Marcello Tarì
1. En un cuento de Kafka de 1920, titulado La cuestión de las leyes,1 se cuenta, en una espiral de palabras que parecen salir del diario del habitante de un pueblo remoto, lo que podría significar la destitución de las leyes y lo que ha impedido su realización hasta ahora.
Aunque Kafka comienza escribiendo «Nuestras leyes», no hay forma de situar el relato en un país concreto, ni tampoco hay una fecha o incluso una época en la que se pueda situar históricamente la narración, por lo que sólo podemos suponer que esas leyes son «nuestras» como habitantes genéricos de Occidente y que su «tiempo» es tan antiguo y actual como la propia civilización occidental. ¿De qué leyes se trata? También aquí hay una opacidad básica en cuanto a su carácter, y también aquí no podemos dejar de suponer que no se trata tanto de un cuerpo jurídico particular, sino de leyes como principios de la vida política de nuestra civilización.
Este escrito es como si completara la más famosa y mucho más comentada parábola kafkiana titulada Ante la ley, casi como si fuera un escolio. En cuanto a su estilo, siguiendo el camino que muchos han seguido, podríamos decir que es un midrāsh, el comentario que los sabios judíos hacen a los libros santos. Sin embargo, Kafka, como es sabido, no se remite a la tradición halájica, a través de la cual los rabinos codificaron las leyes, sino que utiliza la modalidad aggádica, es decir, una forma poética, la de la leyenda, evitando así que su propia escritura pueda funcionar también como una ley; Andrea Cavalletti, en el epílogo del ensayo fundamental de Bialik, define efectivamente esta forma de proceder como «una afirmación […] desprovista de autoridad».2 De todo esto podemos aprender inmediatamente algunas cosas: además de indicar que nuestro uso de la escritura es siempre una toma de partido ante la ley, Kafka nos muestra la posibilidad de un estilo de escritura destituyente. Por último, y teniéndolo en cuenta, para nuestra continuación y ya como su cumplimiento, que este procedimiento se refiere directamente al estudio como práctica mesiánica, en esto más afín al juego que a la estricta disciplina escolástica, podríamos concluir que si dar forma poética al lenguaje es, parafraseando a Fortini, homólogo a la formalización de la vida que es «el fin y el término del comunismo»,3 entonces sólo es verdaderamente revolucionario aquel movimiento que hace coincidir estos dos ejercicios de formalización.
2. A pesar de Max Brod, sería un error situar los escritos de Kafka en un registro exclusivamente religioso; tienen un valor secular precisamente en la medida en que desafían ese paradigma con sus propias armas. Oponer claramente las dos dimensiones, la religiosa y la secular, supone otro riesgo, que es el de no comprender lo que aparece en el medio, es decir, su dimensión profana que, en la medida en que se enfrenta directamente a lo sagrado, es diferente tanto de la religiosa como de la puramente secular. La profanidad es siempre la dimensión más importante de nuestras vidas, pero, precisamente por su ubicación, a menudo escapa a nuestra atención. Sin embargo, a partir de este punto intermedio, aunque Kafka no ofrece ninguna pista sobre el lugar y el tiempo del que surge la voz del narrador, sentimos con certeza que nos está hablando. Esta leyenda, como todas las verdaderas leyendas, no nos remite a ningún otro lugar ni a ningún otro tiempo que aquel en el que nos encontramos.
En este sentido, Kafka comparte muchas de las cualidades de un arqueólogo en el sentido en que Giorgio Agamben entiende tal figura, es decir, alguien que busca indagar el origen de un fenómeno, su «punto de surgimiento», las tradiciones a las que da lugar y la fractura entre uno y otro, no para situar ese fenómeno originario en la tumba de su presunto pasado histórico sino para hacer brillar su presencia aquí y ahora. Pero Agamben añade algo crucial, a saber, que «la operación sobre el origen es, al mismo tiempo, una operación sobre el sujeto».4 Es esta doble operación la que hizo de Kafka un arqueólogo fracasado, un juguetón «ayudante» de su y nuestro magnífico fracaso.
Walter Benjamin decía que Kafka pensaba en términos de eras y no de épocas. Pero la era de las leyes de la que habla Kafka no puede evidentemente tener su origen sólo en 1750, a partir de la Revolución industrial y la difusión del capitalismo, que es el «punto de surgimiento» de una era que es sólo una de las últimas capas de una era geoespiritual que comenzó mucho antes, cuando se instituyeron las leyes de Occidente. La modernidad consumada, de la que Kafka vivía en los albores, indicaría en cambio la era de su colapso, el umbral más allá del cual los cimientos de nuestro mundo comienzan a tambalearse, introduciéndonos en lo que Reiner Schürmann llamaría la época an-árquica.
Sin embargo, Kafka, partiendo de esta época que también es la nuestra, parece aludir siempre a una prehistoria suya, ese tiempo en el que, escribió Benjamin, «las leyes y las normas definidas siguen siendo, en la prehistoria, leyes no escritas».5 Esta prehistoria es un mundo más originario que el mitológico y, sin embargo, no es algo que sería «antes de la historia», es un tiempo imposible de determinar cronológicamente porque sigue palpitando en nuestras vidas y dentro de la historia. De hecho, Benjamin también lo llama «premundo, el presente secreto de Kafka»,6 un tipo especial de presente que el propio Agamben señala como aquello de lo que que la arqueología del pensamiento se ocupa en realidad. La redacción de las leyes, su «institución» y los velos de la historia que las envuelven a lo largo del tiempo, aparecen en este sentido como un juego de manos a través del cual se oculta su prehistoria, para hacer imposible cualquier comprensión de la misma. El método arqueológico que utiliza Giorgio Agamben es precisamente el que busca captar esta prehistoria del presente, a través de la brecha entre el punto de surgimiento de un fenómeno y la larga historia de los saberes y los poderes que se ha desarrollado posteriormente sobre ese punto, es decir, las «tradiciones» a las que han dado lugar y que, para escuchar a Kafka, es precisamente aquello en torno a lo cual y para lo cual se ha producido la confusión actual.
3. El supuesto misterio de las leyes está desde las primeras líneas del apólogo que se nos lanza a los ojos: «Nuestras leyes no son, por desgracia, universalmente conocidas, son un secreto de ese pequeño grupo de nobles que nos dominan». En palabras del reciente movimiento Occupy, podríamos decir que son el secreto del 1% que el 99% obedece. Esta idea, llevada hasta la locura, está también en la base de todos los conspiracionismos contemporáneos.
