Entonces, ¿adónde llevamos nuestra esperanza, nuestra desesperación?

John Holloway


1.            Gaza. Tener esperanza es decir lo indecible.

                Gaza. La expresión extrema del dolor en el mundo actual. Dolor. Resistencia. Esperanza.

                Gaza. Imposible venir aquí sin escupir mis dudas sobre venir a hablar en el mismo centro del país que está promoviendo y apoyando el asesinato y la mutilación despiadada y sistemática de miles y miles de personas, muchas de ellas niños, la aniquilación de la esperanza.

                Vengo aquí, a pesar de mis dudas, a expresar mi solidaridad con ustedes, que viven en este país, a pesar del gobierno que sufren ahora, y del gobierno que sufrieron antes. Y para expresar mi más profundo respeto y admiración por los organizadores de un evento con palabras tan subversivas y peligrosas como Raza, Género e incluso Equidad. Y por todos ustedes que, de una forma u otra, caminan en la dirección equivocada.

                Gaza, porque nada ilustra más claramente los horrores del capitalismo contemporáneo, las terribles consecuencias de un sistema social dominado por el dinero.

                Gaza, porque tenemos que romper el silencio, el terrible silencio de complicidad que se cierne sobre el mundo, la normalización de la desesperación.

                La desesperación se cierne sobre nosotros. Tiene muchos nombres: Gaza, Sudán, calentamiento global, masacre de la biodiversidad, Trump, Milei, Orbán, la creciente amenaza de una guerra nuclear. Y, sin embargo, en medio de todo esto, hemos venido aquí para decir NO, es hora de hablar de esperanza, incluso de esperanza radical.

                No podemos aceptar la desesperanza, porque la desesperanza mata todo pensamiento científico. Sólo nos queda una pregunta científica: ¿cómo romper la dinámica social que nos impulsa hacia nuestra propia autodestrucción, la autodestrucción de la humanidad? Esa pregunta no puede responderse con la desesperanza. La desesperanza es un rechazo a buscar una respuesta, un darse por vencido, una complicidad, aunque sea a regañadientes.

                Así que no a la desesperanza. Pero eso no nos lleva a una esperanza vacua, feliz-feliz. Hay una palabra cercana a la desesperanza, pero distinta: Desesperación.

                La desesperación no es desesperanza. Es negarse a desesperanzarse, negarse a renunciar a nuestra rabia y esperanza, incluso en un mundo que nos dice que estamos locos por seguir pensando que otro mundo es posible. En los diccionarios, a menudo se equipara desesperación con desesperanza, pero no es eso. He encontrado una definición que se acerca más a lo que siento: “Desesperado: mostrar disposición a correr cualquier riesgo con tal de cambiar una situación mala o peligrosa”. Quizás no “cualquier riesgo” pero sí, una furia por cambiar una situación mala o peligrosa, una determinación por cambiar una mala situación, la mala situación que es el capitalismo contemporáneo. Desesperación por cambiar el mundo porque sabemos que no tiene por qué ser así, que tenemos la capacidad de crear otra cosa. La desesperación incluye la frustración, la frustración de lo que podríamos hacer, la frustración de nuestra riqueza, de nuestra capacidad de crear algo diferente.

                La desesperación es esperanza en la tormenta, esperanza en-y-contra-la-tormenta, esperanza en-y-más-allá-de-la-tormenta. Quizá la única forma de hablar hoy de la esperanza radical sea como desesperación, esperanza desesperada-contra-la-esperanza. La esperanza como negación de la anti-esperanza. La esperanza como resistencia.

                Los que siguen estas cosas (y deberían, porque han sido los exponentes más articulados de la esperanza durante más de treinta años) se darán cuenta de que mi enfoque en la desesperación hace eco de la intervención de Marcos en la reunión de diciembre organizada por los zapatistas. El reto, sugirió allí, es “organizar nuestra desesperación”.

2.            Probablemente todos los que estamos aquí tenemos algún sentimiento de desesperación compartida. El capitalismo genera desesperación. De muchas maneras. A nivel personal, la profunda y creciente incertidumbre de la vida: ¿cómo puedo entrar en la universidad o conseguir un trabajo, puedo conseguir la titularidad, cómo puedo encontrar un lugar decente para vivir, en qué clase de mundo vivirán mis hijos, cómo puedo incluso traer hijos a un mundo como este? Todo forma parte de una creciente desesperación social: miren lo que está ocurriendo con los inmigrantes, miren la destrucción de la biodiversidad de la que depende la vida humana, miren el calentamiento del planeta, cada vez más fuera de control, miren el auge de la nueva derecha, miren los peligros crecientes de más guerras.

