Rogelio Regalado Mujica

 

En días recientes, numerosas ciudades en los Estados Unidos se han convertido un campo en disputa. Como nos han permitido ver las fotografías y los vídeos que circulan en diversos medios de comunicación, hay fuego en las calles y las llamas están calando hondo en múltiples niveles de la vida pública americana. La rabia se ha disparado en medio del gran confinamiento mundial y el advenimiento del desplome financiero que, según anuncian numerosos comentaristas económicos, será mucho más profundo que aquella sacudida del 2008. Aún con el miedo impuesto por la disciplina del dinero y los mecanismos de control legitimados bajo pretexto de la salud pública, los rebeldes en Minneapolis comenzaron un latido que se ha extendido hasta los jardines de la Casa Blanca y más allá.

La chispa de la rebelión ha sido el brutal asesinato de George Floyd que se ha difundido viralmente en alta definición y que muy pronto se ha convertido en un símbolo que expresa los horrores de la dominación asfixiante. Es curioso que la erupción que presenciamos se esté llevando a cabo en los Estados Unidos, la potencia en declive que con más insistencia impulsó por todo el planeta la reproducción de su modelo mientras sostuvo una cuestionada narrativa que en su triunfalismo noventero se articuló entre el multiculturalismo, la tolerancia, la globalización y los derechos humanos y que hoy se ha agotado hasta dejar al desnudo su rostro cruel. Obviamente, lo que ha sucedió con Floyd no es una cuestión espontánea ni excepcional: es más bien la regla de nuestra forma de vida y en este caso en particular, de la forma de vida estadounidense. El asesinato del compañero representa uno de los puntos más álgidos de una serie de violencias normalizadas que atraviesan día tras día millones de personas y que se ensamblan a partir de una cadena de complicidades que no solamente han estado presentes en el espacio público de manera minoritaria, sino que incluso tuvieron la capacidad de llevar a la Oficina Oval a Donald Trump y a muchas otras fuerzas políticas de su mismo calibre en distintas naciones. No hay otra manera de decirlo: el fascismo nunca se fue y su presencia actual, que goza de mayor aceptación, continúa privando de la vida y la dignidad.

El fascismo no es una fuerza política encarnada exclusivamente en un partido que opera bajo un liderazgo carismático a partir del Estado totalitario de carácter corporativista, como tradicionalmente se le ha intentado definir. Más bien, el fascismo es una fuerza vinculada intrínsecamente al despliegue del capitalismo, donde la lógica de la acumulación reduce violentamente las cualidades humanas y su diversidad a un denominador común anclado a la mercancía y al dinero: el fascismo es la violencia que reprime nuestra rebeldía frente al sistema atroz que se desea perpetuar. Como podemos ver con la situación actual, la agenda del racismo, la misoginia, la xenofobia y el clasismo, componen una argamasa que usa uniforme de policía cuando es más fácilmente distinguible, pero que debemos de estar atentos porque también pervive en muchas más personas con ropa civil y perfil de Facebook… quizá en nuestros propios zapatos. Debemos entonces abandonar la idea de que el fascismo se encarna en un tipo de persona exclusiva que a veces caracterizamos no solo por el espectro político al que pertenece, la ultraderecha suele ser el blanco, sino incluso en una fisionomía determinada: pensar así nos mantiene en el mismo paradigma racista que reproduce la dominación.

El Movimiento Antifascista (Antifa como propone su abreviatura) que hoy libra la batalla en suelo americano nos da esa lección: en primer lugar, porque no es un movimiento social como tradicionalmente se les comprende. Su forma no demuestra ninguna intención por generar un perfil jerárquico, institucionalizado, organizado en el sentido gerencial que mantenga estatutos de membresía o ejerza pliegos petitorios en donde condensen una voluntad traducida en las constituciones de los Estados. Mucho menos Antifa apoya a algún partido político, ni siquiera cuando se trate de izquierda, o intenta conformarse como uno que pueda ocupar el poder del Estado. Su forma ha roto con la voluntad del esquema liberal y quizá por ello se les ha intentado desprestigiar denominándolos despectivamente como anarquistas. La cuestión es que las agrupaciones Antifa han dado cuenta que es precisamente en el esquema liberal en donde se planifican las dosis de opresión y sobre todo en donde se organiza la contención de la insubordinación. Con el mismo tono despectivo, les han llamado radicales; sin embargo, cuando durante más de 8 minutos vimos a George con una rodilla sobre su cuello pedir clemencia, nos queda claro que necesitamos más y más radicalidad. Las y los Antifa, radicales anarquistas, son una expresión ‘anti’ (‘contra’ expresaría mejor su posición en español) de muchas otras cosas, anti-patriarcales, anti-género, anti-capitalistas, (¡de cambiarlo todo!) que están abriendo una brecha en Estados Unidos, pero que su dinámica ilumina más allá de cualquier frontera nacional porque entienden que la dominación no tiene patria y que el Estado, sea progresista o conservador, tiene la misma función represiva en donde sea que se encuentre. Quizá por eso Antifa es tan peligroso para el sistema; quizá por eso Trump los acusa de terroristas y les amenaza con las armas más siniestras; pero también quizá por eso la opresión como se conoce ya no será posible. Que la disputa actual termine con la eliminación inmediata de todas las formas de dominación, no es una vara para medir el movimiento, al fin y al cabo, la revolución tiene otros ritmos. Lo importante es que Antifa, intentando nombrar de alguna forma a la gran conglomeración de rebeldes en las ciudades americanas, nos está mostrando que la violencia parida en las raíces constitutivas del mundo que tenemos, va a tener que enfrentarse a sus síntomas terminales.

En época del gran confinamiento, era de esperarse que el terror en las calles fuera en aumento: gente desvaneciéndose enferma en las aceras, filas de personas esperando por actos de caridad, represión frente a los saqueos en los supermercados, el incremento de la violencia doméstica principalmente contra las mujeres, la multitud de trabajadores obligados a exponerse al virus en condiciones paupérrimas, y un largo etcétera. Lo que no esperábamos es que un acto tan común como privar de la vida a un hombre negro en una ciudad de privilegios blancos, cosa cotidiana, cosa normal, cambiara el terror de lugar. Cuentan que Trump se protegió en un bunker mientras temblaba la calle; no sabemos si es cierto, pero sabemos que la necesidad de movilizar al ejército e imponer el toque de queda, nos muestra qué tan inseguro deberá de sentirse cualquier rastro de fascismo contemporáneo.

Como hemos mencionado, lo que sucede en Estados Unidos es un reflejo de una situación que se extiende por múltiples latitudes: por eso la relevancia de declararse antifascista y continuar un debate que muestre las alternativas frente a la realidad que no nos deja respirar. Antifa es la abreviatura de “antifascismo”, pero también lo es de muchas cosas más que arden por cambiar el mundo.

 

“No podemos respirar”

 

El autor es Profesor en la Facultad de Derecho de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y Doctorante en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidad “Alfonso Vélez Pliego”.

 

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