Marx predijo nuestra crisis actual –y nos muestra cómo salir de ella.

El Manifiesto Comunista previó el capitalismo mundial predatorio y polarizado del siglo XXI. Pero Marx y Engels también nos mostraron que tenemos el poder de crear un mundo mejor. Por Yanis Varoufakis

Traducción del inglés por Nayla Saenz Lopez. 

Viernes 20 de abril 2018 06.00

Para que un Manifiesto tenga éxito, debe hablarle a nuestros corazones como un poema, mientras infecta nuestra mente con imágenes e ideas que sean nuevas y deslumbrantes. Necesita abrirnos los ojos a las causas reales de los cambios desconcertantes, perturbadores y emocionantes que ocurren a nuestro alrededor, exponiendo las posibilidades con las que nuestra realidad actual está impregnada. Debería hacernos sentir totalmente inadecuados por no haber reconocido estas realidades nosotros mismos, y debe levantar la cortina de la realización inquietante de que hemos estado actuando como cómplices mezquinos, reproduciendo un pasado sin salida. Por último, necesita tener el poder de una sinfonía de Beethoven, que nos impulse a convertirnos en agentes de un futuro que termine con el sufrimiento innecesario de las masas y nos inspire con humanidad para darnos cuenta de su potencial para una libertad auténtica.

Ningún Manifiesto ha tenido tanto éxito al hacer esto como el publicado en febrero de 1848 en el número 46 de la calle Liverpool, en Londres. Comisionado por revolucionarios ingleses, el Manifiesto Comunista (o Manifiesto del Partido Comunista, como fue publicado originalmente) fue escrito por dos jóvenes alemanes – Karl Marx, un filósofo de 29 años con interés en el gourmet hedonista y la racionalidad Hegeliana, y Friedrich Engels, un hombre de 28 años heredero de un molino en Manchester.

Como trabajo para la literatura política. El Manifiesto sigue siendo insuperable, sus líneas más infames, incluyendo la de apertura (“Un fantasma está acechando Europa – el fantasma del comunismo”), tienen una calidad Shakesperiana. Como Hamlet se enfrenta al fantasma de su padre muerto, el lector es obligado a preguntarse: “¿Debería conformarme sufriendo los flechazos de la fortuna indignante conferida hacia mí por las fuerzas irresistibles de la historia, o debería unirme a estas fuerzas que se plantan contra el estatus quo y, al oponerse, nos conducen a un nuevo mundo valiente?”

Para una lectura inmediata de Marx y Engels, éste no era un dilema académico, debatido en los salones de Europa. Su Manifiesto era un llamado a la acción, y tener en cuenta la invocación de este espectro, muchas veces significó ser perseguido o, en muchos casos, un largo tiempo en prisión. Hoy en día, un dilema similar encara a la gente joven: ¿conformarse con un orden establecido que se cae a pedazos y es incapaz de reproducirse a sí mismo, u oponerse a él, a un precio personal considerable, en busca de nuevas formas de trabajar, jugar y vivir juntos? Aunque los partidos comunistas hayan desaparecido casi completamente de la escena política, el espíritu comunista que maneja el Manifiesto, prueba que es muy difícil ser callado.

Ver más allá del horizonte es la ambición de cualquier Manifiesto, pero triunfar como Marx y Engels lo hicieron, al describir con tanta precisión una era que llegaría un siglo y medio más tarde, y además analizar las contradicciones y elecciones que enfrentamos hoy, es realmente asombroso. Para fines de la década de 1840, el capitalismo estaba siendo fundado, local, fragmentado y tímidamente. Así y todo, Marx y Engels con sólo darle una buena mirada, previeron nuestro capitalismo globalizado, financiado, revestido de hierro y muy tecnológico. Esta es la criatura que llegó a ser después de 1991, al mismo exacto momento que el establecimiento estaba proclamando la muerte del Marxismo y el fin de la historia.

