Multiplicar las voces es multiplicar los mundos. Para ello es necesario hacerle muchas trampas al lenguaje instituido. Es la forma de combatir la violencia legal del poder.
Quería titular este artículo El lenguaje y sus ausentes. Quería apuntar hacia todos aquellos que no caben en nuestras palabras ni en sus usos gramaticales. Quería señalar a los ausentes, a las ausentes. Pero en el gesto mismo de señalar empiezan ya los problemas: ¿“sus” ausentes son ellos?, ¿son ellas?, ¿son las características, condiciones y relaciones que ni siquiera son de ellos o de ellas? En cada pronombre estamos tomando una decisión. En cada terminación, una posición. En cada ausencia se esconde una violencia. Y toda violencia puede ser rastreada y contestada.
El sexismo lingüístico es una de las violencias que recorren nuestro lenguaje. Una entre muchas otras: raciales, morales, de clase… Desde un punto de vista filosófico, incluso podemos hablar de violencias ontológicas, pues hay modos de ser que están excluidos de nuestros modos de decir. Que haya violencias lingüísticas no significa que haya soluciones meramente lingüísticas para ellas. La justicia lingüística no existe sin justicia social y la corrección política es “política de escaparate”, según la expresión de la filóloga Neus Nogué, si no implica un verdadero ajuste de las relaciones de poder. Porque de eso va el juego entre el lenguaje y la violencia: de relaciones de poder.
Actualmente, vivimos bajo la angustia permanente de la falsedad. En inglés: el fake. El fake es la sombra que pone en entredicho todos los discursos, opiniones, informaciones. Incluso el cuerpo de una mujer maltratada o de unos manifestantes golpeados pueden ser neutralizados en su condición de posible fake, contra toda evidencia. También podemos consumir apariencias de igualdad, simulacros de democracia, incluso espectáculos de activismo fake. Pero ante la dificultad para establecer dónde empieza la verdad y dónde la falsedad, la pregunta crítica a la que no debemos renunciar es: ¿quién tiene el poder de imponer sus mentiras y quién puede constituir contrapoderes que las desmientan?
Para entender esta relación intrínseca entre el lenguaje y el poder, no se me ocurre mejor reflexión que la Lección inaugural de Roland Barthes, el crítico que demostró que la crítica no es un arte menor ni un oficio de personaje secundario, sino una condición indispensable para que el aparato de la cultura, con los medios de comunicación incluidos, no colapse en la irreflexión. Decía Barthes en 1977, tres años antes de ser atropellado por una furgoneta en las calles de París, que no hay usos lingüísticos inocentes porque el lenguaje es una legislación y cada lengua un código. Recogiendo las tesis del lingüista ruso Roman Jakobson, nos recordaba una idea muy importante: que una lengua no se define tanto por lo que permite expresar sino por lo que nos obliga a decir. Por ejemplo, nos obliga a escoger entre el masculino y el femenino en determinados casos, o a no poder hacerlo en otros. Nos obliga a clasificar según un determinado reparto de categorías, a jerarquizar según un determinado orden sintáctico, a excluir lo borroso y a ratificar lo representable hasta convertirlo en cliché.
El lenguaje como legislación y cada lengua como código nos traslada, pues, a las conquistas de los vencedores y, con ellas, nos obliga a repetir sus olvidos: los sentidos borrados, las formas de vida excluidas, las existencias no reconocidas. Un ejemplo que está en el centro de los debates contemporáneos: cuando hablamos de humanismo, de humanidades, del hombre y de la humanidad, actualmente denunciamos reiteradamente que en estos términos se perpetúan las violencias del patriarcado, que ha encumbrado al hombre masculino (blanco y occidental) a modelo de lo universal. Y es así. Y hay que denunciarlo. Pero en esta historia violenta del humanismo se esconde un olvido que podemos rastrear: hombre viene de homo, que viene a su vez de humus, es decir, lo que surge del suelo o de la tierra. El latín homo no es aún el vir de varón. Es el ser terrestre, por contraposición al carácter celestial de los dioses. ¿Cuándo y cómo sucedió esta masculinización de los seres terrestres? ¿Podemos deshacer sus efectos sin renunciar a nuestra común humanidad, compartida incluso con los demás seres de la tierra?
Más que duplicar los términos, pienso que la apuesta verdaderamente política es multiplicar las voces y las lenguas, incluso dentro de una misma lengua. Frente a la apariencia de igualdad, pues, la batalla por la diversidad de las formas de vida en sus irresueltas relaciones de poder y de contrapoder. ¿Quién ha dicho que sólo los varones pueden encarnar las medidas del ser terrestre modélico y trasladarlas como parámetros supuestamente neutrales de la lengua universal y su gramática? ¿Por qué no las niñas, o los pájaros o los gusanos? ¿Cuáles serán entonces las flexiones de género y los plurales inclusivos de estos seres? Multiplicar las voces es multiplicar los mundos. Para ello es necesario hacerle muchas trampas al lenguaje instituido, aceptado, normalizado. Roland Barthes habla de tricher, hacer trampas que abran grietas libres de poder en la legislación del lenguaje. Es el juego que violenta las reglas para combatir la violencia legal del poder.
Autora: Marina Garcés
Fuente: Blog de Marina Garcés