Giorgio Agamben

El siguiente texto es el Epílogo (no titulado) de La follia di Hölderlin. Cronaca di una vita abitante (1806-1843) («La locura de Hölderlin. Crónica de una vida habitante»), libro que Giorgio Agamben publicó al inicio de 2021. A propósito de su fecha de publicación, resulta importante leer la nota del autor que cierra este libro: «La imposibilidad, todavía vigente, de investigar en las bibliotecas, mientras que es posible acceder libremente a los supermercados, no ha permitido identificar y precisar todas las fuentes que se hubieran querido incluir, sobre todo para las ilustraciones».

 

¿Qué es una «vida habitante»? Ciertamente, una vida que vive según hábitos y habitudes. El verbo alemán wohnen deriva de la raíz i. e. *ven, que significa «amar, desear», y está relacionado tanto con los términos alemanes Wahn, «esperanza, ilusión», y Wonne, «alegría», como con el lat. venus. Esto significa que en la lengua alemana la adquisición de una habitud (Gewohnheit) o de un hábito se asocia con el placer y la alegría; y, aunque los lingüistas tienden a dividir los dos términos, con la ilusión (Wahn) y la locura (Wahnsinn).

El verbo Wohnen, que aparece en Hölderlin en todas estas acepciones, se refiere en su poesía por excelencia a la vida del hombre en la tierra. Por supuesto, habitan también las estrellas (die Sterne wohnen ewig — Die Friede, V, v. 55), las águilas (In Finsternis wohnen | die Adler — Patmos, vv. 5-6), la belleza (die Schönheit wohnt lieber auf der Erde — Griechenland, 3 Fass., v. 43) y el Dios ([Der Gottwohnt über dem Lichte — Heimkunft, II, v. 3), pero es precisamente esto lo que parece acercarlos a la morada humana. La frase del poeta, que Waiblinger atestigua haber transcrito en su Phaidon y que Heidegger comentó ampliamente, afirma sin reservas que «poéticamente habita el hombre en la tierra» (dichterisch wohnet der Mensch auf dieser Erde), y es probable que en esta sentencia se escuche un eco del pasaje de la biblia luterana (Johan., 1,14) en el que leemos que das Wort ward Fleisch und wohnte unter uns, «la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Al hacerse carne, Dios habita como hombre entre los hombres, comparte con ellos el simple hecho de habitar.

 

El verbo latino habito, del que deriva el italiano abitare que traduce el alemán Wohnen, es un frecuentativo de habeo, tener. Los frecuentativos expresan una acción repetida e intensificada. Están formados por el tema in — to del supino, es decir, por una diátesis del verbo en la que, en palabras de Benveniste, el significado se expresa en su indiferencia a los tiempos y modos, «por analogía con la actitud de un hombre que yace despreocupado» (el latín supinus traduce el griego yptios, que significa «acostado de espaldas») (Benveniste 1932, pp. 136-137, cf. también Benveniste 1948, pp. 100-101). «Habitante» es una vida que «tiene» de manera repetida e intensiva un determinado modo de ser, que, por tanto, vive según hábitos y habitudes. Pero, ¿qué tipo de continuidad y conexión vincula las acciones repetidas y habituales? La vida habitante o habitual sería, en este sentido, una vida que tiene un modo especial de continuidad y cohesión en relación consigo misma y con el todo («habitual —leemos en la reseña de Schmidt— es aquella vida que se encuentra en relaciones más débiles y distantes con el todo»). Es esta manera particular de la continuidad de una vida la que tenemos que captar.

 

¿Qué modo del actuar está en juego en una habitud? El gramático latino tardío Carisio distingue tres géneros de verbos: el activo, en el que un sujeto hace algo, el pasivo, en el que un sujeto padece algo, y un tercer género, que llama habitivum, en el que el agente y el paciente coinciden y en el que parece que «algo sucede o es de por sí (per se quid fieri aut esse)» (Barwick, pp. 211-212). Otro gramático, que retoma su legado, Focas, ejemplifica este tercer género, que los griegos llamaban «medio», con los verbos gaudeo (gozo), soleo (suelo), fio (devengo o me vuelvo) y nos informa de que algunos llamaban a estos verbos «supinos». Se entiende, entonces, por qué Carisio los definía «habitivos» y otros «supinos»: como la hexis, el hábito aristotélico, indican un estado, un proceso o una disposición (diathesis) que no es el resultado de una decisión o de un acto de voluntad, ni simplemente el padecimiento de una acción externa.  Más bien, aquí el sujeto es interno al proceso, es el lugar mismo del acontecimiento indicado por el verbo, que actúa en la medida misma en que lo padece — supinamente, es decir, como «un hombre que yace despreocupado». Los lingüistas modernos hablan por ello de una Affiziertheit o Affectedness, de una condición en la que el sujeto es afectado de manera decisiva por el proceso en el que no es propiamente ni agente ni paciente — o más bien, en la medida en que es afectado por sí mismo, es los dos juntos (los gramáticos griegos utilizan el término synemptosis, que significa un caer juntos). Gregorio Magno había utilizado para la vida de uno de los fundadores del monaquismo, Benito de Norcia, la expresión secum habitare, habitar con uno mismo o habitar a uno mismo. Toda habitación, es, en este sentido, un secum habitare, un ser afectado por uno mismo en el acto mismo de habitar de un determinado modo un determinado lugar. El hombre no puede ser ni tenerse a sí mismo, sólo puede habitarse.