Por su puesto, la predicción del fracaso del Manifiesto Comunista ha sido demasiado exagerada. Recuerdo cómo, hasta los economistas de izquierda a principios de los 70’s, desafiaron la predicción crucial del Manifiesto de que el capital iba a “arrimarse en todos lados, instalarse en todos lados, establecer conexiones en todos lados”. Detenidos en la triste realidad de los entonces llamados países del tercer mundo, ellos discutían que el capital había perdido su burbujeo mucho antes de haberse expandido más allá de sus “metrópolis” en Europa, América y Japón.

Empíricamente estaban en lo correcto: las corporaciones multinacionales de Europa, Estados Unidos y Japón operando en las “periferias” de África, Asia y América Latina, estaban limitándose a sí mismos al rol de extractores de los recursos de las colonias y fallando en expandir el capitalismo en todos lados. En vez de imbuir a esos países con desarrollo capitalista (llevando a “todos, incluso las naciones más bárbaras a una civilización”), ellos discutían que el capital extranjero estaba reproduciendo el desarrollo de los países subdesarrollados del tercer mundo. Era como si el Manifiesto hubiera puesto demasiada fe en la habilidad del capital para expandirse en cada rincón. La mayoría de los economistas, incluso los simpatizantes de Marx dudaban de la predicción del Manifiesto de que la “explotación del mercado mundial” le daría “un carácter cosmopolita de producción y consumo en todos los países”.

Como resultado, el Manifiesto era correcto, aunque tardío. Llevaría el colapso de la Unión Soviética y la inserción de dos billones de trabajadores chinos e indios en el mercado de trabajo capitalista para que su predicción se reivindicada. De hecho, para que el capital se globalice totalmente, los regímenes que prometieron lealtad al Manifiesto deben primero romperse en pedazos. ¿Ha procurado alguna vez la historia una ironía más deliciosa?

Cualquiera que lea el Manifiesto hoy, se sorprenderá al descubrir una imagen de un mundo muy parecido al nuestro, tambaleándose con miedo al borde de la innovación tecnológica. En la época del Manifiesto, era de la máquina a vapor la que representaba el mayor desafío a los ritmos y rutinas de la vida feudal. Los campesinos fueron reemplazados por tuercas y ruedas de esta maquinaria y una nueva clase de maestros, los dueños de fábrica y los mercaderes, usurparon el control que solían tener los terratenientes sobre la sociedad. Ahora, es la inteligencia artificial y la automatización que se avecina como una amenaza perturbadora, prometiendo desechar “todo lo arreglado, con relaciones rápida y frías”. “Constantemente revolucionando… instrumentos de producción”, el Manifiesto proclama, transforma “todas las relaciones de la sociedad”, trayendo “constantes revoluciones de producción, molestia ininterrumpida de todas las condiciones sociales y una incertidumbre y agitación sin fin”.

Para Marx y Engels, de todas formas, esta disrupción debe ser celebrada. Actúa como catalizador para el empuje final que la sociedad necesita para quitarse de encima los prejuicios restantes que sostienen la gran división entre aquellos que son dueños de las máquinas y aquellos que diseñan, operan y trabajan con ellas.

“Todo lo que es sólido se disuelve en el aire, todo lo que es santo es profanado”, escriben en el Manifiesto sobre el efecto de la tecnología, “y al final el hombre es obligado a encarar con sentidos sobrios sus condiciones reales de la vida, y sus relaciones con su especie”. Al vaporizar despiadadamente nuestras preconcepciones y falsas verdades, el cambio tecnológico nos está forzando, pateando y gritando, a darnos cuenta cuán patéticas nuestras relaciones con los otros son.

Hoy, vemos estos cálculos en millones de palabras, impresas y online, usadas para debatir los descontentos de la globalización. Mientras celebramos cómo la globalización nos ha desviado billones de la pobreza lamentable a la pobreza relativa, venerables diarios del Oeste, personalidades de Hollywood, empresarios de Silicon Valley, obispos y hasta financieros multibillonarios, todos lamentan algunas de sus menos deseables ramificaciones: inequidad insoportable, avaricia descarada, cambio climático y el secuestro de nuestra democracia parlamentaria hecha por banqueros y los ultra-ricos.