La primera cuestión que nos plantea Kafka, por tanto, consiste en poner de manifiesto una brecha epistemológica que existe entre el 1% que manda, en la medida en que tiene conocimiento del secreto de las leyes, y el resto que los obedece, en la medida en que la ignora. No será inútil recordar aquí la etimología de la palabra «secreto», del latín secretum, participio pasado del verbo secernere, es decir, «separar y apartar», que es la actividad típica de la administración de lo sagrado en cuanto se refiere a las cosas «sustraídas al libre uso y comercio de los hombres».7 Esto nos recuerda que todo poder legislativo, por mucho que se presente bajo un aspecto laico y secular, lleva consigo un dispositivo religioso. De hecho, a los revolucionarios siempre les toca pensar en su relación con lo sagrado y su forma institucional, es decir, la religión. Agamben señaló en su momento la profanación como el medio para neutralizar esa acción particular que es lo sagrado y eliminar así el «secreto» que sella toda religión, incluida la capitalista. En Tiqqun, por su parte, se habló del Comité Invisible como una «sociedad abiertamente secreta/una conspiración pública»8 contra este mundo, una tendencia subversiva que carece de vestiduras sagradas-religiosas pero está animada por una espiritualidad profana. La profanación, en definitiva, me parece aquella operación que, al desactivar lo sagrado como actividad institucional de interdicción de uso, destituye tanto la dimensión religiosa como la secular.
Volviendo a Kafka, todo parece indicar, de entrada, que la diferencia entre «nobles» y «pueblo» puede remontarse a un problema de ampliación del punto de vista disponible. Y sin duda hay algo de verdad en ello, en el sentido de que quienes ejercen el poder siempre han tratado de arrogarse el punto más alto desde el que mirar y dominar el mundo sin ser vistos: torres, castillos, rascacielos, naves espaciales, drones. En resumen, podríamos decir que el 1% posee una visión estratégica de la que carece el 99% restante o, como escribe el Comité Invisible,9 que la diferencia radica en que el 1% está organizado y, por tanto, nos organiza, a diferencia de los demás, cuya tarea profana es, por tanto, organizarse, es decir, ganar una autonomía de la percepción sin erigir torres epistemológicas.
4. El meollo de la situación, en el razonamiento de Kafka, no radica fundamentalmente en la posibilidad de interpretar las leyes —aunque, añade, hoy en día sólo se permite hacerlo a algunos— porque «las leyes son muy antiguas, se han interpretado durante siglos y esta interpretación ya se ha convertido en ley; las posibles libertades de interpretación siguen existiendo, pero son muy limitadas». La interpretación que se convierte en ley es claramente una parte esencial de la tradición de los vencedores. Es interesante que Benjamin escribiera que Kafka «tomó todas las medidas posibles contra la interpretación de sus propios textos»10 porque, como decíamos al principio, su cuidado ha sido siempre evitar que su escritura funcione como ley, al igual que otra forma de conseguir este resultado es su proceder en fragmentos. Podríamos añadir que, al hacerlo, Kafka también evitó la formación de una enésima tradición en torno a sus textos. La posibilidad de escapar de la tradición dominante existe, nos dice Kafka, pero es muy pequeña, tan pequeña como la puerta por la que entra el mesías. Retomando un texto reciente de Agamben dedicado precisamente a la interpretación,11 se podría decir que la pequeña y «limitada» libertad de interpretación que nos queda no está en la deconstrucción continua de lo dicho en la tradición, sino en la exposición de lo no-dicho, aunque, y en este punto el texto de Agamben es muy preciso, esto no significa que debamos entender esto no-dicho como «un discurso esotérico secreto, cuya comunicación estaría reservada a los adeptos, sino como un no-dicho dentro de lo dicho». Por lo tanto, no es tanto el «conocimiento» como el «no-conocimiento» que le es interno y que se articula con el primero lo que es crucial para vencer todo secreto: lo importante no es la posesión del saber sino la singular disposición a usarlo. Y como sugiere Agamben, en un pasaje del mismo escrito, esto no significa abandonarse a la interpretación infinita, sino trascender el significado histórico de un determinado hecho para elevarse a una comprensión del mismo que coincida con «el cumplimiento de toda escritura e interpretación». Y el momento de este cumplimiento, que coincide con la llegada del Reino, nunca es el mañana, el futuro, sino siempre el ahora.
5. Según la tradición de los vencedores, incluso aquellos que desconocen el significado íntimo de las leyes se ven abocados a expresarse —lingüística, sentimental y prácticamente— en el marco de las interpretaciones que con el tiempo se han convertido en formas de ley, es decir, forman un dispositivo que también preside la llamada «producción de subjetividad». Este último sintagma es importante porque sugiere que el sujeto no sólo debe ser pensado, según las leyes de Occidente, como alguien que produce algo sino que, sobre todo, es él mismo producido por otra cosa.
El sujeto de la tradición occidental, que se ha convertido en su más extraordinario no-lugar, no ha sido otra cosa que el más preciado producto de las leyes, tanto más preciado cuanto que es a él a quien se le ha confiado siempre su ejecución. Sin la producción de sujetos, nunca habría habido leyes en el sentido en que las entendemos hoy. Ciertamente, no es casualidad que el fenómeno que Gershom Scholem, en un diálogo epistolar con Walter Benjamin, denominó «la inaplicabilidad de la ley»12 se originara en el mismo momento en que la historia —se estaba en las secuelas de la Primera Guerra Mundial y en los preámbulos de la Segunda— se encargaba de cuestionar la credibilidad y la estabilidad del sujeto occidental. Se trata de un «punto de surgimiento» bien conocido por muchos de sus contemporáneos, como por ejemplo Thomas Mann, que en La montaña mágica escribió, refiriéndose a la historia que iba a narrar: «Su extrema antigüedad viene dada por el hecho de que tiene lugar antes del límite de un cierto abismo que ha interrumpido la vida y la conciencia de la humanidad […] tiene lugar, o más bien, para evitar a propósito cualquier tiempo presente, tuvo lugar, tuvo lugar una vez, en tiempos lejanos, en los días antiguos del mundo, antes de la Gran Guerra, con cuyo comienzo empezaron tantas cosas que acababan de empezar».13 Parece que también Mann habla de una especie de premundo, de una prehistoria y de un presente tan problemático como incognoscible, y que la línea divisoria de la Gran Guerra fue a la vez un punto de surgimiento y una culminación ruinosa, una reflexión que encontramos por doquier en la sensibilidad de la época: de Benjamin a Artaud, de Breton a Mann, de Hugo Ball a Carl Schmitt y muchos otros.
