Introducción

Las más amables y generosas de nuestras amistades quieren llamarlo “decisión”, “respetar su autonomía” y confiar “en la dignidad de su deseo de paz”. Pero, en palabras de Edna St. Vincent Millay, “Lo sé. Pero no lo apruebo. Y no me resigno”.
Leijia y yo tuvimos amistad durante más de una década. Podía llegar a lo más profundo de cualquier problema, hacer que te doliera el estómago de tanto reír cuando empezabas a sollozar por una u otra angustia, y destruir con elegancia a cualquiera con palabras, con un tipo de gracia cuidadosa que dolía incluso presenciar.
El texto que sigue a continuación, escrito un par de años antes de su muerte, intenta responder a una pregunta que la perseguía: ¿Qué es estar enojada?
Existe un concepto ordenado de “enfermedad mental” determinado por una compleja red casual de condiciones biológicas, traumáticas, sociales y estructurales. Los expertos manejan análisis estudiados para crear diagnósticos convenientes, cada uno con una línea punteada que conduce a su solución química formulada, que encaja a la perfección con ciertas nociones de “cuidado” o “apoyo”. Esta narrativa, de dependencia e indefensión aprendida, me asusta.
En su texto, Leijia se mueve rápidamente a través de diversos puntos de referencia, enfrentando al Instituto Nacional de Salud contra Foucault y Fanon, rastreando la ketamina desde las fiestas hasta las clínicas, imaginando un mundo que exige Prozac y un mundo que simplemente lo incluye. Por supuesto que las drogas funcionan, por supuesto que este mundo es enloquecedor, por supuesto que tenemos cuerpos y mentes desviados. Y, sin embargo, falta algo: lo que ella llama autonomía y sentido, que tienen su asiento no en el sujeto adorado por las soluciones reactivas de la ciencia y el cuidado, sino en la potencia de una subjetividad que nunca pasa del todo a ellas.
Su pensamiento es brillante y erudito, como siempre lo ha sido, y sin embargo, más allá de quedar inacabado, no llega a responder directamente a la pregunta, si es que es posible responderla. ¿Qué significa ser, o convertirse, en una persona con este tipo de subjetividad?
Leijia sabía que, al final, ni dios, ni el comunismo, ni “unos a otros” eran suficientes. Tener un horizonte al que apuntar, cultivar relaciones de reciprocidad e interdependencia, estas cosas pueden ser un bálsamo. Pero la capacidad de actuar es completamente propia, de nuestro cuerpo, nacida en la mente propia. El lugar de control se mueve de una posición externa a una interna. Los escritores que ella y yo amamos exigían que cerráramos sin piedad todo lo imaginario de nuestros sentimientos, que siguiéramos nuestro propio camino y no hiciéramos copias de otro, que hurgáramos por el naufragio y no por la historia del naufragio, la cosa en sí y no el mito.
Banu, noviembre de 2022.

 

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El comunismo no nos salvará de nosotros mismos

Leijia Hanrahan

 

Estoy en un entrenamiento de Primeros Auxilios de Salud Mental obligatorio por trabajo, presentado por NYC Gouverneur Hospital. Estoy aquí, al parecer, para aprender sobre los trastornos psicológicos en tercera persona, como si la psicosis fuera completamente del dominio del otro, y también para obtener un certificado de finalización para llevárselo a mi supervisor. Cuando el facilitador comienza a sermonearnos sobre la disponibilidad omnipresente de atención y recursos de salud mental, me retiro por completo. Me pregunto con indiferencia cuán redundante es esto; cuántas personas en la sala han intentado alguna vez suicidarse. Tuve que reprogramar la terapia por esto.

El empleo interminable de estadísticas en las discusiones sobre salud mental es algo patético. Algunos informes estiman que el 18,5% de los adultos estadounidenses sufren de algún problema de salud mental; otros estudios sugieren que aproximadamente el 20% de la población adulta del país ya toma algún tipo de medicación psiquiátrica. El continuo entre una dosis casual de Prozac y un cóctel antipsicótico de tres partes adornado con una droga de club parece irrelevante. Todos estamos locos y la mayoría de nosotros no lo sabemos. O ese parece ser el consenso popular, de todos modos, periódicamente reforzado o refutado por la afirmación popular de que, de hecho, el único loco es Adam Smith; que la concurrencia de tasas récord de suicidios (un aumento del 30% entre 1999 y 2016: 13,4 personas de cada 100.000) y el ritmo acelerado del capitalismo tardío no es una coincidencia. Existe un rechazo a la idea de que la desesperación es química. Solo hay evidencia de origen endeble, aprovechada con demasiado entusiasmo por una industria farmacéutica monumentalmente lucrativa e influyente y generaciones de psiquiatras codiciosos.

