Entrevista a Raoul Vaneigem
Autor de alrededor de cuarenta obras, el filósofo y medievalista belga no se rinde: sólo nosotros podemos cambiar las cosas. Figura de la Internacional Situacionista (IS) —que, de 1957 a 1972, se opuso al reino de la mercancía y del “trabajo alienante” para defender “la autogestión generalizada”—, Vaneigem se ha mantenido, durante su vida, a distancia de los grandes medios.
Quien publicó hace varios decenios un llamado a la huelga salvaje y al sabotaje bajo el nombre de Ratgeb observa hoy el levantamiento de los chalecos amarillos y las ZAD [Zonas A Defender, luchas ecologistas auto-organizadas] con un entusiasmo no disimulado; fuera de Europa, es en Chiapas y Rojava donde percibe formas de una alternativa emancipadora. Convencido de que las urnas no son ninguna ayuda, su último libro insiste sobre el tema; el enfoque es optimista: todavía se puede pasar la página del homo economicus y defender el conjunto de la vida.
Escribió a principios de los 2000 que los términos “comunismo”, “socialismo” y “anarquismo” no son más que “embalajes vacíos y definitivamente obsoletos”. Estos tres nombres, sin embargo, han permitido a los humanos hacer pensables la emancipación y el fin de la explotación. ¿Por qué reemplazarlos?
En 2000, hacía mucho tiempo que la ideología, de la que Marx denunciaba el carácter engañoso, había vaciado de su sustancia los conceptos que, salidos de la conciencia proletaria y forjados por la voluntad de emancipación, no eran más que estandartes esgrimidos por los protagonistas de una burocracia sindical y política. Las luchas de poder habían suplantado muy rápido la defensa del mundo obrero. Sabemos cómo el combate por el proletariado ha virado en dictadura ejercida contra él y en su nombre. El comunismo y el socialismo lo demostraron. El anarquismo de la revolución española no escapó de ello —pienso en las facciones de la CNT y de la FAI cómplices de la Generalitat catalana—. Comunismo, socialismo, anarquismo eran conceptos cómodamente deteriorados cuando el consumismo redujo a nada hasta su cobertura ideológica. La actividad política se convirtió en un clientelismo, las ideas no fueron más que esos artículos cuyos folletos de supermercado estimulan la venta promocional.
Los chalecos amarillos que cantan obstinadamente a la cara del Estado “Estamos ahí, estamos ahí” hacen temblar a las élites intelectuales de todo tipo, las que, progresistas o conservadoras, se atribuyen la misión de pensar por los demás.
Las técnicas publicitarias lo llevaron a la terminología política, afectando, como sabemos, a izquierda y derecha. Cuando vemos por un lado el ridículo de elecciones acaparadas por una democracia totalitaria que toma a la gente por imbécil, y por otra parte el movimiento de los chalecos amarillos que se burla de las etiquetas ideológicas, religiosas, políticas, rechaza los jefes y los representantes no mandatados por la democracia directa de las asambleas y afirma su determinación de hacer progresar el sentido humano, tenemos razón en decir que todo este fárrago ideológico, que ha hecho correr tanta sangre, obteniendo en el mejor de los casos conquistas sociales ya enviados al desguace, decididamente, sí, ¡nos importa un rábano!
Su último libro acaba precisamente sobre este movimiento. Una “satisfacción”, un “inmenso alivio”, dice. ¿Qué alimenta, más concretamente, este entusiasmo?