La crisis de la ley es la crisis del sujeto y viceversa, la pérdida de sentido de uno se refleja en la de la otra. Pero crisis y pérdida de sentido no se traducen en su desaparición, al contrario, la ley y el sujeto parecen haberse vuelto aún más opresivos que nunca, y ello precisamente por el hecho nihilista de que la existencia de la ley, escribía Scholem, se reducía ahora a una «vigencia sin significado». Y sin embargo, el hecho de que este mundo siga funcionando pero esté desprovisto de significado explica que se perciba como un infierno pero también, al mismo tiempo, como un indicio mesiánico.
6. La larga historia de la interpretación de las leyes ha producido también esa ley que postula la imposibilidad de superarlas, precisamente porque cada interpretación, incluso la más crítica, que permanece dentro de la tradición —no importa si es la dominante o la subalterna— permanece siempre dentro del sistema de leyes, reconfirmando así su vigencia, incluso en un mundo que ya no reconoce su sentido. Y pour cause: Marx, en un famoso enunciado que siempre he pensado que forma parte de su polémica antirrabínica, dijo que sólo había interpretaciones del mundo, pero no los medios de su transformación. Sin embargo, sabemos muy bien que no sólo la interpretación del mundo se ha convertido en ley, sino que también el intento marxista de su transformación ha acabado en catástrofe, y una de las razones para ello es probablemente el hecho de que, como escribió Agamben a finales de la década de la década de 1970, una revolución no consiste en transformar el mundo, sino el tiempo.14 Así, no sólo la filosofía sino también la praxis han entrado en un impasse epocal.
En cualquier caso, cualquier interpretación sería inútil para nosotros («el pueblo»), ya que el sistema de leyes fue creado originalmente a favor de la nobleza, es decir, del ejercicio de un gobierno sobre los hombres y las cosas. Este favor se explica por el simple hecho, escribe Kafka, de que la nobleza «está fuera de la ley». Esta posición de los nobles en relación con la ley recuerda la que Furio Jesi asigna a la máquina mitológica: «La máquina mitológica es autofundadora: sitúa su origen en el fuera de sí que es su intención más remota, su corazón de pre-ser, en el instante en que se pone en acción. Esta presuposición de un origen (la referencia al mito) es totalizante: implica todos los instantes y ámbitos espaciales del funcionamiento de la máquina, ya que el fuera de sí en el que la máquina sitúa su origen es su centro».15 En definitiva, la legitimidad de quien gobierna dependería de su control de la bisagra «sagrada» que separa el adentro y el afuera de la ley. El pueblo, en cambio, parece decirnos Kafka lógicamente, está sujetado y sometido a la autoridad de los nobles porque está originaria y positivamente incluido en la ley y, precisamente por ello, está excluido a priori de la posibilidad de hacer uso de ella. La ley es probablemente la cosa menos usable del mundo, precisamente porque las leyes existen para suspender el libre uso de aquello de lo que se ocupan. Es como si su posición de interioridad forzada dentro del sistema de leyes impidiera al pueblo ver su funcionamiento, que, de este modo, se le presenta como un «secreto». Así pues, ejercen el poder quienes, mientras las administran, no tienen que responder ante ninguna ley; están privados de él quienes, sin conocer en absoluto su contenido, son sujetos de ellas. Sin embargo, si un día ocurrió que el pueblo fue capturado e incluido en el sistema de leyes, esto significa que en el premundo estaba, y potencialmente siempre lo está, absolutamente fuera de él.
Así es como Kafka describió, a su manera, el paradigma de la «excepción» estudiado en los últimos veinte años por Giorgio Agamben (la inclusión a través de la exclusión y viceversa). Lo que es «sabiduría» para quien tiene el poder, concluyó Kafka, es por tanto «tormento» para los que lo sufren. Y dadas las condiciones en las que esto ocurre, añadió en un inciso mordaz, quizá sea «inevitable» que sólo pueda ser así.
7. Es evidente que el dispositivo de las leyes sirve para incluir en el gobierno algo que en sí mismo está excluido, el pueblo, pero la paradoja es que éste parece ser el único sujeto plenamente legal y, sin embargo, ilegítimo: gracias a las leyes, el pueblo está de hecho impedido de hacer un uso libre de sí mismo. De hecho, «nuestras leyes» democráticas dicen invariablemente que el depositario de la soberanía es el pueblo, pero al mismo tiempo presuponen que los gobernantes —es decir, los «nobles», como los llama Kafka, definición que indica bien el hecho de que el estado de derecho, el poder de las leyes, es una invención de la monarquía—, aunque no sean formalmente depositarios de la soberanía, son los que deciden legítimamente sobre lo que es la ley, o pueden suspender legalmente todo su sistema alegando el «principio de necesidad». Así, el pueblo sólo puede estar incluido en el sistema en la medida en que se produce al mismo tiempo como su fundamento y se excluye del secreto que gobierna su dispositivo, es decir, de la posibilidad de decidir sobre sí mismo. La mentira de la democracia está toda aquí: precisamente porque es el fundamento que es producido a posteriori por algo que no es él mismo, el pueblo no decide, por lo tanto no es soberano ni puede serlo nunca, ya que es un dispositivo constituido de tal manera que siempre produce una división en su interior: siempre habrá una parte del pueblo que esté incluida (el Pueblo) y una parte que, gracias a esa inclusión, estará excluida (el pueblo o, si se quiere, la plebe). Como escribe Agamben: «Todo sucede, por tanto, como si lo que llamamos pueblo fuera, en realidad, no un sujeto unitario, sino una oscilación dialéctica entre dos polos opuestos: por un lado, el conjunto Pueblo como cuerpo político integral, y por otro, el subconjunto pueblo como multiplicidad fragmentaria de cuerpos necesitados y excluidos».16
Por tanto, también la democracia construye su poder sobre una división introducida directamente en el cuerpo vivo de una población, pero, en última instancia, la define como un régimen político fundado en la ausencia originaria del pueblo y, al mismo tiempo, como la producción del mismo, ya que un pueblo, como cualquier sujeto, debe ser siempre producido como tal, pero también siempre carente de sí mismo, porque ya está dividido ab origine. A no ser que el poder decida eliminar de una vez por todas el problema constituido por esa excedencia que es el pueblo o, mejor, por la figura que en una determinada coyuntura histórica lo encarna. Se han hecho y se siguen haciendo intentos en este sentido, incluso radicales —el Pueblo contra el pueblo—, pero el problema es que el propio poder es prisionero del sistema de las leyes y sin ese dispositivo específico su propia existencia ya no sería tan certera. La seguridad del poder necesita una base de cuerpos diferenciados sobre los que ejercerse, es decir, un Pueblo al que defender y un pueblo del que defenderse. La pregunta adecuada sería entonces: asumiendo la ausencia original del pueblo, ¿Cómo podemos deshacer, interrumpir, destituir su producción por el poder?