Michel Foucault, por supuesto, escribió extensamente sobre la devastadora dinámica de poder entre los médicos y los etiquetados como locos, argumentando que no existe un lenguaje compartido entre el hombre y el loco. La verdadera base histórica de la psiquiatría como industria fue el miedo a los indeseables. Independientemente de la posición de uno hacia la antipsiquiatría que el trabajo de Foucault ha ayudado a inspirar, esta ausencia de lenguaje suena cierta, como lo confirma fácilmente cualquiera que se esfuerce por explicar cómo se siente la psicosis a un profesional médico, solo para sentirse abrumadoramente frustrado con los resultados.
Pero más allá de la futilidad de otro viaje a la cita con el médico, a un nivel más general, desde pequeños artículos de reflexión hasta conversaciones informales, esta falta de comprensión —o, más a menudo, esta negativa a comprender, con todas sus obvias motivaciones estructurales— a menudo termina codificado como simplemente “estigma en torno a la salud mental”.

Los diagnósticos de salud mental son un pantano innecesario que, de hecho, oscurece la realidad de la locura. Elevan los estándares sociales de normalidad muy por encima de la subjetividad individual, y lo hacen de una manera que va en contra de las montañas de evidencia científica que, aunque menos publicitada, es tan convincente como la línea del partido farmacéutico.(1) En general, la locura es una construcción, exacerbada por los intentos de remediarla, una incomprensión voluntaria de lo que son simplemente diferentes formas de aprehender el mundo. Otro amigo me recordó el invierno pasado la afirmación de Frantz Fanon de que en un mundo demente, solo la persona cuerda está realmente loca, mientras que todos los demás básicamente lo entienden. La otra cara de este sentimiento sigue la misma línea lógica, y muchos se han hecho eco de él, más recientemente (para mí) mi madre: “Esta sociedad enferma a la gente”. No se puede arreglar un cerebro que es destrozado a diario por el trabajo asalariado, el patriarcado y demonios que se parecen a Richard Spencer. En el comunismo, sin embargo, ¿todo el mundo es feliz?

Solo puedo relatar lo que he vivido: que la trama del diagnóstico de salud mental es por lo menos tan absurda como todos dicen que es, si no más; que estos diagnósticos son capitalizados sin cesar por buitres de toda variedad; que el estrecho campo en el que la psiquiatría estándar intenta meter las experiencias de la mente es una broma ahistórica; sin embargo, no obstante, es probable que ciertas digresiones de la funcionalidad y la felicidad no sean solo que el mundo esté loco (como lo está) y que la industria intente obtener ganancias (como lo hace), que estas experiencias pueden ser realmente terribles e incongruentes con cualquier intento de ser vivo, y que cualquier resolución, independientemente de en qué manos sucias pueda jugar, tiene el valor de su resultado. Esta es una extraña posición intermedia, pero navegar por la salud mental como paciente o simplemente como tema, implica necesariamente mucho equilibrio, por lo que es un tema apropiado.

Las drogas de diseño(2) hacen su entrada. Las primeras investigaciones sobre los beneficios para la salud mental de la ketamina se llevaron a cabo en la Universidad de Yale en el año 2000. Después de años de uso clínico como sedante y uso no aprobado como anestésico, comenzó a estudiarse por su potencial de tratamiento en pacientes deprimidos cuyos trastornos son “resistentes al tratamiento”, es decir, cuyas circunstancias no mejoran, o al menos no sustancialmente, con los medicamentos y terapias tradicionales. La ketamina para la depresión aún no está aprobada por la FDA, pero esto apenas ha frenado su éxito comercial. La droga elude los medicamentos tradicionales, que actúan sobre los neurotransmisores, al remodelar la forma en que se comunican las sinapsis. Como me dijo el anestesiólogo que vi, es una solución de hardware en lugar de una solución de software. Es el caso de muchas personas que experimentan incluso un trauma leve en sus primeros años de vida, dijo, las sinapsis no se forman correctamente al final del desarrollo neurológico en los últimos años de la adolescencia.

Cuando estaba en la escuela secundaria, los niños esnifaban ketamina en las fiestas por 20 dólares la dosis. Una dosis clínica es solo una fracción de una dosis de la calle, pero una vía intravenosa le costará 425 dólares por tratamiento, de los cuales se recomienda que los pacientes prueben seis para comenzar. El seguro no cubre esto, aunque aquellos que tienen la suerte de disfrutar de una cobertura fuera de la red pueden presentar algunos documentos y esperar un reembolso parcial. Se recomienda a los pacientes que responden bien que continúen con las aplicaciones cada cuatro a seis semanas después del paquete inicial, y regresen cada vez que sientan que su estado de ánimo se desploma; muchos pueden detenerse por completo después de un año y medio. Es lo más cercano a una “cura” que existe. La tasa de éxito comúnmente citada es de aproximadamente el 70%, aunque hay informes de números más altos y más bajos, tanto de ensayos clínicos como de clínicas ambulatorias que ofrecen el tratamiento no aprobado.

