La Navaja roma o el marxismo explicado por John Berger

(para Nina)

Hace algo más de un año, con sus noventa a cuestas, se nos moría John Berger. Era entre otras muchas cosas marxista y padre de una hija. Con su hija Katya, escritora y crítica cinematográfica, se había acostado unos años antes en el Auditorio del Museo del Prado a conversar sobre la pintura de Mantegna, bajo una enorme reproducción de sus frescos de la Cámara de los esposos, en amorosa performance.[1] Veamos ahora la manera en la que Berger nos explica el marxismo a través de su amor de padre.

La niña desea tener una navaja, como las que tienen sus dos hermanos mayores varones. El padre, artesano polaco, decide hacerle una con sus propias manos para obsequiársela en el día de su cumpleaños. Sabe hacerla y, por consiguiente, imaginarla de antemano. “La de ella sería pequeña, de unos nueve centímetros cerrada y diecisiete abierta. Le pondría unas cachas de asta, de un color gris meloso, ligeramente traslúcido. La encontraría en el almacén de Romek, en Aleksandrow. Abriría el trozo de asta longitudinalmente y con cuatro remaches dorados uniría las dos mitades al vástago de acero; serían ligeramente curvas, un poquito más anchas en el extremo de la cola. La hoja de acero también sería curva y apuntada”.[2] Y el padre la fabrica. “El padre la hizo. La navaja es pequeña y femenina, como un pasador para una gran mata de cabello negro. Cerrada, en la mano, la hoja brilla como la luna en la última fase del menguante”. El artesano supo hacerla y sabe, como sabe su hija, cuantas cosas maravillosas pueden hacerse con una navaja. “Es pequeña, pero se puede limpiar una trucha con ella, pelar una pera, cortar acederas, abrir una carta, quitar un guijarro que se ha metido en la pezuña de una cabra, si la cabra está quieta”. Pero aún no está en la navaja su amor de padre, aunque sea pequeña y femenina como su hija, aunque su hoja brille como la luna menguante. Su amor, por ahora, está en hacerla.

Y esto no sorprende, porque Berger nunca se sintió cómodo dando las espaldas al trabajo. Escribe este relato, en los hechos, mientras cocina una sopa de acederas -y nos va dictando su receta. Había bautizado De sus fatigas a esa maravillosa trilogía que se inicia con una familia campesina carneando un cerdo y se cierra con una pareja de jóvenes desterrados rebuscándoselas como pueden en los basureros de una gran ciudad. Se había indignado antes con oleos como aquel de Gainsborough en el que Mr. y Mrs. Andrews, recién casados, posan ante sus propiedades, su tierra, su ganado y sus trigales, debidamente cercados y purgados de campesinos. Y más tarde recordaría, junto a su hijo Yves, a su esposa Beverly simplemente como una mujer que regaba sus plantas.[3] Pero en las manos de este artesano polaco hay algo más: un hacer amoroso que apunta más allá del trabajo impuesto, es decir, un hacer utópico. Muchos otros escritores y pintores repararon antes en el trabajo humano, por supuesto, pero pocos develaron esta dimensión utópica de un hacer emancipado que encierra.

“La navaja, sin embargo, tiene una particularidad”. En efecto, ese hacer amoroso, que ya no es trabajo, deja su inevitable huella en lo hecho, que ya no es mercancía. “La peculiaridad de la navaja es que el filo de la hoja es tan romo como el lomo y tiene su mismo grosor. Es una navaja perfectamente hecha para que no corte. La hoja está clausurada”. Esta rara navaja no es mercancía. Y no sólo porque carece de valor -pues no fue producida para ser vendida en el mercado, sino para regalársela a una hija en su cumpleaños. Sino porque carece incluso de valor de uso -salvo, precisamente, para esa hija a la que está destinada. La posibilidad misma de que esta navaja se convierta en mercancía fue clausurada junto con el filo de su hoja. El amor del padre, que estuvo en su hacer esta navaja, está ahora en la propia navaja. Mejor dicho: esta navaja no es nada más que ese amor de padre.

