El sábado murió Marcelo Cohen, a los 71 años. No sé de qué, no importa mucho, ¿no? Murió de vida. Fue un mazazo, me enteré el domingo poco después de despertarme.” (Mensaje en Facebook)

Cuando muere alguien como Marcelo Cohen sabés que durante mucho tiempo se viene el desierto porque esa clase de monstruosidad es muy extraña y, por eso, única. Es lo más parecido a la soledad. Solo queda releerlo y tratar de acercarse a lo que dejó, que es muchísimo.” (Leído en Twitter)

 

Lo que queda

 

Lo que queda

Marcelo Cohen

 

Y llegué a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir —para él y para ella— la destrucción, la paz definitiva de la nada”.  Juan Carlos Onetti.

 

No había olor a vejez ni a humedad. Las cosas no parecían suspendidas desde la eternidad. Simplemente estaban en su lugar, quietas, como meditando, sin ánimo de espera. Tampoco había tierra; se hubiera podido pasar un dedo por los muebles sin recoger suciedad, a pesar de que una especie de ventilación cruzaba el comedor desde el bar, en un rincón hasta el hogar, en el otro extremo, sin señas de fuego reciente.

Las dos puertas, una frente a otra, no atinaban a abrir sus bocas anchas y secas. Pero tenían que abrirlas. Cualquiera allí hubiera asegurado que las puertas tenían que abrirse, hubiera pedido que se abrieran. Quizás por eso la de la derecha, o la del este, se abrió. No se abrió lentamente; fue casi con exasperación, con un recóndito nerviosismo. Entró él y pareció oler, respirar algún perfume escondido en las partículas, asomado detrás del paisaje de los cuadros. Se quedó quieto; solamente después de un rato recorrió con pasos largos el centro del lugar: desde ahí parecía aún más grande. Tuvo ganas de sacar las sillas, o por lo menos ponerlas más cerca de la pared; a lo mejor iban a molestar. Quiso ser impaciente pero no pudo.

De todas maneras no hubiera valido la pena, porque ella apareció, una vez abierta la puerta casi con curiosidad. Se inquietó un poco cuando lo vio. Al descubrir el barro que los zapatos dejaban sobre el parquet, entendió que él había caminado mucho. La inquietud se le hizo recelo y el recelo paseó por todos los nervios del cuerpo. Y los nervios caminaron. Y ella caminó, uniendo su movimiento discontinuo al de él, que no se había detenido. Trazaban círculos desiguales, agónicos, y a veces las curvas se emborrachaban, impecables, para evitarse. Era el comienzo de la búsqueda o de la lucha, y no entendían que todo iba a ser mucho mejor si no obligaban la existencia de un vencedor.

Pero el empezó a mirarla, cada vez con más insistencia. Al principio ella describía nuevos círculos, cada vez más lentos, más desganados, como atacada por algo que le caminaba, urticante, por la piel. Hasta que corrió, y él detrás de ella. Las paredes tuvieron poco tiempo para distenderse: apenas las sillas comenzaron a golpearlas tuvieron que dilatarse agitadamente.

Ella corría mirando hacia atrás, parpadeando por encima de los hombros. A veces, cuando él se acercaba, ella le tiraba una silla, o un florero, o una botella. Las botellas fueron varias y, devastados los estantes del bar, el piso se llenó de whisky, de licor, de vino dulce. El piso fue un extraño jarabe en el que ella misma resbaló. El cuerpo quedó sobre el suelo, emborrachado en alcoholes, y la cabeza, brillante, en el borde de un sofá. El se acercó despacio, sacudiéndose con suavidad el cuello de la camisa, donde palpitaban unas gotas de sudor oscuro. Se recostó junto a ella, o sobre ella, y la besó. Lentamente las lenguas pasaron sobre los labios, incursionaron entre la humedad tibia y amenazante de los dientes, y los dientes mordieron con ternura, acariciando. El hundió sus dedos en el pelo de ella, separó los cabellos castaños y recorrió el cuello con los labios. El cuello, la garganta, los hombros. Ella chasqueó imperceptiblemente sus labios detrás del oído de él. Cerraron los ojos, desabrocharon sus camisas y probaron, quizás sin querer, el mismo sudor salado, la misma saliva ácida. Sólo al abrir los ojos ella se dio cuenta de que habían aparecido sus pechos, elásticos y rosados como la piel de un chico recién bañado. Él los cubría con la boca, con las manos, y ella veía peces, gorriones, veía el color de los olores y se hundía en sonidos apagados. Entonces él la empujó.

