Santiago López Petit

 

La confusión atenaza tanto como el miedo, y promoverla ha servido muy bien a un Estado cada vez más deslegitimado debido a su ineficacia e incapacidad de anticipación.

 

El malestar social se extiende por momentos. La secuencia interminable confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento es la cuerda que lentamente nos ahoga. La cuerda que un Estado, incapaz y tomado por el pánico, sujeta para intentar imponer su nueva normalidad. Ahora ya sabemos que la anunciada nueva normalidad no es más que la continuación de esta pesadilla.
Cuando todo empezó parecía que entrábamos en una película de ciencia ficción, y que nosotros éramos unos protagonistas enmascarados. La emoción contenida del primer mes estaba hecha de miedo y de alivio. El miedo de morir y el alivio de no tener que trabajar. Los balcones pugnaban por abrirse a cielo. Ahora no se sienten canciones. La consigna “todo irá bien” suena aún más estúpida, y hemos aprendido que somos únicamente los tontos útiles de un momento de la historia del capitalismo. La intriga se deja resumir en pocas palabras: el capitalismo desbocado -lo que usualmente se conoce como neoliberalismo- produce un virus que el mismo capitalismo reutiliza para controlarnos. En el silencio de la noche sometida a toque de queda, se oye el grito de “¡Basta!”. Estamos hartos. Hartos de tanta incertidumbre, hartos de tantas falsedades y, sobre todo, hartos de tanta arbitrariedad.

Es evidente que el coronavirus existe y mata, lo que no significa aceptar el uso perverso de la palabra “negacionista” como descalificación de toda posición crítica. La expansión de la pandemia crece, y cada día nuevos países europeos aplican formas de confinamiento. El Estado que pretendía una regulación biopolítica de las poblaciones ha acabado por recurrir a la práctica más antigua de la sociedad disciplinaria: el aislamiento . Cierres, controles y castigos salen de la cárcel y se difunden por las ciudades. Hay que proteger a la sociedad de sí misma.
Sin embargo, el fracaso de la gestión autoritaria en Occidente es flagrante. La crisis de las formas de representación política y la desconfianza ante el discurso experto es total. Medir con el no-saber implica atrevimiento y coraje. Es lo que ha pasado en los hospitales y en la lucha admirable para salvar vidas que ha tenido lugar. En cambio, el no-saber vehiculado por el espectáculo de los mass media -con las solemnes ruedas de prensa, sus especialistas y sus estadísticas macabras- sólo sirve para aumentar la confusión. En el fondo, ese era el objetivo perseguido. La confusión atenaza tanto como el miedo, y promoverla ha servido muy bien a un Estado cada vez más deslegitimado debido a su ineficacia e incapacidad de anticipación.

Una puesta en duda radical

El confinamiento conlleva una estratificación clasista, al igual que la movilización de la vida -que es la forma actual de explotación- también diferencia entre los que salen adelante y los que se hunden en el agujero. Los que consiguen hacer de su yo un “yo-marca” y los que sólo pueden ser sombras. O simples sobrantes. El confinamiento actúa, pues, como un arresto domiciliario discriminante y, sin embargo, durante los primeros días poseía una peligrosa ambivalencia. El término filosófico más adecuado para describir esta situación es el de epojé . la epojé o reducción fenomenológica consiste en una especie de “puesta en duda radical”, en un poner entre paréntesis lo cotidiano y nuestra relación con ella. Por unos instantes, nuestra mirada sobre el mundo y sobre nosotros mismos se transforma totalmente, y como el personaje central de la película El taxista ful. Llega un momento en que nos decimos: “la vida no puede ser eso…”. Entonces, cogidos al viento de la duda, descubrimos nuestro querer vivir, un querer vivir que no nos pertenece ya que es común y compartido, para que en verdad sólo nos pertenece el ser al que la realidad nos obliga a ser.
El confinamiento podía haber supuesto una epojé sanitaria que, a pesar de ser impuesta, abriera un espacio tiempo capaz de subvertir el sentido común. Este sentido común miedoso que repite incesantemente: “Esto es lo que hay”. O bajo su forma más actual: “el virus ha llegado para quedarse”. El silencio de la noche confinada, esta otra vida presentida, permitía pensar (¿o soñar?) En otra manera de hacer frente a la pandemia basado en la potencia y creatividad colectiva. Son infinitas las ideas que pueden surgir de la cooperación libre . Desde la fabricación casera de mascarillas a la creación de programas informáticos para conectar las escuelas en dificultades.
El primer confinamiento podía impulsar una búsqueda interior que, lejos de concluir en un espacio íntimo y privado, empujara hacia fuera. A la acción directa ya la ayuda mutua. No ha sido así. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento ha bloqueado esta posible vía de liberación y ha hecho implosión el tiempo que se había ralentizado gracias al silencio. En el interior de la máquina capitalista éramos sus unidades de movilización. A partir de ahora, cada uno vive en su propio tiempo de espera. Somos simples “estructuras de la espera”. ¿Donde queda la bifurcación?
El Estado toma de nuevo la iniciativa y pasa a gestionar esta espera desesperante mediante una práctica cruel y cínica: el humanitarismo. El humanitarismo no cambia nada radicalmente, por lo que resulta muy cómodo. Basta dar dinero a los que van a la ventanilla correspondiente aunque lo hagan llamando mucho. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento construye el estado de emergencia como una obviedad indiscutible: “Oye tú: ¿prefieres morirte?” Apoyado en el derecho, a diferencia del Estado de excepción, se pone en marcha una inmensa maquinaria para salvarnos la vida. Las paradojas son innumerables: la movilización a la que estamos obligados para subsistir, se transmuta en confinamiento; cada día nos dicen que nuestra vida no vale nada, y ahora resulta que quieren salvarnos; tenemos que trabajar diariamente, pero no podemos salir el fin de semana; viajar en metro si, pero no ir al teatro o al cine; y así podríamos continuar.

