El boom de la poesía fácil

En los años setenta, estuvo muy en boga un cierto tipo de práctica poética: poemas cortos, flashes instantáneos, registros-relámpago de miniexperiencias, estallidos líricos, de corta duración y efecto inmediato.

Buena parte de la llamada poesía “marginal” o “alternativa”, típica de aquella década, tuvo esas características. Y así fue distribuida también, en miniediciones mimeografiadas, panfletos, hojas sueltas, en la parada de autobús o en las filas del cine, en estadios de fútbol o en conciertos de rock.
La precariedad de su distribución influyó en la propia sustancia del trabajo poético, hecho con materiales plebeyos, lenguaje cotidiano de la ciudad e industrial (coca-cola, chicles, durex, xerox, etc.) y con absoluta indiferencia ante cualquier tipo de organización del material verbal, entregado simplemente a los ímpetus del “arranque”.

Una poesía de la ciudad, afín a los grafitis en muros y paredes. Para que haya grafitis, se necesita que haya muros y paredes. No hay grafitis rurales. ¿Quién va a grafitear una vaca o un árbol junto al arroyo?
Históricamente, ese tipo de poética fue la expresión legítima de la brutal urbanización de la sociedad brasileña que se dio en los años de la dictadura, la cual privilegió la ciudad y dejó el campo en manos de los torpes latifundistas que Portugal nos legó.
Es una poética directamente influida por la publicidad y por los medios masivos y su lenguaje sintético y despersonalizado, TV, póster, carteles, letras de canciones, palabras estampadas en playeras, el impacto de la sociedad de consumo.
Fue, sobre todo, una poesía de “baja definición”, televisiva, desechable, de rápido impacto y mínimo ahondamiento.
En términos literarios, parece representar una reacción a la “alta definición” de las vertientes importantes de la poesía de los años sesenta: las vanguardias (concretismo, praxis, proceso) y la poesía conocida como “comprometida” o “participante” (CPC, etcétera).[1]
De las vanguardias, el poetizar alternativo rechazó la meticulosa ingeniería del poema como artefacto, la arquitectura que rige el uso de los materiales verbales.
De la poesía “comprometida”, descartó el compromiso, el deber ético y político del poeta con los problemas de la sociedad y sus ganas de ayudar a resolverlos, a través de una visión crítica, racional y utópica.
Un viejo malhumorado podría decir que fue una poesía mal hecha y enajenada (una palabra muy de moda en los años sesenta; hoy, ya no hay más enajenación, pues todo está enajenado, la enajenación arrasó todo).
A pesar de este aparente conflicto, formalismo versus contenidismo, y de las peleítas de suplemento literario, las vanguardias “formalistas” y la poesía “comprometida” tenían mucho más en común de lo que se creía en la época. Ambas privilegiaban una actitud racionalista frente al poema. Ambas tenían una postura crítica, sentenciosa, sobre el poetizar. Y ambas querían cambiar alguna cosa. Una quería cambiar la poesía. La otra, simplemente, cambiar el mundo (tarea, me parece, un poco más difícil).
El poeta alternativo de los años setenta no quería nada.