                Pero ¿hacia dónde llevamos nuestra desesperación, nuestra esperanza a pesar de todo? Lo más obvio en la situación actual es retroceder hacia el centro, esperar que los demócratas puedan ganar las elecciones de mitad de mandato, que ni Trump ni Vance ganen las elecciones de 2028, que dentro de diez años recordemos a Orbán, Meloni, Modi, Erdogan, Trump como un mal sueño, un desafortunado parpadeo en la historia, que se produzca un retorno de algo que podamos reconocer como civilización.

                Pero hay una frase que se ha citado a menudo en los últimos años. La frase, “el centro no puede sostenerse”, proviene del poema de W.B. Yeats, «The Second Coming».  

Turning and turning in the widening gyre   
The falcon cannot hear the falconer;
Things fall apart; the centre cannot hold;
Mere anarchy is loosed upon the world,
The blood-dimmed tide is loosed, and everywhere   
The ceremony of innocence is drowned;
The best lack all conviction, while the worst   
Are full of passionate intensity.  
Girando y girando en el creciente giro El halcón no puede oír al halconero; Las cosas se desmoronan; el centro no puede sostenerse; La mera anarquía se desata sobre el mundo, La marea ensangrentada se desata, y por todas partes La ceremonia de la inocencia se ahoga; Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores Están llenos de apasionada intensidad.

                El centro no puede sostenerse. Obviamente, aquí en Estados Unidos, y en otros países, el centro no se ha sostenido. Y, sin embargo, sigue ahí como un imán nostálgico, una atracción irresistible frente al mundo que se desmorona a nuestro alrededor.

                Este impulso nostálgico de vuelta a la normalidad es probablemente inevitable, tal vez incluso deseable. Y, sin embargo, tenemos que considerar que el centro no aguantó, no pudo aguantar, y que quizá tengamos que ir más allá de luchar por su restauración.

3.            Ahora pensamos en el centro desde la perspectiva de la embestida actual. Los ataques al pensamiento crítico en las universidades, los ataques a los inmigrantes, la disolución del orden mundial basado en la ley, etcétera. Quizá, de forma más general, podamos pensar en el centro como una especie de contrato social global, una especie de normalidad que se establece tras la Segunda Guerra Mundial y que incluye una idea de la democracia como algo deseable, unos niveles mínimos de bienestar social, una cierta comprensión de lo que es la política, del tipo de relaciones que deberían existir entre los Estados, una cierta idea de los derechos humanos y del Estado de Derecho.

                Desde luego, no quiero idealizar esta normalidad. Es una fase de la civilización del dinero, una civilización asesina basada en la explotación, el racismo, el sexismo, el colonialismo, la represión, el encarcelamiento y la destrucción de otras formas de vida. Sin embargo, existe una especie de normalidad, una especie de contrato social, a veces denominado Estado del bienestar keynesiano, que luego es atacado radicalmente por lo que muchos llaman neoliberalismo, pero que, sobre todo visto desde la perspectiva del presente, presentaba sin embargo más continuidad de lo que podría parecer: el mismo sistema de relaciones entre Estados, un respeto simbólico por la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho.

4.            Este centro se cuestiona cada vez más tras la crisis financiera de 2008. Está claro que no puede darse por sentado.

                Independientemente de que a uno le parezca atractiva esa normalidad, o al menos mejor que la que se impone ahora, hay al menos dos razones para pensar que ya no es realista.