Nada de esto debería sorprender a un lector del Manifiesto. “La sociedad como un todo”, sostiene, “está dividiéndose cada vez más en dos grandes bandos adversos, en dos grandes clases que se enfrentan directamente la una con la otra”. Como una producción es mecanizada, y el margen de ganancia de los dueños de las maquinas se convierte en lo que mueve a nuestra civilización, la sociedad se divide entre accionistas que no trabajan, y asalariados que no poseen. En cuanto a la clase media, es el dinosaurio en la habitación, preparándose para extinguirse.

Al mismo tiempo, los ultra-ricos se convierten en gente culposa y estresada mientras ven la vida de todo el resto hundirse en la precariedad de la inseguridad de la esclavitud salarial[1]. Marx y Engels previeron que esta minoría extremadamente poderosa eventualmente probaría “la excepción a la regla” en sociedades tan polarizadas, porque ellos no estarían en posición de garantizarles a los esclavos del salario una existencia confiable. Resguardados en sus comunidades amuralladas, se encuentran a sí mismos consumidos por la ansiedad, y son incapaces de disfrutar sus riquezas. Algunos de ellos, los que son suficientemente inteligentes como para darse cuenta de su interés propio real a largo plazo, reconocen el Estado de bienestar como la mejor póliza de seguro que hoy. Pero bueno… explica el Manifiesto, como una clase social, estará en su naturaleza escatimar en el seguro premium, y trabajarán sin cansancio para evitar pagar los impuestos requeridos.

¿No es esto lo que ha ocurrido? Los ultra-ricos son una “secta” de inseguros, permanentemente infelices, constantemente entrando y saliendo de clínicas de rehabilitación, incesantemente buscando consuelo de psíquicos, psicólogos y gurús de entretenimiento. Mientras tanto, todo el resto lucha por poner comida en la mesa, pagar cuotas de las matrículas, hacer malabares con las tarjetas de crédito y débito, o luchar contra la depresión. Actuamos como si en nuestras vidas no hubiera preocupaciones, diciendo que nos gusta lo que hacemos y que hacemos lo que nos gusta. Pero en realidad, todas las noches lloramos hasta quedarnos dormidos.

Do-gooders[2], empresarios, políticos y economistas académicos en recuperación, todos responden a este aprieto de la misma manera, poniendo el problema en los síntomas (inequidad de ingresos) mientras ignoran las causas (explotación resultante de la pobreza inigualable, derechos sobre máquinas, tierras, recursos). ¿Hay alguna duda de que estamos en un punto muerto revolcándonos en una esperanza que solo sirve a los populistas que buscan ponerse al frente de los peores instintos de las masas?

Con el rápido crecimiento de la tecnología avanzada, nos acercamos al movimiento donde debemos decidir cómo relacionarnos unos con los otros de una forma racional y civilizada. Ya no podemos escondernos detrás de lo inevitable del trabajo y las normas sociales opresivas que éste exige. El Manifiesto da a su lector del siglo XXI una oportunidad de ver entre este lío y reconocer qué debe hacerse para que la mayoría pueda escapar del descontento a un nuevo acuerdo social en el que “el desarrollo libre de cada uno es la condición para el desarrollo libre de todos”. Aunque no contenga un mapa que diga cómo llegar allí, el Manifiesto sigue siendo una fuente de esperanza que no debe ser descartada.

Si el Manifiesto tiene el mismo poder de emocionar, entusiasmar y avergonzarnos como lo hacía en 1848, es porque la lucha entre las clases sociales es tan vieja como el tiempo. Marx y Engels resumieron esto en 17 palabras audaces: “La historia de toda la sociedad existente hasta ahora es la historia de la lucha de clases”.

Desde las aristocracias feudales hasta los imperios industrializados, el motor de la historia siempre ha sido el conflicto entre las tecnologías que evolucionan constantemente y las relaciones de clase que permanecen fijas. Con cada disrupción de la tecnología de la sociedad, el conflicto entre nosotros cambia de forma. Las viejas clases desaparecen y eventualmente solamente dos quedan de pie: la clase que posee todo y la clase que no tiene nada – la burguesía y el proletariado.

