Marina Garcés *
Pensar cansa. Pero no poder pensar deprime. No poder pensar es lo que ocurre cuando los posibles se cierran, los contextos se fragmentan y la esfera pública se polariza y se privatiza. No poder pensar es lo que nos ocurre cuando la emoción dominante es el miedo y cuando la incertidumbre es la única certeza que nos queda. No poder pensar es el derrumbe del cuerpo y de la mente cuando cualquier futuro parece haber quedado atrás.
Hace diez años que publiqué este libro y ahora lo publicamos de nuevo, en una nueva edición en castellano y por primera vez en catalán. La situación de depresión pandémica en la que saldrá me hace dudar de su necesidad. Es fácil decir que la filosofía no sirve de nada, cuando esa nada de sentido se vive con alegría. El juego de los problemas y de los conceptos se convierte entonces en la fiesta de un exceso, en el que el deseo y la inteligencia se multiplican y fertilizan el lenguaje, llevando sus códigos al paroxismo. Pero cuando la nada se tiñe de amenazas, cuando el vacío solo es vacío, cuando el sinsentido se convierte en normalidad, entonces se hace más difícil afirmar con alegría que la filosofía no sirve de nada y que por eso importa. Si vivir es una cuenta atrás, cualquier cosa que no sea una respuesta a la urgencia parece una pérdida de tiempo.
Pensar o predicar
Gran parte del pensamiento contemporáneo parece moverse entre dos opciones: constatar el apocalipsis o ponerle parches y paliativos. Avisar de los desastres o moverse en su interior. Se percibe algo así como una excitación en relatar las catástrofes por venir, en publicarlas antes que otros, en ejercer de intelectuales del fin del mundo. El pensamiento crítico está dejando de ser crítico, cuando su función es la de hacer de comentarista de un partido en el que no juega. Relata con emoción cómo se mueve la pelota, cómo se pierden opciones una jugada tras otra. El apocalipsis siempre ha sido una forma de espectáculo, una promesa perversa de que algo importante va a ocurrir. Que la vida continúe, a pesar de todo, es casi un motivo de decepción. Enfermos de normalidad, nos preguntamos, ¿no puede pasar algo de una vez por todas?
En estos diez años el mundo parece haberse hecho dramáticamente común. No se trata solamente de la pandemia por Covid-19. La evolución de internet y de las tecnologías hacia la concentración de monopolios privados nos hacen estar a todos en las mismas redes sociales y en las mismas plataformas de consumo. La aceleración del cambio climático y de la escasez de recursos naturales y energéticos nos sitúan en abismos de afectación global. El aumento en número y en mortalidad de los movimientos migratorios, la desproporción en los índices de desigualdad en cada sociedad y a nivel global… Todos estos aspectos, por nombrar los más evidentes, nos encadenan a una realidad única en la que la interdependencia de todos los fenómenos se ha hecho más estrecha y se ha convertido en una amenaza para la mayoría.
Como en el cine más reciente, parece que cualquier teoría solo puede darnos razones e imágenes, a veces solamente pobres metáforas, para nuestra salvación o nuestra condena. La crisis de la imaginación es una crisis de la crítica, cuando los únicos límites que podemos pensar son los de nuestro propio final. Un sentir neorreligioso impregna gran parte del discurso más actual, aunque no lo parezca. El mañana de la extinción o el mañana de una resurrección «más que humana» parecen los únicos futuros con los que podemos hoy tratar. El pensamiento deja entonces de pensar y se dedica a predicar.
Un concepto latente
El concepto de mundo común tiene una larga historia, que arranca a principios del siglo XX con la fenomenología, cuando esta corriente filosófica se atreve a preguntar cuáles son las fuentes de nuestra experiencia y comprensión del mundo, previamente al conocimiento que tenemos de sus objetos. Es decir, qué hay «antes» de la ciencia y de la técnica o, dicho de otro modo, qué sostiene y se oculta bajo nuestra relación de saber y de dominio sobre el mundo como colección de objetos (los humanos incluidos).
Este desplazamiento de la pregunta y, por lo tanto, de la mirada, cambia también la posición del sujeto, que ya no se sitúa de forma inmune y frontal ante el mundo, sino que se descubre en el «entre», es decir, en el entramado de relaciones que lo componen y lo inscriben en un mundo natural y social. Como recogerá el filósofo Merleau-Ponty en una de las expresiones que guían este libro, la pregunta por un mundo común nos conduce a «despertar en los vínculos». Para Merleau-Ponty, principal inspirador de este libro, este «entre» es nuestro cuerpo, entendido no como una unidad anatómica, sino como un nudo de significaciones vivas. Para una filósofa coetánea suya como Hannah Arendt, este «entre» será el lugar del sujeto político y el mundo común la apertura de una distancia que hace posible la acción y el discurso. Son dos opciones distintas, una hacia la palabra y otra hacia el cuerpo, de una misma posición involucrada en la pluralidad irreductible a la unidad de los asuntos comunes.