8. La cuestión que plantea la insurrección destituyente es, por supuesto, la de cómo desquiciar y salir del sistema de las leyes, pero aún más la de cómo es posible hacerlo sin volver a entrar en él inmediatamente después —la cuestión de la irreversibilidad— o arriesgarse a convertirse en «nobles», es decir, cuando los propios insurrectos se convierten en un poder gubernamental —la cuestión de la revolución—. Tal insurrección sería como una profanación de masas, precisamente porque destituiría el dispositivo sagrado que permite secularmente la existencia de «nobles» y «súbditos», y al mismo tiempo operaría sobre la temporalidad cortocircuitando el pasado y el futuro en el presente.
La cuestión de las leyes se asemeja a la del trabajo, que, por otra parte, constituye una de las que han sostenido el edificio de la civilización durante siglos. Hace unas décadas, se planteaba la pregunta: ¿debemos liberar el trabajo o liberarnos del trabajo? A la inversa: ¿debemos liberar la ley o liberarnos de la ley? La línea partisana pasa por este pequeño, «limitado», pero decisivo desplazamiento. Es evidente que todos los diversos discursos jurídicos sobre los bienes comunes propuestos en los últimos tiempos por los teóricos de la izquierda tienen como objetivo la liberación de la ley y, desde luego, no su destitución, mientras que podría ser igualmente evidente que, por ejemplo, experiencias como la de la república de La Maddalena en el Valle de Susa o la ZAD de Notre-Dame-des-Landes en Francia fueron ante todo un gesto de secesión de las leyes que aludía a su destitución. Todos los verdaderos conflictos de hoy en día me parece que giran en última instancia en torno a este dilema, ya que todo en la vida se ha convertido en trabajo al igual que todo se ha convertido en ley.
La gran confusión radica en que, hoy en día, podemos observar cómo a una gigantesca profusión de normas, leyes insignificantes o absurdas, corresponde un estado de ilegalismo igualmente intenso y difundido en todos los niveles de la sociedad, de modo que nunca está claro para nadie cuándo se está dentro y cuándo se está fuera de la ley: los niveles inferiores lo experimentan según las reacciones de los sensores gubernamentales dispersos por todas partes en el espacio metropolitano, los superiores en la lucha por la apropiación y el gobierno de los bienes y las vidas. El capitalismo, en cambio, es la historia ultracentenaria de los ilegalismos convertidos en ley. No se trata de un diagnóstico muy nuevo, hasta el punto de que Kafka y otros ya describían sus rasgos en las primeras décadas del siglo XX. Lo nuevo es sólo la aparición en la superficie y a nivel planetario de algo que ya estaba ahí. Pero es necesario, por tanto, volver ahí arqueológicamente si queremos salir de este punto.
El problema, tal como lo presenta Kafka, no parece ser el de cómo practicar la ilegalidad por parte del pueblo para liberarse de las leyes, sino el, mucho más decisivo, de la suspensión del funcionamiento del dispositivo de la ley, que funciona precisamente poniendo continuamente en tensión los dos polos constituidos por lo legal —la inclusión en la ley— y lo ilegal —la exclusión de la ley—. Aunque todo se juega siempre en la ambigüedad, hoy debería estar más claro para todos que la lucha molar entre la legalidad y la ilegalidad es mucho más una lucha interna dentro de lo que Kafka llamaba la «nobleza» que una batalla en la que se enfrentan dos clases o mundos opuestos. En los últimos años en Italia, por ejemplo, el líder de la derecha, Berlusconi, ha sido el campeón de la ilegalidad, mientras que la izquierda ha sido la abanderada de la ley. Pero esto es sólo una simplificación local de una situación que se percibe en todas partes. La derecha y la izquierda son los dioscuros que presiden el mismo campo, el de la gobernabilidad. Es decir, ambos se sitúan en el ámbito de los «nobles». La diferencia es que la derecha ha mostrado a plena luz el hecho de que el poder está siempre fuera de la ley y, por tanto, puede incorporar cualquier forma de ilegalidad sin subvertir el sistema, sino reforzándolo, mientras que la izquierda sigue queriendo ocultar el «sucio secretillo» considerándose la orden sacerdotal delegada para protegerlo. Para la izquierda, la ilegalidad es indecible precisamente porque disfruta de ella tanto como su supuesto adversario, y sus continuos esfuerzos por legitimar el capitalismo, y legitimarse a sí misma a sus ojos, son una amplia prueba de ello. De hecho, podemos decir que ya ha terminado. En efecto, el sueño de la izquierda no es, o al menos ya no es, el de superar o incluso destruir el capitalismo, sino el de un capitalismo que se identifique totalmente con el sistema de las leyes. Sin embargo, lo que es bastante cierto es que ningún poder en funciones ha tenido nunca miedo a la ilegalidad en sí misma, lo que realmente le preocupa es cuando percibe que hay algo que empieza a trascender la bipolaridad leyes-ilegalidad. Y lo único que puede operar este proceso de trascendencia son las formas-de-vida que se tejen en nuevos territorios que sólo comienzan una vez desactivado el campo de las leyes. Si el afuera de la ley para los nobles es la ilegalidad, para el pueblo es lo ingobernable.
9. Gilles Deleuze, en el curso dedicado a Foucault celebrado en la Universidad de Vincennes, se detuvo largamente en la cuestión ley-ilegalidad,17 afirmando que es el punto más original del método foucaultiano y que lo diferencia sustancialmente de la crítica marxista. De hecho, ¿qué dice Deleuze? Que todas las grandes teorías piensan en el poder en función de la ley como instancia molar. Así, la oposición molar se convierte inmediatamente en la de ley-ilegalidad, homóloga a la de dominantes-dominados, y todo se hace entrar en una macrofísica del poder. Foucault, por el contrario, se interesa, como sabemos, por la microfísica e introduce una desmitificación de ese antagonismo, haciendo aparecer, en cambio, una complementariedad entre la ley y los ilegalismos, ya que tiene claro que la ley es el resultado de los ilegalismos difusos. Mientras que la ilegalidad presupone la existencia de una ley a nivel macrofísico, microfísicamente el ilegalismo no la necesita porque es él el que produce el principio. La ley está hecha para prohibir sólo en el nivel macro —que es el nivel de la apariencia, del Espectáculo— pero en el nivel micro no es así, es lo contrario. Si la ley existiera sólo para prohibir y reprimir, su historia sería una derrota continua, bromeó Deleuze: las leyes no están hechas para prohibir, sino para diferenciar la manera de sortearlas. La ley no impide un comportamiento, sino que consiste en un sistema de normas que dicen en qué condiciones está permitido ese comportamiento. Entre otros, Deleuze pone el ejemplo extremo de la defensa legítima, es decir, de una ley que codifica los términos en los que la acción más imaginada como prohibida, es decir, matar, se hace posible bajo la ley. En cualquier caso, no hay la ley, insiste Deleuze, sino las leyes, como se deduce del título de la parábola kafkiana; mientras que el otro relato, Ante la ley, muestra su estatuto ficticio. Y los ilegalismos que producen las leyes sirven para compensar a la clase dominada, por un lado, y para permitir la dominación de clase, por otro. La ley no es más que la distribución de los ilegalismos que crecen a la sombra de alguna otra ley y así sucesivamente. Es en los escenarios de este teatro secreto donde se celebra el matrimonio entre los nobles y el Pueblo, mientras que el «teatro de Oklahoma» de Kafka aparece como el de su destitución.
