La Comuna retorna. Sobre los Chalecos Amarillos en Francia

Análisis-entrevista del movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia (*)

 

Acaban de ser publicados, en francés y con apenas unas semanas de diferencia, dos libros que consideramos muy relevantes para comprender el nuevo contexto de insurrecciones en general, a partir de la experiencia singular del movimiento de los chalecos amarillos franceses. Uno de Jérôme Baschet, Une juste colère. Interrompre la destruction du monde, Editions Divergences, 2019, (en castellano, «Una digna rabia. Una aproximación a los Chalecos Amarillos, traducido y publicado por Comunizar). Otro de Laurent Jeanpierre, In Girum. Les leçons politiques des ronds-points, La Découverte, 2019.

La Comuna retornaAmbos proponen volver, de maneras diferentes, sobre el surgimiento de los gilets jaunes como un evento que ha podido reconectar con toda la tradición afín a ese acontecimiento que fue la Comuna parisina y que no se creía ya posible en nuestros territorios, a pesar de la intensidad del ciclo de revueltas reiniciado a partir del 2016: luchas contra la Ley del Trabajo, resistencias encarnadas en la ZAD. Cada uno se centra en la importancia que pudo tener el rechazo de la representación política y la conjuración de las abstracciones ideológicas basadas un sujeto social que supuestamente aguarda su momento en cada revuelta.

Es posible considerar que la irrupción de los gilets jaunes (GJ) no es simplemente “otro movimiento social más”. Sino que sería más bien el signo, en acción, de experiencias situadas disruptivas que, tanto alrededor de las rotondas ocupadas (1), las cabañas armadas, las históricas “casas del pueblo”; como en las marchas y barricadas, se encarnan como fuerza transversal contra el enemigo común. Se podría añadir que esta revuelta ha logrado, durante un buen tiempo, escapar a la posibilidad de una gestión policial, si aceptamos no reducir el concepto a la acción estrictamente negativa que golpea, mutila y mata cuando puede. Cabría, entonces, centrarse en la doble tentativa gubernamental para asfixiar esta revuelta. Por una parte, la despiadada acción de la policía común y corriente. Por otra y, al mismo tiempo macronista, la puesta en escena del espectáculo de otra deriva policial bajo la consigna de “democracia participativa”, a través del Gran Debate (2) tan celebrado por los medios. Puede, entonces, que estemos frente al avatar de lo que podríamos llamar fascismo-liberal como modo de gobierno.

Sería, pues, en la medida en que es situada, enraizada a las prácticas locales ordinarias, que la revuelta de los GJ ha podido deshacer los marcos finalistas con los cuales las maquinarias de los partidos y los sindicatos, pero también los círculos radicales, logran regularmente sofocar, neutralizar o reducir fatalmente las emergencias revolucionarias.

Puede, por lo tanto, tratarse de la potencia de la Comuna, aquello que ha logrado sacudir la evidencia de un régimen gubernamental que trabaja obstinadamente por la atomización. Puede que asistamos a la apertura de nuevas lógicas de asociación inesperadas, de un devenir imprevisible, en el cual el localismo de las luchas instala brechas que están lejos de volver a cerrarse. Para decirlo de otro modo, parece posible hacer la apuesta de que aquello que está en juego es la emergencia de zonas formativas de una política de la experiencia, de maneras de ligarnos, de aliarnos mucho más allá de la “convergencia de las luchas” fatalmente subordinadas a abstracciones ideológicas en su fase terminal.

Aquello que está en cuestión es, por tanto, una interrupción del régimen de una temporalidad “presentista” y, por ende, la invocación de “tradiciones ocultas” (citando a nuestros autores) que hacen la política habitable. Y, con ello, de la posibilidad de que nuevas vías se abran para la invención de otros devenires posibles de la emancipación.

¿Será una multiplicidad de anclajes y desbordes en los más ordinarios mundos, aquello que nos permitirá sacudirnos los modos de gobierno del cosmocapitalismo que nos conduce al desastre? ¿Pero, entonces, que será de la forma-estado en la perspectiva de las revueltas que se anuncian? ¿Será nuevamente la Comuna, reinventada, la que podrá reconstituir la nueva onda expansiva revolucionaria que comienza ya con la reciente ola de insurrecciones planetarias?

Es alrededor de estas cuestiones que Josep Rafanell i Orra y Johan Badour desarrollan esta entrevista cruzada.

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Nos parece que, en sus respectivos libros, bajo formas diferentes, operan un gesto de destitución de los principales análisis sobre los determinantes sociológicos de las nuevas emergencias de lo político.

En un mundo donde los regímenes pastorales del estado parecen entrar en una fase terminal, reemplazados por una nueva síntesis capitalista que combina el management generalizado y “al mismo tiempo” la acción represiva de la policía ¿la composición de un nuevo “sujeto” social nos permite todavía pensar, orientar un antagonismo político a la altura de la última ofensiva neoliberal?

Laurent Jeanpierre. Una emergencia histórica, política, un acontecimiento en todo el sentido del término, es siempre más que la resultante de una simple suma de causas determinadas. Es también el producto del encuentro imprevisible de fenómenos que, por sí mismos encuentran explicación y que anteriormente eran independientes. Con la idea de una historia centrada en los hechos en la cabeza, podría uno divertirse reconstituyendo a qué se debe la emergencia del movimiento de los gilets jaunes. Se evocaría, entonces, la transformación temporal de los algoritmos de Facebook, los efectos del límite de velocidad automovilístico a 80 km por hora en ciertas fracciones de la población, la larga serie de modificaciones del uso del suelo que ha conducido a la formación de zonas periurbanas y de numerosos otros factores que permitirían reconstituir las condiciones del movimiento. La medida del impuesto sobre el gas que desencadenó la disputa hace un año sería, en ese contexto, la chispa que hace que estas líneas históricas independientes se crucen entre ciertos individuos que se están embarcando en la lucha. ¿Quiénes son estos individuos? Esta es una de las preguntas a las que al menos parte de la sociología, tal y como se practica hoy en día, ha intentado responder.

