Destituir

 

Comité invisible

 

Quebrar el círculo que hace de su contestación el aliado de lo que domina, marcar una ruptura en la fatalidad que condena a las revoluciones a reproducir lo que echan fuera, romper la jaula de hierro de la contrarrevolución, tal es la vocación de la destitución.

La noción de destitución es necesaria para liberar el imaginario revolucionario de todos los viejos fantasmas constituyentes que lo entorpecen, de toda la herencia engañosa de la Revolución Francesa. Es necesaria para hacer un corte en el seno de la lógica revolucionaria, para operar una partición en el interior mismo de la idea de insurrección. Pues existen las insurrecciones constituyentes, las que terminan como han terminado todas las revoluciones hasta este día: volcándose en su contrario, aquellas que se hacen «en nombre de…» — ¿en nombre de quién? El pueblo, la clase obrera o dios, poco importa. Y existen las insurrecciones destituyentes, como lo fueron mayo de 1968, el mayo rampante italiano y una gran cantidad de comunas insurreccionales. A pesar de todo lo bello, vivo, inesperado que pudo pasar en él, Nuit Debout, del mismo modo en que antes el movimiento de las plazas español u Occupy Wall Street, mantenía todavía el viejo prurito constituyente. Lo que con él se puso espontáneamente en escena no fue otra cosa que la vieja dialéctica que pretende oponer a los «poderes constituidos» el «poder constituyente» del pueblo con la invasión del espacio público. No es por nada que en las tres primeras semanas de Nuit Debout, en plaza de la República, no menos de tres comisiones hayan aparecido que se atribuían la misión de reescribir una Constitución. Lo que aquí se repite es el mismo debate constitucional que se juega con ventanas cerradas en Francia desde 1792. Y parece que algunos no se cansan de esto. Es un deporte nacional. Ni siquiera se necesita refrescar la escenificación para volver a ponerlo al gusto del día. Hace falta decir que la idea de reforma constitucional presenta la ventaja de satisfacer a la vez el deseo de cambiarlo todo y el deseo de no cambiar nada — no son, finalmente, más que algunas líneas, modificaciones simbólicas. En la medida en que se debatan palabras, en la medida en que la revolución se formule en el lenguaje del derecho y de la ley, las vías de su neutralización son conocidas y están preparadas.

Cuando marxistas sinceros proclaman en un panfleto sindical «¡nosotros somos el poder real!», es una vez más la misma ficción constituyente la que opera, y que nos aleja de un pensamiento estratégico. El aura revolucionaria de esta vieja lógica es tal que en su nombre las peores mistificaciones consiguen hacerse pasar por evidencias. «Hablar de poder constituyente es hablar de democracia». Es con esta mentira hilarante como Toni Negri inicia su libro sobre el tema, y no está solo para pregonar este género de estupideces al margen del buen sentido. Basta con haber abierto la Teoría de la constitución de Carl Schmitt, a quien no se lo cuenta precisamente entre los grandes amigos de la democracia, para darse cuenta de lo contrario. La ficción del poder constituyente conviene de igual modo tanto a la monarquía como a la dictadura. «En nombre del pueblo», ¿este lindo eslogan presidencial no dice nada a nadie? Uno se avergüenza de tener que recordar que el abate Siéyès, el inventor de la funesta distinción entre poder constituyente y poder constituido, este truco de magia de genio, nunca fue un demócrata. ¿Acaso no decía él, en su famoso discurso del 7 de septiembre de 1789: «Los ciudadanos que se nombran a representantes renuncian y deben renunciar a hacer ellos mismos la ley; no tienen voluntad particular que imponer. Si dictaran voluntades, Francia no sería ya este Estado representativo; sería un Estado democrático. El pueblo, lo repito, en un país que no es democracia (y Francia no sabría serlo), el pueblo no puede hablar, no puede actuar más que mediante sus representantes»? Si hablar de «poder constituyente» no es forzosamente hablar de «democracia», éstas son dos nociones que conducen siempre, tanto una como otra, las revoluciones a un callejón sin salida.