Este sujeto involucrado en un mundo común es el que ha tomado relevancia, bajo nuevos sentidos, en la teoría crítica contemporánea, porque descentra el punto de vista, sin desvincularse de los problemas comunes. Las subjetividades que históricamente han ocupado los márgenes tienen voz en la pluralidad irreductible de un mundo común, porque desde cada una de ellas el sentido del mundo aparece de distinta manera, en conflicto y en disputa. Por eso podemos seguir la pista del concepto de mundo común en las filosofías feministas, en las teorías postcoloniales (especialmente, en el marco de la filosofía africana actual), en la reflexión y las luchas contra la precarización de la vida (trabajo, vivienda, producción, consumo…) o en las teorías científicas y filosóficas que están tejiendo una nueva manera de entender la relación entre lo humano y lo no-humano, la naturaleza y la cultura en la era conocida como el antropoceno.
Bajo la globalización y el antropoceno, el mundo no se ha hecho más común sino, como decíamos, dramáticamente unificado. Contra esa tendencia y sus espejismos aterradores, contra sus metáforas y sus predicadores, preguntar por un mundo común es una invitación a pensar y a imaginar lo que nos vincula sin reducirlo a la unidad, ni de la esencia, ni del sistema, ni de la identidad.
Problemas comunes
La filosofía no es un programa de salvación. Trabaja con problemas comunes. Elabora sus mapas y prepara, así, el terreno de sus soluciones posibles. No es cierto que no tenga respuestas: las ensaya sin cerrarlas. Releer Un mundo común diez años después de su primera publicación es encontrar un mapa de problemas que todavía son los nuestros. En algunos casos se han complicado, en otros se han enriquecido con experiencias, con teorías y con luchas que han venido después.
Elaborar el mapa de los problemas comunes es la estrategia crítica más eficaz contra el dogma apocalíptico y sus promotores a derecha e izquierda. También es la estrategia más eficaz para no caer en la otra tentación, la de la nostalgia y la idealización de los tiempos pasados. Aunque fuera publicado en 2012, este libro no es una sublimación de las luchas que sacudieron las plazas de muchos lugares del mundo en 2011. Forma parte de la resonancia que a muchos nos condujo a ellas, pero también de los problemas que ni entonces ni hoy hemos sabido resolver. Desde lo no resuelto que pide volver a ser pensado, los problemas comunes que se desarrollan en este libro son parte de nuestra geografía actual, una geografía filosófica y política que podemos situar en la encrucijada, por lo menos, de cinco nociones: interdependencia, nosotros, compromiso, crítica, inacabamiento. Se mantienen los problemas, pero se han desplazado los sentidos y las tonalidades de estos conceptos. Por ello es interesante retomarlas como punto de partida de una nueva lectura.
*Nosotros: el siglo XX terminó con la culminación del individuo como protagonista de la vida política y social, con todas sus expresiones culturales, comerciales y psicológicas. El yo parecía reinar en el mismo momento en que estaba empezando a quebrarse. La sociología, la política, la filosofía, el arte, etc., giraban en torno al culto al individuo o a su crítica. El paradigma individualista parecía confundirse con la existencia humana misma, como si nunca pudieran llegarse a diferenciar. Frente a ello, reivindicar el nosotros era una apelación a reencontrar la comunidad, lo colectivo y a abrir los sentidos posibles de la vida en plural.
Cuando ya llevamos dos décadas del siglo XXI a nuestras espaldas y unas cuantas crisis vividas y por vivir, el individuo y sus pretensiones empiezan a ser una figura borrosa. La crisis terrorista en 2001, la crisis financiera en 2008, la crisis sanitaria en 2020 y la crisis ambiental como presente continuo y futuro irreversible nos han ido situando en un escenario en el que los privilegios se defienden desde el grupo. El problema es que quienes han entendido mejor esta nueva situación son los más ricos, que se protegen y se enriquecen entre sí, o las políticas llamadas populistas, es decir, construidas sobre la idea de un grupo (pueblo, raza, cultura, etc.) que tiene que defenderse y ser defendido frente a la amenaza de «otros». También los movimientos sociales se han encerrado, a menudo, en estas lógicas autorreferentes, cada vez más enfrentadas y excluyentes. Son lógicas que se han visto reforzadas, además, por la dureza de la represión que, a escala global, está ejerciendo un sistema de vigilancia y de dominación cada vez más cercano al tecnofascismo.
