Raoul Vaneigem: Coronavirus

 

Cuestionar el peligro del coronavirus es absurdo, sin lugar a dudas. Sin embargo, ¿no es igual de absurdo que una perturbación del curso habitual de las enfermedades sea objeto de tal explotación emocional y congregue esta arrogante incompetencia que expandió antaño la nube de Chernóbil fuera de Francia? Claro, sabemos con qué facilidad el espectro del apocalipsis sale de su caja a apropiarse del primer cataclismo llegado para recomponer el imaginario del diluvio universal y hundir el arado de la culpabilidad en el suelo estéril de Sodoma y Gomorra.

La maldición divina secundaba útilmente el poder. Al menos hasta el terremoto de Lisboa en 1755, cuando el marqués de Pombal, amigo de Voltaire, sacó partido del sismo masacrando a los jesuitas, reconstruyendo la ciudad a su criterio y liquidando alegremente a sus rivales políticos a golpe de procesos “proto-estalinianos”. No ofenderemos a Pombal, por odioso que sea,  al comparar su golpe de efecto dictatorial con las miserables medidas que el totalitarismo democrático aplica mundialmente a la epidemia de coronavirus.

¡Qué cinismo atribuir la propagación de la catástrofe a la deplorable insuficiencia de los medios sanitarios empleados! Hace décadas que se destruye el bien público y que el sector hospitalario paga el precio de una política que favorece los intereses financieros en detrimento de la salud de los ciudadanos. Siempre hay más dinero para los bancos y cada vez menos camas y personal sanitario en los hospitales. ¿Qué payasadas disimularan por más tiempo que esta gestión catastrófica del catastrofismo es inherente al capitalismo financiero mundialmente dominante? Hoy, mundialmente combatido en nombre de la vida, del planeta y de las “vacas locas” (enfermedad prevista por Rudolf Steiner desde 1929), el autor nos recuerda que además de seres hay especies que salvar.

Sin caer en la retahíla del castigo divino que supone la idea de la Naturaleza librándose del Hombre como de un gusano dañino e inoportuno, no está de más recordar que durante milenios, la explotación de la naturaleza humana y de la naturaleza terrestre impuso el dogma de la anti-physis, la anti-naturaleza. El libro de Eric Postaire, Las epidemias del siglo XXI, publicado en 1997, confirma los efectos desastrosos de la desnaturalización persistente, que denuncio desde hace décadas. Evocando el drama desde el punto de vista científico, él mismo puede provocarlos. En su alegato por un abordaje responsable de las epidemias y su tratamiento, incrimina lo que el prologuista Claude Gudin llama “filosofía del cajón-caja”. Plantea la pregunta: “Subordinando la salud de la población a las leyes de la ganancia, hasta transformar los animales herbívoros en carnívoros, ¿no corremos el riesgo de provocar catástrofes fatales para la Naturaleza y para la Humanidad?”. Los gobernantes, ya sabemos, han respondido con un SI unánime. ¿Qué importancia tiene ya que el NO de los intereses financieros sigue triunfando cínicamente?

¿Necesitábamos el coronavirus para demostrar a los más miopes que la desnaturalización por la rentabilidad tiene consecuencias desastrosas en la salud universal -que gestiona sin desmoralizarse una Organización mundial cuyas preciosas estadísticas encubren la desaparición de los hospitales públicos? Hay una correlación evidente entre el coronavirus y la caída del capitalismo mundial. Al mismo tiempo, es igualmente evidente que la epidemia de coronavirus encubre y sumerge una peste emocional, un miedo histérico, un pánico que por un lado disimula las carencias de tratamiento y, por otro, perpetúa el mal alarmando al paciente. En el pasado, durante las grandes epidemias de peste, las poblaciones hacían penitencia y clamaban su culpa flagelándose. A los managers de la deshumanización mundial, ¿no les conviene persuadir a los pueblos que no hay quien escape a la miserable situación en que están? ¿Que sólo les queda el flagelo de la servidumbre voluntaria? La impresionante máquina mediática no hace más que darle vueltas a la vieja mentira del decreto celestial, impenetrable, ineludible en que el loco dinero ha suplantado a los Dioses sanguinarios y caprichosos del pasado.

El despliegue de la barbarie policial contra los manifestantes pacíficos demostró ampliamente que sólo la ley militar funcionaba eficazmente. Confina hoy a mujeres, hombres, niños y niñas en cuarentena. Fuera los féretros, dentro la televisión, ¡la ventana se abre a un mundo cerrado! Una puesta a punto capaz de agravar el malestar existencial apuntando a las emociones degolladas por la angustia, exacerbando la ceguera de la cólera impotente.

Pero hasta la mentira cede ante el colapso general. El cretinismo ético y populista ha alcanzado sus límites. No puede negar que un experimento está en proceso. La desobediencia civil se propaga y sueña sociedades radicalmente nuevas porque (son) radicalmente humanas. La solidaridad libera de su piel de cordero individualista a  individuos que ya no temen pensar por sí mismos.

El coronavirus señala la quiebra del Estado. He aquí al menos un tema de reflexión para las víctimas del confinamiento forzado. Cuando aparecieron mis Modestas propuestas a los huelguistas, algunos amigos me señalaron de nuevo la dificultad de recurrir al rechazo colectivo que sugería: dejar de pagar  impuestos, taxas y cargas fiscales. Ahora bien, la quiebra probada del Estado-estafador muestra la ruina económica y social que vuelve absolutamente insolventes las pequeñas y medianas empresas, el comercio local, los ingresos modestos, la agricultura familiar y hasta las llamadas profesiones liberales. La caída del Leviatán consiguió convencer más rápido que nuestras soluciones para abatirlo.

El coronavirus fue aún más lejos. Parar los daños productivistas ha disminuido la contaminación mundial, evita una muerte programada a millones de personas, la naturaleza respira, los delfines vuelven a juguetear en Sardeña, en los canales de Venecia purificados del turismo de masa corre otra vez agua clara, la bolsa se derrumba. España decide nacionalizar los hospitales privados, como si redescubriera la seguridad social, como si el Estado se acordara del Estado de bienestar que destruyó.

Nada puede darse por sentado, todo empieza. La utopía todavía camina a cuatro patas. Abandonemos a su inanidad celestial los millones de millones de billetes bancarios e ideas vacías que dan vueltas en nuestras cabezas. Lo importante es “encargarnos nosotros mismos de nuestros asuntos” dejando que la burbuja especuladora se deshaga y explote. ¡Que no nos falten la determinación y la confianza!

Nuestro presente no es el confinamiento que la sobrevivencia nos impone, es una apertura a todos los posibles. Bajo el efecto del pánico, el Estado oligárquico debe adoptar medidas que aún ayer decretaba imposibles. Respondemos a la llamada de la vida y de la tierra por restaurar. La cuarentena es propicia para la reflexión. El confinamiento no abole la presencia en la calle, la reinventa. Déjenme pensar, cum grano salis, que la insurrección de la vida cotidiana tiene virtudes terapéuticas insospechadas.

 

17 de marzo de 2020

Traducción al castellano para Comunizar: Sagrario da Saúde

 

 

 

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