Destituere en latín significa: poner de pie aparte, erigir aisladamente; abandonar; apartar, dejar caer, suprimir; decepcionar, engañar. En donde la lógica constituyente viene a estrellarse contra el aparato del poder, cuyo control intenta tomar, una potencia destituyente se preocupa más bien por escapársele, le retira toda posibilidad de dejarse tomar por él, en la misma medida en que gana en toma sobre el mundo, que al margen ella forma. Su gesto propio es la salida, tanto como el gesto constituyente es típicamente la toma por asalto. En una lógica destituyente, la lucha contra el Estado y el capital vale en primer lugar por la salida de la normalidad capitalista que en ella se vive, por la deserción de las relaciones de mierda consigo mismo, con los otros y con el mundo que en ella se experimenta. Así pues, en donde los constituyentes se colocan en una relación dialéctica de lucha con lo que reina para apoderarse de ello, la lógica destituyente obedece a la necesidad vital de desprenderse de ello. No renuncia a la lucha, se apega a su positividad. No se ajusta a los movimientos del adversario, sino a lo que requiere el incremento de su propia potencia. No tiene que ver, por tanto, con criticar: «Ocurre que o bien se sale de inmediato, sin perder el tiempo criticando, sencillamente porque uno se coloca en un lugar distinto a la región del adversario, o bien se critica, se conserva un pie adentro, mientras que se tiene el otro fuera. Hace falta saltar fuera y danzar por encima», como lo explica Jean-François Lyotard para saludar el gesto de El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. Por otro lado, Deleuze anotaba lo siguiente: «Se reconoce de modo sumario a un marxista en que dice que una sociedad se contradice, se define por sus contradicciones, y particularmente sus contradicciones de clase. Nosotros decimos más bien que, en una sociedad, todo se fuga, y que una sociedad se define por sus líneas de fuga. […] Fugarse, pero al fugarse, buscar un arma». La cuestión no es luchar por el comunismo. Lo que importa es el comunismo que se vive en la lucha misma. La verdadera fecundidad de una acción reside en el interior de sí misma. Esto no significa que no exista, para nosotros, una cuestión de eficacia constatable de una acción. Significa que la potencia de impacto de una acción no reside en sus efectos, sino en lo que se expresa inmediatamente en ella. Lo que se edifica sobre la sola base del esfuerzo acaba siempre por derrumbarse por causa de agotamiento. De forma típica, la operación que el cortejo de cabeza hizo sufrir al dispositivo procesional de la manifestación sindical es una operación de destitución. Con la alegría vital que expresaba, con la agudeza de su gesto, con su determinación, con su carácter afirmativo tanto como ofensivo, el cortejo de cabeza atrajo hacia sí mismo todo lo que continuaba vivo en las filas militantes y destituyó la manifestación como institución. No con la crítica del resto de la marcha, sino haciendo un uso distinto al simbólico del hecho de tomar la calle. Sustraerse de las instituciones es todo salvo dejar un vacío, es positivamente ahogarlas.

Para empezar, destituir no es atacar la institución, sino la necesidad que tenemos de ella. No es criticarla —los primeros críticos del Estado son los propios funcionarios; en cuanto al militante, cuanto más critica el poder, más lo desea y más desconoce su deseo—, sino poner todo el empeño en lo que ella supuestamente hace, fuera de ella. Destituir la universidad es establecer lejos de ella lugares de investigación, de formación y de pensamiento más vivos y más exigentes de lo que ella no es —no es difícil—, ver afluir aquí los últimos espíritus vigorosos cansados de frecuentar a los zombis académicos, y solamente entonces darle el golpe de gracia. Destituir la justicia es aprender a arreglar nosotros mismos nuestros desacuerdos, y aportarles algo de método, paralizar su facultad de juzgar y ahuyentar a sus esbirros de nuestras vidas. Destituir la medicina es saber lo que es bueno para nosotros y lo que nos enferma, arrancar a la institución los saberes apasionados que sobreviven en el cajón y no encontrarse ya nunca solo, en el hospital, con el cuerpo entregado a la soberanía artística de un cirujano desdeñoso. Destituir el gobierno es hacerse ingobernables. ¿Quién habló de vencer? Superar lo es todo.

El gesto destituyente no se opone a la institución, no dirige contra ella una lucha frontal, la neutraliza, la vacía de su sustancia, marca un paso de distancia y la mira expirar. La reduce al conjunto incoherente de sus prácticas y hace un corte en medio ellas. (…) Las más hermosas victorias destituyentes suelen ser aquellas en que simplemente la batalla nunca tiene lugar. (…)

La destitución permite repensar lo que se entiende por revolución. El programa revolucionario tradicional consistía en tomar de nuevo en sus manos el mundo, en una expropiación de los expropiadores, en una apropiación violenta de lo que es nuestro, pero de lo cual se nos había privado. Pero hay un problema: el capital se ha apoderado de cada detalle y de cada dimensión de la existencia. Ha hecho un mundo a su imagen. De explotación de las formas de vida existentes, se ha transformado en universo total. Ha configurado, equipado y vuelto deseables las maneras de hablar, pensar, comer, trabajar, salir de vacaciones, obedecer y rebelarse que le convienen. Haciendo esto, ha reducido a casi nada el trozo de lo que uno podría, en este mundo, querer reapropiarse. ¿Quién quiere reapropiarse las centrales nucleares, los almacenes de Amazon, las autopistas, las agencias de publicidad, los trenes de alta velocidad, Dassault, La Défense, las firmas de auditoría, las nanotecnologías, los supermercados y sus mercancías envenenadas? ¿Quién contempla una recuperación popular de las explotaciones agrícolas industriales en las que un solo hombre explota 400 hectáreas de tierras erosionadas al volante de su megatractor pilotado vía satélite? Nadie sensato. Lo que complica la tarea a los revolucionarios es que aquí también el viejo gesto constituyente ya no funciona. Tanto es así que los más desesperados, los más empeñados en querer salvarlo, han encontrado finalmente la artimaña: para acabar con el capitalismo ¡basta con reapropiarse el dinero mismo! Un negrista deduce esto del conflicto de la primavera de 2016: «Nuestro objetivo es el siguiente: ¡transformación de los ríos de dinero-mando que salen de los grifos del BCE en dinero como dinero, renta básica social incondicional! Hacer que vuelvan a descender los paraísos fiscales a la Tierra, atacar las fortalezas de las finanzas offshore, confiscar los depósitos de las rentas líquidas, garantizar a todas y todos el uso de la clave de acceso al mundo de la mercancía — el mundo en el cual realmente vivimos, nos guste o no. ¡El único universalismo que nos gusta es el del dinero! ¡Quien quiera tomar el poder que comience tomando el dinero! ¡Quien quiera instituir los commons del contra-poder, que comience asegurando las condiciones materiales a partir de las cuales esos contra-poderes pueden efectivamente ser construidos! ¡Quien quiera el éxodo destituyente, que considere las posibilidades objetivas de sustracción a la producción de las relaciones sociales dominantes inherentes a la posesión de dinero! ¡Quien quiera la huelga general y renovable, que reflexione en los márgenes de autonomía salarial concedidos por una socialización de la renta mínima digna de este nombre! ¡Quien quiera la insurrección de los subalternos, que no olvide la potente promesa de liberación contenida en la consigna “Tomemos el dinero”!». El revolucionario que estime su salud mental, antes que llegar a tales extremos discursivos, puede únicamente dejar detrás suyo la lógica constituyente y sus ríos imaginarios de dinero.