Tenemos entonces hasta el momento muchos retratos de la microsociedad de los gilets jaunes y habrá otros mucho más precisos, puesto que muchas investigaciones usando variados métodos, se están ahora llevando a cabo. Por sorpresa o entusiasmo, muchos investigadores, la mayoría jóvenes, a menudo precarios, algunas veces estudiantes (algunos ya movilizados el 2016), han ido a las rotondas, a las asambleas, a las manifestaciones y han realizado sus investigaciones, a veces participando activamente del movimiento. Frente a una movilización tan descentralizada como heterogénea es particularmente delicado generalizar y muy temprano para hacerlo. Sin embargo, se desprende de algunos trabajos llevados a cabo desde el comienzo del movimiento que los primeros movilizados pertenecen a las clases populares, los que algunos llaman “consolidados” y a la parte baja de las clases medias; que eran –  lo que es por lo demás innegable –  residentes de zonas periurbanas o infraurbanas; que una parte importante de ellos no había ido nunca a manifestar ; que eran distantes de los representantes y de las organizaciones políticas; e incluso desencantados con la política o indiferentes a ella. Una movilización que perdura, sin recursos, sin un apoyo material previo significativo, no tiene una composición social estable. Y aquello además pone una dificultad suplementaria al sociólogo, ya que las diferencias temporales se suman a la variabilidad geográfica. Así, el movimiento ha acogido a partir de diciembre las fracciones más precarias: jubilados, desempleados, estudiantes, que tenían tiempo para darlo a la lucha. Las rígidas fronteras simbólicas de la sociedad francesa fueron, al menos por un tiempo, quebradas, por ejemplo, entre los activos y los que viven de la redistribución y que actualmente son estigmatizados, humillados y combatidos.

Por mi parte, más que esta sociología de las rotondas, me interesa el apoyo mayoritario que el movimiento ha recibido por parte de la población, a pesar de todo el trabajo de descalificación emprendido por el gobierno, la policía, los “responsables” políticos y la mayoría de los medios. Esta identificación masiva no se reduce esta vez a un rechazo a Macron y sus políticas, aunque claramente tiene su parte en ella. Mi hipótesis es que esta identificación remite más profundamente a una dificultad de proyección de futuro, a la pérdida de horizonte, a sentimientos subjetivos que cubren fracciones muy variadas y cada vez más vastas, desbordando diferencias socioeconómicas objetivas -y que Jérôme evocaba en Défaire la tyrannie du présent- (3). La tensión entre el impulso a la movilidad, al desarrollo personal y la dificultad concreta de proyectar algo para sí y sus hijos, a causa en particular de los empleos efectivos, del endeudamiento, de la perspectiva de la catástrofe ecológica, es una de las contradicciones más profundas del capitalismo neoliberal. Confrontados a una movilidad espacial impuesta, pero sin perspectiva de movilidad social, los GJ lo expresan de manera flagrante. Si este análisis fuera correcto, argumentaría que el estudio de la «composición de clase» que ha sido esencial en la conformación de la sociología y el marxismo, debería tener en cuenta, entre otras variables, los parámetros de residencia, el endeudamiento, el acceso a la movilidad, las relaciones al futuro; elementos que no pueden reducirse ni a la posición de clase ni a la organización del trabajo, aunque no sean independientes de la reestructuración del capitalismo en las últimas décadas.

Además, permítanme decirles, hay tantas maneras de hacer sociología como de hacer política. La política de los GJ cuestiona una gran parte de la sociología de los movimientos sociales, por ejemplo, aquella que aprehende de manera deficiente las movilizaciones «autónomas», no apoyadas por organizaciones cristalizadas, ni aparente ni realmente alimentadas por recursos políticos previamente acumulados. Pero, inversamente, otra gran parte de la sociología cuestiona, por su parte, el idealismo de los movimientos que les dificulta concebir las condiciones de posibilidad de su duración, de su desarrollo y de su victoria. La política (que me interesa) es siempre una puesta a prueba de la sociología (que me interesa). La sociología (que me interesa) es siempre una puesta a prueba de la política (que me interesa). Esa es la manera en la que concibo la relación entre esos dos conjuntos de prácticas. Cada una construye a su manera pruebas de realidad para los discursos teóricos desafectados, vacíos de toda experiencia, que están a la base de todas las ilusiones científicas y políticas, de todas las profecías (y, por tanto, de los fenómenos de dominación carismática o simbólica que les están estructuralmente asociados) tan características del izquierdismo intelectual y político; y fuentes fundamentales de su debilidad política e histórica.

Creo que lo que ustedes cuestionan es, en realidad, un cierto uso de la sociología, aquel que ha dominado en la tradición marxista (que se agudiza y refina, particularmente en el seno del operaísmo y posoperaísmo italiano, bajo la influencia de figuras que comenzamos a (re)descubrir en Francia y que habrá que saber leer bien, como Danilo Dolci y Danilo Montaldi), y que permanece en la lengua común de los revolucionarios profesionales y, probablemente, de toda la izquierda. Este uso puede formularse a la manera que ustedes evocan: a la sociología le incumbe la búsqueda de un “sujeto social” o “histórico” que encarnaría las “fuerzas del progreso” o el proletariado como figura; a los militantes más o menos organizados les correspondería la tarea de hacer existir o acompañar el proceso político de realización de esta potencia. Existen variaciones numerosas en esta división del trabajo entre sociólogos y políticos revolucionarios o de la emancipación, por ejemplo, en cuanto a la manera en la que se concibe el vector cardinal de la composición de clases (técnica o política, en el trabajo cotidiano, la vida ordinaria o las luchas efectivas, etcétera), o bien, las expectativas de la actividad política (reformista, leninista, “espontánea”, etcétera).

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El movimiento de los GJ, el neoliberalismo, aquello que llaman “la nueva síntesis capitalista” ¿vuelven caduca esta manera de anudar sociología y ­política? No directamente. Los colectivos se forman, se deforman, se desfondan, se reforman: es lo que pasa de ordinario en la vida social. Algunos llegarán a constituir aquello que se ha llamado las “clases sociales” o grupos unidos según diversos principios susceptibles de ser entrecruzados. Pero las “clases”, los reagrupamientos del sociólogo y del militante profesional siguen quedándose en el papel. Y una parte de la política todavía se concibe como trabajo de puesta en movimiento de estas clases de papel. En realidad, la política siempre ha hecho parte de la construcción social de los grupos y de las clases sociales, el Estado no es el menor de los protagonistas de este asunto.

Es, sin duda, este esquema de articulación que subordina la política verdadera a una sociología más o menos explícita y, en particular, a una sociología de los grupos-sujetos, como ustedes lo remarcan, aquello que busco impugnar. Este modelo de vinculación de la teoría a la práctica que ustedes señalan, que concibe la política (revolucionaria) como una realización de la proyección sociológica (revolucionaria). Hay videntes, no lo ignoro. Sin embargo, aunque pudiera parecer extraño creo que habría que ir mucho más lejos en la combinación entre videncia y racionalidad, desarrollando todo un conjunto de métodos, de argumentos, de estudios que puedan nutrir esto que llamaré la investigación sobre los posibles (y, en principio, sobre lo imposible). Pero la política emancipadora, ciertamente, no podría ser concebida como la actualización de lo que está por venir, no puede ser la realización de una sociología ni de una filosofía.

