno: jamás tuvo creencias firmes de las que debiera arrepentirse luego. Brown, por el contrario, con su movimiento del socialismo presbiteriano al pináculo del laborismo, debió encarar un proceso doloroso de autorrepudio y desmentida. «Para Blair, abrazar el neoliberalismo fue fácil, porque no tenía creencias anteriores contra las que luchar», según Newsinger. «Para Brown, en cambio, abrazar el credo lo llevó a un deliberado cambio de ideas. El esfuerzo le provocó daño, es de creer». Blair era el Último Hombre de Nietzsche, por naturaleza y por inclinación; Brown tuvo que convertirse en el Último Hombre, el enano en el final de la historia, por la pura fuerza de su voluntad. Blair era aburrido e indiferente, el hombre de afuera que el partido necesitaba para volver al poder, el vendedor de humo con la cara histérica de un guasón. La reinvención imposible de Brown, por el contrario, es lo que el partido debió afrontar; su compungida risa falsa fue el correlato objetivo de un laborismo que capituló por completo frente a los imperativos del realismo capitalista: eviscerado y sin vísceras, desalmado y lleno de simulacros: simulacros que alguna vez fueron relucientes y que ahora tienen el aspecto de una computadora cuando se cumplen diez años de su fecha de lanzamiento.

En nuestras condiciones, es posible hacer un upgrade de la identidad y la realidad tanto como del software que usamos; por eso no es sorprendente que los desórdenes de la memoria ocupen el foco de la angustia cultural en la actualidad: como puede verse en la saga de Bourne, Memento o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. En los films de Bourne, la búsqueda desesperada del protagonista por recobrar su identidad va de la mano de un escape permanente de cualquier sentido fijo que pueda asumir el yo. «Trata de entenderme», dice Bourne en la novela original de Robert Ludlum:

tengo que saber ciertas cosas… lo suficiente como para tomar una decisión… pero quizás no tengo que saberlo todo. Una parte de mí tiene que poder escaparse, desaparecer si llega a ser necesario. Tengo que poder convencerme a mí mismo: lo que estaba antes ya no está más; y quizás nunca estuvo porque igualmente no lo recuerdo. Lo que uno no recuerda ya no existe.»

El nomadismo transnacional de Bourne aparece en un estilo cortado y ultrarrápido, una especie de antimemoria que vuelca al espectador al vertiginoso «presente continuo» que, según Jameson, caracteriza la posmodernidad. La trama compleja de las novelas de Ludlum se transforma en una serie de evanescentes eventos-cifra cuyos protagonistas son muñequitos de juguete que apenas si logran formar una narrativa coherente. Despojado de historia personal, Bourne carece de memoria narrativa, pero conserva lo que podría llamarse la memoria formal: una memoria de técnicas, prácticas y acciones literalmente encarnada en un conjunto de tics y reflejos físicos. Esta memoria dañada se puede parangonar con el modo de la nostalgia posmoderna que describió Jameson: un tipo de nostalgia en la que la referencia al presente o incluso al futuro al nivel del contenido oscurece la posibilidad de confiar en modelos establecidos o anticuados al nivel de la forma. Por un lado, nuestra cultura privilegia lo presente y lo inmediato: la anulación del largo plazo se extiende tanto hacia atrás como hacia adelante en el tiempo. (Por ejemplo, un tema monopoliza la atención de los noticieros durante una semana; luego se olvida). Por otro lado, nuestra cultura es excesivamente nostálgica, proclive a la retrospectiva, incapaz de generar novedades auténticas. Este rasgo del análisis de Jameson, la identificación de la antinomia temporal, puede ser su contribución más importante a la comprensión de nuestra cultura posmoderna/posfordista. «La paradoja que debemos presentar», afirma en su ensayo «Las antinomias de la posmodernidad»:

es la equivalencia entre una velocidad de cambios sin precedentes en todos los niveles de la vida social y una estandarización de todo —sentimientos y bienes de consumo, lenguaje y espacio construido— que parecería incompatible con esa mutabilidad (…) De lo que nos damos cuenta entonces es de que ninguna sociedad ha estado nunca tan estandarizada como esta, y de que la corriente de temporalidad humana, social e histórica no ha fluido nunca de un modo tan homogéneo. (…) Lo que empezamos a sentir ahora —y lo que empieza a emerger como una constitución más profunda y fundamental de la posmodernidad misma, al menos en su dimensión temporal— es que, de ahora en adelante, cuando todo se somete al perpetuo cambio de la moda y a la imagen en los media, nada puede cambiar ya nunca más.»

