La anarquía de los comienzos: notas sobre el ritmo de la revuelta

 

1. Lo no pensado 

 

¿Podemos pensar algo así como una “revuelta”? ¿Se ha pensado la revuelta? ¿Bajo qué condiciones se podría pensar, eventualmente, comprender lo que llamamos una revuelta? ¿Y entonces qué podría ser una revuelta? De ninguna manera es obvio que sea posible pensar en una revuelta, particularmente desde dentro de la disciplina académica que conocemos como “filosofía”. Pensar revuelta implica nada menos que una irrupción de pensamiento. Cuando las calles se llenan de multitudes y la gramática del poder comienza a cuestionarse, somos testigos de una tormenta de pensamiento, una danza de cuerpos que se convierten en otros modos de habitar la ciudad: la rebelión de pensamiento significa que el pensamiento mismo sucede como una revuelta. 

 

Sin embargo, debe señalarse que la filosofía moderna, incluso en sus categorías más radicalmente democráticas, parece abrumada por el fervor de la revuelta. Para una filosofía que se ha atado a la noción de “sujeto” y, por lo tanto, se ha encerrado en la problemática de la “soberanía”, un proceso constituyente solo puede concebirse desde la dualidad de la reforma y la revolución. Esta dualidad, de naturaleza político-teológica, nos señala en la dirección de la constitución de una forma de estado. Aunque sus dos lados implican una estructura temporal similar (ambos apuntan a una linealidad del futuro), difieren en su proceso y aceleración. La filosofía moderna, y especialmente sus filosofías de la historia, ha concebido la reforma y la revolución como medios por los cuales el poder constituyente puede provocar la transformación,

Este problema se volvió sintomático en muchas de las reflexiones que surgieron de la experiencia de la Primavera Árabe. El politólogo iraní Asef Bayat ofrece un ejemplo claro, cuando argumenta que el movimiento fue “revolucionario” en términos de su “movimiento”, ya que sus plazas permitieron la experiencia de una communitas, pero “reformista” al nivel de sus “demandas”. (porque, a diferencia de los procesos revolucionarios de la década de 1960 que buscaban transformar el capitalismo, este último solo pretendía reclamar los derechos humanos y sociales). Bayat radicaliza esta posición preguntando: ¿cómo caracterizar la Primavera Árabe?

¿Cómo entonces, Bayat pregunta, caracterizamos la Primavera Árabe? ¿Fue reformista o revolucionario? Asumiendo un término utilizado por Timothy Garton-Ash para describir la Revolución Sandinista, procede a argumentar que la Primavera Árabe articuló un término medio que él llama “refolución” [1]. Sin embargo, el concepto híbrido de Bayat no logra problematizar es el mantenimiento del horizonte clásico filosófico y teológico-político que reúne todos esos procesos dentro de la dualidad de reforma-revolución.

En la misma línea, Alain Badiou caracterizó la Primavera Árabe como una “revuelta histórica”. Según Badiou, una “revuelta histórica” ​​tiene un carácter “prepolítico”, trasciende las fronteras nacionales y reúne a multitudes de jóvenes estudiantes y trabajadores. Pero a pesar de la agudeza de sus comentarios, Badiou insiste en la dimensión prepolítica del levantamiento, en el entendimiento de que la política propiamente dicha viene de la necesidad solo con la revolución. Al igual que Bayat, Badiou continúa pensando dentro del marco moderno de la reforma-revolución, subordinando la “revuelta histórica” ​​de la Primavera Árabe a una revolución posterior en la que la política realmente podría surgir.

A pesar de sus diferencias, ambos autores están sujetos a una gramática común que deja sin pensar la interrupción singular de la revuelta. Quizás lo que está en cuestión es un registro filosófico masculino que lucha por pensar más allá de la monumentalidad y la forma de estado: una filosofía del poder, si se quiere, que permanece apegada a la metafísica del “sujeto” y “su trabajo”. Pero el elemento decisivo no puede ser captado por las categorías de revolución y reforma; lo que debe pensarse es la “revuelta” como un devenir menor que excede el dualismo moderno clásico al que aspira la metafísica del sujeto y el trabajo.