Es significativo, desde nuestra perspectiva, que Delbrück, el lingüista que acuñó el término Affiziertheit, mencione entre los ejemplos significativos, junto a «alegrarse» y «avergonzarse», mainomai, enloquecer (Delbrück, p. 422). Enloquecer (como nacer, gignomainascor) es por excelencia un verbo «habitivo» y es este tercer género del actuar el que define el hábito y su especial continuidad.

 

Al final de la Nota al Edipo, en el punto en que se cuestiona la figura extrema de la relación entre lo divino y lo humano, Hölderlin describe la condición humana resultante con estas palabras: In der äussersten Grenze des Leidens bestehet nämlich nichts mehr, als die Bedingungen der Zeit oder des Raums, «en el límite extremo de la pasividad ya no subsiste nada, salvo las condiciones del tiempo o del espacio» (Hölderlin 2, p. 220). La referencia a la concepción kantiana del tiempo y el espacio como condiciones de la sensibilidad es obvia; pero la alusión a Kant está aquí mediada por un pasaje de las Cartas sobre la educación estética del hombre en el que Schiller intenta definir un estadio de «pura afectibilidad» (blosse Bestimmbarkeit) del espíritu humano. «El estadio del espíritu humano anterior a cualquier afección que le den las impresiones de los sentidos es una afectibilidad sin límites (Bestimmbarkeit ohne Grenzen). El infinito del espacio y del tiempo es dado a su imaginación para su libre uso (zu freien Gebrauch) y puesto que, según nuestra presuposición, en este ámbito de lo posible no se erige nada, pero tampoco se excluye, se puede entonces llamar a este estado de ausencia de afección (Bestimmungslosigkeit, ausencia de determinación) una infinidad vacía (eine leere Unendlichkeit), que no debe confundirse con un infinito vacío» (Schiller 2, p. 626). La pasividad de este estadio es, según Schiller, de algún modo activa («el espíritu finito —escribe— es el que actúa no de otra manera que a través del padecer — durch Leiden», p. 627) y, en la carta siguiente, se define como «un padecer con espontaneidad (Leiden mit Selbsttätigkeit)»: «Debe, pues, para padecer con espontaneidad y cambiar una determinación pasiva por una activa, estar momentáneamente libre de toda afección y pasar por un estado de pura afectibilidad (einen Zustand der blossen Bestimmbarkeit, p. 632)».

 

La vida habitante o habitiva que Hölderlin intenta pensar y vivir desarrollando y forzando las consideraciones de Schiller es este «límite extremo del padecer», en el que «ya no subsiste nada, salvo las condiciones del tiempo y del espacio», una pura capacidad de ser afectado similar a la que exactamente en los mismos años Maine de Biran en su Mémoire sur la décomposition de la pensée llama état purement affectif, y define como «una relación única de pasividad», que, más acá o más allá de toda percepción consciente, «puede constituir fuera de ésta un modo de existencia, por así decirlo impersonal» (p. 389), un estado de pura affectibilité que, sin embargo, él considera todavía «como una manera de existir positiva y completa en su género» (Maine de Biran, p. 370). La vida habitiva es una afectibilidad que permanece como tal incluso cuando recibe afecciones, que no transforma en percepciones conscientes, sino que deja transcurrir en una coherencia superior, sin imputarlas a un sujeto identificable. Por eso, en Hölderlin, el Yo no puede tener, como en Fichte y en el primer Schelling, la forma de un sujeto absoluto que se funda a sí mismo, sino aquella —más lábil e inapropiable— de un hábito o una habitud.

 

En los testimonios de amigos y visitantes, vuelve a menudo la idea de una ausencia de conexión, de una Zusammenhangslosigkeit en el pensamiento y los discursos del poeta. Pronuncia frases sueltas que tienen sentido, pero que no tienen conexión con las siguientes. «Hölderlin —escribe Waiblinger en su biografía— se había vuelto incapaz de concentrarse en un pensamiento, de aclararlo, de elaborarlo, de vincularlo a otros pensamientos análogos y de fundirlo en una sucesión coherente incluso con lo que aparentemente estaba más lejos». Lo mismo ocurre con su poesía a partir de cierto momento: como no dejaron de señalar tanto Jakobson como Adorno, pero como ya estaba implícito en el concepto de harte Fügung, conexión áspera, en Von Hellingrath, la producción tardía de Hölderlin se define por una parataxis extrema y la ausencia deliberada de toda coordinación hipotáctica. Hamacher, por su parte, ha señalado la estructura parentética del lenguaje hölderliniano tardío, en el que, además de las pausas, las oraciones se incrustan unas en otras (Hamacher 2, p. 41). Se podría decir que la ausencia de conexión se convierte gradualmente en un verdadero principio de composición poética. Esto se aplica tanto a los himnos, en los que se suceden apotegmas únicos y fulgurantes sin ninguna relación aparente, como a los poemas rimados de sus últimos años, en los que las imágenes de la naturaleza se suceden de forma continua, pero aparentemente incoherente.