La empujó sin violencia; casi fue un dejarla caer, unida a la madera y al alcohol, y otra vez correr en círculos y rectas y polígonos. Y ella se incorporó y lo persiguió. Él no miraba si lo podía alcanzar; miraba hacia adelante buscando objetos. Cuando alcanzó la mesa, la interpuso entre los dos. Ella se desalentó por un momento ante el obstáculo, aunque en seguida fue hacia uno de los costados. Pero él, yendo hacia el otro, inició el círculo casi infinito. Desesperada, ella quiso tirarse sobre la mesa, pero él volvió a empujarla y ella tropezó. De nuevo él corrió. Ella se repuso y sus pies fueron dos péndulos invertidos, enloquecidos. Tenía el pelo repartido sobre la cara. Él corrió más y más, pero el piso se agrietaba bajo sus pies. Los zapatos quedaban en las grietas y se esforzaban por salir. Cuando salían ella estaba más cerca y los círculos se hacían punto. Ella lo alcanzó.

Dejando que él se quedara de espaldas, lo besó a lo largo de todas las vértebras, desde el cuello hasta la cadera. Sus manos jugaban con el vello del pecho mientras conseguían sacarle totalmente la camisa. Pero no fue suave. Al volver a los hombros los dientes mordieron y marcaron la carne. Él no gritó. Se dio vuelta y apretó las dos manos sobre la cintura de ella hasta que tuvo que dar un alarido y rasguñarlo en los brazos y golpearlo en la cara. Cada beso era una venganza. Volvieron a morderse los labios y las mejillas y una sangre tímida se iba mezclando con la humedad de las lenguas mientras las manos bajaban más allá de las caderas y buscaban el calor de los muslos. Jadeante, el mordisqueó el cabello castaño y mojó su mano en lo más oscuro del sexo parpadeante de ella. Ella supo el sexo de él ciego, acerado, cercano. Sentía que se le doblaban las rodillas. Apenas tuvo fuerza para subir la mano derecha, ponerla sobre la cara de él deteniendo una mueca y hundir los dedos en los ojos.

Corrió y nuevamente miró hacia atrás por encima del hombro. El también corrió, emitiendo ruidos ahogados. Las piernas se le iban impregnando de la viscosidad blanca que derramaba sobre el piso, un polen que no quiso mezclarse con el licor esparcido y que ella no entendió. Sólo entendió que tenía que separarse más de él y le tiró una lámpara. Evitada, con un ruido de cristal mortificado la lámpara se estrelló contra el parquet. Y fue una chispa, y fue el alcohol magnetizado y tranquilo y hubo fuego. Ella corrió hacia las llamas. Al llegar al rincón, en el lugar de las llamas hubo una puerta y al atravesarla hubo un corredor. Él la persiguió por la oscuridad, transpirando su angustia, y ella llegó a la luz con la respiración casi muerta. En esa habitación únicamente había ventanas. Una daba a un balcón, y por ésa quiso pasar ella. Pero estaba cerrada sin remedio, y él se acercaba, las suelas retumbando con pesadez contra la madera. Ella golpeó el vidrio y lo rompió, pero no pudo evitar que las astillas le hirieran el brazo. Vio salir la sangre por cien orificios y lloró, sin darse cuenta de que él ya había llegado. El besó cien veces el brazo y con cada beso restañó la sangre y endulzó la piel. Sonriendo, ella arrancó la parte de adelante de su pollera, que colgaba cansada, y se apretó contra él. Él no la perdonó; dejó caer sobre las mejillas de ella cinco, diez cachetadas, hasta que el rostro se puso colorado, hasta que se puso violeta. Ella se apretó más y él besó toda la superficie erosionada por su propia mano. Los dos se aletargaron, se enarcaron, tantearon sus pieles y reanimaron hasta la última célula fatigada, buscándose, oliéndose, brillando.

El sexo de él volvió a ser un tallo joven y el de ella un damasco demasiado maduro. Ella cubrió el de él con sus manos y dejó que penetrara en su carne la carne apenas hiriente de él. Se hamacaron envolviéndose el uno en el otro. Y ninguno de los dos comprendió el momento. De pronto él se irguió. Ella le clavó las uñas en la espalda hasta que la sangre corrió más abajo de las rodillas. Igual él pudo soltarse y escapar. Otra vez fue el corredor y ella detrás. Y otra vez la puerta que atravesaron casi juntos. Y en lugar de esa puerta, donde antes había existido el fuego, hubo fuego nuevamente y vidrios rotos de una lámpara. Él miraba a su alrededor. Las paredes todavía palpitaban; las sillas, algunas con las patas destrozadas, se revolvían en el piso. El fuego chamuscaba el cortinado. El licor no quería evaporarse ni abandonar el whisky y el semen. Ella también miró. Pensaron bastante tiempo, sin fruncir el ceño. Era el fin de la búsqueda o de la lucha y no habían entendido que no debían obligar la existencia de un vencedor.

Pusieron entonces sus espaldas paralelas; cada uno abrió su puerta y la atravesó.

Un vago viento desgastado cruzó el comedor. Las paredes volvían a endurecerse y el fuego silbaba sus ronquidos. Las puertas querían quedarse abiertas.

 


El escritor Marcelo Cohen nació en Buenos Aires el 29 de setiembre de 1951 y murió en la misma ciudad, el 17 de diciembre de 2022. 


 

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