 

2. ¿Qué es una revuelta?

En los bordes de la metafísica moderna, estalla la revuelta. El egiptólogo italiano Furio Jesi destacó una vez que, en contraste con la revolución, la revuelta se define por “la suspensión del tiempo histórico”. [2] No se trata de un proceso que apunta a un futuro medio asegurado, ya sea a través de procedimientos definidos por etapas (reformismo) o por un evento radical que establece un nuevo orden de cosas (revolución), sino un menor que se convierte en eso, por “Suspender el tiempo histórico” en el fugaz “ahora”, hace que el pasado y el presente se crucen epifánicamente. Siguiendo a Jesi, la revuelta se planta, en adelante, en otra escena con respecto a la metafísica de la obra, ya que ataca el orden constituido al deshacerlo, dejándolo radicalmente inoperativo.

En uno de sus libros más recientes, Giorgio Agamben subrayó un concepto decisivo que nos permite pensar a través de la singularidad del trabajo que Jesi nos transmitió, a saber, el del poder destituyente. [3] El término designa un tipo de acto político de naturaleza afirmativa en el que tiene lugar un nuevo uso de los cuerpos. Como sabemos, para Agamben, el concepto de “uso” desplaza al de “acción”: lejos de articular una política basada en sus “obras”, la noción de “uso” restaura a la política su dimensión de inoperatividad.

La revuelta, una categoría que Agamben no problematiza, pero que podemos tematizar según las líneas que ha indicado, tiene una dimensión destituyente en la medida en que suspende el tiempo histórico, permitiendo que los cuerpos adquieran un nuevo uso y un ritmo diferente. En el octubre chileno, esta mutación tomó un nombre: evadir. Un nombre que profanaba el discurso jurídico y económico tan típico de las formas de impunidad con las que se comporta la oligarquía, designando un nuevo uso de cuerpos, ritmos de otra forma de vida.

Evadir” se convirtió en sinónimo de destitución, una política de revocación que suspende el tiempo histórico en un “ahora” lleno de posibilidades. A diferencia de los intelectuales que se adhieren al principio del “orden” y que no ven en la revuelta nada más que un proceso nihilista de destrucción, debemos aprender a distinguir entre la característica destructiva de las vanguardias y la indigencia cuyo espíritu deriva de un común potencial sustraído de cualquier vanguardia o liderazgo que, bajo la figura genealógica del pastorado, cuyo reclamo conduzca a las masas a la redención.

Cuando decimos que la revuelta asume un carácter destituyente, queremos decir que su apuesta ya no radica en el cumplimiento de un fin determinado (el establecimiento de un nuevo régimen), sino en su capacidad para deslegitimar un régimen determinado mientras habita en un espacio de medios puros. A través de la revuelta, el emperador aparece completamente desnudo y, como dijo una vez Pasolini, el poder muestra su estructura completamente “anarquista”.

Por esta razón, la revuelta no es trágica, sino cómica : arranca la máscara no para revelar lo que hay “detrás” de ella, sino para mostrar el hecho de que debajo de la máscara no hay nada ni nadie que pueda decir saber algo de nosotros. En la multiplicidad de su danza, la revuelta es pura superficie, sin ser. Tampoco es un nuevo orden que reproduzca la teología política que sustenta el estado y la capital, sino un riego de nuevos ritmos o usos en los cuerpos rebeldes. Incluso puede acampar en esos espacios capturados por el poder, produciendo movimientos sin precedentes y diversas posibilidades estratégicas. Su comedia consiste en burlarse del régimen de poder constituido en el lugar, así como este último, en virtud de su estructura teológica-política, siempre reprochará a la revuelta por ser un concepto sin sentido o nihilista.