Como muestra un fragmento de 1799, quizá destinado a la proyectada revista Iduna, Hölderlin ya había elaborado conscientemente el proyecto de una superación de la conexión meramente lógica entre las palabras y las oraciones. Al igual que se dan inversiones de las palabras dentro de un periodo, escribe, «más amplia y mayor efecto será la inversión (Inversion) de los propios periodos. La disposición lógica (logische Stellung) de los periodos, en la que al fundamento (Grund) (al periodo fundamental) le sigue el devenir (Werden), al devenir el objetivo (Ziel) y al objetivo el fin (Zweck) y las proposiciones secundarias (Nebensätze) están siempre y sólo enlazadas con las principales, a las que se refieren en primer lugar — no puede ciertamente ser utilizada nunca por el poeta» (Hölderlin 1, p. 243).

La terminología abiertamente filosófica (GrundWerdenZweck) sugiere que lo que aquí se enuncia como principio poetológico tiene también un carácter lógico y ontológico, como si Hölderlin intentara articular otro modo —no lógico— de la conexión entre los pensamientos. En cualquier caso, es cierto que una concepción puramente sintáctico-gramatical de la parataxis es insuficiente para dar cuenta de la complejidad del fenómeno, y que de lo que se trata para él no es simplemente de una ausencia de conexión (Zusammenhangslosigkeit), sino de una forma superior de cohesión, que él llama «conexión más infinita» (unendlicher Zusammenhang) o incluso «infinita unidad» (unendliche Einheit).

 

Una lectura del largo ensayo inacabado Sobre el modo de proceder del espíritu poético muestra cómo Hölderlin vuelve obsesivamente sobre este punto. Se presenta aquí como el problema de la relación entre la «unidad armónica» (harmonische Einigkeit) y la «alternancia armónica» (harmonische Wechsel), es decir, entre la unidad y la identidad del espíritu poético, por un lado, y, por el otro, la multiplicidad de oposiciones en las que se articula. El espíritu poético corre el riesgo de perder su unidad y su totalidad en esta escisión, transformándose en una infinidad vacía de momentos aislados: «Si ha llegado al punto en que su funcionamiento no carece ni de unión armónica, ni de significado y energía, ni de espíritu armónico en general, ni siquiera de alternancia armónica, es necesario, para que lo que es unitario (das Einige) no se abola a sí mismo (en la medida en que puede ser considerado en sí mismo) como indiferenciable (Ununterscheidbares), al transformarse en una infinidad vacía (leeren Unendlichkeit), o para que no pierda su identidad en una alternancia de opuestos —por muy armónicos que sean— y no sea ya, por lo tanto, algo entero y unitario (Ganzes und Einiges), desintegrándose en una infinidad de momentos aislados (casi en una serie de átomos); es necesario, digo, que el espíritu poético, en su unidad y armónico progreso, se dé también un punto de vista infinito, que en su ejercicio se dé una unidad en la que en el progreso armónico y alternancia vaya hacia adelante y hacia atrás y que, a través de su continua relación característica con esta unidad, logre una conexión y una identidad (Zusammenhang und Identität) en la alternancia de los opuestos que no sea meramente objetiva para quien la observa, sino sentida y sensible, y su última tarea es tener, en la alternancia armónica, un hilo, un recuerdo, para que el espíritu permanezca presente para sí mismo no en un momento singular y luego en otro, sino duraderamente en uno y en otro momento y en las diferentes tonalidades emotivas (Stimmungen), así como está totalmente presente para sí mismo en la unidad infinita (unendlichen Einheit), que es tanto un punto de separación de lo unitario en cuanto unitario como un punto de unificación de lo unitario en cuanto opuesto, y, finalmente, las dos cosas juntas (beides zugleich), de modo que en ella lo armónicamente opuesto no se percibe ni como opuesto en cuanto unitario, ni como unido en cuanto opuesto, sino como ambas cosas en Uno, sentido como unitariamente e inseparablemente opuesto, y en la medida en que es sentido sea ideado» (Hölderlin 1, pp. 261-262).

En esta larga oración compuesta escrita casi sin respirar, se trata nada menos, para Hölderlin, de lograr pensar en una coincidencia entre dos opuestos (entre la unidad y la multiplicidad de las oposiciones en que parece dividirse el espíritu poético) que no se resuelve dialécticamente en una síntesis, según el modelo hegeliano, sino que los dos momentos, como en la dialéctica benjaminiana en estado de detención (Stillstand), coinciden y permanecen inseparables: «La individualidad poética —concluye Hölderlin— no es por tanto nunca simple oposición de lo unitario, y ni siquiera simple relación y unión de lo opuesto y alternante: lo opuesto y lo unido son inseparables (unzertrennlich) en ella» (p. 262). Y que para él se trata sobre todo, como en el fragmento Urteil und Sein, de neutralizar el modelo de la conciliación fichtiana de los opuestos a través de la reflexión, queda claro unas líneas más adelante: «si en ella (en la unidad infinita) la unión y la oposición están inseparablemente unidas y son una sola, entonces no puede aparecer a la reflexión ni como unidad oponible (entgegensetzbares Einiges) ni como opuesto unificable (vereinbares Entgegengesetzes) y, por tanto, no puede aparecer en absoluto, o sólo en el carácter de una nada positiva, de una detención infinita (unendlichen Stillstands)» (p. 263).