Jérôme Baschet: Sería sin duda absurdo recusar completamente la pertinencia de un análisis sociológico de los GJ y el libro de Laurent sintetiza muy bien los datos que han sido producidos hasta la fecha sobre el tema. Ciertamente, se puede siempre discutir la taxonomía que se mantiene (clases populares, pequeñas clases medias, transclasismo, etc.) y también aquello que se entiende (o no) por “clase”. Pero me parece sobre todo importante afirmar que el levantamiento de los GJ es verdaderamente una irrupción popular, por cierto, muy inesperada. Por las modalidades mismas de la movilización, pero también por el hecho de que una gran parte de ellos no había participado nunca de huelgas o de manifestaciones, es decir, había vivido hasta ese momento de una manera aparentemente bien integrada y en la aceptación del orden de las cosas. Es necesario recordar, aun si debemos evitar uniformar una realidad eminentemente diversa y que ha cambiado durante los meses, que es sobre todo la llamada parte “superior” de las clases populares – instalada en el salariado, a menudo con acceso a una propiedad y que viven en la zona periurbana – la que se ha movilizado y no la parte más vulnerable – precarizada o sin empleo, habitante de barrios a menudo racializados – la que ha constituido uno de los límites de la revuelta, a pesar de tentativas puntuales de acercamiento.

Me parece igualmente pertinente subrayar que, con los GJ, es la base misma de la sociedad salarial la que comienza a romperse, en tanto son en principio aquellas y aquellos que, hasta el momento habían aceptado sin decir nada sus condiciones de vida, trabajado por un salario cercano al mínimo o apenas ligeramente superior; quienes manifiestan de pronto que han llegado a un límite, que no pueden más, desatando una dinámica colectiva en gran parte inédita. Tendríamos, así, una suerte de primera paradoja que obliga a mantener unidas esta constatación con el hecho de que los GJ no han inscrito su lucha en los lugares de trabajo – y, desde ese punto de vista, es claro que la ruptura con el repertorio de acción característico del movimiento obrero es completa. No obstante, las cuestiones ligadas al trabajo no me parece que hayan estado tan ausentes como a veces se ha dicho. Para muchas personas, la cuestión del poder de compra ha sido una de las bases esenciales de la movilización y la mejora del salario mínimo hace parte de sus reivindicaciones más sostenidas. Sin embargo, estas cuestiones no estuvieron aisladas de otros aspectos constituyentes de un modo de existencia, de pronto puesto en cuestión. Si puede decirse que el levantamiento de los GJ, al menos algunas de sus dinámicas, implicó un estallido de los marcos de la política clásica, cabría decir que también vuelve caduca toda división entre lo “social” y lo “político” (consolidado en el régimen anterior de movilización sobre todo por el reparto de tareas entre sindicatos y partidos).

Hoy es claro que el mundo del trabajo no puede ser más considerado como la única esfera en donde se ejercen las relaciones de dominación constitutivas de la civilización de mercado. Dicho de otra forma, sin considerar que el análisis sociológico ha dejado de ser pertinente, es posible reflexionar de manera más amplia y diversificada, a partir de antagonismos fundamentales presentes en el seno del mundo de la Economía. Más que en la búsqueda de fundar una política revolucionaria identificando el sujeto social del que ella sería expresión (la clase del Trabajo, para el movimiento obrero), uno podría esforzarse en fundarla a partir del análisis de los antagonismos inherentes a las lógicas de funcionamiento del capitalismo. Y sus antagonismos no son solamente – y quizás ni siquiera principalmente – sociales, incluso si se manifiestan en un mundo que está atravesado por fuertes clivajes sociales. Mi proposición consiste en recordar la multiplicidad de formas que toman estos antagonismos, para relevar una cierta convergencia alrededor de la noción de desposesión generalizada. La experiencia de desposesión es muy a menudo (re)sentida y expresada – dentro de dominios realmente diversos: desposesión del sentido de la propia actividad profesional, desposesión política, desposesión de un estatus de igual dignidad, desposesión territorial debido a la destrucción provocada por grandes proyectos empresariales, desposesión de su tiempo, desposesión del sentimiento de gobernar su propia vida, etcétera. Por cierto, la destrucción/devastación de lo viviente es la forma extrema de la desposesión. Todas estas modalidades de desposesión son igualmente constitutivas del mundo de la Economía y de su dominación omnipresente. Y, sin embargo, ellas pueden igualmente transformarse en el disparador del comienzo de una insubordinación: lo insoportable contra lo cual uno se subleva.

En resumen, el “sujeto social”, homogéneo y portador de una misión histórica está en efecto muerto y no hay necesidad de buscar su resurrección (sobre todo porque la clase definida por el Trabajo y que lucha como clase del Trabajo, no puede de ninguna manera conducir a la superación del capitalismo, sino sólo a la mejora de sus condiciones de vida dentro del mundo de las mercancías). Ahora bien, pensar en términos de la “guerra de los mundos” no implica que las polaridades sociales hayan perdido toda su consistencia (cuando manifiestamente se han fortalecido) y no necesariamente lleva a descartar cualquier enfoque en términos de “lucha de clases”, siempre que no sea concebida en los términos clásicos del enfrentamiento entre Capital y Trabajo y que una comprensión relacional exponga que la lucha es más importante que las clases propiamente tales.

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A propósito de los GJ, algunos analistas han creído oportuno convocar la noción de “economía moral” como aquello que estructura esta revuelta. Será entonces percibida como una secuela de la ruptura definitiva del compromiso fordista de los Treinta Gloriosos. Es decir, del contrato implícito que conduce a la aceptación de la explotación, del desarraigo, del despojo de los vínculos propios de las antiguas comunidades, a cambio de la seguridad y de las garantías de un proyecto de vida completamente inscrito en la economía. Se podría decir que la planificación del capitalismo por parte del Estado permitió a cada uno “ser productivo” y  así hacer sociedad. Aquello hasta mitad de los años 70, sabemos cómo se da a partir de los años 80.

¿Qué piensan de los discursos de aquellos que únicamente han visto en los GJ la figura de pobres niños perdidos del Estado de Bienestar y que no ven en sus protestas sino el grito “inarticulado”, anacrónico, no tanto del “animal popular” como del animal biopolítico abandonado por el Estado?

Jérôme Baschet: Su proposición implica una doble crítica a la noción de “compromiso de clase”, de la cual los Treinta Gloriosos serían uno de sus ejemplos por excelencia. Me encantaría regresar sobre ello, pero puede ser un poco más tarde…

Cuando Laurent inscribe su análisis de los GJ en el contexto de la desaparición del marco de acción clásico del movimiento obrero, esboza una lectura en términos de un resurgimiento, sobre todo, de un registro de acción más local. Sin embargo, se abstiene de recurrir a la noción de economía moral y asume la hipótesis de que se trata de un nuevo régimen de impugnación, lo que me parece muy pertinente.