10. Decíamos que el pueblo, a diferencia de los nobles, está siempre incluido en la ley, y así es que incluso cuando logra escapar temporalmente de ellos sin cuestionar el dispositivo —por ejemplo con una acción ilegal reivindicando un derecho— el resultado máximo alcanzable es el de la inclusión inmediata de esa práctica particular en una ley que prohibirá el libre uso de la cosa en cuestión, el mínimo es lo que suele ocurrir, es decir, su exclusión mediante la aplicación de la ley, es decir, mediante lo que comúnmente se llama «represión». Muy a menudo hemos asistido sucesivamente a la activación primero de la segunda y luego de la primera técnica de exclusión inclusiva: sancionando a los transgresores y recuperando luego la anomia dentro del dispositivo, el ilegalismo se convierte en ley reforzando así el sistema. El «significado» de la ley, por tanto, sólo llega a posteriori, como sanción, como violencia que protege su secreto, y por tanto como incorporación del afuera que funda el «nuevo derecho». Pero a estas alturas se ha alcanzado un umbral en el que todo está legalizado porque todo es sustancialmente ilegal y todos son potencialmente delincuentes, de modo que el dispositivo se ha como embalado y ya no parece haber una distinción real entre represión y derechos.
Me parece que la discusión que tuvo lugar hace veinte años sobre los centros sociales okupados italianos entre los que estaban a favor de su legalización y los que estaban en contra, ha perdido por completo su verdadero objetivo, que no era banalmente el de oponer los «puros» a los «vendidos», sino el de cómo se enfrenta uno estratégicamente a un poder y, en función de este cómo, entender en qué se deviene. Todo el mundo puede hacer el experimento de mirar hoy en qué se han convertido los distintos protagonistas de la época y sacar algunas conclusiones interesantes. La pobreza ética de los «vendidos» se corresponde con la impotencia de los «puros» que, precisamente por haber fetichizado la cuestión de la ilegalidad, no han sido capaces de expresar una salida real. Los únicos que han resuelto afirmativamente la cuestión son quizá los que, con el tiempo, han buscado otros caminos, otras formas, otros lugares que escapan a esa pinza moral. En otras palabras, son los que han interrumpido el dispositivo y han descubierto así otras posibilidades de vivir y luchar.
A las dos técnicas que hemos enumerado hay que añadir, de hecho, una tercera, la más importante, que es el resultado de la interacción entre estas dos tecnologías de gobierno, a saber, la de la producción de una subjetividad. No importa el adjetivo que lo acompañe —radical o normal, rebelde u oficialista—, lo que realmente importa en esta operación es que el sujeto interactúe con el dispositivo una vez que lo ha producido como tal. El verdadero sentido de lo que los movimientos llaman «lucha contra la represión» no debe ser el de un conflicto para cambiar o apropiarse de las leyes, ni siquiera para destruirlas, sino una forma de conflicto que en lugar de entrar en el dispositivo lo mantenga a distancia en la medida de lo posible, dispersándolo y pretendiendo así vaciarlo de su fuerza. Si es cierto, como sostiene Foucault, que la represión es la forma terminal del poder, su caso límite, entonces lógicamente hay que empezar a intervenir aguas arriba para vaciar su eficacia. La solidaridad, por ejemplo, no es algo que nazca a la fuerza después de un acto represivo, como desgraciadamente suele ocurrir, sino una fuerza que debe pensarse como uno de los a priori de la posibilidad de destitución de la ley. La represión, y esto no es un secreto, funciona mejor ante la miseria ética y afectiva. Si nuestras barricadas no están constituidas por formas-de-vida, resistirán el tiempo de una carga no demasiado violenta. La lucha contra la represión —que, como hemos visto, es en realidad una operación que tiene como objetivo la producción de una subjetividad— es una lucha necesaria pero casi siempre ineficaz, no tanto por su escasa incisividad jurídica, sino porque, en el esfuerzo antagónico por oponerse a la eficacia de la ley o por mostrar su injusticia, se acaba inevitablemente legitimando su dispositivo, ya sea rindiéndose o creando un sujeto rebelde que encaje cómodamente en la dialéctica del poder. Por ello, una lucha exitosa contra la represión sólo sería aquella que estratégicamente pusiera al derecho en la imposibilidad de funcionar, es decir, de decidir, llevando a cabo todas aquellas prácticas —legales o ilegales, no importa en absoluto, por supuesto— que puedan hacer inoperante el dispositivo a través del cual se ejerce el poder. Por ejemplo, desapareciendo como «sujetos».
Tácticamente, es obvio que el pueblo practica el ilegalismo ya que debe poder defenderse ante la ley, lejos de cualquier actitud derrotista en este sentido, pero ni el ilegalismo en sí ni el derecho pueden tener ningún significado estratégico.
11. La primera dificultad, se dijo, radica en que el mecanismo que hace funcionar estas leyes, que en el relato de Kafka se denominan casi inmediatamente leyes «aparentes», consiste en la creencia de que existen desde hace tanto tiempo que es su misma antigüedad la que legitima su presencia actual, pero también que, por ello, sólo pueden ser confiadas a quienes siempre han poseído el «secreto» y, por tanto, ejercen el poder. La ley y el poder se encierran así, a través del secreto, en un círculo que se abre excepcionalmente para incluir a su Pueblo y al mismo tiempo excluir a uno de ellos: esto y no otra cosa es a lo que se dedica el gobierno diariamente.
¿Cómo se puede romper esta circularidad? Es esta pregunta la que Kafka intenta responder en la segunda parte del relato.