No se informa que la ketamina tenga efectos secundarios a largo plazo, pero su uso aún es lo suficientemente nuevo como para que sea demasiado pronto para saberlo. En lo inmediato, el tratamiento en sí se presenta como una versión suave de lo que le sucede a su conciencia con ketamina en dosis más altas. La disociación es algo común, pero se observa anecdóticamente como un indicador de efectividad en el paciente. La experiencia tradicional de K-hole(3) es rara en estos entornos. A menudo hay náuseas, contra las cuales se agrega zofran y/o reglan a la vía intravenosa como precaución.

Probé ketamina por recomendación de mi psicoanalista. La medicación psicoterapéutica convencional a menudo ayudó, pero no lo suficiente, convirtiéndome en una persona ideal para la terapia. Después de una breve conversación con el anestesiólogo que dirigía la clínica, me senté en una silla reclinable en una habitación pintada de un agradable color amarillo pastel, me tomaron la presión arterial y me conectaron un goteo intravenoso. Pregunté sobre escuchar música y me aconsejaron que seleccionara algo alegre y que distrajera, debido a las experiencias negativas de otros al escuchar algo demasiado oscuro o contemplativo. Mi papá se sentó conmigo. Durante la siguiente hora, tropecé levemente, escuchando mi propia voz como si hablara desde otro lugar, tratando de aislar los contornos de los objetos en la habitación sin lograrlo, perdiendo el hilo de mi pensamiento a menudo.

Hice esto seis veces en el transcurso de una semana y media. Mi estado de ánimo ascendió y se derrumbó rápidamente; llamé a la clínica con frecuencia para asegurarme de que todo fuera normal. Hice citas adicionales con mi terapeuta. En los días buenos, leía en el parque, bajo el sol. Hubo días malos: solo fui a trabajar una vez y me fui después de unas pocas horas, después de haberme hundido a una velocidad vertiginosa en una zanja oscura.

Al final, mi respuesta fue “atípica”, según las valoraciones del director de la clínica y mi psicoanalista. Los altibajos continuaron después de que terminaron los tratamientos. Alternaría entre sentirme capaz de una forma diferente de estar en el mundo y capaz solo de un tipo profundamente clínico de desesperación. No estaba claro si la ketamina había sido completamente ineficaz, o simplemente más tenuemente efectiva que en las brillantes historias de éxito que había estudiado con entusiasmo en las semanas anteriores.

En última instancia, los beneficios potenciales de las infusiones de ketamina son emocionantes pero inaccesibles para la mayoría: hay un número extremadamente limitado de clínicas que ofrecen el tratamiento y solo en ciudades seleccionadas, y el precio es desalentador.

De regreso al trabajo, se nos explica que los Primeros Auxilios de Salud Mental son como cualquier otro tipo de primeros auxilios: hay socorristas presentes para el control de daños y para actuar como un conducto hacia los profesionales capacitados, y como un recurso provisional hasta que estos últimos estén disponibles. Se nos da una larga lista de aflicciones físicas y mentales y se nos dice que las clasifiquemos de menos a más debilitantes en términos de su impacto en la capacidad de vivir, reír, aprender y amar: “las cuatro capacidades” que forman los componentes básicos de una buena vida. Debemos recitarlos periódicamente. Nos enseñan qué decirle a alguien que está deprimido, qué decirle a un esquizofrénico paranoico, hacemos dibujos de una persona que tiene un ataque de pánico, recibimos folletos con números de teléfono de emergencia. El facilitador nos regaña repetidamente por no pensar más en la salud mental, por no tomar el problema en serio. Tomo frecuentes descansos para fumar cigarrillos.

Cuando comencé este artículo, escribí, “el punto máximo es ketamina de diseño o suicidio”, suponiendo que el punto de fuga de una vida subjetiva podría ser la alegría o la muerte. Con la invención de la industria farmacéutica vino la invención de uno u otro. Es complicado pensar en el largo plazo: parece que una forma más acertada de plantear la pregunta en general sería hablar de ventanas de tratamiento, días de enfermedad, la incautación de cualquier cosa visceral fugaz. Cuando se asoma un futuro más distante, se ayuda preguntándose, incluso caprichosamente, cómo sería el comunismo para los enfermos a los que se les dice que no están enfermos, los enfermos que son a la vez pacientes y mentirosos, los enfermos cuya enfermedad funciona tanto de afuera hacia adentro como de adentro hacia afuera. Me pregunto sobre el cuidado de la enfermedad que, según algunos relatos, todo el mundo tiene pero nadie puede ver, enfermedad de la que se nos ha dicho que en realidad es solo conciencia, realmente la única salud posible.