No tengo nada contra la idea de que un antiguo estrato histórico pueda aflorar o irrumpir en el presente y estaría muy dispuesto a reconocer la fuerza positiva de un anacronismo capaz de romper el continuum lineal supuesto en la historia. Ahora, junto con eso, uno puede considerar la noción de economía moral elaborada por E. P. Thompson como uno de los principales aportes de la historiografía del siglo XX. Esto pues, ayuda a identificar sin idealizar, la coherencia propia de los sistemas de valor y las maneras de actuar de los medios populares, antes de la transición a la economía de mercado: estos implican un conjunto de normas centradas en la comunidad y la ayuda mutua, la asistencia a los más pobres y el derecho elemental de toda persona a no morir de hambre. Tenemos así, una moral tan absolutamente a-económica como la economía es absolutamente a-moral.

No obstante, no alcanzo a convencerme, a pesar de ciertos argumentos aportados por buenos amigos historiadores, de su pertinencia para el análisis del levantamiento de los GJ. En principio, la economía moral es propia de un mundo tradicional que no había sido dominada aun por las lógicas capitalistas. Ciertamente, ella pudo sobrevivir largo tiempo resistiendo o incrustándose en algunos intersticios de la sociedad de mercado, sin embargo, no se ve bien en qué podría basarse hoy en día en el mundo de la Economía triunfante, cuando la atomización individualista ha sido llevada a su máximo.

Sobre todo, el riesgo es que esta referencia al pasado impida captar la singularidad de la revuelta de los GJ, en su relación a un momento asimismo específico. Desde este punto de vista, el uso de la noción de economía moral por Samuel Hayat – uno de los investigadores más notoriamente utilizados – me parece bastante poco convincente. Me parece también que, en parte, va en contra del enfoque de E. P. Thompson, en cuanto se trataba para éste de alejarse de una aproximación despreciativa de las formas de acción que no ingresan en el ámbito de la “racionalidad moderna”. Samuel Hayat propone una visión sobre todo negativa de la economía moral y su regreso anacrónico es para él un signo manifiestamente inquietante de la desaparición de “formas de politización nacionales e ideologizadas de la modernidad democrática”. La valorización de las normas comunitarias conferiría a la economía moral un carácter excluyente, de manera que las tendencias xenófobas de los GJ estarían “en el corazón del movimiento”. Su rechazo a los partidos, releído a la luz de la economía moral, haría comprender que se trata de una manera de evitar los verdaderos clivajes de una sana democracia y de una recaída en la ilusión unanimista a la cual el investigador no está lejos de dotar de ciertos rasgos fascistizantes. En resumen, la “economía moral” reactualizada por los GJ daría lugar a una revuelta inmadura y pasiva, conservadora e identitaria, impedida de elevarse a la verdadera política – y, en esta perspectiva, aquello que puede haber de potencialmente emancipador en el movimiento sería contra una economía moral.

Laurent Jeanpierre: ¿Qué es aquello que llamamos compromiso fordista? Un conjunto de instituciones que regulan el capitalismo. En algunas de ellas, las más conocidas en nuestros países, diversos actores son reconocidos como aptos para decidir las modalidades de redistribución de la riqueza en función – pero no en proporción – de su rol en la producción. Todos los capitalismos no son fordistas. Sin embargo, no hay ningún capitalismo estabilizado sin alguna forma de compromiso entre las clases o entre fracciones de clases cristalizadas en instituciones, dentro de las cuales la seguridad social, el sistema de pensiones, la representación sindical autorizada son solo algunos ejemplos dentro de otros. Dicho de otra manera, el capitalismo no es solamente una formación social, sino que también es siempre (ya) una formación política en donde el Estado tiene un rol central.

Fordista o no, ¿será cierto que un “compromiso” de clases (de fracciones de clase) alrededor de instituciones de regulación del capitalismo constituye una “economía moral” en el sentido que el historiador marxista británico E.P. Thompson ha dado a este término? ¿Una «economía moral» en forma de «contrato» social, siquiera «tácito», como ustedes describen siguiendo lo que algunos han sugerido también durante la crisis de los GJ? Debo decir que comparto todas las reservas de Jérôme respecto de estas interpretaciones del movimiento. Agrego que esta metáfora del “contrato” me avergüenza porque eufemiza los mecanismos de dominación al adoptar la antropología filosófica del liberalismo. Aquella nos reenvía a la siempre compleja cuestión del consentimiento de los dominados y, al menos en Thompson, a aquella de la autonomía relativa de las prácticas y culturas populares y, de manera más extendida, a la existencia de un resto (o de un excedente) (infra)político en las relaciones de dominación. Los compromisos de clase que estabilizan, durante períodos más o menos extendidos el capitalismo, toman sobre todo la forma de coaliciones políticas, de bloques más o menos sólidos. Desde este punto de vista, todo régimen de regulación del capitalismo comprende, al menos en principio, a sus abandonados, a sus sin-parte, a aquellas y aquellos que ustedes llaman sus “niñxs perdidxs”.

El hecho de que el movimiento de los GJ señale una “ruptura” con el compromiso fordista, incluso si se quiere, con formas de acuerdo tácito entre las clases y con el Estado, se manifiesta por su distancia a las organizaciones cardinales del fordismo francés, en particular los sindicatos. Del mismo modo, por sus formas de expresión política (ocupaciones fuera de los lugares de trabajo, prácticas de protesta espontáneas, rechazo a la delegación) que poco tienen que ver con la dramaturgia protestataria heredada en Francia de aquel compromiso. Con éste, las negociaciones entre interlocutores sociales y servicios del Estado venían primero y, cuando aquellas no funcionaban, la manifestación en la calle permitía influir en las negociaciones. Y para influir, hacía falta ser muchos, de ahí el sempiterno conflicto entre la policía y las organizaciones para evaluar el número de manifestantes. El movimiento de los GJ rompe, junto a otras manifestaciones, con esta lógica del número que prevaleció en las protestas del momento fordista porque su fuerza política no descansa en sus números, sino en sus maneras de hacer, en su calidad más que en su cantidad.

Evidentemente, el movimiento del año pasado en Francia no es el primero que tiene la voluntad de romper con las formas de protesta fordista. Todo régimen de regulación del capitalismo implica una jerarquía de las luchas y de las formas de lucha legítimas. La regulación fordista del descontento ha sido desbordada por toda Francia, al menos desde hace medio siglo. Las luchas, digamos minoritarias, los movimientos de los sin (sin papeles, sin techo), los movimientos de desempleados, las coordinadorasnuit debout, las Zads forman parte, junto a otras movilizaciones de las últimas décadas, de una larga serie de protestas “autónomas” respecto de las instituciones del fordismo y críticas del modo de funcionamiento de sus organizaciones representativas, particularmente, de los fenómenos burocráticos y oligárquicos que las caracterizan.