Para no agotarse en el frenesí de los acontecimientos, las revueltas deben tener cuidado de enfatizar y profundizar la práctica de lo que Furio Jesi denominó “desmitologización”, una labor crítica continua sobre los signos de poder que busca evitar replicarlos y así reproducir la propia lógica del opresor entre los oprimidos. La desmitificación se refiere a un trabajo crítico que ritma la superficie de los cuerpos en modos alternativos, alterando sustancialmente el orden de las cosas.

La distinción de Henri Meschonic entre crítica y polémica es instructiva aquí: mientras que la crítica estaría alineada con el contexto mismo de la revuelta, la polémica grita en voz alta pero no transforma nada, ya que permanece al servicio del mismo poder que la consume como espectáculo. En nuestro tiempo, la crítica y la polémica se mezclan y se confunden hasta tal punto que el último parece devorar al primero. Pero solo hay críticas y, en consecuencia, “desmitologización” cuando destituimos los “falsos mitos” de la gramática predominante, cuando interrumpimos su continuo histórico en la irrupción epifánica de la multitud.

La revuelta, que sirve aquí como otro nombre para el evento, es una labor crítica, en la que una energía popular tumultuosa estalla como una forma de pensamiento. Es por eso que la revuelta no necesita alguna “filosofía” para dirigirla y guiarla pastoralmente hacia su destino, ya que es el momento en que un pueblo realmente piensa, ejerciendo la crítica que previamente había estado ausente.

 

3. Marcadores rítmicos

 

Tan pronto como la Primavera Árabe dio paso a la contrarrevolución a manos de los movimientos islamistas, las potencias occidentales y las oligarquías árabes, oímos a un coro de expertos pronunciar su juicio de que la revuelta es inútil, que después de su ferviente momento todo parece seguir siendo el mismo. De hecho, esto es solo una ilusión: cuando la revuelta se estrella, despoja al edificio del poder de su atuendo fantasioso, exponiendo su violencia constitutiva. ¿Es útil la revuelta? Una pregunta tonta. Las revueltas no “sirven” a nadie. En cualquier caso, esto es cierto para muchos levantamientos históricos, como la intifada palestina de 1987 y 2000, pero también para la rebelión espartaquista. Tales eventos están marcados por una lógica implosiva, en la cual las personas son arrojadas de vuelta a su imaginación. Algo se ha soltado, algo se ha dejado flotando, las palabras están corriendo, los signos son siniestros; nunca vemos una revuelta, pero su efecto se siente en la dislocación que instala en nosotros.

Las revueltas nunca se componen de un solo “movimiento”, sino de varios movimientos que convergen de manera inoportuna en cada levantamiento: estos movimientos sirven como marcadores rítmicos que irrigan una nueva temporalidad y facilitan las transformaciones en el sitio de la danza de la multitud. Su importancia estratégica no radica en esa planificación cartográfica tan característica de los diagramas de poder, sino en la invención melódica de un nuevo uso de cuerpos.

Hasta ahora, la revuelta chilena ha tenido dos marcadores rítmicos clave: la rebelión de los estudiantes de secundaria y la insurgencia feminista, los cuales introdujeron pivotes dentro del devenir procesual, los cuales se han turnado en el ejercicio destituido del poder impugnante. Entre estos, las asambleas de vecindarios, las tomas de plaza y las innumerables nuevas formas de organización también han servido de apoyo y energías catalizadoras durante el levantamiento.

¿Qué significa, entonces, pensar una revuelta? Tomando prestada una analogía de la jerga psicoanalítica, podríamos decir que, tradicionalmente, la filosofía sería para la ingenuidad y la tranquilidad de la conciencia como lo sería la revuelta para la oscuridad y la inquietud del inconsciente. Pero cuando la filosofía —o cualquier otro conocimiento u otra práctica— sale de sí misma y experimenta la suspensión de su propia episteme, su propia gramática, entonces el pensamiento vuelve a abrazar a la multitud.

Lo que importa no es dirigir o liderar el proceso, sino desarrollar nuevos modos que lo promulguen o lo expresen. De esta manera, el pensamiento deja de contemplar un objeto desde una posición externa a él (desde la distancia de un mundo ideal), pero en cambio se entrelaza radicalmente con el evento en progreso, de modo que el ritmo y el pensamiento son dos nombres para uno y el mismo: intensidad.