Los movimientos revolucionarios procedentes del pueblo siempre han estudiado a los hombres del poder, sus palabras y sus gestos para buscar una posible salida: «Si nosotros, el pueblo, desde tiempos muy antiguos hemos observado cuidadosamente las acciones de la nobleza, si poseemos a este respecto informes escritos de nuestros antepasados y los hemos continuado concienzudamente y creemos reconocer en innumerables casos ciertas directivas que nos permiten remontarnos a alguna disposición histórica, y si sobre la base de estas deducciones cuidadosamente examinadas y ordenadas tratamos de organizarnos de alguna manera para el presente y el futuro: todo esto es sumamente incierto y tal vez sólo un truco del intelecto». Ésta es claramente la descripción de una gran parte de la tradición de los oprimidos, que lleva en sí misma, como una de sus no-dichos, el hecho de que si es cierto que una revolución debe preocuparse por destruir la confusión creada por la tradición, no puede prescindir de su propia tradición.
Se ha pensado y se sigue pensando que sólo observando cómo viven los poderosos llegaremos al fondo de la cuestión de las leyes, comprenderemos en qué consisten realmente y podremos entonces reconfigurar nuestras vidas de acuerdo con este conocimiento. Pero se trata de una tradición de pensamiento y acción que contiene muchos riesgos, además de que, como sugiere Kafka, parece ser un «juego del intelecto», es decir, una ideología. Uno de los riesgos, por ejemplo, es que si actuamos de esta manera, es decir, si observamos la vida de los nobles, al cabo de un tiempo quedamos poseídos por la visión y empezamos a pensar como ellos, a hablar como ellos y a imitar su forma de vida, mientras nos olvidamos de cuidar la nuestra. Ésta es precisamente una de las posibilidades mágicas a través de las cuales actúa el gobierno sobre los hombres, particularmente a través del Espectáculo. Todo dispositivo posee este poder de encantamiento porque toda acción es sugerida, modelada, producida, mediante la adaptación por contacto al funcionamiento normativo que el dispositivo impone a cada individuo, privándolo de cualquier otro gesto posible. El ciudadano es ahora esa cáscara vacía por la que pasan los discursos y las acciones del gobierno, pero también es la materia viva que hace circular ese mismo poder en la metrópoli de la que los ciudadanos son, literalmente, la principal infraestructura. Por eso, el ya famoso eslogan que nos invita a «bloquear los flujos» debe entenderse también, si no principalmente, como una invitación a bloquear los flujos interiores de cada uno de nosotros. Interesante cuestión, pero Kafka nos lleva más allá.
De hecho, Kafka dice, cerrando la frase que acabamos de citar y problematizando todo el asunto de un modo que no podemos decir si es más cómico o dramático, que la verdadera cuestión quizá radique en que «esas leyes que intentamos adivinar no existen». Llamémosla hipótesis nihilista. Si no existen, entonces su secreto es que no hay ningún secreto que descubrir, que el interior de la tradición de los vencedores, como el centro de la máquina mitológica del poder por la que se mantiene en movimiento, está vacío, o, como diría Agamben, que todo el ruido de la máquina sólo sirve para ocultar la inoperosidad de la existencia humana. Si así fuera, cuando observamos las operaciones del poder no deberíamos pensar que se refieren a una realidad primordial, que más allá o dentro de ellas está el verdadero sentido de la ley. Las acciones del poder se refieren simplemente a sí mismas, pero poseen, por otra parte, una facultad de encantamiento, y Kafka sugiere, al insinuar la duda sobre la existencia de las leyes, una forma de escapar a su fascinación mágica. Por lo tanto, podemos pensar que las famosas «leyes del Capital» no existen, sino sólo las formas de actuar de los capitalistas que producen determinadas situaciones, prácticas de encantamiento que producen trabajadores, consumidores o simplemente personas desesperadas.
La parábola continúa mencionando a un «pequeño partido» que de hecho sostiene este punto de vista, a saber, que las leyes no existen realmente y que lo único cierto es que «si hay una ley, sólo puede ser ésta: ley es lo que hace la nobleza». El supuesto secreto de las leyes no es más que esto. Para el partido pequeño, todo el conjunto de leyes no es más que un cúmulo de «actos arbitrarios», es decir, actos de violencia, exactamente esa violencia mítica que Walter Benjamin define como la que «funda el derecho»: «nuestras leyes» son el resultado de un poder constituyente que se hunde en la nada. Pero Kafka también pone en duda la «tradición popular» que sigue la «mayoría del pueblo», porque «confiere al pueblo frente a los acontecimientos futuros una seguridad falsa, falaz, que induce a la frivolidad», ya que sostiene que la ley existe, pero que para reapropiarse de ella hay que estudiar su historia, su tradición, hasta el día en que tanto la tradición como su estudio lleguen a su fin, y sólo ese día todo se aclarará y la ley podrá pertenecer al pueblo y sólo a él, mientras que quien antes la detentaba desaparecerá porque ya no habrá secretos con los que alimentar su autoridad. El problema más grave de esta tradición orientada completamente por el futuro es que lleva al pueblo, en el que el narrador se reconoce, a odiarse a sí mismo: «nos odiamos a nosotros mismos porque todavía no podemos ser dignos de la ley». Por eso algunos sabios incomprendidos dicen que el día del juicio no nos espera en un futuro lejano, sino que está presente en cada momento de nuestra vida, cuando no la reconciliación, sino la «tempestad del perdón»18 destruye toda fechoría.
12. Ambas posturas evocadas por Kafka tienen sus propias razones, que a menudo se mezclan en mayor o menor medida. El pequeño partido tiene razón al sugerir que las leyes no existen y que se pueden remontar a actos de violencia arbitraria, y la mayoría del pueblo tiene razón al decir que las leyes existen en la medida en que funcionan y que, por lo tanto, hay que estudiarlas, hay que descubrir su mecanismo, para expropiar a sus detentadores. Estas dos son tácticas valiosas, pero hay que juntarlas en una serie estratégica que incluya, en su seno, el gesto destituyente.