En la base, no tengo una respuesta porque no sé cuál es la pregunta. En un ida y vuelta con un editor, me sugirieron que tratara de concentrarme en si el comunismo nos hará felices o no, o tal vez, si el comunismo no nos hace exactamente felices, si simplemente seremos o no felices en el comunismo, libres de los factores estresantes de un modo de producción cuyos efectos preeminentes en la psique son la monotonía y la desesperación. ¿Seguirá existiendo el Prozac? ¿Lo necesitaremos? ¿Lo extrañaremos? Si todos los anestesiólogos exorbitantemente ricos se juntan y actúan según un principio revolucionario, ¿cómo vamos a mantener la ketamina?

Puede ser un tipo especial de cinismo lo que me hace creer que la autonomía de los flujos de capital no implica necesariamente la autonomía de las fallas en la química del cerebro; o, si la química del cerebro es realmente un indicador de la tristeza como forma de vida, como una lente omnipresente de comprensión. No creo que el comunismo sea un horizonte absoluto de alegría eterna e inequívoca. Pero sí creo que la belleza de un ideal revolucionario debe residir en su capacidad para comprender la desesperación como un fenómeno psicológico tanto como político, viendo estos terrenos en simbiosis, sin fusión total ni falsa separación. Es poco probable que el comunismo nos salve de nosotros mismos, pero agradecería una forma poscapitalista de estar en el mundo que nos permita salvarnos unos a otros.

Creo que no es demasiado prefigurativo fomentar un enfoque más integral de la salud mental. Si las drogas hacen que alguien se sienta mejor, tal vez estén “funcionando” correctamente o tal vez sea un efecto placebo, pero los efectos placebo están subestimados: un efecto es un efecto, y no me preocupan los detalles. Esto es solo para decir que incluso aquellos que no están convencidos de la validez de la psiquiatría contemporánea tendrían dificultades para argumentar que las drogas nunca hacen ninguna diferencia y, como tal, cualquiera que sea la mecánica de esa diferencia, tienen el potencial de ser una opción decente, independientemente de las cortinas de humo, espejos y recetas. Ya sea que el imperativo sea tomar drogas psicofarmacológicas o evitarlas, moralizar es un mal curso de acción. Quizás la psicología sea la última frontera del individuo; cuando todo lo demás se haya comunalizado, nos quedará todavía una tristeza no vivida por todos, una angustia sin objeto, pero con esperanzas por su disipación cuando las fábricas finalmente ardan.(4)

A menudo he sentido resentimiento hacia el Proyecto Ícaro. La retórica de “volar demasiado cerca del sol” y los “regalos peligrosos” me molesta en cierto modo, como si estuviera destinada a estar agradecida por el regalo de la tristeza, como si fuera algo divino y lleno de potencial. No todo en la vida, diría yo, es una bendición disfrazada. Algunas cosas son sólo un lastre. Pero he comenzado a pensar que si abrazar este paradigma se siente saludable, es decir, si tiene un impacto neto positivo en la resiliencia del propio ser, hay poco que ganar al descartarlo de plano, en lugar de aceptarlo como tal, como una perspectiva o conjunto de potencialidades psicológicas entre muchas.