El gesto revolucionario no consiste ya, pues, a partir de ahora, en una simple apropiación violenta de este mundo; el gesto se desdobla. Por un lado, hay mundos que hacer, formas de vida que hacer crecer a la distancia de lo que reina, incluyendo a la distancia de lo que se pueda recuperar del estado de cosas actual, y por el otro, hay que atacar, hay que puramente destruir el mundo del capital. Doble gesto que a su vez se desdobla: evidentemente, los mundos que se construyen sólo mantienen su distancia con respecto al capital por la complicidad en el hecho de atacarlo y de conspirar en contra suya, evidentemente, ataques que no llevarían en su corazón otra idea vivida del mundo no tendrían ningún alcance real, se agotarían en un activismo estéril. En la destrucción se construye la complicidad a partir de la cual se construye lo que conforma el sentido de destruir. Y viceversa. Es solamente desde un punto de vista destituyente como se puede aferrar todo lo que hay de increíblemente constructivo en los actos de destrucción. Sin esto no se comprendería que un pedazo entero de manifestación sindical pueda aplaudir o cantar cuando finalmente cede y se derriba el escaparate de un concesionario automovilístico o cuando es reducido a pedazos algo de mobiliario urbano. Ni que parezca tan natural para un cortejo de cabeza de 10 000 personas romper todo lo que merece serlo, e incluso un poco más, a lo largo del recorrido de una manifestación como la del 14 junio de 2016 en París. Ni que toda la retórica antivándalos del aparato de gobierno, tan perfeccionada y en tiempo normal tan eficaz, no dejó de resbalarse sin convencer a nadie. Los destrozos se comprenden, entre otras cosas, como un debate abierto en público sobre la cuestión de la propiedad. Hace falta darle la vuelta al reproche de mala fe «rompen lo que no es suyo». ¿Cómo quieres romper algo si, en el momento de romperlo, la cosa no está en tus manos, no es, en cierto sentido, tuyo? Recordemos el Código Civil: «En materia de muebles, la posesión vale por título». Precisamente, aquel que rompe no se entrega a un acto de negación, sino a una afirmación paradójica, contraintuitiva. Afirma en contra de las evidencias establecidas: «¡Esto es nuestro!». Los destrozos, por tanto, son afirmación y apropiación. Manifiestan el carácter problemático del régimen de la propiedad que rige ahora todas las cosas. O al menos abre el debate a propósito de este punto espinoso. Y apenas existe otro modo distinto de emprenderlo, en la medida en que uno se apresura a cerrarlo desde que es abierto pacíficamente. Todos habrán notado, por lo demás, hasta qué punto el conflicto de la primavera de 2016 habrá sido un divino intermedio en el proceso de putrefacción del debate público.

Nada salvo una afirmación tiene la potencia de cumplir la obra de la destrucción. El gesto destituyente es por tanto deserción y ataque, elaboración y saqueo, y esto en un mismo gesto. Desafía en el mismo instante las lógicas admitidas de la alternativa y del activismo. Lo que se juega en él es un anudamiento entre el tiempo largo de la construcción y el más entrecortado de la intervención, entre la disposición a disfrutar de nuestro pedazo de mundo y la disposición a ponerlo en juego. Con el gusto de correr riesgos se pierden las razones de vivir. La comodidad, que atenúa las percepciones, se deleita de repetir palabras a las que vacía de sentido y prefiere no saber nada, es su verdadero enemigo, su enemigo interno. No es cuestión, aquí, de un nuevo contrato social, sino de una nueva composición estratégica de los mundos.

El comunismo es el movimiento real que destituye el estado de cosas existente.

 


Publicado en el libro Ahora / Maintenant, traducción Diego Luis Sanromán, 2017.


 

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