La táctica del pequeño partido es un primer movimiento que, al constatar la anarquía del poder, conduce a la oportuna contestación de sus actos. Es el primer distanciamiento del mundo de las leyes, la negación que lleva a un antagonismo con el poder, es esencialmente la tradición política de los subalternos. El estudio de las leyes, en cambio, es, como el propio Kafka mostró en la novela de Bucéfalo,19 aquello que sólo es apropiado después de su destitución y disolución en la vida.20 Vemos, pues, en qué consiste la hipótesis kafkiana en relación con este punto mediano, pero absolutamente decisivo, que es la destitución. De hecho, hay algo, continúa el relato kafkiano, que tanto el pequeño partido como la mayoría del pueblo comparten y que impide resolver definitivamente la cuestión de las leyes: aunque el primero niega la realidad de la ley y el segundo cree poder llegar a un acuerdo con ella, ambos reconocen «plenamente la nobleza y su derecho a existir». Tal vez las leyes no existan o puedan cambiar de manos, pero ninguna de estas posiciones cuestiona el poder como tal, es decir, la esencia que creemos reconocer detrás de las acciones de sus ministros. Después de todo, es una posición que podemos encontrar fácilmente en casi todos los movimientos contestatarios. Por otro lado, lo contrario es cierto porque, escribe Benjamin, los funcionarios y los padres, dos de los principales ministros de la ley, son parásitos que no sólo consumen la fuerza de sus súbditos sino también su derecho a existir.21 En otras palabras, los nobles sólo pueden existir mediante la expropiación de la existencia del pueblo.
De lo que se trata aquí es de una especie de prueba ontológica de la existencia del poder: si el poder es algo entonces seguirá siéndolo incluso cuando la ley, al final de la interpretación y en la transición a la praxis, pase a manos del pueblo: ésta es la historia del socialismo real, de muchos marxismos y su obsesión por el gobierno. Pero incluso si se niega la existencia y, por tanto, la validez de la ley, no se puede destituir verdaderamente mientras se crea en una esencia del poder que se encarnaría en la existencia de ciertos individuos: ésta es la historia del anarquismo histórico, de su paranoia del poder y de su creencia tan occidental en el individuo. Por lo tanto, no basta con decir que la ley no tiene sentido y que es un fraude, hay que llegar a afirmar el no-ser del poder y que el verdadero secreto del gobierno reside en que nadie, ni siquiera los que se oponen a la ley, cuestione la existencia misma del poder. La verdad, pues, no reside en que los gobernantes sean o tengan poder, sino en que la ley consiste exclusivamente en sus actos, el poder no es más que un conjunto de accidentes que se convierten en ley. Pero sobre todo, nadie cuestiona la existencia del poder porque eso significaría negar su propia existencia como sujetos: «vivimos en la hoja de este cuchillo», señala amargamente el narrador. En otras palabras: la existencia del poder es también la existencia de todos y cada uno de nosotros como sujetos; si dejamos de creer en la existencia de uno, la consecuencia será que la existencia de los otros también caerá, y esto es lo que cuesta política y existencialmente mucho. Lo que Kafka, al cerrar el relato, expresa así: «Un escritor resumió una vez la situación de esta manera: la única ley visible e indudable que se nos impone es la nobleza, ¿y debemos privarnos de esta única ley?». La cuestión de las leyes es la cuestión del sujeto. En este sentido, la revolución es una cuestión antropológica más que estrictamente política.
13. La posición de un nihilismo revolucionario podría ser ésta: el gobierno de las leyes no está en el origen de todo lo que fue y está por venir; por el contrario, es la máquina que se ha construido como reacción a la anarquía de las formas-de-vida y que al apropiarse de su potencia las distorsiona, dando lugar a una anarquía infernal. Por eso, desafía Kafka, sólo un partido que no sólo niega la existencia de las leyes, sino que afirma que el poder no es, podría ganar la mentira y «tendría las adhesiones de todo el pueblo». El verdadero límite, que nosotros mismos constituimos como sujetos, radica entonces en no llegar hasta el fondo de la negación, donde yace la afirmación que alguna vez estuvo enterrada bajo las capas de la tradición. Porque si es cierto que la única ley está en el ejercicio difuso del poder, es decir, los sujetos y sus acciones, ¿cómo podemos privarnos de ella con nuestras propias manos? En este punto parece lógico sugerir que sólo destituyéndonos como sujetos podremos acceder a la destitución del poder, o más bien que ambas operaciones son en realidad una misma cosa. Por eso Kafka respondió a sus amigos que le preguntaban por la posibilidad de la esperanza que ésta existe pero no para nosotros.
El problema que nos plantea Kafka con esta parábola es que aquellos que desean hacer una revolución o que esperan el futuro pueden perfectamente impugnar la existencia de la ley o estudiar sus modos para que finalmente acabe en manos del pueblo, pero si no consiguen iluminar la fractura entre la prehistoria, el origen de las leyes y la doble tradición reflejada en el presente, el poder seguirá existiendo, el derecho renacerá de nuevo como instrumento de dominación. Por lo tanto, la única manera de destituir las leyes es negar al poder el estatuto del ser. El poder no es, el poder funciona, se compone de individuos que hacen cosas. No tiene legitimidad trascendente ni necesidad inmanente. La insurrección destituyente es el conjunto de prácticas profanatorias que destituyen no una esencia sino ese hacer, es el gesto impersonal que desactiva las obras del poder. La única política revolucionaria es la que prescinde de cualquier sujeto y, por tanto, destituye a la propia política.
14. Por último, hay que sortear el problema que Kafka plantea irónicamente sobre el partido revolucionario: está claro que ningún partido puede constituirse a priori, sino que es experiencia común que el partido se construye a través de los gestos revolucionarios que resuenan entre sí. El partido no es ni una sustancia ni un sujeto, ni una máquina de guerra ni la expresión de una voluntad. Nuestro partido se compone de experiencias, intensidades, afectos que se transforman en medios materiales, espirituales y guerreros que se van componiendo en una forma-de-vida que tiene, ella, un valor estratégico. La única vanguardia posible de este partido la reconoce Kafka —en otro relato del mismo año, que plantea las mismas cuestiones—22 en la clase de los jóvenes de entre diecisiete y veinte años, porque ve en ellos la ausencia de toda ideología, aunque sea revolucionaria, y la presencia en su espíritu de una desconfianza natural hacia los ministros de la ley. Pero también porque en ellos está viva la llama de la amistad, que hace fracasar las pequeñas sublevaciones, pero hace que las revoluciones tengan éxito, porque, como escribió el joven Kafka en una carta a Max Brod: «Una masa de gente unida por la amistad sólo es útil en las revoluciones, cuando todos actúan al unísono y con sencillez, pero si se produce una pequeña sublevación bajo la luz difusa de una mesa, entonces fracasará».23
Por último, y sobre todo, el partido no debe convertirse nunca en una organización que organiza a otros, sino ser y permanecer como una leyenda, una leyenda que se comunica de boca a boca, de corazón a corazón, de cuerpo a cuerpo. Sólo así el partido revolucionario evitará convertirse en uno de los muchos lugares de la ley.
