«Todo lo que hago no tiene sentido si la casa se quema». Sin embargo, cuando la casa se quema, es necesario continuar como siempre, hacer todo con cuidado y precisión, tal vez incluso con más rigor — aunque nadie se dé cuenta. Puede ser que la vida desaparezca de la tierra, que no quede ningún recuerdo de lo que se ha hecho, para bien o para mal. Pero sigues como antes, es demasiado tarde para cambiar, ya no hay tiempo.
«Lo que sucede a tu alrededor / ya no es asunto tuyo». Como la geografía de un país que tienes que dejar para siempre. Y sin embargo, ¿cómo es que todavía te concierne? Justo ahora que ya no es asunto tuyo, que todo parece haber terminado, que cada cosa y cada lugar aparece en su forma más verdadera, de alguna manera te tocan más de cerca — así como son: esplendor y miseria.
La filosofía, lengua muerta. «La lengua de los poetas es siempre una lengua muerta… curiosa de decir: lengua muerta que se utiliza para dar más vida al pensamiento». Tal vez no una lengua muerta, sino un dialecto. Que filosofía y poesía hablen en una lengua que es menos que la lengua, esto da la medida de su rango, de su especial vitalidad. Pesar, juzgar el mundo en función de un dialecto, una lengua muerta, y sin embargo, que surge, donde no hay ni una sola coma que cambiar. Sigue hablando este dialecto, ahora que la casa se está quemando.
¿Qué casa se está quemando? ¿El país donde vives o Europa o el mundo entero? Tal vez las casas, las ciudades ya se han quemado, no sabemos desde hace cuánto tiempo, en un gran incendio, que hemos fingido no ver. Todo lo que queda de algunas de ellas son trozos de pared, una pared con frescos, una franja del techo, nombres, muchos nombres, ya arrancados por el fuego. Y sin embargo, los cubrimos tan cuidadosamente con yeso blanco y palabras mentirosas, que parecen intactos. Vivimos en casas, en ciudades quemadas de arriba abajo como si aún estuvieran en pie, la gente finge habitarlas y sale a las calles enmascarada entre las ruinas como si aún fueran los barrios familiares de antaño.
Y ahora la llama ha cambiado de forma y naturaleza, se ha vuelto digital, invisible y fría, pero por esta misma razón está aún más cerca, está sobre nosotros y nos rodea en todo momento.
Que una civilización —una barbarie— se hunda para no volver a levantarse, esto ya ha sucedido y los historiadores están acostumbrados a marcar y fechar cesuras y naufragios. ¿Pero cómo podemos ser testigos de un mundo que se va a arruinar con los ojos vendados y la cara cubierta, de una república que se derrumba sin lucidez ni orgullo, en la abyección y el miedo? La ceguera es aún más desesperada, porque los náufragos pretenden gobernar su propio naufragio, juran que todo puede mantenerse técnicamente bajo control, que no hay necesidad de un nuevo dios o un nuevo cielo — sólo prohibiciones, expertos y médicos. Pánico y vileza.
¿Qué sería un Dios al que no se dirigen ni oraciones ni sacrificios? ¿Y qué sería una ley que no conociera ni orden ni ejecución? ¿Y qué es una palabra que no significa ni ordena, sino que se sostiene realmente en el principio — incluso antes de él?
Una cultura que se siente al final, sin vida ya, trata de gobernar como puede su ruina a través de un estado de excepción permanente. La movilización total en la que Jünger veía el carácter esencial de nuestro tiempo debe ser vista en esta perspectiva. Los hombres deben ser movilizados, deben sentirse en todo momento en una condición de emergencia, regulada en el más mínimo detalle por aquellos que tienen el poder de decidirla. Pero mientras que en el pasado el objetivo de la movilización era acercar a los hombres, ahora pretende aislarlos y distanciarlos unos de otros.
¿Cuánto tiempo lleva la casa quemándose? ¿Cuánto tiempo ha estado quemándose? Ciertamente hace un siglo, entre 1914 y 1918, ocurrió algo en Europa que arrojó a las llamas y a la locura todo lo que parecía permanecer íntegro y vivo; luego otra vez, treinta años más tarde, el fuego ardió por todas partes y ha estado ardiendo desde entonces, implacablemente, apagado, apenas visible bajo las cenizas. Pero quizá el incendio ya había comenzado mucho antes, cuando el impulso ciego de la humanidad hacia la salvación y el progreso se unió al poder del fuego y las máquinas. Todo esto es conocido y no necesita ser repetido. Más bien, hay que preguntarse cómo podíamos seguir viviendo y pensando mientras todo se quemaba, qué permanecía de alguna manera intacto en el centro del fuego o en sus bordes. Cómo fuimos capaces de respirar las llamas, qué perdimos, a qué escombros —o a qué impostura— nos aferramos.
Y ahora que no hay más llamas, sino sólo números, cifras y mentiras, estamos ciertamente más débiles y más solos, pero sin posibles compromisos, más lúcidos que nunca.