Aquello significa que en Francia el modo de regulación fordista ha estado muriendo desde hace varias décadas, pero que no muere totalmente aun cuando aquello que se le escapa sea cada vez más amplio. Esto podría explicarse: las instituciones del fordismo son más fuertes que en otros países, la centralización estatista las tiende a favorecer, el nuevo modo de regulación neoliberal ha penetrado más tarde y lentamente que en otros lugares, etc. La transición entre fordismo y neoliberalismo no se hace en ninguna parte en un día. En este país está en curso y puede durar aun algunas décadas más, aun si Macron y su gobierno tienen explícitamente por proyecto acelerarla, e incluso, completarla. Es cierto que la movilización de los GJ habría ralentizado este proyecto, mientras que los sindicatos y las organizaciones “del” movimiento social no lo habrían conseguido como lo muestra la seguidilla de derrotas alrededor de las reformas sucesivas de la ley del trabajo o del seguro de desempleo.

Se puede comprender, en este contexto de lenta mutación de un régimen de regulación a otro, el poder de atracción nostálgica del fordismo. Aquellas y aquellos que han formado parte de sus instituciones desean salvarlo. Aquellas y aquellos que han conocido sus ventajas sociales quisieran volver a disfrutarlas, igual que sus hijos y nietos. Consideren la evocación recurrente en los últimos años al programa del Consejo Nacional de la Resistencia (4). De cierta forma, todos los discursos teóricos y políticos actuales de izquierda sobre la soberanía, las instituciones, incluso la nación son expresiones derivadas, cuando no sublimadas, de esta nostalgia del fordismo, tan masiva en Francia. Sin embargo, los nuevos conflictos que el capitalismo global suscita ya no son sostenibles al interior de este marco regulatorio. ¿Se puede defender la tradición de luchas, de los socialismos, solamente con esta nostalgia como motor y horizonte? Yo no lo creo. La actual descomposición de las izquierdas, sus divisiones, me parecen igualmente debidas a esta insuficiencia y a la falta de imaginación política que es su corolario.

La Comuna retorna

¿Es la movilización de los GJ un símbolo de una salida definitiva de la política fordista en nuestro país? Como ustedes lo han notado, toda una lucha simbólica y práctica ha sido llevada a cabo estos últimos meses por las organizaciones de izquierdas para capturar el movimiento en el corsé de su lenguaje, de sus instituciones, ellas mismas resultantes del compromiso fordista. Sobre el terreno, sobre las rotondas, las cosas son, evidentemente, más matizadas y el amarillo, el rojo y el negro han terminado finalmente por mezclarse, a veces para mejor. Ahora bien, a nivel nacional, la tentativa de recodificación del movimiento amarillo en la lengua de la izquierda fordista sigue siendo muy fuerte. Lo mismo se aplicará, sin duda, para muchos otros movimientos por venir hasta que sea finalmente encontrado un nuevo compromiso de clase, a menos que el capitalismo sea sobrepasado antes de eso (e incluso esta posibilidad puede producir otro compromiso de clase).

Ambos señalan la gran importancia del rechazo radical a la representación que se manifiesta con los GJ. Laurent, ves ahí también un rechazo igualmente radical de la abstracción política, digamos para ir rápido, de la ideología. Por tu parte, Jérôme, en un pasaje de tu libro donde emprendes una definición de una suerte de axiología del capitalismo, tú la asocias con una mutación antropológica que, de hecho, no es solamente un “sistema”, sino también una “sociedad” de individuos, lo que podemos llamar una “población”, inseparable de modos de gobierno por desposesión de la experiencia. Luego señalas que hemos entrado en la era de la tercera crítica al capitalismo: después de aquella dirigida a la explotación, a continuación de la que se ocupaba de la “alienación” y la vida mutilada, vendría aquella que tiene por objeto la delirante destrucción vinculada, incluso, con la posibilidad de que nuestros ambientes vitales puedan continuar existiendo.

Nos encontraríamos entonces ante la paradoja de que es en el seno de la catástrofe, donde una política de la experiencia, una política situada, una política de los “comunes”, caracterizada por las relaciones con nuestros ambientes singulares, podría hallar el antídoto contra la ideología que ha hecho nacer y morir tantas revoluciones…

Jérôme Baschet: En efecto, hace falta ligar estas dos dimensiones fuertes del levantamiento de los GJ: el rechazo de la representación y la afirmación de una política de la experiencia. Sobre este último punto, los análisis de Michalis Lianos, que Laurent evoca ampliamente, fueron muy valiosos. Lo más extraordinario del año pasado es que en los diferentes lugares y momentos surgidos de la dinámica de lucha, una experiencia de la fraternidad y de la comunidad pudo ser reencontrada. Y es aún más extraordinario que aquello intervenga en un contexto previo de completa atomización individualista (y sin apoyo posible en las antiguas formas de solidaridad de clase, en tanto de ellas no queda casi nada).

Todo aquello se jugó en las rotondas y cabañas, alrededor de las fogatas y de las comidas preparadas en conjunto, en la escucha mutua entre personas que, hasta hacía apenas algunas semanas, no se conocían; en la autoayuda practicada de forma efectiva al interior de grupos locales que el movimiento ha hecho surgir. Todo eso participa de esta relocalización de la política que tú has situado en el corazón de tu libro, Laurent, y no hace falta decir que comparto completamente tus análisis sobre este punto. En ese sentido, creo comprender – y espero no estar equivocado – que sería un error interpretar la relocalización de la política, cuya relevancia destacas, como un retorno únicamente al suelo local. De hecho, lo que impacta en el movimiento de los GJ es un arte bastante consumado de articulación de escalas diferentes: el anclaje decisivo y cotidiano en la experiencia local de las rotondas, la dimensión nacional del movimiento, los sábados, con las marchas en París y el objetivo de lugares de poder o, a veces, la elección de una concentración en otra ciudad. Luego también, entre los dos, formas de coordinación inter-grupos, departamentos u otros, incluidas las manifestaciones rotativas en las regiones, etcétera.

Que al fondo de la catástrofe pueda renacer una política situada, anclada en la experiencia concreta, es lo que el pequeño milagro de la comunidad reencontrada por tantos GJ parece efectivamente sugerir. Para ello fue necesario que se desintegraran configuraciones por largo tiempo abrumadoras, se trate del repertorio de acción del movimiento obrero, de la social democracia o aún del “socialismo real” y sus ideologías. Yo opondría gustosamente, como lo hacen los zapatistas, una política desde arriba a una política desde abajo (aquí se podría señalar que el populismo, del que tan a menudo se nos habla, es una falsa política desde abajo que invoca al pueblo y lanza críticas a las élites para dirigir mejor los cuadros de la política desde arriba). Sin duda, se requiere que ciertas partes de la política desde arriba estén en un avanzado estado de decadencia (su versión revolucionaria-estatal, las fórmulas de la izquierda institucional, las propias instituciones de la democracia representativa, etcétera) para que la política desde abajo pueda emerger o resurgir más visiblemente. Ciertamente, no hay ningún automatismo, solamente una condición de posibilidad. Ahora, en la medida en que logra afirmarse verdaderamente esta política desde abajo que es la de la autonomía, es decir, de la capacidad colectiva de organizarse en los lugares donde vivimos, de la experiencia concreta de los habitantes es, por cierto, la mejor manera de desbaratar la doble abstracción que ahora fusiona Economía y Estado.

