Stavros Stavrides
La crisis de la pandemia del coronavirus ha desencadenado una nueva ola de prácticas colectivas que apuntan a la misma necesidad que el “movimiento de las plazas” (incluidos los movimientos de la Primavera Árabe, los Indignados y los Occupy): se necesita urgentemente otra forma de organización social. Diferentes iniciativas vecinales, campañas organizadas por el movimiento, actos de solidaridad rizomáticos dispersos, gestión comunitaria de los territorios urbanos y rurales: todos estos procesos y actos se están extendiendo por todo el mundo, bajo el radar de los medios de comunicación dominantes, y por lo general pasando por alto los canales basados en el mercado, además de chocar directa o indirectamente con las prioridades gubernamentales.
Parece que dentro de estos procesos se desarrolla una producción intensiva de lo común, ya que lo común no es sólo un conjunto de productos y servicios que deben compartirse, ni un conjunto de opciones de organización para asegurar una distribución más justa de los medios cruciales para la supervivencia de los necesitados. Lo común surge como la forma y el contenido de las relaciones sociales que trascienden las limitaciones y el cinismo adorador del mercado del capitalismo contemporáneo.
Tres factores diferentes conforman el surgimiento de lo común, en contra y más allá de la crisis de la pandemia. No es que estos factores no existieran antes de la crisis. Seguramente se encuentran a menudo en la producción de diferentes hábitos cotidianos para las poblaciones más desfavorecidas de las metrópolis contemporáneas. La crisis pandémica, sin embargo, ha revelado sus dinámicas convergentes y ha hecho que sea urgente que la gente invente de modo colectivo movilizando experiencias relacionadas con esos factores.
El primer factor tiene que ver con la supervivencia. En las periferias de las grandes ciudades, en los guetos estigmatizados y en las comunidades indígenas, en las trayectorias de trabajo y vida precaria, las personas experimentan exclusión e inseguridad. Si los restos del estado de bienestar parecen seguir siendo para algunos una red de seguridad, para la mayoría la vida está a merced del mercado (y el mercado es despiadado), o depende de las contingencias de los acuerdos mundiales de poder (incluyendo guerras, hambrunas, oleadas de refugiados, guerras comerciales, etcétera).
Los excluidos y los que sienten que ninguna autoridad se ocupará de ellos tratan en muchos casos de organizarse para asegurar los medios de su supervivencia. En muchos barrios del mundo las redes de atención se desarrollan desde abajo: se preparan y distribuyen alimentos a quienes no pueden obtenerlos, se producen y distribuyen medios de protección higiénica, se recogen y transmiten informaciones y conocimientos a través de medios difusos (medios sociales, radios comunitarias, centros comunitarios, etcétera). Sólo para trazar el mapa de las redes de distribución de alimentos organizadas colectivamente (incluidas las frutas y verduras de las cooperativas de agricultores, las iniciativas de “cesta justa” y el suministro de agua potable en los barrios informales) sería necesario reunir una gran cantidad de información difundida a nivel mundial.
El segundo factor tiene que ver con las experiencias de cooperación de larga data. Diferentes tradiciones de ayuda mutua que provienen de la vida rural (como el mutirão en el Brasil, la ayuda mutua en América Latina y el Caribe, o el ubuntu en Sudáfrica) o de la vida indígena (como en el contexto de la minga en Colombia y del Sumak Kawsay en los países andinos) adquieren un renovado impulso frente a esta crisis. La cooperación ha sido en muchos lugares del mundo parte de una sabiduría colectiva que sigue inventando habilidades y que toma forma en reglas desarrolladas a través de negociaciones entre quienes trabajan juntos. El individualismo neoliberal se dirigió explícitamente a esas tradiciones no sólo destruyéndolas sino también aprovechando sus potencialidades productivas. Así, el ideal neoliberal del individuo “emprendedor” (el autoempresario) se combina con una renovada valoración de la cooperación considerada como “sinergia” (un eufemismo habitual de la cooperación bajo el mando del capital). La cooperación ha sido despojada del poder que da a los que trabajan la oportunidad de elegir los ámbitos, las prioridades y las formas de su trabajo conjunto.
Sin embargo, la cooperación resurge como una fuerza productiva de la inventiva común utilizando todos los medios disponibles aunque escasos. En los barrios autónomos mexicanos, en muchas comunidades de voluntarios estadounidenses, en las villas miserias de Buenos Aires y en las favelas brasileñas la gente trabaja junta para producir máscaras. En muchas ciudades surgen cocinas colectivas que cocinan comida para los necesitados (en Atenas, en Santiago de Chile, en Río, etc.). En Santa Catarina, en Brasil, los militantes del Movimiento de los Sin Tierra (MST) han modificado su destilería de cachaça para producir alcohol para el hospital público de Curitibanos.