Los nosotros protagonizan hoy la escena social y política, pero son un nosotros en lucha por su existencia y por la preservación de lo que consideran sus privilegios o sus aspiraciones. Mientras el yo se hunde en el malestar psíquico, la soledad y el consumo, el nosotros se rearma a partir de identidades reconocibles, de nuevas ritualidades políticas y de líderes fuertes. ¿Cómo aprender a decir nosotros contra la identidad de grupo que define y encierra su sentido? ¿Cómo aprender a decir nosotros más allá del reconocimiento y de la defensa «los nuestros»? Estas preguntas eran el punto de partida de Un mundo común, y siguen siendo hoy, con más urgencia todavía, las claves para abrir los cerrojos de nuestro presente. La colaboración, la cooperación, el apoyo mutuo, las resistencias, la hospitalidad, el aprendizaje… son prácticas sociales y políticas que no pueden partir del grupo cerrado, sino que abren e inventan los sentidos posibles de la vida en común.
*Interdependencia: la interdependencia ha pasado de ser una reivindicación a ser vivida como una amenaza. Desde las ciencias físicas y sociales, desde la filosofía y desde movimientos sociales como el ecologismo o el feminismo, se trabaja desde hace décadas por recomponer una visión del mundo que priorice los vínculos de interacción y dependencia, ante los valores de autonomía y autosuficiencia que había ensalzado el individualismo. En los últimos tiempos, sin embargo, la interdependencia se ha convertido en una imposición peligrosa. Esto ha sucedido, sobre todo, bajo dos experiencias interrelacionadas: la globalización del capitalismo y de sus cadenas de extracción, producción y consumo en tiempo real, y la pandemia por Covid-19, que ha situado en el día a día de un mundo contagioso en la intimidad de nuestros cuerpos y de nuestras casas. Bajo estas dos experiencias de la globalización percibimos el mundo como más estrecho y más pequeño, y la interacción con los otros, humanos y no-humanos, como cargadas de peligros.
Voces mediáticas repetían, al inicio de la pandemia, que habíamos descubierto la interdependencia y la vulnerabilidad. No las habíamos descubierto. Habían llegado a la puerta de quienes por sus privilegios habían vivido hasta entonces en la ficción de su autosuficiencia y de su inmunidad. Para el resto, sus vidas siempre han sido interdependientes y vulnerables. La interdependencia se puede experimentar como una condición para la emancipación colectiva. Pero puede ser vivida también como su contrario: la amenaza constante que se deriva del hecho de vivir en manos de otros, pegados al aire que respiran, a las decisiones que toman y las formas de vida que mantienen. Esta amenaza está siendo gestionada hoy, muy eficazmente, por las fuerzas políticas de derechas, que invocan la libertad y la autosuficiencia, incluso la secesión (de los ricos) y la autogestión, de cada cuál, como formas de no depender del lastre y de los peligros que supone la vida en común.
*Compromiso: las dos primeras cuestiones nos exigen pasar de análisis descriptivos a un juicio de valor, en el que se ponen en juego opciones y no solo situaciones. Entonces es cuando se abre la pregunta concreta por el compromiso. Escribíamos hace diez años que el compromiso no es un ejercicio de la voluntad libre, sino que es el efecto de dejar caer la inmunidad y preguntarnos qué nos afecta. Es decir, qué nos vincula a otros en el pensamiento y en la acción. Pero cuando la inmunidad se derrumba y nos deja en la desnudez de la precariedad, lo que nos afecta no nos vincula: nos separa y nos enfrenta. Este libro empieza con la pregunta ¿qué nos separa? Si en tiempos en los que dominaba el individualismo lo que nos separaba era la ficción inmunitaria, el simulacro de que en las sociedades desarrolladas no nos podía pasar nada, lo que nos separa hoy es la sensación de que en cualquier momento nos puede ocurrir cualquier cosa.