No expresa ni más ni menos que lo que preciso en Appel à la vie: “Eso hace, desde el movimiento de las ocupaciones de mayo de 1968, que yo pase —incluido a los ojos de mis amigos— por un inveterado optimista, a quien sus propias teorías le han hecho perder la cabeza. Hacedme el favor de pensar que me da absolutamente igual haber tenido razón, cuando un movimiento de revuelta (y no todavía de revolución, ni mucho menos) afirma la confianza que yo siempre he concedido a este término de libertad, tan desaprovechado, tan corrompido, tan sustancialmente podrido. ¿Por qué mi compromiso visceral con la libertad se cargaría de razón y de sinrazón, de victorias y de derrotas, de esperanzas y de decepciones, cuando para mí se trata solamente de arrancarla a cada instante a las libertades del comercio y de la depredación, que la matan, y de restituirla a la vida de la que se alimenta?”. Sueño con este momento desde mi lejana adolescencia. Inspiró, hace más de 50 años, el Tratado del saber vivir para uso de las nuevas generaciones. No se me quitará la satisfacción de saludar a los chalecos amarillos, que en absoluto han necesitado leer el Tratado para ilustrar su poética puesta en práctica. ¿Cómo no agradecérselo, en el nombre de la humanidad a la que han decidido librar de toda barbarie?
Frente a la democracia parlamentaria, usted opone la democracia directa basada en las asambleas. Pensamos necesariamente en Murray Bookchin —¡aunque la Internacional Situacionista le había calificado como “cretino confusionista”! Pero dos puntos, al menos, les separan: el principio de la mayoría y el poder. Bookchin afirmaba que sólo la ley de la mayoría permite la democracia y que la búsqueda del consenso induce a un “autoritarismo insidioso”; él estimaba igualmente que abolir el poder es “absurdo” y que solamente es necesario “darle una forma institucional concreta de emancipación”…
Fue un error subestimar a Bookchin y la importancia de la ecología. No fue mi único error ni el único de la IS. Pero este error tiene una causa. Ésta reside en la confusión (de la que el Tratado no está exento) entre la intelectualidad y la toma de conciencia de mí y del mundo, entre la inteligencia de la cabeza y la inteligencia sensible del cuerpo. Los acontecimientos recientes ayudan a clarificar la noción de intelectualidad. Los chalecos amarillos que cantan obstinadamente a la cara del Estado “Estamos ahí, estamos ahí” hacen temblar a las élites intelectuales de todo tipo, las que, progresistas o conservadoras, se atribuyen la misión de pensar por los demás. ¡Qué asombroso si los sectarios del izquierdismo y de la crítica-crítica se empeñan en burlarse de ellos desde lo alto de su condescendencia! ¿Qué son estos palurdos que toman la calle? Tienen la cabeza vacía, sin programa, sin pensamiento. ¡Espera! Estos obreros, campesinos, pequeños comerciantes, artesanos, empresarios, jubilados, maestros, parados, trabajadores acosados por la búsqueda de un salario, desheredados sin techo, escolares sin escuela, automovilistas con impuestos y peajes, abogados, investigadores científicos; en resumen, todas y todos aquellos que simplemente se han rebelado por la injusticia y la arrogancia de los muertos vivientes que nos gobiernan. Hombres y mujeres de toda edad han dejado bruscamente de aglutinarse en una masa gregaria; han abandonado los rebaños de la mayoría silenciosa. No son don nadies, son gente reducida a nada y toman consciencia de ello. Y tienen un proyecto: instaurar la preeminencia de la dignidad humana destrozando el sistema que devasta la vida y el planeta.
Su terreno es la realidad vivida, la realidad de un salario, de un subsidio escaso, de una pensión insuficiente, de una existencia cada vez más precaria, donde la parte de vida verdadera escasea. Esta realidad choca con una gimnasia de cifras practicada desde arriba. Si la sutileza de los cálculos hace perder la cabeza, en cambio el resultado final es de una simplicidad ejemplar y alarmante: contentaos con la limosna consentida por los poderes públicos (que financiáis) y apresuraos a morir como ciudadanos respetuosos de las estadísticas que contabilizan el excesivo número de viejos, viejas y otros eslabones que debilitan la cadena de lo rentable. Esta diferencia entre la vida y su representación abstracta permite entender mejor hoy qué es la intelectualidad.