Una condena en nombre del derecho a la vida

En definitiva, el estado de emergencia nos convierte en víctimas. Todos somos declarados víctimas reales o potenciales. Pero lo que resulta paradójico -una vez más- es que esta condena se hace en nombre del derecho a la vida. La Vida entendida como valor supremo termina justificando cualquier medida represiva y de control, y el Estado-guerra que ha sacado ojos en Chile o en Francia, que detiene la gente por sus ideas, pretende autopresentarse como nuestro padre protector. Un paréntesis: lamentarse a estas alturas por los derechos perdidos es hipócrita porque los derechos sólo los defiende un contrapoder. Poco a poco, la construcción del estado de emergencia se muestra como lo que realmente es: una operación de neutralización política que emplea la separación como su arma principal. La memoria histórica reciente queda borrada; el espacio público restringido en el supermercado; la salud reducida a ausencia de enfermedad; la muerte como lo opuesto a la vida. El estado de emergencia pone en funcionamiento todas las formas de la separación: la distancia social, el teletrabajo, la culpabilización, el cierre … El conflicto político desaparece de la sociedad atomizada. El sistema de partidos discute con vehemencia cuántos muertos puede tragar el desagüe del fregadero sin atascarse.
El estado de emergencia, porque es la traducción política de la naturalización de la muerte, no admite ningún tipo de disenso. Como cualquier padre autoritario nos pone ante el dilema entre obedecer y desobedecer, y sabemos que ambas opciones refuerzan la autoridad. La extrema derecha ha optado por la desobediencia. El pensamiento reaccionario conoce muy bien la centralidad política de la muerte y no duda en utilizarla. Defensa el engaño de una libertad individual, y reduce el querer vivir a puro instinto de supervivencia. Quitarte la mascarilla en la calle no es un acto de valentía sino de estupidez.

La izquierda, por su parte, permanece callada. Estamos en época de rebajas y el mal menor ha sustituido a la experimentación social. El 15M queda lejos. Sin embargo, los recientes disturbios callejeros que han tenido lugar en diferentes ciudades parecen haberla despertado: “Es cosa de la extrema derecha!” denuncian sus representantes. Incluso la policía es más inteligente: “Se trata de un movimiento social típico de siglo XXI. Hay una chispa y toma. No tiene estructura ni organización interna. La gente que fue responde a un perfil transversal. Al principio había restauradores (sic), gente cabreada”.

Sería sencillo afirmar que la solución consiste en politizar este malestar social tan temido por la izquierda, pero como dice Miguel Hernández: “Cortar ese dolor ¿con qué tijeras” . Salir del dilema maldito que nos plantean, rechazar el victimismo y afirmar una y otra vez que “la vida no puede ser esto”. Desplegar esta verdad e iniciar un éxodo colectivo, que no quiere decir viajar a la segunda residencia ni esconderse en una autenticidad inexistente, sino intentar pensar fuera del Estado. La epojé abría un posible contra el posible. El Estado organiza el pánico dentro de un sistema cerrado. Podemos autoorganizar el pánico en el interior de un sistema abierto. El sistema inmunológico no es el baluarte que defiende a un organismo acosado, al contrario: es un “motor de experimentación” que trabaja para la vida. Diferenciar el riesgo del peligro. La salud tiene una dimensión social y política. De la muerte, la extrema derecha sólo sabe inferir amenazas y miedo disfrazada de valentía fingida. Nosotros deberíamos arrancar a la muerte el coraje necesario para desalojar al Estado.

6 de noviembre de 2020.

 

La construcción política de la emergencia

La Rambla de Barcelona en las primeras horas del toque de queda. Foto: Xavi Herrero


Original en catalán en Critic. Versión en castellano por Comunizar.