                En primer lugar, tenía una base material. Después de la Segunda Guerra Mundial, fue el resultado de la gran reestructuración del capital lograda mediante la destrucción y la masacre de la Guerra. Este impulso a la productividad y la rentabilidad se vio cada vez más presionado desde finales de los años sesenta y principios de los setenta. Tras el colapso de Bretton Woods y el cambio de política bajo Reagan y Thatcher, la reproducción del capitalismo dependía cada vez más de la constante expansión de la deuda, es decir, no de la plusvalía realmente producida sino de la expectativa de una futura producción de plusvalía. En los últimos cuarenta años ha habido una expansión sin precedentes de la deuda a escala global, y esto ha significado una expansión de la fragilidad sistémica, expresión de la brecha entre la acumulación de valor y su expresión monetaria. Esta fragilidad es administrada principalmente por la Fed y otros bancos centrales, pero explotó en la crisis financiera de 2007/2008 y la amenaza de colapso permanece latente y constante. En otras palabras, la base económica de la normalidad a la que nos hemos acostumbrado se ha vuelto cada vez más frágil. El neoliberalismo, lejos de ser la política de un capital triunfante, es (o era) la política de su crisis.

                La otra razón para dudar de la posibilidad de restaurar el centro es el grado de ira y desesperación que ha generado. La promesa de una creciente prosperidad personal a cambio de aceptar el sistema y cerrar los ojos ante su fuerza destructiva, parte crucial del contrato social de posguerra, no se ha cumplido para una gran parte de la población en los últimos cuarenta años aproximadamente.

                La acumulación aparentemente aleatoria de enormes riquezas por parte de unos pocos ha contribuido a canalizar esa ira en resentimiento. Como dijo Abahlali baseMjondolo, el importante movimiento de los chabolistas de Sudáfrica, tras los disturbios raciales de 2020, “Abahlali siempre ha advertido de que la ira de los pobres puede ir en muchas direcciones. Hemos advertido una y otra vez que estamos sentados sobre una bomba de tiempo”.

                El centro, la normalidad de los últimos años, se construyó sobre dos bombas de tiempo: la fragilidad financiera y el creciente resentimiento. Probablemente no sea ni deseable ni realista recrearlo. Sin duda debemos luchar por la defensa de la democracia liberal, pero tenemos que mirar más allá, ir más lejos y preguntarnos si la situación actual podría crear un avance en el desarrollo de una política radical de esperanza.

5.            Si el centro no aguanta, ¿lo hará la derecha? No podemos saberlo. Sin duda nos está empujando en direcciones que van más allá de nuestra capacidad de imaginar, en términos de destrucción climática y la posibilidad de una guerra nuclear, tal vez logre crear una pesadilla para la humanidad. Pero también es posible que se derrumbe ante la oposición popular, por un lado, y, por otro, ante las fuerzas del mercado, es decir, paradójicamente, su incapacidad para comprender y aceptar las realidades del poder del dinero.

                Entonces, ¿dónde está la esperanza en esta situación? En primer lugar, tiene que ser un grito de rechazo, un NO. Me gustaría pensar que esto es algo que todos nosotros compartimos. Se refleja en las protestas masivas de los últimos fines de semana, y es de esperar que sigan creciendo y creciendo y creciendo.

                Pero ¿adónde puede llevarnos este NO? Quizá de vuelta al centro, a la democracia liberal. Posiblemente en las próximas elecciones ganen los razonables y pierdan los resentidos. Pero entonces la fragilidad seguirá creciendo y el resentimiento también.

                De alguna manera, tenemos que conectar con la ira resentida que está detrás del ascenso de la derecha y reclamarla como nuestra. Nuestra respuesta no puede ser “¡Sean razonables, dejen a un lado su rabia!”, sino “Compartimos su rabia contra un sistema que nos está humillando y matando. Veamos cómo podemos desarrollar nuestra ira de otra manera”. La esperanza hoy es realmente una cuestión de cómo canalizamos nuestra ira.

                La ira de los pobres puede ir en muchas direcciones, dicen los Abahlali. Una dirección parece ser la dominante en este momento: la ira como resentimiento. Pero también hay otra rabia expresada por miles y miles de movimientos en todo el mundo (y, esperamos, por esta conferencia). Es lo que los zapatistas llaman “digna rabia”, difícil de traducir, pero tal vez rabia digna [dignified rage], o rabia justa [righteous rage]: una rabia que nace de la opresión cotidiana de la sociedad existente y nos dirige hacia un mundo basado en el reconocimiento mutuo de nuestras dignidades. En otras palabras, una rabia contra la forma en que están organizadas actualmente las relaciones sociales (el capitalismo) que empuja hacia la creación de otro mundo, un mundo de muchos mundos. Una rabia contra el dominio del dinero y un empuje hacia el desarrollo de la vida.