Este es apenas otro ejemplo de la lucha entre las fuerzas de desterritorialización y reterritorialización que, según Deleuze y Guattari, es constitutiva del capitalismo. No sería sorprendente que la inestabilidad política y económica resultara en un deseo de volver a las formas culturales familiares, así como vuelven los reflejos de Bourne. El desorden de la memoria inherente a esta situación es también la enfermedad que sobrelleva Leonard en Memento, en teoría una forma de amnesia puramente anterógrada. En este caso, los recuerdos previos al estallido de la enfermedad quedan intactos, pero los pacientes no pueden formar nuevos recuerdos en su memoria de largo plazo. Por eso lo nuevo les resulta hostil, escapadizo, imposible, y el paciente trata de refugiarse en la seguridad de lo viejo y lo conocido. La imposibilidad de formar recuerdos nuevos: una definición concisa del impasse posmoderno.

Si los desórdenes de la memoria ofrecen una analogía para los glitches del realismo capitalista, el modelo para su funcionamiento sin fisuras sería el trabajo onírico. Al soñar olvidamos, pero también olvidamos que olvidamos: las discontinuidades y lagunas quedan borradas como con Photoshop; no nos perturban ni atormentan. El trabajo onírico produce una coherencia fantasiosa que cubre las anomalías y las contradicciones. A eso se refería Wendy Brown al afirmar que el mejor modelo para entender las formas contemporáneas del poder es justamente el del trabajo onírico. En su ensayo «American Nightmare: Neoconservatism, Neoliberalism, and De-democratization», Brown desarmó la alianza tácita entre el neoconservadurismo y el neoliberalismo que formó la versión oficial del realismo capitalista hasta 2008. Brown mostró que el neoliberalismo y el neoconservadurismo tienen premisas que no solo son mutuamente incoherentes, sino directamente contradictorias. Brown se pregunta:

¿Cómo puede una racionalidad que es explícitamente amoral tanto en el nivel de los fines como en el de los medios, la racionalidad neoliberal, intersectarse con otra racionalidad que es explícitamente moral y regulatoria, la del neoconservadurismo? ¿Cómo puede un proyecto que vacía al mundo de sentido, que abarata la vida y la desarraiga, un proyecto que explota abiertamente al deseo, intersectarse con otro proyecto centrado en los sentidos fijos y forzados, en la conservación de ciertas formas de vida, en la represión y la regulación del deseo? ¿Cómo puede un modelo de gobierno basado en la empresa y en la trama social del interés privado formar maridaje con un modelo de gobierno basado en la autoridad de la Iglesia, en la trama social del sacrificio personal y la fidelidad entre padres e hijos, justamente la trama social que el capitalismo, una vez desencadenado, resulta capaz de destruir mejor que cualquier otra cosa?»

La incoherencia en el plano de lo que Brown llama «racionalidad política» no impide la simbiosis en el plano de la subjetividad política y, aunque procedan de presupuestos y guías de acción incompatibles, el neoliberalismo y el neoconservadurismo, según la argumentación de la autora, pudieron actuar juntos para minar la esfera pública y la democracia, al producir a un ciudadano que busca soluciones para sus problemas en las mercancías y no en los procesos políticos. Dice Brown:

El sujeto que elige mercancías y el sujeto gobernado no son opuestos ni mucho menos. […] Tanto los intelectuales de la Escuela de Frankfurt como Platón antes que ellos habían teorizado sobre la compatibilidad abierta entre la elección individual y la dominación política. Estos filósofos presentaron descripciones de los sujetos democráticos dispuestos a soportar la tiranía política o el autoritarismo precisamente porque están insertos en un dominio que les provee distintas opciones en el plano de la satisfacción de necesidades y que erróneamente identifican con la libertad.»

Si extrapolamos sutilmente los argumentos de Brown, podemos hipotetizar que lo que mantuvo unida la bizarra síntesis de neoconservadurismo y neoliberalismo no fue otra cosa que el espantapájaros con el que peleaban ambos, su común objeto de abominación por decirlo así: el llamado «Nanny State» y sus servicios adjuntos. Pero el neoliberalismo, aunque presume de una retórica anti-Estado, en la práctica no se opone al Estado de por sí, como lo demuestran los salvatajes bancarios de 2008, sino a un empleo particular de los fondos públicos. Al mismo tiempo, el Estado fuerte del neoconservadurismo debe limitarse a las funciones militares y policiales, y definirse contra el Estado de bienestar que, con sus subsidios y beneficios, supuestamente socava el sentido de la responsabilidad en el individuo.

 

Capítulo 7 del libro Realismo Capitalista, de Mark Fisher.


El libro completo en formato pdf se descarga aquí.


 

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