Lejos de constituir un elemento inherente a la naturaleza del hombre, es un efecto de su desnaturalización. Resulta de un fenómeno histórico, el tránsito de una sociedad, basada en una economía de recolección, a un sistema, principalmente agrario, que practica la explotación de la naturaleza y del hombre por el hombre. La aparición de ciudades-Estado y el desarrollo de sociedades estructuradas en clase dominante y clase dominada sometieron el cuerpo a la misma división. El carácter jerárquico del cuerpo social, compuesto por amos y esclavos, va conjuntamente, con el paso de los siglos, con una fisiparidad [multiplicación mediante división] que afecta al cuerpo del hombre y de la mujer. La cabeza —el jefe— es llamada a gobernar el resto del cuerpo, el espíritu, celeste y terrestre, doma, controla, reprime las pulsiones vitales igual que el sacerdote y el príncipe imponen su autoridad al esclavo. La cabeza asume la función intelectual –privilegio de los amos— que dicta sus leyes a la función manual, actividad reservada a los esclavos. Todavía tenemos que pagar los costes de esta unidad perdida, de esta ruptura que entrega al cuerpo individual y carnal a una guerra endémica consigo mismo. Nadie escapa a esta alienación.
Desde que la naturaleza, reducida a un objeto mercantil, se convierte (como la mujer) en un elemento hostil, aterrador, despreciable, todos estamos en esta maldición que sólo es capaz de erradicar una evolución renaturalizada, una humanidad en simbiosis con todas las formas de vida. ¡Aviso a aquellas y aquellos que están hartos de las sandeces del ecologismo! Se ha encontrado, en un pasado reciente, a obreristas lo suficientemente necios o retorcidos como para glorificar el estatus de proletario, como si no estuviera basado en una indignidad de la que sólo una sociedad sin clases permitiría emanciparse. ¿A quién se ve presumir hoy de esta función intelectual que es una de las mayores razones de la miseria existencial y de la incomprensión de sí y del mundo? A husmeadores al acecho de un poder a ejercer, candidatos a jefecillos, aspirantes al papel de gurú.
Identificarme con el ser humano en evolución me dispensa de participar en el nacionalismo, el regionalismo, el comunitarismo étnico, religioso, ideológico, de sucumbir a estos prejuicios arcaicos y mórbidos que perpetúa la robotización tradicional de los comportamientos.
Cuando un movimiento reivindica un rechazo radical de los jefes y de los representantes no mandatados por los individuos que componen una asamblea de democracia directa, no tiene nada que ver con estos intelectuales orgullosos de su intelectualidad. No cae en la trampa del anti-intelectualismo profesado por los intelectuales del populismo fascista (“Cuando escucho la palabra cultura, saco mi revólver” traduce el sesgos intelectual del oscurantismo y de la ignorancia militante, tan valorados por el integrismo religioso y por el campo de los neonazis). No es la denuncia de los jefes atados por las asambleas de autogestión lo que necesitamos, es la preeminencia acordada a la solidaridad, en sentido humano, a la toma de conciencia de nuestra fuerza potencial y de nuestra imaginación creadora. Desde luego, la puesta en práctica deliberada de un proyecto más extenso es aún titubeante y confusa, pero al menos ya es la expresión de una cólera sana y tranquila que decreta: ¡ya nadie me dará órdenes, ya nadie me ladrará desde arriba!
La liquidación continúa. La máquina del beneficio, de la que el Estado no es más que un engranaje banal, no dará marcha atrás.
En cuanto a la cuestión de la mayoría y de la minoría, me he explicado sobre este tema más de una vez. En mi opinión, el voto en asamblea autogestionada no puede reducirse a lo cuantitativo, a lo mecánico. La ley del número se lleva mal con la calidad de la elección. ¿Por qué una minoría debería inclinarse ante una mayoría? ¿No es eso recaer en la vieja dualidad de la fuerza y de la debilidad? Puede pasar en las situaciones donde la urgencia obliga a evitar las discusiones y tergiversaciones sin fin, pero incluso cuando se trata de decidir sobre una insignificancia sin consecuencia perjudicial, la concertación, la palabra, la conciliación, la armonización de los puntos de vista, dicho de otra forma sobrepasar a los contrarios, son innegablemente preferibles a la relación de poder que implica la dictadura de las cifras. Intentemos no tener que “trabajar en la urgencia”. Con mayor motivo, yo estimo que, si fuera adoptada por una amplia mayoría, una decisión inhumana –un castigo, una pena de muerte por ejemplo- es inaceptable. No es a los hombres a quienes hay que neutralizar, es un sistema, son las máquinas de la explotación y del beneficio económico. El sentido humano de uno solo prevalecerá siempre sobre la barbarie de muchos.