 

Que de lo que se trata aquí es de otra figura de la continuidad y la conexión es evidente en las expresiones que Hölderlin utiliza tanto en el ensayo (Zusammenhang und Identitätunendlich einiger und lebendiger Einheit) como en otros textos, como el fragmento Sobre la religión, en el que está en cuestión una höherer und unendlicherer Zusammenhang («cohesión superior e infinita»), y en el fragmento de Píndaro Das Unendliche, donde leemos que «en una relación continua» (durchgängiger Beziehung) dos conceptos unendlich… zusammehängen, «se conectan infinitamente» (Hölderlin 2, p. 311). Es significativo que Hölderlin utilice varias veces el calificativo «más infinita», como si contrastara paradójicamente dos formas de infinito, una «viva», y una «vacía» (leere Unendlichkeit) y «mortífera» (tote und tötende Einheit). Al definir el infinidad vacía como constituida por infinitos elementos aislados, semejantes a «una serie de átomos» y al oponer a ésta otra infinidad «total y unitaria», Hölderlin parece anticipar el teorema de Cantor, que, al distinguir un continuo numerable (o denso), en el que entre dos elementos cualesquiera hay siempre otro, de un verdadero continuo más que infinito o transfinito, afirma que «la potencia de lo continuo es superior a la de lo numerable». En el continuo hölderliniano, como en el de Cantor, los elementos están tan infinitamente conectados que no es posible intercalar otro similar entre ellos: separación y unidad, oposición e identidad coinciden perfectamente, es decir, caen juntos.

 

Es esta continuidad no numerable la que define tanto la vida habitante de Hölderlin como la excesiva parataxis de su poesía tardía. No hay coordinación entre los momentos de la vida ni entre los pensamientos inconexos y los versos del poeta, porque están «más infinitamente conectados», no según una «disposición lógica», sino yuxtapuestos y cohesionados en una condición de detención. El «pero» (aber) que señala a menudo esta detención en los poemas no es adversativo, no indica una oposición, que seguiría siendo una forma de coordinación: simplemente marca el estancamiento de los versos y los pensamientos, que se suceden sin que sea posible insertar ninguna coordenada lógica entre ellos. Como había señalado Von Hellingrath al hablar de una «conexión áspera», lo decisivo aquí no es el discurso semántico ordenado de las proposiciones, sino la frase o, en el límite, la palabra en su aislamiento asemántico. Y es a la luz de esta dialéctica interrumpida o estancada que debe leerse la teoría de la cesura que Hölderlin desarrolla en la Nota al Edipo. En la secuencia rítmica de representaciones que definen el movimiento de la palabra trágica, «se hace necesario —escribe Hölderlin— lo que en métrica se llama cesura, la palabra pura, la interrupción antirrítmica, para ir contra la alternancia apremiante de versos e imágenes en su punto extremo, de modo que ya no es la alternancia de representaciones la que sale a la superficie, sino la representación misma» (p. 214). La intención paratáctica culmina, por tanto, en la cesura — y lo que aparece en esta interrupción antirrítmica no es el flujo semántico del discurso representativo, sino el propio lenguaje. Por eso Hölderlin, con un forzamiento que hay que entender, define la cesura —la interrupción del discurso— como la «palabra pura» (das reine Wort), es decir, como el lugar excéntrico donde lo que aparece no es un discurso intralingüístico, sino el lenguaje como tal.

 

Precisamente porque los poemas tardíos son bloques de lenguaje en posición de estancamiento, se dan no en una sino en varias versiones. Éstas —como han entendido los filólogos al renunciar a presentar un texto crítico único y, en cambio, reproducir diplomáticamente todos los borradores de los manuscritos— no son diversos ensayos de aproximación a una forma y un sentido últimos, accidentalmente desaparecidos, sino que son las di-versiones de sí mismo de un poema que sólo puede existir en este movimiento potencialmente infinito, divergiendo de sí mismo y, al mismo tiempo, volviéndose hacia sí mismo. Si el «verso» de la poesía es, etimológicamente, el lenguaje que «gira», que vuelve a sí mismo alejándose de sí mismo, el último Hölderlin lleva al extremo la naturaleza «versiva» del lenguaje poético. Esto es cierto para los himnos, que deben leerse en la pluralidad prácticamente simultánea de borradores, pero también para los poemas de la torre, que son a menudo variantes —por eso, al menos en apariencia, repetitivas— en las que hay un único tema, que el poeta propone irónicamente a sus visitantes: «¿Los hago sobre Grecia, la primavera o el espíritu de los tiempos?». También en estos poemas, como en la vida del poeta, está en cuestión el intento de captar un hábito y una habitud; son también, por así decirlo, «poemas habitantes». Y éste es el sentido de la singular advertencia de la Nota al Edipo, según la cual «a la poesía moderna, en particular, le falta la escuela y el oficio, es decir, que su procedimiento pueda ser calculado y enseñado y, una vez aprendido, repetido con precisión en la práctica» (p. 213).