Este es el aprieto en el que nos encontramos hoy. Mientras le debemos al capitalismo el haber reducido las distinciones de clase a dueños y no dueños, Marx y Engels quieren que nos demos cuenta de que el capitalismo ha evolucionado insuficientemente para sobrevivir las tecnologías que genera. Es nuestro deber apartarnos de la vieja noción de propiedad privada de los medios de producción y forzar una metamorfosis, que debe conllevar la propiedad social de la maquinaria, la tierra y los recursos. Ahora, cuando nuevas tecnologías son desatadas en sociedades limitadas por un contrato de trabajo primitivo, a esto le sigue una miseria al por mayor. En las palabras inolvidables del Manifiesto: “Una sociedad que evoca medios de producción y de intercambio tan gigantes, es como el brujo que ya no puede controlar los poderes del mundo que él ha convocado con sus conjuros”.

El brujo siempre imaginará que sus aplicaciones, motores de búsqueda, robots y semillas genéticamente transgénicas traerán riqueza y felicidad a todos. Pero, una vez suelto en sociedades divididas entre asalariados y dueños, estos milagros tecnológicos empujarán los salarios y los precios a niveles que crearán bajas ganancias para la mayoría de los negocios. Es únicamente la gran tecnología, la gran industria farmacéutica y las pocas corporaciones que comandan un poder político y económico excepcionalmente grande sobre nosotros quienes realmente se benefician. Si continuamos suscribiéndonos a contratos de trabajo entre empleador y empleado, entonces los derechos de la propiedad privada van a gobernar y llevar el capital a fines inhumanos. Solo aboliendo la propiedad privada de los instrumentos de producción de masa y reemplazándolo con un nuevo tipo de propiedad común que trabaje en sincronía con nuevas tecnologías, vamos a reducir la inequidad y encontrar la felicidad colectiva.

De acuerdo con la teoría de la historia de 17 palabras de Marx y Engels, el enfrentamiento actual entre trabajador y dueño siempre ha sido garantizada. “Equidad inevitable”, el Manifiesto dice, es “la culpa de la burguesía y la victoria del proletariado”. Hasta ahora, la historia no ha llegado a esta predicción, pero los críticos olvidan que el Manifiesto, como cualquier otro tipo de propaganda, presenta esperanza en forma de certeza. Así como Lord Nelson junta a sus tropas antes de la Batalla de Trafalgar anunciando que Inglaterra “espera” que ellos cumplan con su deber (incluso si el tenía serias dudas de si lo harían), el Manifiesto concede al proletariado la expectativa de que cumplirán con sus deberes ellos mismos, inspirándolos a unirlos y liberarse entre ellos de los vínculos de la esclavitud salarial.

¿Lo harán? En la actualidad, pareciera que no. Pero, también, hemos tenido que esperar para que aparezca la globalización en los 90 antes de que la estimación del Manifiesto del potencial del capital fuera totalmente vindicada. ¿Puede que sea que el nuevo y cada vez más precario proletariado global necesite más tiempo antes de poder jugar el rol histórico que el Manifiesto anticipó? Mientras que el jurado se mantenga ausente, Marx y Engels nos cuenta que, si tememos lo retórico de la revolución, o tratamos de distraernos a nosotros mismos de nuestros deberes con los otros, nos encontraremos a nosotros mismos atrapados en un espiral vertiginoso en el cual el capital satura y blanquea el espíritu humano. Lo único de lo que podemos estar seguros, de acuerdo con el Manifiesto, es que a menos que el capital sea socializado nos encontraremos con desarrollos distópicos.

 

En el tema de la distopía, el lector escéptico se entusiasmará: ¿qué vigila de la complicidad misma del Manifiesto de legitimar regímenes autoritarios y robar el espíritu del Gulag? En vez de responder a la defensiva, señalando que nadie cumpla a Adam Smith por los excesos de Wall Street, o el Nuevo Testamento para la inquisición española, podemos especular cómo los autores del Manifiesto podrían haber respondido a esta carga. Creo que, con el beneficio de la retrospección, Marx y Engels confesarían un importante error en sus análisis: reflexión insuficiente. Esto es para decir que han fallado en pensar suficiente, y manteniendo un silencio sensato, sobre el impacto que sus propios análisis tendrían en el mundo que estaban analizando.