La Comuna retorna

Laurent Jeanpierre: De existir algún antídoto contra la ideología algún día, me parece que no podría ser más que provisorio. La ideología no es un hecho histórico sino una invariante antropológica, cuya impronta es más o menos fuerte según las épocas y las relaciones sociales. Es cierto que el movimiento de los GJ se inscribe en una serie de impugnaciones que atacaron principalmente la falsedad de la representación política instituida. Aquella comienza por una crítica a los representantes, a su distancia social y mental con los representados, en los partidos, en los sindicatos, en las instituciones del movimiento social establecidas. La crítica de los líderes del movimiento, de su mayor o menor fidelidad a las bases, es una prolongación de ello. A este fondo común se agrega, al menos en algunos, una gran resistencia a aquello que he llamado abstracciones políticas, es decir, los discursos sobre la política de los profesionales, expertos, sabios, “competentes”. En las sociedades donde la política es una esfera especializada, hay toda una jerarquía de las palabras políticas. En el centro de ésta, los discursos autorizados, calificados de “serios”, de coherentes, tienen propiedades particulares como, hoy en día, tener un cierto grado de generalidad o de poder ser formulados económicamente.

Porque sale de los marcos convencionales de la enunciación política actual, la movilización de los GJ fue descalificada de manera constante y brutal. Toda una lucha alrededor de la expresión legítima de sus reivindicaciones se llevó a cabo durante los últimos meses. ¿Qué quiere este movimiento? ¿Cómo expresar, totalizar, priorizar sus eventuales demandas? ¿Por una encuesta, una sistematización de opiniones de las redes sociales, un “gran debate”, una “asamblea de asambleas”, por otras vías? El conflicto en torno de los marcos, de las tecnologías sociales de la palabra política, ha sido muy importante en el curso de esta última lucha. Podemos apostar a que no dejará de intensificarse en los tiempos que vienen, en el contexto de otras batallas ya que, como acabamos de mencionar, nos encontramos – con este lento declive de la política fordista – en una fase de transición, quizás terminal, entre regímenes de lucha.

Al desprenderse del antiguo régimen de conflictos sociales, la enunciación política de los GJ ha vuelto a la raíz de la vida compartida: la vida ordinaria, la cotidianidad, lo próximo y cercano. Sin duda es esto lo que ustedes llaman, siguiendo las elocuentes descripciones que Michalis Lianos ha hecho del movimiento, la “política de la experiencia”, o bien, la “política situada” que podría quizás, bajos ciertas condiciones, desplegare en una “política de los comunes”. Otras causas enuncian también desde la experiencia y de lo cercano; entre los pueblos indígenas, las personas racializadas y las minorías en general. La política fordista era una política de los grandes números afín a su organización económica. Por supuesto, es bien diferente para todo aquello que se le escapa, donde lo cercano y lo general, lo singular y lo universal, tienden a dejar de ser contradictorios.

La dinámica histórica de las luchas sociales, la de las formas de gubernamentalidad o de regulación de las contradicciones del capital, encuentran aquí las grandes fases de la crítica anticapitalista cuyo marco general dibuja Jérôme. Por supuesto, la explotación y la alienación no han desaparecido porque el capitalismo dista de haberlo hecho y, es más, se ha extendido. Ahora bien, los rendimientos políticos de sus críticas aun si no mueren mañana – y qué bien que así sea – están, sin embargo, disminuyendo. La destrucción de los ambientes vitales podría ciertamente constituir y constituye ya el apoyo de una nueva crítica del capitalismo y de una política emancipatoria. Creo, sobre todo, que una abrumadora mayoría de las luchas que escaparon de la codificación fordista, han tenido por objeto la vida desde 1968. Pienso aquí, entre otras, en las feministas, la ecología, las sexualidades, las luchas indígenas. Estos combates coexisten, crecen y encuentran, cada vez más según yo, su plan de unidad, de consistencia, así como su articulación con los ideales de “igual libertad” y “democracia radical” que han logrado prevalecer en la historia de los socialismos. Veo, en este conjunto frágil, una serie de conflictos alrededor de lo que podemos llamar la reproducción y sus condiciones; todas luchas que implican un mejor manejo de la existencia y del ambiente vital, así como el deseo de construir otra relación con el futuro (y, desde este punto de vista, con la experiencia). Ahora bien, en el estado actual de las relaciones de fuerza, estas batallas son, en mi opinión, más efectivas a nivel local, territorializado que en cualquier otra escala.

En este contexto donde las luchas políticas ecológicas ponen también en primera línea las lógicas situadas de reapropiación contra la desposesión, ¿debería evitarse recurrir a toda abstracción política? ¿No tendremos necesidad de abstracciones políticas para delinear horizontes que permitan operar “saltos”, rupturas? Dicho de otra manera, ¿tiene sentido aun para ustedes el significante Revolución o, al menos, la idea de un “proceso revolucionario” por fuera de cualquier centralidad de un sujeto social histórico?

Laurent Jeanpierre: He mencionado lo que entiendo por “abstracción política”: una forma convencionalreglada de enunciación y de consignas, que relega lo íntimo, lo cercano, lo personal, la cotidianidad, la vivencia fuera del campo o, en el mejor de los casos, al subterráneo de la teoría y la práctica políticas verdaderas. Comprendámonos bien: el lenguaje está tejido de abstracciones. Ni la experiencia ni la vida son lo otro absoluto de la abstracción: los sentimientos de los cuales están hechas están en gran medida formados por categorías preestablecidas. Es más delicado saber si la crítica de la abstracción política es un momento, digamos actual, de ciertas luchas o si ésta debe ser uno de los objetivos del proceso emancipatorio. Algunos defenderían sin dudas esta última opción (como quienes se reclaman herederos de Bruno Latour, me parece), lo que involucraría toda otra manera de concebir la política y de construir, contra el universal abstracto, los universales concretos. Por mi parte, concibo la radicalización presente de la crítica a la representación en una crítica a la abstracción política, como una forma de lo que ustedes llamaron, en la pregunta anterior, la crítica a la ideología. Frente a la lengua muerta de la oposición al fordismo, a la cual escapa una suma cada vez más amplia de experiencias, una lengua viva se busca más cerca de los hablantes y, por tanto, de las propias vivencias.