Un aspecto crucial de cualquier proyecto para reimaginar cómo lidiar con la salud mental es cuestionar la idea de cuidado. La calidad feminizada de la atención, tal como la entendemos, es una trampa mortal, alineada con la división del trabajo por género en general, que se adelanta a cualquier posibilidad de compromiso colectivo. Cada reunión sobre el trabajo de cuidado a la que los hombres no se presentan solo duplica el mismo mensaje: algunos de nosotros no necesitamos preocuparnos por el cuidado. La salud mental se distingue de los huesos rotos precisamente en la medida en que el tratamiento requiere no solo técnica sino también empatía. El idiota más grande del mundo aún puede leer una radiografía siempre que tenga dos ojos y un título médico, pero la capacidad de atender adecuadamente el dolor requiere más que una inversión mecánica. Los hombres se eximen de esta inversión mediante la evasión de la socialización impropia, esos fragmentos de masculinidad convencional que tomamos como reales. No pretendo invocar aquí un diálogo sobre “desaprender”: nadie “desaprende” nunca nada, simplemente sintetizamos la experiencia en perogrulladas e intentamos hacer algo diferente la próxima vez. Simplemente quiero plantear que los proyectos comunistas no deben aceptar estas divisiones como un hecho inconveniente, ni en general, ni en el trabajo de cuidarnos unos a otros. Las llamadas en Internet a Venmo(5) para tus amigos por su trabajo emocional podrían transaccionar cómicamente las relaciones humanas, pero la noción misma se volvería obsoleta si los destinatarios potenciales de tus 5 dólares no fueran tan limitados. Si aceptamos que el cuidado, la empatía y la compasión son dominio exclusivo de aquellos que ocupan una posición aparte de la masculinidad, sacrificamos no solo la salud mental, sino toda posibilidad de modos significativos de compromiso mutuo, y todo el potencial revolucionario que pueda surgir de eso. No vamos a transformar radicalmente el mundo cuidándonos unos a otros, pero podríamos estar mejor equipados para hacerlo, o al menos para pasar el día, lo cual, dado que el comunismo es hasta ahora una visión del mañana, sea posiblemente el primer paso.

Sigo sin convencerme de la mayoría de las cosas: la antipsiquiatría, la ketamina y la promesa más revolucionaria. Soy dada al escepticismo la mayoría de las veces. Pero estoy bastante segura de que cualquiera que sea el significado de “tratamiento”, requiere un enfoque que opere en tantos terrenos de experiencia como aquellos en los que surge la desesperación: químico, social, estructural y otros. La pregunta crítica fundamental debe ser una que no se dirija al sujeto, sino a la subjetividad misma, es decir, no se ocupe de las acciones y reacciones individuales, sino de qué significa ser una persona con capacidad de acción y reacción, y cómo adaptar esa experiencia a un mundo que busca aplastarla. En el nivel de la autonomía psicológica, no hay respuestas incorrectas excepto la alegación de una respuesta incorrecta. Como cuestionamiento de los neurotransmisores, los ISRS(6) no descartan el comunismo como cuestionamiento de las fuerzas de la infelicidad. Y, en última instancia, por muy preciso que resulte ser un análisis de una sociedad desesperada, si este último interrogante pretende resolver esas fuerzas en su totalidad, es precisamente esa falta de matices o reflexión lo que probablemente joderá a todos tan pronto como tengamos que enfrentarnos al mundo después de las barricadas.

Meses antes de que me obligaran a aprender sobre Primeros Auxilios para la Salud Mental, recuerdo haberle dicho a alguien que los cerebros son solo cerebros, que no creo que el mío funcione correctamente o no, que las reacciones químicas individuales son totalmente idiosincrásicas y que este tipo de función neurológica en realidad no existe como un absoluto. Mi psiquiatra me había dicho que necesitaba dejar de beber y mi seguro de Medicaid se negaba a cubrir un antipsicótico que había estado tomando. Buscando un sustituto adecuado, fumé continuadamente en su lugar. Es muy posible que no haya nada “malo” en la mente de nadie, sino que deseamos algo diferente, tanto para nuestras sinapsis como para nuestra capacidad de autonomía e impulso en el mundo. Esta es una razón tan buena como cualquier otra para buscarlo.

Febrero 2020.

Publicado en inglés por I Will, 20 de noviembre de 2022. Versión en castellano: Catrina Jaramillo.

Notas:

1. Mientras componía este texto, un amigo me recomendó el Episodio 4 de The Underbelli Podcast, que expresa sentimientos similares.
2. “Designer club drugs”. Se refiere a las llamadas drogas de diseño, también conocidas como drogas de club, que suelen consumirse en clubes nocturnos y fiestas por personas que buscan mejorar su performance. (NdT)
3. “K-Hole” es la sensación de recibir una dosis de ketamina lo suficientemente alta como para experimentar un estado de disociación. Este intenso desapego de la realidad es a menudo una consecuencia del consumo excesivo accidental de ketamina, sin embargo, algunos usuarios buscan conscientemente el k-hole ya que encuentran que los poderosos efectos disociativos son bastante placenteros y esclarecedores. (NdT)
4. Plan C, “Todos estamos muy ansiosos”.
5. Venmo es un servicio de pago móvil estadounidense fundado en 2009 y propiedad de PayPal desde 2013. (NdT)
6. Los Inhibidores selectivos de la recaptación de Serotonina (IRSS) son fármacos ampliamente usados en la práctica médica para el tratamiento de diversos desordenes psiquiátricos como depresión. (NdT)

 

El comunismo no nos salvará de nosotros mismos

 

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