Solo quería ser. La palabra para eso era “placer”, pasarla de puta madre, la pura fruición de la experiencia inmediata, sin mayores pretensiones.
Esa fue la pequeña gran contribución de la poesía de los años setenta.
Contra la caradura de los años sesenta, la recuperación de la poesía como pura alegría de existir, de estar vivo y sobre todo no haber cumplido todavía veinticinco años. Fue poesía hecha por gente extremadamente joven, poesía de un muchacho para otro, todos burlándose de Homero. Sin esa idea de las cosas, la poesía se vuelve departamento de semiología, de lingüística o una dependencia de las ciencias sociales. La poesía de los años setenta, inconsecuente, irresponsable, sin pretensiones, recuperó la dimensión lúdica.
En ese sentido, encontró sus antecedentes y antepasados en la tradición brasileña, en la poesía de un Oswald de Andrade o un Manuel Bandeira, en la del primer Murilo Mendes y en el joven Drummond, poesía informe e informal, coloquial y piadística[2],crítica, autocrítica, zumbona y traviesa, exterior e inmediata, contraria a todo “misterio” y “profundidad”: una poesía contra la mistificación “literaria”.
Formalmente, fue una poesía que privilegió las formas breves, afines al haiku o al epigrama, a la frase de outdoor o al título de alguna propaganda.
Ese modo de poetizar parece ya estar dando muestras de cansancio.
Es normal.
Alice Ruiz advierte que, paradójicamente, la poesía llamada “alternativa” ya realizó, de cierto modo, los presupuestos tanto de la poesía de vanguardia como de la poesía “participante”.
De la poesía de vanguardia de los años setenta incorporó la brevedad y la síntesis (no son lo mismo: hay largos poemas sintéticos y ciertos haikus que son prolijos). Una preocupación moderna, el sentimiento de la modernidad urbano-industrial (las vanguardias, los concretismos, son un fenómeno primeramente paulista y después carioca). Y un cierto sentido lúdico del lenguaje, que la vanguardia tiene (desarmar el juguete).
En cuanto a la poesía “participante”, ¿qué otra cosa hizo la poesía alternativa sino realizar su ambición de ser popular, llevar la poesía a la gente, establecer el nexo directo poesía-vida? En efecto, la poesía de los años setenta buscó (y encontró) al público, llegó “al pueblo” (como querían los CPC de los años sesenta), a través de la originalidad de sus modos de distribución y consumo (el póster, el grafiti, la playera, el happening, la venta de mano en mano, la presencia por todos lados, más allá de la página y del libro en las librerías).
La poesía alternativa fue “democrática”, como la poesía participante quería ser, en los años sesenta. Con una diferencia, sin embargo, que la hace todavía más democrática que las vastas odas sociales de los verborreicos herederos de Neruda y del peor Maiakovski, el Maiakovski conocido a través de las pésimas “traducciones” de la argentina Lila Guerrero, meramente transcritas al portugués por Carrero Guerra.
La poesía participante quería llegar al pueblo, quería participar de la vida de las personas. Pero no era solo esto lo que en realidad quería. Quería decirles a las personas cómo son realmente las cosas.
Tenía un carácter didáctico, pedagógico, doctrinario: quería enseñar, transmitir una ideología, quería convertir, en fin, tenía los ojos puestos en la catequesis.
En ese sentido, la poesía participante fue profundamente elitista, aristocratizante y vertical. Ya fuera velada o indirectamente, hasta para hablar de las flores, siempre quiso adoctrinar: el capitalismo no sirve, es la fuente de nuestros males, no tiene futuro, únicamente el socialismo es la solución. Y socialismo, aquí, siempre pensado dentro de los moldes del llamado “marxismo-leninismo”. No sería exagerado decir que su detonador fue la Revolución Cubana (1959), la posibilidad de realizar una sociedad más justa y más democrática en un país miserable del Tercer Mundo, mediante el plan económico y la máquina institucional típica de los países eslavos del este europeo, con el apoyo de la URSS.
Irónicamente, por ello mismo, la poesía participante nunca pudo llegar a la masa: no pasó de ser un fenómeno meramente “literario”, circunscrito al libro (mercancía cara) y productor de carreras literarias (Ferreira Gullar, Moacir Félix, Thiago de Melo, Geir Campos).
En suma: la poesía participante no logró escapar de la literatura, arte de élite en un país de analfabetos y tvidiotas.
Eso sí lo logró la poesía alternativa.
Lo logró porque innovó en el plano pragmático, en el plano de la distribución, del consumo real del poema. Lo logró porque la bola de muchachos que la llevó a cabo asumió plenamente el modo de vida de la sociedad de consumo, el mundo de la publicidad y la comunicación, de los medios masivos.
Pero lo logró sobre todo porque se colocó a la altura de esa masa, urbana, consumaníaca, homogeneizada en sus gustos y hábitos por la sociedad industrial. Una masa ideológicamente conformista, más acostumbrada al goce de los bienes que a las amarguras de la crítica y lo contestatario, más tirando a Pantagruel que al Quijote.
La poesía alternativa logró lo que la poesía participante solo intentó alcanzar, porque se quedó en el nivel de su público, sin tratar de llevarle un “mensaje” nuevo, perturbador, desorganizador.
La poesía alternativa fue horizontal.
Las vanguardias y la poesía participante fueron verticales.
En la “enajenación”, en el individualismo, en la fragmentación, en la atomización, en el psicologismo individualista, la poesía alternativa fue, realmente, la legítima expresión de su público, de un determinado público: las élites jóvenes urbanas de clase media, la neobohemia posthippie.

La poesía de los años setenta, así, rescató la imagen del poeta como bardo, como rapsoda, como cantor de la tribu.
Tal vez por eso hoy “ser poeta está de moda”, como dice Mário Quintana.
Nunca se había visto a tanta gente haciendo versos.
O nunca se había visto a tanta gente mostrando sus poemas, ya que escribirlos es un vicio secreto propio de la adolescencia, en las clases alfabetizadas.
¿Quién, a los diecisiete años, no tenía un cuaderno con sus pensamientos más íntimos y preciados, el incomunicable cuaderno de las autoconfidencias y de los impulsos inconfesables?
No dudo de que sea ahí donde la literatura comienza.
Pero no es ahí donde acaba.
Pronto, al leer, uno descubre que allá afuera existe no solo un mundo sino también una literatura, un universo hecho de palabras, frases perfectas, enredos inolvidables, versos definitivos, performances verbales tan vivas como la vida misma, y que sobreviven al autor.
Si nuestro asunto es la palabra, es en ese mar que uno tiene que adentrarse.
Ya hay muchos indicios del retorno a una poesía de mayor construcción, arquitectónica, una revaloración del reino del código y de la palabra.
La poesía que se está haciendo hoy en Brasil parece estar volviendo, poco a poco, a ser lo que la poesía siempre fue: la constitución de objetos misteriosamente estructurados, regidos por una ley interna de construcción y arquitectura, el arte aplicado al flujo verbal.
La improvisación, lo fácil y lo descuidado ya desempeñaron, quizá, su papel histórico.
Negar la tradición, como ya lo estamos viendo, es tan fácil como difícil es encontrar su reemplazo.
No hay sustituto de la Historia. Ella es un Lugar Absoluto.
Libertades aparte, parece que, intuitivamente, comenzamos a percibir aquella verdad formulada por el lingüista Noam Chomsky: “La condición previa a una verdadera creatividad es la existencia de un sistema de reglas, de principios, de restricciones”.
O, quizá, como diría Freud: “El precio de la civilización es la eterna represión”.

Autor: Paulo Leminski

Fuente: Un signo incompleto (Excursiones), compilado y traducido por Iván García.

Texto original en portugués

Notas:

[1] El Centro Popular de Cultura de la Unión Nacional de los Estudiantes se fundó en 1961 en Río de Janeiro. Defendía la idea del artista comprometido políticamente y del arte como instrumento de la revolución social. Su último director fue el conocido poeta Ferreira Gullar. En 1964, tras el golpe militar, fue clausurado por las autoridades.
[2] Se refiere a los famosos “poemas piada” (poemas chiste), poemas de forma breve y ocurrente, escritos por el modernista Oswald de Andrade.

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