Un amor desgarrado entre sus deseos de satisfacer el deseo de su hija (de tener su propia navaja) y de proteger a su hija de ese deseo suyo (de evitar que se lastime con esa navaja). Puesto que este amor desgarrado del artesano por su hija es el amor de todo padre, podría decirse, en este motivo radica la universalidad del relato. Pero Berger prefiere continuar con su relato. “A principios del siglo XX, en el año 1906, cuando las revoluciones y las tropas disparando a las masas estaban a la orden del día en toda la Europa central y oriental, un hombre hizo semejante navaja para que su querida hija no corriera el riesgo de cortarse un dedo”. El hacer de este artesano (moldear y cortar este duro asta y remacharla al vástago, forjar esta hoja y atornillarla a las cachas) y lo que hizo (esta peculiar navaja, pequeña y femenina como un pasador para el cabello, brillante como la luz de la luna menguante, aunque roma) no son universales como el trabajo abstracto y la mercancía, sino absolutamente singulares. Pero esta singularidad nos resultaría algo ingenua, como sucede en ciertas fábulas tradicionales contadas a los niños, si ese hacer y eso hecho hubieran existido en ningún lugar y en ningún momento.[4] Berger prefiere informarnos, en cambio, que existieron en Polonia en 1906. Existieron donde “la pobreza, el hambre, las condiciones de trabajo y, sobre todo, la prohibición de enseñar la lengua polaca en las escuelas y de utilizarla para usos oficiales, estaban en el origen de las protestas que se sucedieron de un lado al otro del país” y existieron cuando “las revoluciones y las tropas disparando a las masas estaban a la orden del día”.

Esta cuota extra de singularización era necesaria para acabar de convertir el amor de este artesano por su hija en un asunto universal. Su desgarrado amor de padre se convierte entonces en índice del desgarrado amor de una sociedad entera –aunque esta no cuente con padre amoroso alguno que pueda protegerla de los riesgos que involucraría realizar su deseo de libertad. La inaudita desproporción existente entre el intento individual de aquel padre de suturar su desgarrado amor por su hija fabricando una navaja sin filo y el intento colectivo de esta sociedad de suturar su desgarrado amor por la libertad realizando una revolución, sin embargo, no impide que el uno siga siendo índice del otro. Por eso Berger no desprecia, ni un instante, el frágil intento del orgulloso artesano.

Muy bien, ahora que Berger ya nos explicó qué cosa es el marxismo, dejemos que concluya su relato. “Cuando la abres, Juan, se te ocurre que lo que tienes en la mano es un objeto hamletiano. Contiene un deseo reconocido y, emparentado con éste, el temor que provoca ese deseo. Es la navaja de la indecisión. Abierta o cerrada, la hoja es siempre un lamento. Pero ¿es eso todo? Este objeto hamletiano que ha sobrevivido contra todo pronóstico nos habla de algo más: del deseo de que el ser amado lo tenga todo, absolutamente todo”.

Autor: Alberto Bonnet

Notas:

[1] La performance, una conversation piece, se denomina Lying down to sleep y fue representada en febrero de 2010.  El video y el texto están disponibles en la página web de los Amigos del Museo del Prado (www.amigosmuseoprado.org/es/fundacion/proyectos-especiales/homenajes/john-berger).

[2] El relato forma parte de J. Berger: Aquí nos vemos (Buenos Aires, Alfaguara, 2005), p. 177-9.

[3] J. Berger: Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag (Buenos Aires, Anagrama, varias ediciones); J. Berger et al.: Ways of seeing (Londres, BBC, 1972), episodio 3, o bien Modos de ver (Barcelona, Gustavo Gilli, 2016), p. 59 y ss.; J. y Y. Berger: Rondó para Beverly (Buenos Aires, Anagrama, 2015).

[4] Aunque Berger sigue una estrategia diferente en De A para X (Buenos Aires, Anagrama, 2014). El amor por correspondencia entre Aída y Xavier, un preso político, es igualmente singular y transcurre en la nuestros días en algún territorio palestino ocupado por invasores israelíes. Pero Berger se abstiene de informárnoslo porque quiere sugerirnos que esas circunstancias son generalizables.

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