Quien se identifica con un territorio o lengua, escribe, se despoja de su vitalidad y de su humanidad. Pero ser apátrida y sin lengua materna, ¿no es el destino únicamente de los robots?
Curiosa alternativa elegir entre la pertenencia a una entidad geográfica o el deambular del exiliado. Por mi parte, mi patria es la Tierra. Identificarme con el ser humano en evolución —lo que me esfuerzo por ser— me dispensa de participar en el nacionalismo, el regionalismo, el comunitarismo étnico, religioso, ideológico, de sucumbir a estos prejuicios arcaicos y mórbidos que perpetúa la robotización tradicional de los comportamientos. Usted invoca el internacionalismo mafioso de la mundialización. Yo apuesto por una internacional del género humano y yo miro hacia la pertinencia de una insurrección pacífica que la concretice.
Llama a no colaborar con el Estado, ese criado “de los bancos y de las empresas multinacionales”. A las claras: a no pagar sus impuestos. Muchos anticapitalistas siguen pensando que lo que Bourdieu llamaba “la mano izquierda” del Estado —los servicios públicos, por ejemplo— merece todavía ser salvada. ¿Debemos cortarle las dos manos sin dudar?
¿Salvar las conquistas sociales? Ya se perdieron. Trenes, colegios, hospitales, pensiones se llevan al desguace con el bulldozer del Estado. La liquidación continúa. La máquina del beneficio, de la que el Estado no es más que un engranaje banal, no dará marcha atrás. Las condiciones ideales serían para él serían mantener una atmósfera de guerra civil, con la cual asustar las mentes y rentabilizar el caos. Las manos del Estado no manipulan más que el dinero, la porra y la mentira. ¿Cómo no confiar más en las manos que en las calles, las casas del pueblo, las asambleas de democracia directa, se activan para la reconstrucción del bien público?
Se ha mostrado favorable a un “subsidio mensual” —lo que otros llaman la renta básica o la renta universal—. Pero sin Estado, ¿cómo instituirla?
El principio de dar a todos y todas para no caer bajo el suelo de la miseria partía de una buena intención. Lo he abandonado ante la evidencia. Era ilusionarse por la inteligencia que en esa época no había abandonado la cabeza de los gobernantes. Un tal Tobin había propuesto efectuar sobre la burbuja financiera, amenazada de apoplejía, una punción saludable de alrededor de un 0,001% que hubiera permitido evitar la implosión financiera e investir el montante de la tasa en la preservación de las conquistas sociales. La pérdida acelerada del juicio de las “élites” estatales excluye ahora una medida que, por lo demás, los últimos residuos del socialismo no habían osado adoptar.
El Estado no es más que un Leviatán reducido a la función caricaturesca de gendarme. Todo vuelve a echar raíces en la base. Es ahí que vamos a aprender a protegernos contra las consecuencias del gran sinsentido estatal y el propósito de causar su caída. Si vemos salir de sus agujeros a tantos sociólogos, politólogos, nulidades filosóficas, ¿no hace aguas el barco? Todo está por reconstruir, es decir, por reinventar: enseñanza, terapias, ciencias, cultura, energía, permacultura, transportes. ¡Que los debates, las palabras, las reflexiones se sitúen sobre ese terreno, no en las esferas etéreas de la especulación económica, ideológica, intelectual! ¿No es nuestra tarea reinventar una moneda de cambio y una banca solidaria que, en preparación de la desaparición del dinero, permitirían asegurar a cada una y cada uno un mínimo vital?