 

En este contexto problemático hay que entender la pluralidad de nombres que Hölderlin se dio a sí mismo a partir de cierto momento: Scardanelli (Skartanelli), Killalusimeno, Scaliger Rosa, Salvator Rosa, Buarroti (Buonarroti), Rosetti. Se han propuesto explicaciones para el nombre Scardanelli, con el que firmaba sus poemas a partir de 1837 o 1838, ninguna de las cuales es totalmente convincente. Es cierto que es evocado por Hölderlin sobre todo en relación con sus poemas: como recuerda C. T. Schwab, cuando se le pidió que escribiera el nombre de Hölderlin bajo los poemas que le había dado, el poeta se irritó y gritó: «Me llamo Scardanelli» (o Skardanelli); y a J. G. Fischer, que le mostró la segunda edición de sus poemas, le respondió: «Sí, los poemas son auténticos, pero el nombre ha sido falsificado, nunca me he llamado Hölderlin, sino Scardanelli o Scarivari o Salvator Rosa o así sucesivamente» (en un testimonio posterior, Fischer corrigió: «Nunca en mi vida me he llamado Hölderlin, sino Scardanelli o Scaliger Rosa o así sucesivamente»). Pero ya en 1837, Gustav Schlesier informó haber encontrado poemas firmados por Scardanelli en la casa de la familia de Hölderlin: «se le metió en la cabeza que su nombre ya no era Hölderlin, sino Skartanelli o incluso Buarooti».

Jakobson observó que el nombre Scardanelli es un diminutivo, y en esto se corresponde con el nombre Hölderlin, diminutivo de Holder (saúco), y que ambos nombres contienen, en diferente orden, las mismas letras: – lderlin / – rdanelli. Sattler vio en él un anagrama de la palabra griega katharsis, olvidando que, como demostró Starobinski para los anagramas que leía Saussure en los versos de Saturni, cualquier nombre puede leerse anagramáticamente, sobre todo si el anagrama no es perfecto. Más arbitrario aún es el anagrama que M. Knaupp lee en Scaliger Rosa: «Sacrilegio de los huesos», del que el anagramático deduce de forma igualmente arbitraria una confesión de culpabilidad por parte del poeta por la muerte de Susette Gontard (Knaupp, p. 266). Más verosímil es la sugerencia del propio Knaupp de una similitud entre Scardanelli y el verbo griego skardamysso, pestañear, como se lee en el Cíclope de Eurípides (un ejemplar de las obras de Eurípides se encontraba entre los libros del poeta). La similitud entre Scardanelli y Girolamo Cardano ha sido señalada en varias ocasiones; en cuanto al nombre Scaliger, puede referirse a Giulio Cesare Scaligero, humanista y filólogo, cuyo nombre era ciertamente familiar para Hölderlin, especialmente porque Scaligero escribió una famosa crítica del libro de Cardano De subtilitate (Exotericarum exercitationum liber XV De Subtilitate ad Hyeronymum Cardanum, Fráncfort 1607; la leyenda dice que Cardano murió de un ataque cardiaco mientras leía el libro). Pero ninguna de las posibles asociaciones implica algo más que una coincidencia, del mismo modo que es totalmente casual que en 1831 un estudiante llamado Frassinelli estuviera hospedado en casa de Zimmer.

Lo decisivo es que los nombres apócrifos están en cuestión siempre que se trata de que Hölderlin atestigüe su posición como autor. En este sentido es significativa la afirmación: «Los poemas son auténticos, son míos, pero el nombre (en el testimonio posterior, el “título”) ha sido falsificado», seguida no de uno sino de tres nombres diferentes. Aquí está fragmentada y alterada la identidad del autor, como si hubiera dicho, algo frecuente en el discurso de los esquizofrénicos, «yo no los he escrito, sino que lo ha hecho otro». Luigi Reitani ha observado con razón que no se trata de que el poeta asuma consciente o inconscientemente una nueva identidad (Reitani, p. 81); lo que está en cuestión es sólo su nombre, que, sin embargo, aparece en varias versiones, todas curiosamente relacionadas con una onomástica extranjera, italiana. Vienen a la mente las palabras con las que Aristóteles, en la Poética, opone la onomástica cómica a la trágica, escribiendo que: «Los poetas cómicos, una vez construido el relato, introducen en él nombres al azar… en la tragedia, en cambio, se repiten en nombres históricos» (1451b, 19-20). Mientras que en la tragedia el nombre, en la medida en que expresa el vínculo destinal entre un hombre y sus acciones, es único e inmutable, en la comedia los nombres, que no identifican un destino o una falta, son aleatorios, son siempre meros apodos, nunca nombres reales. Y al igual que los poemas existen en una pluralidad de versiones, sin que esto ponga en duda su «cohesión más infinita» o su unidad, también el nombre del autor es plural, y sin embargo infinitamente cohesionado.