La cooperación escapa al mando capitalista en una miríada de prácticas cotidianas de cuidado organizadas por las poblaciones urbanas. La red COVID-entraide France conecta a una inmensa cantidad de proveedores de servicios voluntarios en el mundo francófono que ofrecen su ayuda a las poblaciones afectadas por la pandemia; en Grecia, la red Menoume Mazi organiza la solidaridad y la lucha contra las políticas injustas durante la crisis (incluyendo cuestiones de apoyo a los refugiados, derechos laborales y el apagón de la información). Redes análogas se desarrollan en Italia, en el Reino Unido y en otros países.
El tercer factor (ya presente antes de la crisis) que ha contribuido al surgimiento de lo común es la difusión de ideas concretas para un mundo de igualdad y solidaridad más allá del capitalismo. Los movimientos de personas sin hogar en América Latina y África, las empresas recuperadas y ocupadas, las organizaciones de trabajadores informales, las iniciativas de economía solidaria, los proyectos de autonomía de los pueblos indígenas y los sindicatos radicales siguen produciendo fragmentos de este mundo. Lo común surge en todas esas prácticas comprometidas no sólo como un objeto de reivindicaciones sino como un plan para organizar la vida en común. La cotidianeidad se convierte tanto en un campo crucial de luchas como en un campo crucial de experimentos de organización social. Los términos para describir esos experimentos vividos pueden ser tomados del pasado, como “poder popular” o “autonomía” o pueden ser improvisados en el presente como “comunalidad” o “comunización”.
Muchos de esos movimientos se movilizaron para hacer frente a la crisis de la pandemia. La experiencia adquirida, junto con su base en las formas cotidianas de cooperación, les da el poder de organizar a la gente sobre una base colectiva. Los grupos chilenos de jóvenes activistas que prestaban asistencia médica a las víctimas de la brutalidad policial en las grandes manifestaciones del reciente levantamiento han desarrollado una iniciativa denominada Movimiento Salud en Resistencia: sus esfuerzos tienen por objeto desarrollar servicios de salud autogestionados (campaña “La gente se ocupa de la gente”). El movimiento sudafricano de habitantes de chabolas de Abahlali baseMjondolo lucha enérgicamente contra los desalojos que se producen en medio del encierro. Sus comunidades se organizan para apoyar a las personas pobres sin hogar que tienen que sufrir por la falta de agua limpia y alimentos en los asentamientos. El movimiento también expresó activamente su solidaridad con los trabajadores sanitarios del país. Iniciativas similares del movimiento social se desarrollan en el Senegal, en Burkina Faso y en la República Democrática del Congo.
Cuando el compromiso en ámbitos comunes se conecta con las urgencias de supervivencia y moviliza habilidades compartidas de cooperación, el empoderamiento colectivo se desarrolla rápidamente. Los participantes en las iniciativas correspondientes ven que la autoorganización y la autogestión funcionan: se puede alimentar a las personas, se puede apoyar a las personas, se puede dar a las personas los medios para conocer y formar opiniones. Las personas pueden tomar su vida en sus manos.
Es en el contexto de la crisis de la pandemia donde convergen los esfuerzos colectivos de supervivencia, las potencialidades de cooperación (profundamente arraigadas en la cotidianeidad de quienes trabajan) y las aspiraciones a una sociedad justa. No porque las ideologías anticapitalistas hayan triunfado repentinamente, ni porque se desarrolle una conciencia de explotación entre los explotados debido a actos de activismo ejemplares. Pero posiblemente porque muchas personas se ven obligadas a darse cuenta de que si no toman sus vidas en sus manos están destinadas a ser prescindibles. Es esta comprensión basada en la experiencia la que abre las mentes y los corazones a la esperanza de un futuro diferente. Tal vez hoy un eslogan que parecía casi obvio y apolítico para muchos, adquiere un significado urgente e inspirador. Los Zapatistas dicen a menudo: “Viva la vida, muera la muerte“. ¿Quieren decir simplemente que la vida es tanto la fuente como el alcance de lo común en la perspectiva de una sociedad emancipada?
Atenas, 26 de abril de 2020
Enviado por el autor. Original en inglés. Traducción al castellano para Comunizar: Luciana Ghiotto.