Si sólo en la casa en llamas se hace visible el problema arquitectónico fundamental, entonces se puede ver lo que está en juego en la historia de Occidente, qué es lo que ha tratado de comprender con tanta fuerza y por qué sólo podría fracasar.
Es como si el poder intentara a toda costa asir la nuda vida que ha producido y, sin embargo, por mucho que intente apropiarse de ella y controlarla con todos los dispositivos posibles, no sólo policiales, sino también médicos y tecnológicos, no podrá sino escurrirse de él, porque es por definición inasible. Gobernar la nuda vida es la locura de nuestro tiempo. Hombres reducidos a su pura existencia biológica ya no son humanos, gobierno de los hombres y gobierno de las cosas coinciden.
La otra casa, la que nunca podré habitar, pero que es mi verdadera casa, la otra vida, la que no viví mientras creí que la vivía, la otra lengua, que deletreé sílaba por sílaba sin poder hablarla nunca — tan mías que nunca podré tenerlas…
Cuando pensamiento y lenguaje se dividen, se cree que se puede hablar olvidando que se está hablando. Poesía y filosofía, mientras dicen algo, no olvidan lo que están diciendo, recuerdan el lenguaje. Si recordamos el lenguaje, si no olvidamos que podemos hablar, entonces somos más libres, no estamos obligados a las cosas y las reglas. El lenguaje no es un instrumento, es nuestro rostro, lo abierto en lo que estamos.
El rostro es la cosa más humana, el hombre tiene un rostro y no simplemente un hocico o una faz, porque mora en lo abierto, porque en su rostro se expone y se comunica. Por eso el rostro es el lugar de la política. Nuestro tiempo impolítico no quiere ver su propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre. No deben estar ahí más rostros, sino sólo números y cifras. Incluso el tirano no tiene rostro.
Sentirse vivir: ser afectados por la propia sensibilidad, ser consignados delicadamente al propio gesto sin poder asumirlo o evitarlo. Sentirme vivir hace que la vida sea posible para mí, incluso si estoy encerrado en una jaula. Y nada es tan real como esta posibilidad.
En los años venideros, sólo habrá monjes y delincuentes. Y sin embargo, no es posible simplemente hacerse a un lado, creer que podemos salir de los escombros del mundo que se ha derrumbado a nuestro alrededor. Puesto que el derrumbe nos afecta y nos apostrofa, también somos nosotros sólo uno de esos escombros. Y tendremos que aprender a usarlos con cautela de la manera más justa, sin hacernos notar.
Envejecer: «crecer sólo en las raíces, no ya en las ramas». Hundirse en las raíces, sin más flores ni hojas. O, más bien, como una mariposa borracha revoloteando sobre lo que se ha vivido. Todavía hay ramas y flores en el pasado. Y todavía se puede hacer miel con ellas.
El rostro está en Dios, pero los huesos son ateos. Por fuera, todo nos empuja hacia Dios; por dentro, el ateísmo obstinado y burlón del esqueleto.
Que el alma y el cuerpo estén indisolublemente unidos — esto es espiritual. El espíritu no es un tercero entre el alma y el cuerpo; es sólo su inerme y maravillosa coincidencia. La vida biológica es una abstracción, y es esta abstracción la que se supone que gobierna y cura.
Sólo para nosotros no puede haber salvación: hay salvación porque hay otros. Y esto no es por razones morales, porque yo debería actuar por su bien. Sólo porque no estoy solo hay salvación: sólo puedo salvarme como uno entre muchos, como otro entre los otros. Solo —ésta es la verdad especial de la soledad— no necesito salvación, de hecho soy propiamente insalvable. La salvación es la dimensión que se abre porque no estoy solo, porque hay pluralidad y multitud. Dios, encarnándose, ha dejado de ser único, se ha convertido en un hombre entre muchos. Por esta razón el cristianismo ha tenido que vincularse a la historia y seguir su destino hasta el final — y cuando la historia, como parece estar ocurriendo hoy en día, se extingue y decae, el cristianismo también se acerca a su ocaso. Su contradicción irremediable es que buscó, en la historia y a través de la historia, una salvación más allá de la historia, y cuando la historia llega a su fin, falta el suelo bajo sus pies. La iglesia era de hecho solidaria no con la salvación, sino con la historia de la salvación, y como buscaba la salvación a través de la historia, sólo podía terminar en la salud. Y cuando llegó el momento, no dudó en sacrificar la salvación por la salud.
Es necesario arrebatar la salvación de su contexto histórico, encontrar una pluralidad no histórica, una pluralidad como salida de la historia.
Salir de un lugar o de una situación sin entrar en otros territorios, dejar una identidad y un nombre sin asumir otros.
Hacia el presente sólo se puede retroceder, mientras que en el pasado se avanza en línea recta. Lo que llamamos pasado es sólo nuestra larga regresión hacia el presente. Separarnos de nuestro pasado es el primer recurso del poder.