                Una ira de resentimiento y una ira de esperanza. Aquí hay una cuestión de gramática, la gramática de la identificación. El resentimiento se identifica: dirige su ira contra grupos específicos de personas, ya sean inmigrantes o académicos de Harvard. Se enfurece contra la élite como grupo de personas, pero no cuestiona el sistema que produce a las élites, ni a los inmigrantes. El auge de la derecha es una explosión de la política identitaria que deshumaniza al tratar a los grupos de personas como objetos o categorías abstractas. La identificación es un proceso que parte de una ira indefinida y la centra en objetos humanos concretos, ya sean negros, árabes, judíos, extranjeros, trans. El proceso de identificación está siendo reforzado por los grupos de derechas, pero también está profundamente arraigado en la sociedad actual. El Estado es un proceso de identificación: su propia existencia es la proclamación de una distinción tajante entre “nosotros” y esos otros, extranjeros, a los que podemos maltratar y, cuando sea necesario, matar. La propia existencia del Estado como forma de organización social es un proceso de “alienación” [othering], una escuela de fascismo y guerra. Ciudadanos.

                Una política de la esperanza parte de la misma rabia identificada por la derecha, pero resiste al proceso de identificación. Desbordándose. Una política de la esperanza es necesariamente una política anti-identitaria, no en el sentido de negar la identidad, sino en el sentido de ir en contra y más allá de ella. Somos indígenas, pero nuestra lucha va más allá, por un mundo basado en el reconocimiento de la dignidad humana. Somos kurdos, una nación oprimida, pero nuestra lucha va más allá, por la creación de un mundo diferente. Luchamos contra el calentamiento global, pero sabemos que no se trata sólo de una cuestión de combustibles fósiles, sino de luchar contra un mundo en el que el desarrollo está determinado por el afán de lucro. Donde una política identitaria se cierra y da respuestas, una política de la esperanza se abre y plantea preguntas. Preguntando caminamos, como dicen los zapatistas.

                Una política de la esperanza es una política de preguntar, buscar, discutir. Su forma de organización tiene una larga historia, constantemente renovada: la asamblea, el consejo, la comuna, una forma de organización concebida para promover la expresión de opiniones y el debate de soluciones, muy alejada del Estado o del partido que marca la línea correcta. Un lugar como éste donde podemos discrepar, donde podemos decir “Esto es lo que quiero decir. ¿Qué opinas tú?”. Un lugar donde los enojos se comparten y las etiquetas se difuminan simplemente por ese compartir.

6.            La esperanza, pues, es una rabia digna, una rabia decidida a abolir un sistema social que nos está destruyendo y a crear un mundo basado en el reconocimiento mutuo de las dignidades. Una locura. Una locura venir a la Harvard Business School y decir que debemos abolir el capitalismo. Y, sin embargo, una locura necesaria. Hay muchos indicios de que la continuación de la actual forma de organización social es incompatible con la supervivencia de la vida humana. Ciertamente, el capitalismo siempre ha sido una combinación de creación y destrucción, pero ahora es su lado destructivo el que domina cada vez más.

                La esperanza es locura. La esperanza es desesperación que camina al borde del abismo de la desesperanza. Pero tenemos que asumir nuestra locura, decirla alto y claro. Porque tenemos que ganar. Esta vez, nosotros, los perdedores de siempre, tenemos que ganar, o de lo contrario sentarnos y disfrutar del viaje más profundo hacia la catástrofe, hacia la posible extinción.

7.         Termino con una pequeña historia contada por Marcos en el encuentro organizado por los zapatistas a finales de diciembre. Cuenta cómo los jóvenes zapatistas, técnicamente sofisticados, que han conseguido montar la retransmisión en directo del evento, han conseguido también establecer un enlace telefónico con una comunidad indígena del año 2145. Así que Marcos llama a la comunidad y el teléfono es contestado por una niña. Marcos pregunta “¿Cómo estás?”, y la niña responde “depende”. Y Marcos piensa “qué respuesta más inútil, ¿por qué no podría haber contestado un adulto?”. Y dice, un poco más alto: “¿Cómo estás?” Y la niña repite, más claramente “Depende… de ti”.

            Depende, de nosotros. Si esa joven existirá o no. O en qué condiciones existirá. La esperanza no es un juego, ni una virtud, es la lucha por crear un mundo diferente.

Conferencia presentada por John Holloway en un simposio en Harvard Business School