El Manifiesto contó una poderosa historia de lenguaje intransigente, que pretendía revolver a los lectores de su apatía. Lo que Marx y Engels fallaron en prever que textos poderosos y prescriptivos tienen la tendencia de procurar discípulos, creyentes – y hasta un sacerdote – y que esta creencia puede usar el poder conferido hacia ellos por el Manifiesto para su propia ventaja. Con esto, pueden abusar de otros compañeros, construir su propia base de poder, ganar posiciones de influencia, acostarse con estudiantes influenciables, tomar control del politburó y encarcelar a cualquier que se les enfrente.

Del mismo modo, Marx y Engels fallaron al estimar el impacto de sus escritos en el mismo capitalismo. En la dimensión en la que el Manifiesto ayudó a poner de moda a la UniónSoviética, sus satélites en la Europa occidental, la Cuba de Castro, la Yugoslavia de Tito y muchos otros gobiernos socialdemócratas en el Este, ¿podrían estos desarrollos no causar una reacción en cadena que frustraría las predicciones y el análisis del Manifiesto? Después de la Revolución Rusa y luego la Segunda Guerra Mundial, el miedo al comunismo forzó regímenes capitalistas a abrazar estrategias de pensiones, servicios de salud pública, y hasta a la idea de hacer a los ricos pagar para que los estudiantes pobres y a los de clase media puedan ir a las universidades liberales construidas especialmente para ellos. Mientras tanto, hostilidad feroz a la Unión Soviética removió la paranoia y creó un clima de miedo que probó ser particularmente fértil para figuras como Joseph Stalin y Pol Pot.

Creo que Marx y Engels se hubieran arrepentido de no anticipar el impacto que causó el Manifiesto en los partidos comunistas. Ellos se estarían castigando a ellos mismos por haber pasado por alto el tipo de dialéctica que ellos amaban analizar: cómo los Estados obreros se convierten cada vez más en totalitarios en respuesta a la agresión capitalista, y cómo estos Estados capitalistas, en su respuesta al miedo del comunismo, se hubieran civilizado cada vez más.

Bendecidos, por supuesto, son los autores cuyos errores resultaron del poder de sus palabras. Incluso más bendecidos son aquellos cuyos errores se corrigen solos. Hoy en día, ya casi no quedan Estados obreros inspirados por el Manifiesto, y los partidos comunistas están disueltos o desorganizados. Liberados de competición de regímenes inspirados por el Manifiesto, el capitalismo globalizado se esta comportando como si estuviera decidido a crear un mundo mejor explicado por el Manifiesto.

Lo que hace el Manifiesto realmente inspirador es su recomendación para nosotros en el aquí y ahora, en un mundo donde las vidas están siendo constantemente formadas por lo que Marx describió en sus primeros Manuscritos Económicos y Filosóficos como “una energía universal que rompe cada límite y cada vínculo y se postula a sí mismo como la única política, el único universo, el único límite y el único vínculo”. Desde los conductores de Uber y los ministros de finanzas, hasta banqueros ejecutivos y el pobre desdichado, todos podemos ser eximidos por sentirnos abrumados por esta “energía”. El alcance del capitalismo es tan dominante que a veces puede parecer imposible imaginar un mundo sin él. Es solo una delgada línea del sentimiento de impotencia a la afirmación de que no hay alternativa de la que somos víctimas. Pero, increíblemente (afirma el Manifiesto), es precisamente cuando estamos a punto de sucumbir a esta idea que las alternativas aparecen.

Lo que no necesitamos en esta coyuntura son sermones sobre toda la injusticia que hay, denuncias de la inequidad increyente, o vigilias por nuestra soberanía democrática. No debemos hacer actos desesperados de escapismos regresivos: el grito por volver a algún Estado premoderno, pretecnológico donde podemos colgarnos del pecho del nacionalismo. Lo que el Manifiesto promueve en momentos de duda y sumisión es una mente limpia, una evaluación objetiva del capitalismo y sus enfermedades, vistas a través de la luz fría y dura de la racionalidad.