Lo que nos libera del peso es la respiración. En la respiración ya no tenemos peso, somos empujados como en vuelo más allá de la fuerza de gravedad.
Tendremos que aprender a juzgar de nuevo, pero con un juicio que no castigue ni recompense, no absuelva ni condene. Un acto sin propósito, que aparta la existencia de toda finalidad, necesariamente injusta y falsa. Sólo una interrupción, un instante a caballo entre el tiempo y lo eterno, en el que sopla apenas la imagen de una vida sin fin ni proyectos, sin nombre ni memoria — por esto salva, no en la eternidad, sino en una «especie de eternidad». Un juicio sin criterios preestablecidos y, sin embargo, precisamente por esto político, porque restituye la vida a su naturalidad.
Sentir y sentirse, sensación y autoafección son contemporáneos. En cada sensación hay un sentirse sentir, en cada sensación de sí mismo hay un sentir otro, una amistad y un rostro.
La realidad es el velo a través del cual percibimos lo posible, lo que podemos o no podemos hacer.
Saber reconocer cuáles de nuestros deseos infantiles se han agotado no es fácil. Y, sobre todo, si la parte de lo agotado que bordea lo inagotado es suficiente para que aceptemos seguir viviendo. Se tiene miedo de la muerte porque la parte de los deseos inagotados ha crecido sin medida posible.
«Los búfalos y los caballos tienen cuatro patas: eso es lo que yo llamo Cielo. Poner el cabestro a los caballos, perforar las fosas nasales de los búfalos: eso es lo que llamo humano. Por eso digo: cuidado con que lo humano no destruya el Cielo dentro de ti, cuidado con que lo intencional no destruya lo celestial».
Queda, en la casa en llamas, la lengua. No la lengua, sino las fuerzas inmemoriales, prehistóricas y débiles que la custodian y recuerdan, la filosofía y la poesía. ¿Y qué es lo que custodian, qué es lo que recuerdan de la lengua? No esta o aquella proposición significante, no este o aquel artículo de fe o mala fe. Más bien, el hecho mismo de que haya lenguaje, de que sin nombre estamos abiertos en el nombre y en esto abierto, en un gesto, en un rostro somos desconocidos y estamos expuestos.
La poesía, la palabra es lo único que nos queda de cuando aún no sabíamos hablar, un canto oscuro dentro de la lengua, un dialecto o un idioma que no podemos entender del todo, pero que no podemos evitar escuchar — aunque la casa se queme, aunque en su lengua que se quema los hombres sigan hablando en vano.
Pero, ¿hay una lengua de la filosofía, como hay una lengua de la poesía? Al igual que la poesía, la filosofía mora íntegramente en el lenguaje y sólo el modo de esta morada la distingue de la poesía. Dos tensiones en el campo de la lengua, que se cruzan en un punto y luego se separan incansablemente. Y quien dice una palabra justa, una palabra simple y que surge, mora en esta tensión.
Quien se da cuenta de que la casa se está quemando, puede ser empujado a mirar con desdén y desprecio a sus semejantes que parecen no darse cuenta. Pero, ¿no serán precisamente estos hombres que no ven y piensan los lémures a los que tendrás que rendir cuenta en el último día? Darse cuenta de que la casa se está quemando no te eleva por encima de los demás: al contrario, es con ellos con quienes tendrás que intercambiar una última mirada cuando las llamas se acerquen. ¿Qué puedes decir para justificar tu afirmación de conciencia a estos hombres tan inconscientes que parecen casi inocentes?
En la casa en llamas continúas haciendo lo que hacías antes, pero no puedes dejar de ver lo que las llamas te muestran ahora desnudo. Algo ha cambiado, no en lo que haces, sino en la forma en que dejas que salga al mundo. Un poema escrito en la casa en llamas es más justo y verdadero, porque nadie podrá escucharlo, porque nada asegura que pueda escapar de las llamas. Pero si, por casualidad, encuentra un lector, entonces éste no podrá de ninguna manera escapar del apóstrofe que lo llama desde esa voz inerme, inexplicable y sumisa.
Puede decir la verdad sólo quien no tiene ninguna probabilidad de ser escuchado, sólo quien habla desde una casa que a su alrededor las llamas consumen implacablemente.
El hombre desaparece hoy, como un rostro de arena borrado en la orilla. Pero lo que ocupa su lugar ya no tiene un mundo, es sólo una nuda vida muda y sin historia, a merced de los cálculos del poder y la ciencia. Tal vez es sólo de este estrago que algo más puede un día aparecer lenta o abruptamente —no un dios, por supuesto, pero ni siquiera otro hombre— un nuevo animal, tal vez, un alma de otra manera viviente…
Giorgio Agamben
Publicado el 5 de octubre de 2020 en su columna «Una voce», en el sitio web de Quodlibet. Vía Artillería Inmanente.