En esta búsqueda que ha comenzado y que tomará tiempo, por supuesto que las abstracciones tienen ya su lugar. Se pueda apostar que si la lengua política que se elabora es viva y más cercana a cada una y cada uno, las abstracciones que ella construye hablarán por sí mismas. Una abstracción puede concebirse como un operador de puestas en equivalencia. Identifica, iguala situaciones, entidades, individuos que podrían, del mismo modo, ser vistos como diferentes. Aplana las singularidades concretas y, por esta razón, ofrece un control permanente de la crítica. El dinero, el derecho, los indicadores estadísticos, económicos, ecológicos, los conceptos, políticos o no, son abstracciones. Y hay otros. Ahora, si estamos de acuerdo en el hecho de que las luchas territorializadas se desarrollan y que, como lo han dicho, las luchas ecológicas o las luchas por la reproducción, la vida, el medio ambiente, son ante todo “situadas”, entonces debemos preguntarnos por su vínculo, su agregación, su consistencia de conjunto y su eventual horizonte común. Lo pequeño, lo cercano, no son buenos en sí mismos y pueden igualmente determinar situaciones políticas reaccionarias o fascitizantes. Su actual investimiento político se explica, como todo, históricamente porque lo global o la empresa son difíciles de politizar. Ir de lo pequeño a lo grande o articular escalas de la política – lo que me parece uno de los principales problemas legados por la tradición revolucionaria – puede, entonces, pasar y pasará de seguro por abstracciones políticas vivas y capaces de decir algo. La nueva crítica del capitalismo que Jérôme evoca y que ustedes retoman en su pregunta anterior, ha construido ya algunos conceptos importantes como aquel de buen vivir, a los cuales se podría añadir la idea de lo “común” y la de “autonomía”. Algunos querrán construir indicadores estadísticos del buen vivir y, efectivamente, ya lo han hecho. Otros imaginan aun que es el derecho el que debería desarrollarse o restaurarse para un mejor vivir. Puede ser que tengamos acá las primeras palabras y abstracciones de una lengua política que se inventa. Y, actualmente, hay otras sobre la mesa: “comunismo” (en un sentido desligado de su significación histórica dominante), “socialismo participativo” (pienso aquí en Thomas Piketty), “post-capitalismo”, etcétera.

La evocación de estos últimos términos exige nos interroguemos respecto del lugar que tendrían las palabras provenientes de tradiciones socialistas o revolucionarias pasadas en la lengua política adecuada a las luchas actuales. ¿Debemos mantener esto términos y cuáles, aunque haya que redefinirlos? Ustedes ya plantearon la pregunta respecto de la palabra “clase” y se podría continuar con “igualdad”, el término “pueblo” y muchísimos otros significantes. La idea de “revolución” también pertenece a esta familia. Por mi parte, la empleo en un sentido puramente descriptivo, en el espíritu de Trotsky y de Tilly, que se refiere a situaciones históricas de una tal dualidad del poder que conducen a una importante escisión de la población en dos bloques: el bloque contestatario es el que opera un cambio de régimen. Las revoluciones emancipadoras son una parte aún más rara de este conjunto de revoluciones políticas, algunas de las cuales bien pueden ser conservadores. ¿Este tipo de proceso político y, más ampliamente, la idea reguladora de “revolución” tienen algún futuro en el estado actual de las luchas? Difícil que podamos saberlo. Igualmente observo que, junto al número de Estados, la frecuencia de revoluciones en el sentido que le he dado ha tendido a aumentar desde 1945. Observo también, gracias a Charles Tilly, que las revoluciones nunca han tenido lugar en países con elecciones libres. La focalización exclusiva en la transformación revolucionaria estatal en la tradición socialista, me parece que tuvo globalmente efectos perjudiciales. Es necesario pensar de manera más abierta, más diversificada, menos articulada, los mecanismos y las formas del cambio histórico, conforme a nuestras aspiraciones. Volveremos sobre ello.

Quisiera terminar mi respuesta apuntando a otra dificultad respecto de las abstracciones y de su rol político. Toda lengua viva puede convertirse en una lengua muerta. Toda abstracción puede transformarse en un elemento ideológico en el sentido peyorativo de ese adjetivo. Si las abstracciones son necesarias para conducir amplios conjuntos colectivos, igualmente son una amenaza constante de borronear las singularidades. La abstracción política no es, desde este punto de vista, mejor que la abstracción del mercado. Toda la radicalidad de la crítica marxista de la mercancía y de la ideología reside en el hecho de que ha sugerido este punto. Extraigo dos lecciones de estas observaciones. La primera es que la descripción precisa, rica, singularizada, localizada de los ambientes, las condiciones de vida, los amigos, los enemigos, etcétera, es una operación política tan importante como aquella que consiste en construir ideas reguladoras, consignas, indicadores alternativos y que ella constituye en sí misma una advertencia, una prueba de veracidad frente a la posibilidad de una deriva ideológica de las ideas o de los instrumentos políticos. La segunda enseñanza es que parece dudoso que la política pueda ser únicamente un asunto de significantes, de significantes-amo, de abstracciones eficaces para constituir bloques, coaliciones, cadenas de equivalencias, para agregar e identificar situaciones vividas, como todos los discursos teóricos detrás de los programas “populistas de izquierda” lo han afirmado estos últimos años.

Jérôme Baschet: Aquello que necesitamos, ciertamente no lo llamaría “ideología” ni siquiera “abstracción”, aunque puede por cierto reivindicarse, como lo ha hecho Laurent, la necesidad de abstracciones vivas, muy diferentes de aquellas abstracciones muertas, desiertas de todo vínculo con la experiencia. A pesar de toda la importancia de una política de la experiencia, creo que no sería prudente encerrarse en la idea de lo experiencial puro, que supondríamos sin vínculos con las oposiciones más comunes y las aspiraciones en discusión, o para la cual estos rechazos y aspiraciones, no serían más que pretextos. Tenemos necesidad de análisis que ayuden a comprender esto que nos está pasando, que está adviniendo, de proposiciones y palabras justas. Justas porque se componen desde la experiencia, pero también porque ayudan a delinear al enemigo. Por supuesto, hay que descartar los discursos petrificados, heredados de otras épocas y de otros contextos, desconectados de la experiencia viva. Pero me parece que, en la revuelta de los GJ, la reencontrada experiencia del “nosotros” no puede disociarse de las propias coordenadas de la lucha. La experiencia compartida está atravesada por aspiraciones en parte comunes, explícita o confusamente presentidas. Y si la comunidad se forma es también porque hay un combate que llevar a cabo, que implica la identificación de los enemigos y, con ello, los presupuestos de tal identificación. Cuando Michalis Lianos dice de los GJ que es un “movimiento que tiene conciencia de que la unidad de la experiencia vale más que la divergencia de las opiniones”, hace bastante justicia.  Sin embargo, sería ir en contra de lo que él mismo explica concluir que la divergencia de puntos de vista no tiene ninguna importancia y que, de manera general, las “opiniones” no han sido relevantes. En principio, es esencial diferenciarnos respecto de nuestros enemigos y aquello contribuye a la unidad de la experiencia del “nosotros”. Y, bueno, los desacuerdos entre los GJ son múltiples y, a menudo, expresados fuertemente. Si omitimos estas dimensiones no podremos rechazar la crítica a un supuesto unanimismo prepolítico de los GJ. Así considerado, su inteligencia colectiva ha sido ponderar que la divergencia de puntos de vista en ciertos dominios – y particularmente aquellas que refieren a las identificaciones partidistas – no eran realmente pertinentes en ese momento en el cual la lucha se situaba en otro plano. Es en parte eso lo que les permitió ensamblar un conjunto en medio de una fuerte y asumida heterogeneidad.