 

Anacoluto significa literalmente «sin seguimiento, desconectado». En este sentido, toda la obra de los años de la locura es un anacoluto. Pero a esta desconexión sintáctico-gramatical Hölderlin añade otra, por así decirlo teatral. En la comedia ática, se llama parekbasis (lit. «próxima salida») al momento en que, después de que los actores hayan abandonado el escenario, los coreutas se dirigen hacia el proscenio en la zona conocida como logeion («lugar de la palabra») y, quitándose las máscaras, hablaban directamente a los espectadores. Friedrich Schlegel se ocupó en varias ocasiones de esta figura particular, en la que vio no sólo el carácter más peculiar de la comedia antigua, sino también la marca de la literatura romántica. «En su forma —escribe— la comedia antigua es bastante similar a la tragedia. Como la tragedia, tiene una parte coréutica y otra dramático-dialógica y también monodias. La única diferencia radica en la parekbasis, un discurso que, en medio de la acción, el coro dirige al pueblo en nombre del poeta. Era una interrupción y abolición total (eine gänzliche Unterbrechung und Aufhebung) del drama, en la que, como en éste, reinaba el mayor libertinaje y el coro, que salía al borde del proscenio, decía las cosas más crudas al pueblo. De esta salida viene el término» (Schlegel, p. 88).

Según Schlegel, a través de la parekbasis, el poeta sale de la dialéctica de tesis y antítesis, que en última instancia debe recomponerse en una síntesis reflexiva, y muestra irónicamente los dos momentos en su irreconciliable separación. La obra que de este modo produce no es una forma, sino la «antiforma suprema o una poesía de la naturaleza» (die höchste Antiform oder Naturpoesie, cf. Hamacher 2, p. 223). Se puede decir que Hölderlin hace uso constante de una forma extrema de parekbasis teatral. Como autor, no intenta componer la figura del poeta en una unidad, sino que la exhibe en su escisión constitutiva y cómica. Ante los espectadores que lo visitan, sale y entra incesantemente en el papel de poeta hasta tal punto que es imposible decidir cada vez si está dentro o fuera de él. La ironía romántica es aquí llevada al extremo y, al mismo tiempo, depuesta, de modo que es imposible saber quién es el que se pregunta: «¿escribo sobre Grecia, sobre la primavera o sobre el espíritu de los tiempos?».

 

El gesto versivo de la poesía es también el de la vuelta del extranjero hacia lo nativo (o nacional) (vaterländischer Umkehr), que define la intención más profunda del pensamiento extremo de Hölderlin, desde la carta a Böhlendorf hasta la Nota a la Antígona. Porque lo original sólo puede aparecer en su debilidad, sólo se puede llegar a él a través de un viaje de ida y vuelta que primero debe haber atravesado el extranjero. Sólo se puede girar hacia el origen, se vuelve a él sin haber estado nunca ahí. El uso libre de lo propio es lo más difícil, porque lo propio no es algo que pueda poseerse de una vez por todas como algo dado, sino que sólo puede experimentarse como debilidad y privación. Tiene, pues, necesariamente la forma de un hábito o una habitud, en el sentido en que Aristóteles, en un pasaje de la Metafísica que podía ser familiar al poeta, define el hábito —la hexis, de echein, tener: literalmente «la tenencia», como de «ser» se formó la palabra «esencia»— en primer lugar en relación con la privación, como algo que en ningún caso se puede tener («No es posible tener un hábito [echein hexin], pues se iría al infinito, si se pudiera tener el hábito de la cosa tenida» 1022b, 25). En otras palabras, la posesión del origen sólo es posible en la forma «habitiva» y desposeedora de una habitación y un hábito: el origen no se puede tener, uno sólo se puede habituar a él. El tener un tener es, en definitiva, sólo un modo de ser, una forma de vida.

 

En un libro ejemplar, Benveniste distinguió en las lenguas indoeuropeas dos modos de formación de los sustantivos que indican una acción: por un lado, los sustantivos que expresan una actitud o una posibilidad (los sustantivos en –tu en indoiránico, los en –tys en griego y los en –tus en latín) y, por otro lado, los sustantivos que expresan una acción objetivamente realizada (-ti en indoiránico, –sis en griego, –tio en latín). Así, en latín actus significa el estado o el modo en que alguien o algo se mueve o puede moverse, actio la acción objetivada; ductus el modo en que algo es o puede ser conducido, ductio la acción de tirar o conducir; gestus un modo de comportarse, gestio, la realización de una acción (pp. 97-98). Del mismo modo, el supino, que se forma sobre el tema en –tu «expresa un valor potencial: cubitum ire, irse a dormir, designa no una acción realizada, sino una virtualidad» (p. 100). Se reconocerá aquí sin dificultad la distinción aristotélica entre la potencia o posibilidad (dynamis) y el acto (energeia); pero, al mismo tiempo, desarrollando más las consideraciones de Benveniste, será posible extraer algunas sugerencias útiles para una mejor comprensión de la relación entre ambas categorías.

Sea el término latino habitus: como sustantivo en –tus expresa una actitud o una posibilidad, más precisamente el modo en que se tiene una potencia o posibilidad y no su ejercicio objetivo (al que correspondería en griego el vocablo hexis, el latín habitio es relativamente tardío). Se comprende entonces por qué Aristóteles, que intenta pensar con el término hexis (que, como sustantivo en –sis, expresa una acción realizada) un medio entre la potencia y el acto, se encuentra con dificultades difíciles de superar. La potencia, pensada en el modo en que el lenguaje nos la presenta, no es algo no real que precede al acto en el que se realiza: es, por el contrario, el único modo en que podemos tener lo que hacemos. Podemos, por tanto, «tener» acciones en la medida en que las consideramos como realmente posibles para nosotros: una vez concebida en su realización, la acción se separa hasta tal punto del sujeto que debe imputársele a pesar de sí misma (esto es la culpa, en la que se fundan el derecho y la tragedia).