Usted destaca el Chiapas zapatista y la Rojava comunalista. Estas dos experiencias se basan, en parte, en un ejército: el EZLN y las YPG-J. ¿Cómo aborda su llamamiento a “fundar territorios” liberados del poder y del mercado mundial la cuestión de la autodefensa, ya que el Estado enviará, tarde o temprano, sus policías o su ejército?
Es evidente que cada situación presenta una especificidad que exige un tratamiento apropiado. Notre-Dame-des-Landes no es Rojava. El EZLN no es un producto de exportación. A cada territorio en vías de liberación, sus propias formas de lucha. Las decisiones pertenecen a aquellas y aquellos que están sobre el terreno. No obstante, está bien recordarlo: la forma de abordar los seres y las cosas varía según la perspectiva adoptada. La orientación que se da a la lucha ejerce una influencia considerable sobre la naturaleza y sobre sus consecuencias. El comportamiento difiere totalmente si se combate militarmente la barbarie con las armas de la barbarie o si se opone como un hecho consumado este derecho irrefrenable a la vida, que a veces retrocede pero nunca es vencido y vuelve a comenzar sin cesar.
Su mundo no es el nuestro. Lo saben, se burlan de ello. Es nuestra tarea decidir sobre nuestra vida y nuestro entorno.
La primera opción es la de la guerrilla. El izquierdismo paramilitar demostró con sus derrotas que entrar en el terreno del enemigo era plegarse a su estrategia y sufrir su ley. La victoria de los enfrentamientos pretendidamente emancipadores hizo algo todavía peor. El poder insurreccional volvió sus fusiles contra aquellas y aquellos que le habían permitido triunfar. En El Estado no es nada, seamos todo, expuse la fórmula “Ni guerreros ni mártires”. No aporta ninguna respuesta, solamente plantea la cuestión: ¿cómo hacer de la voluntad de vivir y de su conciencia humana un arma que no mate, un arma absoluta? ¿La energía que los casseurs [manifestantes que usan la violencia contra la propiedad] militantes malgastan en incendiar contenedores y romper cristales no sería más sensata en la defensa de las ZAD en lucha contra la implantación de molestias e inutilidades rentables? Una interrogación similar vale para los manifestantes que de vez en cuando pasean la ilusión de obtener medidas en beneficio del clima. ¿Qué esperar de Estados que son los agentes de la economía contaminante? La presencia masiva de quienes protestan sería más bienvenida allí donde esta economía envenena una región, un territorio. ¿El encuentro entre una violencia ciega y una voluntad sosegada pero con resolución no tendría alguna posibilidad de fundar una forma de pacifismo insurreccional cuya obstinación rompería poco a poco el yugo del Estado de lucro?
Habla de los casseurs. Y usted efectivamente, más de una vez, ha comentado que eso no sirve a la liberación sino que “restaura” el orden. El levantamiento de los chalecos amarillos ha transformado a numerosas personas “no violentas” en simpatizantes de los black block: esencialmente dicen que sólo esa práctica ha hecho reaccionar al poder, sólo el fuego ha hecho templar a Macron. ¿Es esto falso?
¡La bella victoria de hacer temblar a un tecnócrata que tiene el cerebro de una caja registradora! El Estado no ha cedido nada, no puede, no quiere. Su única reacción ha sido sobrevalorar la violencia, recurrir al maltrato físico y mediático para desviar la atención de los verdaderos casseurs, los que arruinan el bien público. Como he dicho, la rotura de cristales, tan queridos por los periodistas, son la expresión de una cólera ciega. ¡La cólera se justifica, la ceguera no! El vals repetido mil veces de los adoquines y los gases lacrimógenos no ha hecho avances. Las instancias gubernamentales salen ganando con ello. Lo que importa es el desarrollo de la conciencia humana, la resolución cada vez más firme, a pesar del cansancio y de las dudas contabilizadas por el miedo y por la pasividad mediáticas. La potencia de esta determinación no dejará de crecer porque no se preocupa ni de victoria ni de derrota. Porque, sin jefes ni representantes recuperadores, está ahí y por sí sola —y por todas y todos— la libertad de acceder a una vida auténtica. Tengámoslo claro: la democracia está en la calle, no en las urnas.