El Manifiesto argumenta que el problema con el capitalismo no es que produce demasiada tecnología, o que es injusto. El problema del capitalismo es que es irracional. El capitalismo tiene éxito por expandir su alcance por acumulación, acumular por acumular hace que trabajadores humanos trabajen como máquinas por una miseria, mientras que los robots están programados para producir cosas que los trabajadores ya no pueden pagar, y que los robots no necesitan. El capital falla en hacer uso racional de las máquinas brillantes que engendra, condenando generaciones enteras a la privación, a un ambiente decrépito, con pocos empleos y sin tiempo de ocio real por perseguir un empleo y la supervivencia en general. Incluso los capitalistas se transformaron en autómatas manejados por la angustia. Viven con el miedo permanente de que a menos que deshumanicen a sus compañeros humanos, dejarán de ser capitalistas – uniéndose a los rangos desolados del, cada vez más grande, precariado-proletariado.

Si el capitalismo parece injusto es porque esclaviza a todos, ricos y pobres, gastando recursos humanos y naturales. La misma “línea de producción” que bombea riqueza incalculable también produce profunda infelicidad y descontento a una escala industrial. Así que, nuestra primera tarea – según el Manifiesto – es reconocer la tendencia de esta “energía” que conquista todo para poder debilitarla.

Cuando periodistas me preguntan quién o qué es la mayor amenaza para el capitalismo de hoy, yo desafío sus expectativas al contestar: ¡el capital! Por supuesto, esta es una idea que he estado plagiando del Manifiesto por décadas. Dado que no es posible o deseable anular la “energía” del capitalismo, el truco es ayudar a acelerar el desarrollo del capital (así se prende fuego como un meteorito que acelera en la atmósfera) mientras que, por el otro lado, resistimos (a través de la acción racional y colectiva) su tendencia de apisonar nuestro espíritu humano. En resumen, la recomendación del Manifiesto es que empujemos al capital a sus límites mientras limitamos sus consecuencias y nos preparamos para su socialización.

Necesitamos más robots, mejores paneles solares, comunicación instantánea y redes sofisticadas de transporte verde. Pero a la par, necesitamos organizarnos políticamente para defender al débil, empoderar a la mayoría y preparar el terreno para invertir lo absurdo del capitalismo. En términos prácticos, esto significa tratar la idea de que no hay alternativa con desprecio que se merece mientras rechazamos todas las llamadas para “volver” a una existencia menos modernizada. No había nada ético en la vida bajo las primeras formas del capitalismo. Los shows de televisión que invierten masivamente en una nostalgia calculada, así como Downtown Abbey, deberían hacernos sentir felices de vivir cuando vivimos. Al mismo tiempo, pueden alentarnos a pisar a fondo el acelerador del cambio.

El Manifiesto es uno de esos textos emotivos que nos llega a cada uno de nosotros de diferente manera y en distinto momento, reflejando nuestras propias circunstancias. Hace unos años, me llamaba a mí mismo un Marxista errático, libertario y era rotundamente menospreciado por los no-Marxistas y los parecidos a los Marxistas. Poco después, me encontré a mí mismo metido en una posición política con un poco de prominencia, durante un período de intensos conflictos entre el gobierno griego de aquel momento y algunos de los más poderosos agentes del capitalismo. Releyendo el Manifiesto con el propósito de escribir esta introducción ha sido un poco como invitar a los fantasmas de Marx y Engels a gritar una mezcla de censura y apoyo en mi oído.

Adultos en la habitación, mis memorias del tiempo que serví de ministro de finanzas en Grecia en 2015, cuenta la historia de cómo la primavera griega fue aplastada por una combinación de fuerza brutal (de parte de los acreedores de Grecia) y un fuerte dividido en mi propio gobierno. Es tan honesto y preciso como lo pude hacer. De todas formas, visto desde la perspectiva del Manifiesto los agentes históricos reales fueron limitados a apariciones cameo[3] o en el rol de victimas casi pasivas. “¿Dónde está el proletariado en tu historia?” casi que puedo escuchar a Marx y Engels gritándome ahora. “¿No deberían ser ellos los que confrontan a lo más poderoso del capitalismo, y vos apoyándolos a un margen?”