El hábito o la habitud —la vida habitante que intentamos definir— neutralizan y hacen inoperante la oposición dynamis/energeia — es decir, según la intención hölderliniana que ya debería resultarnos familiar, piensan los dos opuestos en su inseparable coincidencia.

 

En 1838, cuando Hölderlin aún habitaba en la torre del Neckar, Félix Ravaisson, que había seguido los cursos de Schelling en Múnich, escribió su tesis Sobre la habitud. En páginas vertiginosas, que debieron despertar la admiración de Bergson y Heidegger, Ravaisson acerca la habitud a los secretos últimos de la vida. El filósofo de 25 años describe con minuciosa precisión la modalidad en que en la habitud la voluntad pasa insensiblemente a la inclinación y al instinto, en una progresiva degradación del esfuerzo y de la intención que, como en Hölderlin, es a la vez pasiva y activa: «La ley de la habitud sólo puede explicarse por el desarrollo de una Espontaneidad que es a la vez pasiva y activa, y que difiere en igual medida de la Fatalidad mecánica y de la Libertad reflexiva» (Ravaisson, p. 135). Si en la reflexión y la voluntad, con las que solemos identificar las funciones superiores del hombre, el fin es una idea que aún no existe y que, por tanto, debe realizarse mediante la acción y el movimiento, en la habitud el fin se confunde con el propio movimiento que debería realizarlo y el sujeto y el objeto del pensamiento se indeterminan: «El intervalo entre el movimiento y el objetivo que el intelecto representaba disminuye gradualmente; la distinción se desvanece; el fin hacia el que la idea suscitó la inclinación se acerca, lo toca y se funde con él. La reflexión que atraviesa y mide las distancias de los contrarios y los ámbitos de las oposiciones es sustituida gradualmente por una inteligencia inmediata, en la que ya nada separa al sujeto y al objeto del pensamiento» (p. 136). Aquí está en marcha una especie de «inteligencia oscura» (id.), en la que no sólo lo real y lo ideal, sino también la voluntad y la naturaleza tienden a coincidir hasta el infinito: «La habitud es así, por así decirlo, el diferencial infinitesimal, la fluxión dinámica de la Voluntad y la Naturaleza» (p. 139). Como en la vida habitante de Hölderlin, que abdica del nombre y la identidad, «el progreso de la habitud conduce a la conciencia, a través de una degradación ininterrumpida, de la voluntad al instinto, de la unidad completa de la persona a la dispersión extrema de la impersonalidad» (p. 147).

El clímax inédito de la tesis —o, mejor dicho, del poema filosófico de Ravaisson— se encuentra en el punto en el que la habitud resulta ser la clave para comprender las funciones más elementales de la vida: «La forma más elemental de la existencia, con la organización más perfecta, es como el momento extremo de la habitud, realizado y sustanciado en el espacio en una figura sensible. La analogía de la habitud penetra en su secreto y nos da su significado. Incluso en la vida múltiple y confusa del zoófito, incluso en la planta, incluso en el propio cristal, se pueden seguir, en esta luz, los últimos rayos del pensamiento y de la actividad, que se dispersan y se disuelven sin extinguirse, lejos de cualquier reflexión posible, en los vagos deseos de los instintos más oscuros. Toda la serie de seres no es, pues, más que la progresión continua de las potencias sucesivas de un mismo principio, que se enrollan unas sobre otras en la jerarquía de las formas de vida, que se desarrollan en sentido contrario al progreso de la habitud. El límite inferior es la necesidad, el Destino si se quiere, pero en la espontaneidad de la Naturaleza; el límite superior es la Libertad del intelecto. La habitud desciende del uno al otro: acerca los contrarios y, al acercarlos, revela su esencia íntima y su conexión necesaria» (pp. 148-149).

En esta perspectiva, incluso el amor, en el que la Voluntad deja paso a la naturaleza y al deseo, es afín a la habitud, que viene a ser algo así como el fondo último de la vida, que no podemos captar racionalmente: «Es Dios en nosotros, un Dios oculto porque está demasiado adentro, en este fondo íntimo de nosotros mismos, donde no descendemos» (pp. 152-53). Y, al final, en la tesis ontológica suprema que concluye el libro, la habitud se identifica con la esencia misma de la sustancia según Spinoza: «La disposición en que consiste la habitud y el principio que la genera son una misma cosa: es la ley primordial y la forma más general del ser, la tendencia a perseverar en el acto mismo que constituye el ser» (p. 159). El conatus, la tensión por la que cada cosa persevera en su ser, no puede ser un acto de voluntad o la decisión arbitraria de un sujeto: sólo puede ser una habitud, una vida habitante.