En 2003, con El Caballero, la Dama, el Diablo y la Muerte,dedicaba bellas páginas a la cuestión animal. Desde entonces se ha impuesto de forma cotidiana en el “debate público”. Hablaba más recientemente de una “nueva civilización” por crear: ¿podrá ella pasar la página de las masacres diarias de animales sobre las que todavía se erigen nuestras sociedades?
Los biotopos devastados, los pesticidas, la masacre de las abejas, de los pájaros, de los insectos, la fauna marina asfixiada por el vertido de plásticos, la crianza de concentración de las bestias, el envenenamiento de la tierra, del aire, del agua, tantos crímenes que la economía del lucro perpetúa impunemente, con toda legalidad prefabricada. A los indignados que claman que “hay que salvar a la humanidad del desastre”, los cadáveres que nos gobiernan oponen el espectáculo de las promesas que no se pueden cumplir. Reiteran cínicamente el carácter irrevocable de su decreto: hay que salvar la economía, la rentabilidad, el dinero y pagar, por este noble ideal, el precio de la miseria y de la sangre. Su mundo no es el nuestro. Lo saben, se burlan de ello. Es nuestra tarea decidir sobre nuestra vida y nuestro entorno. Es nuestra tarea burlarnos de sus obligaciones burocráticas, jurídicas, policiales, rompiendo su influencia en la base, allí donde estamos, allí donde nos asfixia. Como decían los sans-culottes de 1789: “¿Os burláis de nosotros? ¡No os burlaréis durante mucho tiempo!”. Nos encaminamos a un estilo de vida fundado en una nueva alianza con el medio natural. Es dentro de una perspectiva de este tipo que se abordará la suerte de las bestias, no en un espíritu caritativo o compasivo sino bajo el prisma de una rehabilitación: la de la animalidad que nos constituye y que explotamos, torturamos, reprimimos de la misma forma que maltratamos y reprimimos a estos hermanos inferiores que también son nuestros hermanos interiores.
Habla a menudo de la “preeminencia de lo humano”. ¿Cómo asumir la singularidad del homo sapiens recordando al mismo tiempo, en la hora del antropoceno, que debería disminuir su peso ya que no representa más que el 0,01% de la biomasa?
Sería momento de que el “¡Ya Basta!”, “estamos hartos”, “¡es suficiente!”, se aplique a este dogma fabricado por un sistema de explotación que, privilegiando a los amos, propagaba la creencia en la debilidad innata del ser humano. No ha dejado de disminuir, el pobre diablo. Durante mucho tiempo no ha sido más que un excremento de los dioses, triturado según sus caprichos. Se le ha atribuido una maldición ontológica, una malformación natural, un estado de puerilidad permanente, que necesitaba la tutela de un amo. Acaba hoy en una papelera, donde es reducido a un objeto, una cifra, una estadística, un valor de mercado. Todo salvo reconocerle una creatividad, una riqueza potencial, una subjetividad que aspire a expresarse libremente. Seguís predicando el miedo a los espacios infinitos del jansenista Pascal, cuando una revolución de la vida cotidiana privilegia al individuo y le inicia en una solidaridad capaz de liberarle del cálculo egoísta y del individualismo donde le encerraba la sociedad gregaria. Cuando los hombres y mujeres sienten las bases de una sociedad igualitaria y fraternal, ¡el sermón en el que insisten incansablemente los propagandistas de la servidumbre voluntaria todavía encuentra portavoces! Los únicos espacios infinitos que me apasionan son aquellos que la inmensidad de una vida a descubrir y a crear abre ante nosotros. Ayer gritábamos “¡A la perrera los llorones de reyes y curas!”. Son los mismos, hoy reconvertidos. ¡A la perrera los llorones de mercado!
Junio de 2019
Fuente original: Ballast Fuente en castellano: El Salto, traducción de Eduardo Pérez