Comprometerse en tiempos de amenazas y de crisis acumuladas se ha convertido, básicamente, en apoyarse y en cuidarse. El apoyo mutuo y la ética de los cuidados se han puesto en el centro de una experiencia del compromiso que gira entorno a la vida dañada y vulnerable. La herida se ha puesto en el centro, pero no es la herida ontológica, la vida abierta que somos, sino la destrucción que provoca sobre nosotros y sobre el resto del planeta la acción humana. Frenar y reparar la destrucción parece hoy el único compromiso posible. Pero cuando este es el único compromiso posible, la vida colectiva empieza a parecerse a un planeta de enfermos terminales. El cuidado y el apoyo mutuo no pueden ser solamente prácticas de reparación. Si forman parte de la vida, tiene que ser también expresión del deseo. Estamos olvidándonos de desear. Estamos dejando de imaginar.
*Crítica: la crítica es un ejercicio de la imaginación porque es un arte de los límites. Consiste en mostrar los límites de lo que sabemos y de lo que somos para interrogar su sentido y desplazar su sinsentido, para entender su existencia y para desmontar su violencia. Las tradiciones más analíticas del pensamiento han reducido el pensamiento crítico a un trabajo de disección y de discriminación. Las tradiciones más moralistas, a la emisión de un juicio acerca de lo bueno y de lo malo. Bajo estas dos aproximaciones, la crítica deja de imaginar y de desear. Solo constata y juzga.
Este libro ensaya múltiples formas de poner en práctica la imaginación crítica, como un enlace activo entre el cuerpo y el pensamiento, la educación y la cultura, el arte y la política. Son tentativas, retomando el término del pedagogo Fernand Deligny que ya hacíamos nuestro entonces. El valor de la tentativa sigue siendo un lugar inestable en el que buscar la relación entre las situaciones que nos toca vivir y las opciones que se abren en ellas. Hablar de los hechos requiere, hoy, de mucha imaginación. Es decir, de una apuesta decidida por vincular lo que sabemos con lo que no sabemos, por aprender en los límites de un mundo que solo puede ser común si se abre a sentidos y a experiencias que no poseemos. Hemos dejado de imaginar y de desear porque hemos interiorizado que sabemos lo que va a ocurrir. Y, sobre todo, cómo va a acabar. Pero quizá una de las funciones principales del pensamiento crítico hoy sea recordarnos que sabemos mucho menos de lo que nos creemos. Solo así nos pondremos en situación de aprender, cuestionar y dejar de predicar.
*Inacabamiento: empecé a estudiar filosofía cuando las teorías más vistosas del momento anunciaban el fin de casi de todo. De la historia, de la filosofía, de las ideologías, de las revoluciones… Treinta años después, anuncian el fin del mundo. Ya entonces me rebelé contra estas posiciones y escribí una tesis en la que exploraba los modos en que la filosofía había pensado lo posible contra lo posible. Y todavía hoy creo que sigo ahí, en la tentativa de hacer del pensamiento una herramienta del deseo. La tentación del fin tiene su otra cara en la venta de humo, en forma de utopías, esperanzas y proyectos de salvación, personal o colectiva. Las dos son formas de credulidad que ahorran, eso sí, mucha energía. Pensar cansa. Pero no poder hacerlo deprime.
Pensar, hoy, vuelve a ser una apuesta contra la depresión. Una forma de alegría que no se engaña ni quiere engañar. Que se atreve a no saber para aprender de nuevo y que parte de la convicción de que un mundo común no es el mundo que reconocemos como nuestro, sino el mundo que no acaba con nosotros. Las mejores luchas son aquellas que no terminaremos nosotros. Las mejores historias, las que otros continuarán. Lo inacabado es lo que no tiene punto final y para lo que nadie tiene la última palabra. Ni dios, ni amo. Ni tú, ni nadie. Contra la tentación del fin, pensar es dar a pensar. Decir es dar a decir, y por lo tanto no saber qué dirán quienes lleguen después de nosotros, aquellos que, cuando tomen la palabra, ya no podremos escuchar.
El mundo no se acaba con nosotros: ni con nosotros los vivos de hoy, ni con nosotros, la humanidad y su historia. Redescubrir el concepto de mundo común es darnos la posibilidad de pensar más allá de nosotros. Occidente ha pensado el más allá de manera jerárquica y vertical: hacia el cielo, hacia lo divino, hacia lo espiritual, hacia la eternidad. Pero hay otro más allá que es el del continuo de los seres humanos y no-humanos, naturales y artificiales, de los que formamos parte responsable pero no única. La preguntar por un mundo común es una invitación a pensar este más allá terrenal y embarrado, concreto e inacabado, desde la alianza y la copertenencia con seres y realidades que no serán nunca nuestros.
* Prólogo de la nueva edición del libro Un mundo común, (Bellaterra, 2022)