Desde mi punto de vista, si hay una cosa en cuestión en los eventos del 18 de octubre (pero que también estuvo en discusión en la Primavera Árabe) es un desafío a la figura del poder pastoral, es decir, la matriz de poder sobre la cual nuestra República descansa y que, en el mundo árabe, se refiere a la estructura “hipertrófica” del Estado, como diría Nazih Ayubi. [5] Nosotros en Chile quizás hubiéramos sido incapaces de experimentar la monstruosidad de esta revuelta si la Iglesia no hubiera sido desafiada por el coraje de quienes alguna vez fueron sus devotos “fieles”. La Iglesia, la matriz teológica de la política estatal moderna, se encuentra en la miseria, a medida que la oleada de imaginación popular se vuelve imparable. Pensar que la revuelta significa escuchar sus ritmos, no simplemente reunir su significado; experimentar con nuestros cuerpos, y no simplemente para restaurar su referencia semiótica. Como diría Meschonnic, la revuelta trae consigo una poética que se vuelve irreductible a la liturgia teológico-política del estado.

Esta inconmensurabilidad que desgarra los ritmos y signos, cuerpos y leyes, implica que nunca podrán ser traducibles adecuadamente. ¿Qué es un ritmo si no la poética de toda la vida? Pero si no hay posibilidad de traducción entre el ritmo y el signo, entre el cuerpo y la representación, ¿cómo podemos pensar la cuestión constitucional desde la perspectiva de la revuelta, la infancia de cada reforma y cada revolución, sin resignarnos a la terrible marca de la traición? El hecho de que la imaginación de uno acampe repentinamente en un lugar que no le pertenece no significa que no pueda tener un impacto allí. ¿Cuál ha sido este impacto? Se ha abierto a un proceso que no tiene precedentes en la historia reciente de Chile. No ha sido otra cosa que el arco de un comienzo, la apertura de un poder cuyo futuro es absolutamente incierto, y después de lo cual todo puede ser posible.

Nuestra revuelta nos ha dado la fuerza para poner fin a la Constitución de Pinochet y a la episteme de transición que resultó de ella. Nuestra estrategia debe ser generar las condiciones de traducibilidad (entre la calle y las instituciones) en las que lo que se traduce no sean simples signos separados de la vida, sino ritmos que impregnan la totalidad del proceso constituyente. Todo pasa por el concepto decisivo de “traducción”: mientras se siga reduciendo a la formalidad del lenguaje, nunca podremos asegurarnos de que el ritmo de la revuelta encuentre una manera de sobrevivir. Por lo tanto, no se trata de articular una institucionalidad que se aísla del poder rítmico o la cierre, sino una que la catalice y la multiplique en todas partes. La traducibilidad, entonces, no implica conciliar la irreductibilidad entre el ritmo y el signo, sino que abarca este abismo, la única posibilidad que impide que el registro institucional se cierre sobre sí mismo. Con todas las trampas involucradas, el próximo referéndum, que ha sido arrojado a un segundo plano por las fuerzas de la ley y el orden, tendrá que descubrir un medio para estar a la altura de nuestra revuelta.

Rodrigo Karmy Bolton 

Mayo 2020

Traducido por Gerardo Muñoz y Ill Will Editions

 

Notas de traductores 

  1. Asef Bayat. Revolución sin revolucionarios: sentido de la primavera árabe(Stanford University Press, 2017).
  2. Furio Jesi. Spartakus: la simbología de la revuelta(Seagull Books, 2014).
  3. Giorgio Agamben. “Epílogo: Hacia una teoría del potencial de destino”, en The Use of Bodies(Stanford University Press, 2016), 263-281.
  4. Henri Meschonic. Critique du rythme anthropologie historique du langage(Verdier, 2009).
  5. Nazih Ayubi ,Exagerando el Estado árabe: Política y sociedad en el Medio Oriente (Tauris, 1996).

 

Notas sobre el ritmo de la revuelta

 

 

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