Si adoptamos el punto de vista del partido de Kafka —que es lo que resta o sobra entre el pequeño partido y la mayoría del pueblo—, quienes nos gobiernan no tienen legitimidad, no tanto porque sus leyes sean mentira, sino porque lo hacen sobre la base de un principio vacío que postula la existencia de leyes como necesaria, porque si el poder es entonces debe ejercerse de la única manera que puede, es decir, gobernando a través de la ley, que se expresa como la única relación posible entre los sujetos. Pero es falso que no haya un afuera del poder y es falso que sólo podamos existir como sujetos. Por ello, una verdadera revolución sólo sería aquella que declarara que ningún poder tiene existencia real, ni pasado ni futuro, y que quienes lo ejercen no descansan en el ser sino en una nada que se expresa productivamente en la violencia constituyente. En la primera página del primer número de Tiqqun está grabada la frase «Nadificar la nada», que bien podría ser el lema inscrito en la bandera del partido kafkiano. La leyenda de este partido sólo puede sugerir cómo lograr esta nadificación, pero no puede decir nada seguro sobre qué y cómo será después si no es mirándolo desde la prehistoria, desde el premundo, es decir, poéticamente.
15. El eslogan que recorre el mundo desde hace veinte años y que comenzó en Argentina, ¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!, no puede entenderse entonces como un aviso de despido dirigido a la actual clase dirigente para luego, inevitablemente, reformar otra. Es un potente verso de la leyenda revolucionaria que niega al gobierno y a nosotros mismos, en cuanto parte incluida productivamente en él, la posibilidad misma de existir, y es por ello que esas palabras se han convertido en la cifra común de todos los movimientos revolucionarios contemporáneos, palabras que no deben ser interpretadas sino tomadas al pie de la letra: todos los «nobles» deben irse y nadie ocupará su lugar, no hay necesidad de poder sino sólo una tradición ya decadente que la postula. Éste es el horizonte estratégico dentro del cual es posible pensar en la destitución de las leyes y la destrucción de la puerta de la justicia, que es un hecho extremadamente práctico.
Ante este horizonte comprendemos la verdad, tan divertida como trágica, de un extraño aforismo de Franz Kafka, uno de los más grandes comunistas de todos los tiempos: «El momento decisivo de la evolución humana es perpetuo. Por eso tienen razón los movimientos espirituales revolucionarios que declaran nulo todo lo que pertenece al pasado, porque todavía no ha pasado nada». En esta interrupción de la nada se cumple toda interpretación y toda escritura.
Notas:
1 F. Kafka, «La questione delle leggi», en id., Tutti i racconti, ed. E. Pocar, Milán, Mondadori, 1976, pp. 329-330.
2 C. N. Bialik, Halachah e Aggadah. Sulla Legge ebraica, ed. A. Cavalletti, trad. it. de D. Messina, Turín, Bollati Boringhieri, 2006, p. 50.
3 «El uso literario de la lengua es homólogo a ese uso formal de la vida que es el fin y el término del comunismo», en F. Fortini, Verifica dei poteri. Scritti di critica e di istituzioni letterarie, Milán, Il saggiatore, 2017, p. 162.
4 G. Agamben, Signata rerum. Sul metodo, Turín, Bollati Boringhieri, 2008, p. 90.
5 W. Benjamin, «Franz Kafka», en id., Angelus Novus. Saggi e Frammenti, ed. y trad. it. de R. Solmi, Turín, Einaudi, 1995, p. 278.
6 Ibid., p. 258.
7 G. Agamben, «Elogio della profanazione», en id., Profanazioni, Roma. Nottetempo, 2005, p. 83.
8 Tiqqun, Teoria del Bloom, Turín, Bollati Boringhieri, 2004, p. 125.
9 Comitato Invisibile, L’insurrezione che viene – Ai nostri amici – Adesso, Roma, Nero edizioni, 2019, pp. 108-109.
10 W. Benjamin, «Franz Kafka», op. cit., p. 288.
11 G. Agamben, «Principia Hermeneutica», en Critique, núm. 836-837, enero/febrero de 2017, pp. 5-13.
12 Cf. la carta de Gershom Scholem a Walter Benjamin del 17 de julio de 1934 en la que Scholem, hablando de Kafka, esclarece su teoría de la inaplicabilidad de la ley, y también la carta del 20 de septiembre de 1934, también hablando de Kafka, que contiene la famosa frase scholemiana: la ley «está vigente, pero no significa», en W. Benjamin, G. Scholem, Teologia e utopia. Carteggio 1933-1940, trad. it. de A. M. Marietti Solmi, Turín, Einaudi, 1987, pp. 146 y 162.
13 T. Mann, La montagna incantata, vol. I, trad. it. de E. Pocar, Milán, Corbaccio-dall’Oglio, 1965, p. 5.
14 G. Agamben, Infanzia e storia. Distruzione dell’esperienza e origine della storia, Turín, Einaudi, 2001, p. 95.
15 F. Jesi, «La festa e la macchina mitológica», en id. (ed.), La festa, Turín, Rosenberg & Sellier, 1977, p. 197.
16 G. Agamben, «Che cos’è un popolo?», en id., Mezzi senza fine. Note sulla politica, Turín, Bollati Boringhieri, 1996, p. 31.
17 Clase del 14/01/1986 (1): http://www2.univ-paris8.fr/deleuze/article.php3?id_ article=441.
18 W. Benjamin, «Il significato del tempo nel mondo morale [fr 71]», en id., Opere complete VIII. Frammenti e Paralipomena, trad. it. de G. Schiavone, Turín, Einaudi, 2014, pp. 93-94.
19 F. Kafka, «Il nuovo avvocato», en id., Tutti i racconti, op. cit., pp. 179.
20 Véase G. Agamben, Stato d’eccezione. Homo sacer, II, 1, Turín, Bollati Boringhieri, 2003, pp. 81-83.
21 W. Benjamin, «Franz Kafka», op. cit., p. 278.
22 Me refiero a F. Kafka, «La supplica respinta», en id., Tutti i racconti, op. cit., pp. 325-328.
23 M. Brod, F. Kafka. Un altro scrivere. Lettere 1904-1924, trad. it. de M. Rispoli y L. Zenobi, Vicenza, Neri Pozza beat, 2007, p. 30.
Texto traducido para su publicación en Artillería inmanente en diciembre de 2021. Publicado por primera vez en italiano en la revista Pólemos, año I, núm. 1, julio de 2020, forma parte del dossier Il gesto che resta. Agamben contemporaneo coordinado por Valeria Bonacci y Flavio Luzi.
Ante la ley. Apertura de la película “The Trial” (el Proceso) dirigida por Orson Welles, versión cinematográfica de la novela homónima de Franz Kafka – Voz: O. Welles