 

Ahora podemos intentar aclarar más la conexión entre lo habitual, lo habitante y lo habitivo en el pensamiento de Hölderlin. La vida habitante de Hölderlin es habitiva, porque no consiste en una serie de acciones voluntarias e imputables, sino que es más bien una forma de vida, un ser afectado en cada momento por sus propios hábitos y sus propias habitudes. Por eso Hölderlin, a partir de cierto momento, acepta de buen grado, como lo hará Walser un siglo después, el diagnóstico de locura que se le ha reconocido e incluso parece extremarlo casi intencionadamente ante sus visitantes. El loco está por definición desprovisto de capacidad jurídica y, por tanto, es irresponsable de sus actos. Burk, Zeller y Essig asumen el papel de furibundos comisarios, negociando en su nombre con Zimmer y su hija, con los familiares y con el editor las condiciones económicas y los detalles de su existencia práctica. Parece, en este sentido, que no se puede imaginar nada más privado que su existencia. Y sin embargo, la obstinación con la que insiste en que le llamen «señor bibliotecario» y en dirigirse a los visitantes con títulos que pertenecen por excelencia a la esfera pública («Su Majestad, señor barón, Su Santidad») insinúa una pretensión de publicidad en esta vida recluida. La vida habitante de Hölderlin neutraliza la oposición entre público y privado, haciéndolos coincidir sin síntesis en una posición de estancamiento. En este sentido, su vida habitante, ni privada ni pública, constituye quizás el legado verdaderamente político que el poeta entrega al pensamiento. También en esto está cerca de nosotros, quienes ya no sabemos nada de la distinción entre las dos esferas. Su vida es una profecía de algo que su tiempo no podía pensar de ninguna manera sin rozar la locura.

 

Una vida así no es trágica, si la tragedia, en la definición canónica de la Poética de Aristóteles, implica sobre todo el carácter decisivo de las acciones para un sujeto («la tragedia es imitación no de los hombres, sino de una acción… los hombres no actúan para imitar a los personajes, sino que asumen los personajes a través de las acciones», 1450a, 16-22). Si la tragedia es la esfera de la acción imputable, en la comedia, por el contrario, el hombre parece deponer cualquier responsabilidad de sus acciones. El personaje cómico actúa para imitar al personaje y, de este modo, abdica de toda responsabilidad sobre sus acciones, que al final sólo son risas y gestos insensatos, como las ceremonias que el poeta escenifica para sus visitantes en la torre. Si Hölderlin abandona en algún momento el paradigma trágico, esto no significa que elija simplemente la forma de la comedia. Más bien, una vez más, neutraliza la oposición trágico/cómico, en dirección a una palabra que no es ni trágica ni cómica, pero para la que nos faltan los nombres. La habitación del hombre en la tierra no es ni una tragedia ni una comedia, es una morar simple, cotidiano, trivial, una forma de vida anónima e impersonal, que habla y hace gestos, pero a la que no es posible atribuir acciones y discursos.

 

La vida de Hölderlin constituye, en este sentido, un paradigma frente al cual caen las oposiciones categóricas que definen nuestra cultura: activo/pasivo, cómico/trágico, público/privado, razón/dolor, potencia/acto, sensible/insensible, unido/separado. Precisamente por esto, porque mora en un umbral indecidible, no es fácil medirse con ella, intentar derivar un modelo de ella. Esto es tanto más cierto cuanto que, según todas las pruebas, lo que cae es, en primer lugar, la oposición éxito/fracaso, como si el fracaso se diera por sentado y, al mismo tiempo, como la ausencia de los dioses, transformada en ayuda y recurso. La lección de Hölderlin es que, sea cual sea el propósito para el que hemos sido creados, no hemos sido creados para el éxito, que el destino que se nos ha asignado es fracasar, en todo arte y estudio y, sobre todo, en el casto arte de vivir. Y, sin embargo, es precisamente este fracaso —si es que podemos captarlo— lo mejor que podemos hacer, del mismo modo que la aparente derrota de Hölderlin destituye por completo el éxito de la vida de Goethe, la despoja de toda legitimidad.

Queda que para él la vida habitante es una vida poética, que «poéticamente (dichterisch) habita el hombre en la tierra». El verbo alemán dichten deriva etimológicamente del latín dictare, dictar, que, desde que los autores clásicos dictaban sus composiciones a los escribas, fue adquiriendo el significado de poetare, componer obras literarias. Una vida poética, una vida que vive poéticamente, es una vida que vive según un dictado, es decir, de una manera que no se puede decidir ni dominar, según un hábito, una «tenencia» que nunca podemos tener, sino sólo habitar.

 

Desde hace casi un año convivo con Hölderlin cada día, en los últimos meses en una situación de aislamiento en la que nunca pensé que me encontraría. Ahora que me despido de él, su locura me parece bastante inocente comparada con la locura en la que ha caído toda una sociedad sin darse cuenta. Si trato de enunciar la lección política que me pareció poder captar en la vida habitante del poeta en la torre del Neckar, quizás por ahora sólo pueda «balbucear y balbucear». No hay lectores. Sólo hay palabras sin destinatarios. La pregunta «¿qué significa habitar poéticamente?» sigue esperando respuesta. PallakschPallaksch.

 

Bibliografía

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Texto publicado originalmente por artilleríainmanente, noviembre de 2021


 

Hölderlin y la vida habitante