Entonces, sí, necesitamos análisis, proposiciones y palabras apropiadas. En principio, para comprender aquello que nos oprime y asfixia. Como ustedes lo recuerdan, yo insisto en la necesidad de apuntar al capitalismo como enemigo. ¿Es una abstracción el capitalismo? En todo caso, una abstracción bien real que golpea muchas vidas y lleva al planeta hacia un espiral de destrucción cuyos efectos percibimos diariamente. Por supuesto, “capitalismo” no debe convertirse en una palabra mágica que haga creer que todo ha sido resuelto solo con pronunciarla (ese es tanto menos el caso en cuanto estamos asistiendo, en este último tiempo, a una suerte de banalización de la denuncia del capitalismo e incluso de la idea de post-capitalismo; una situación bien sorprendente si recordamos que esa palabra parecía, hace apenas quince años una obscenidad impronunciable). En realidad, la palabra “capitalismo” suma más dificultades que las que resuelve: a menudo es utilizada sin que se sepa exactamente a qué se refiere, más aún cuando el modo de comprenderlo, tanto en sus lógicas fundamentales como en las dinámicas más recientes, no es objeto de ningún consenso. Este término es a menudo acusado de ser muy abstracto, porque homogeniza realidades diversas, tanto histórica como espacialmente. Ahora bien, eso puede ser dicho de básicamente cualquier concepto. Y, sin embargo, es posible escapar a la eterna querella de los universales afirmando que un macro-concepto como este de capitalismo supone identificar ciertos rasgos distintivos en contraste con otros sistemas, reconociendo que solo se manifiesta a través de una multiplicidad de formas históricas, ellas mismas complejas y compuestas por múltiples tensiones de las que no se puede dar cuenta más que con un duro esfuerzo de descripción y análisis. En principio, lo que importa es tener del capitalismo una aproximación tan simple como sea posible, evitando reducirlo a un simple sistema económico. Es por ello por lo que recurro a nociones tales como “sociedad de la mercancía” o “mundo de la Economía”: el capitalismo, es el reino de la abstracción y la cuantificación económicas, sin embargo, es también el mundo que permite que ese reino perdure y se amplifique (que englobe instituciones, estatales o no, formas de gubernamentalidad, ontologías y modos de producción de las subjetividades, etc.). Esa es una tiranía muy concreta que lastima el tejido de nuestras vidas, que está inscrita tanto en gestos cotidianos, como en la suma de noticias trágicas que se acumulan día a día. Es evidente, entonces, que el análisis crítico del capitalismo no tiene ningún sentido si permanece disociado de la experiencia viva. Producir un análisis adecuado, articulando sus lógicas fundamentales y sus transformaciones en curso y, con ello, entrar en resonancia con aquello que se experimenta en lo cotidiano de nuestras existencias en el mundo de la Economía, es un desafío que siempre debe relevarse.

En fin, recurrir de manera crítica a una noción como esa es abrir un horizonte de transformación, porque es difícil saber cómo podríamos sabotear la destrucción en curso sin plantearnos la necesidad de interrumpir este proceso y, entonces, destruir el mundo de la destrucción. ¿El significante “revolución” es todavía conveniente para designar este horizonte? Aquello supondría tomarlo en una acepción que no sea únicamente política y sobre todo liberarlo de las tradiciones de pensamiento que le dieron su sentido, pero que se encuentran ahora en crisis. Así, convendría disociarlo de la concepción moderna de la historia, entendida como un camino hacia el Progreso, de la cual las revoluciones serían su acelerador. La destrucción en curso le da totalmente la razón a Walter Benjamin, cuando nos invitaba a concebir la revolución no como una locomotora de la historia, sino como el freno de emergencia por el cual la humanidad puede interrumpir su delirante camino hacia la catástrofe. Aquella supone renunciar a la visión de una revolución “fatal”, movilizada por propio sentido de la historia, igual que a la idea ya mencionada de un Sujeto Revolucionario determinado por la estructura de clases del capitalismo y, por tanto, llamado a destruir toda esta estructura. Además, el significante “revolución” debe también ser desligado de la aproximación estado-céntrica de la política, a la cual ha estado largo tiempo vinculado, bajo la impronta de lo que podemos llamar el Modelo de Octubre. En esta visión, es la conquista del poder del Estado, entendido como el instrumento por excelencia de la transformación económica y social, lo que concentra el momento de la transición. La famosa Gran Noche, generalmente referida a un futuro más o menos lejano y que tiene el inconveniente de rechazar o minimizar todo esfuerzo de construcción alternativa en el presente. Se puede así subrayar el carácter problemático del significante “revolución” cuando sigue preso de su sentido clásico, o bien, cuando ha sido mal disociado de éste. No queda sino afirmar que la necesidad de terminar con la devastación de los mundos habitables por la abstracción económica, es decir, terminar con el capitalismo, implica un horizonte de transformación radical que bien podemos llamar revolucionario. Ahora, pues, comienza un horizonte incierto y sin Sujeto predefinido, que no pasa necesariamente por la conquista del poder del Estado y que, sobre todo, hace frente a la urgencia ecológica y humana.

La Comuna retorna

Notas:

(*) Primera parte de una entrevista realizada a Jérôme Baschet  y Laurent Jeanpierre, en donde se analiza el movimiento de los Chalecos Amarillos franceses, a propósito de la publicación de dos libros que abordan ampliamente la temática.

(1) Para tener una idea general del levantamiento de los Chalecos Amarillos, consultar aquí: http://comunizar.com.ar/tag/chalecos-amarillos/

(2) El llamado a un “Gran Debate” nacional fue un desesperado intento de Macron por neutralizar la potencia insurgente del movimiento de los chalecos amarillos que tuvo una primera fase abierta hasta mediados de marzo del presente año y luego volvió sobre una lógica de talleres participativos no abiertos. Lógicamente, no suscitó el apoyo mayoritario de las personas movilizadas y ha sido denunciado como lo que es, un intento de pacificación sin perspectivas de trasformaciones al modo de producción.

(3) Ver: https://clionauta.hypotheses.org/17494

(4) El Consejo Nacional de la Resistencia fue el órgano que dirigió y coordinó los distintos movimientos de la Resistencia francesa, de la prensa, de los sindicatos y de los miembros de partidos políticos hostiles al gobierno de Vichy a partir de mediados de 1943.

 

Publicación original en francés: lundimatin
Traducción al castellano: vitrina dystópica


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