Gracias a Dios, releer el Manifiesto me ha ofrecido un poco de consuelo también, respaldando mi visión de que es un texto liberal – incluso uno libertario. Donde el Manifiesto arremete contra virtudes burguesas liberales, lo hace por su dedicación e incluso por su amor por ellos. Libertad, felicidad, autonomía, individualidad, espiritualidad, desarrollo auto guiado son ideales que Marx y Engels valoraban más que nada. Si ellos están enojados con la burguesía es porque la burguesía busca negar a la mayoría cualquier oportunidad de ser libre. Dada la adhesión de Marx y Engels a la idea fantástica de Hegel de que nadie es libre mientras que haya una persona con cadenas, su discusión con la burguesía es que ellos sacrifican la libertad e individualidad de todos en el altar de la acumulación del capitalismo.

Aunque Marx y Engels no eran anarquistas, aborrecían el Estado y su potencial de ser manipulado por una clase para oprimir otra. A lo mejor, lo veían como un mal necesario que viviría en lo bueno, en un futuro post capitalista coordinando a una sociedad sin clases. Si esta lectura del Manifiesto es correcta, la única forma de ser un comunista es ser uno libertario. Prestando atención a la llamada del Manifiesto de “¡Unirse!” es de hecho inconsistente con volverse Stanlinista auténtico o con buscar rehacer el mundo a la imagen de regímenes comunistas no desaparecidos.

Cuando todo está dicho y hecho, entonces, ¿qué es lo esencial del Manifiesto? y ¿por qué debería importarle a cualquiera, especialmente los jóvenes de hoy, la historia, la política, etc.?

Marx y Engels basaron su Manifiesto en una simple conmovedora respuesta: la felicidad auténtica humana y la libertad genuina que debe acompañarla. Para ellos, estas son las cosas que única y realmente importan. Su Manifiesto no recae en estrictas invocaciones alemanas del deber, o recurre a las responsabilidades históricas de inspirarnos a actuar. No nos moraliza o apunta con el dedo. Marx y Engels trataron de sobrellevar la fijación de la moral alemana filosófica y los motivos capitalistas con beneficios, con un atractivo racional pero enardecedor a lo más básico de nuestra naturaleza humana compartida.

La calve para su análisis es que la grieta que continúa expandiéndose entre aquellos que producen y quienes poseen los instrumentos de producción. El nexo problemático del capital y el trabajo asalariado nos impide disfrutar de nuestro trabajo y nuestros artefactos, y transforma empleados y trabajadores, ricos y pobres, en peones ciegos y temblorosos que están siendo apurados hacia una existencia sin sentido por fuerzas que están más allá de nuestro control.

Pero ¿por qué necesitamos políticos que se encarguen de esto? ¿No es sofocante la política, especialmente la política socialista, la que Oscar Wilde una vez afirmó “se lleva demasiadas noches”? La respuesta de Marx y Engels es: porque no podemos terminar esta idiotez individualmente; porque nunca podrá emerger ningún mercado que produzca un antídoto para esta estupidez. Actividad política democrática cooperativa es nuestra única chance de felicidad y disfrute. Y por esto, las noches largas no parecen un precio muy alto.

La humanidad puede triunfar en arreglos de seguridad social que permitan “el desarrollo libre de cada uno” como “la condición para el desarrollo libre de todos”. Pero, también entonces, podemos terminar en la “ruina común” de una guerra nuclear, con desastres ambientales o un descontento agonizante. En nuestra actualidad, no hay garantías. Podemos volver al Manifiesto para inspiración, sabiduría o energía, pero, al final, lo que prevalece depende de nosotros.

Adaptado de Introducción de Yanis Varoufakis al Manifiesto Comunista, publicado por Vintage Classics el 26 de abril.

Siga the Long Read en Twitter como @gdnlongread, o suscríbase a los emails semanales de the long read aquí.

[1]NdT: Alguien que debe trabajar para poder ganar suficiente dinero para vivir y pagar las cosas que necesita.

[2]NdT: Una persona sincera, pero a menudo ingenua (típicamente educada y blanca) que quiere una reforma a través de medios filantrópicos o igualitarios. Sus métodos no siempre crean los resultados positivos que ellos previeron.

[3] NdeT: aparición breve e inesperada.

 

Link al artículo original, haga CLIC AQUÍ

Scroll al inicio