El universo despojado de Robert Bresson

 

Michael Haneke

 

La primera película que -vagamente- recuerdo haber ido a ver fue Hamlet de Laurence Olivier. Como la película fue hecha en 1948, yo debía de tener unos seis años de edad. Por supuesto, he visto la película de nuevo varias veces después, por lo que no puedo separar con exactitud lo que experimenté la primera vez y lo que recuerdo de las otras ocasiones. Sin embargo, recuerdo con precisión el cine, ya sombrío con su panel oscuro, oscureciéndose cada vez más conforme la proyección comenzaba, la subida majestuosa de la cortina y las tenebrosas imágenes del castillo de Elsinore rodeado por olas enfurecidas, acompañado por una música igualmente sombría.
También recuerdo que mi abuela, que estaba conmigo en el cine ese día, me dijo años más tarde que se vio obligada a sacarme del cine después de menos de cinco minutos de proyección porque yo no paraba de gritar de miedo ante esas imágenes y sonidos tan tenebrosos.

Poco después —debe haber sido el mismo año, porque todavía no había empezado el colegio— pasé tres meses en Dinamarca de “recreo” como parte de un programa de ayuda para niños de países que habían perdido la guerra. Era la primera vez que me alejaba de casa por un largo periodo y me sentía miserable. Para intentar animarme, mi padres de acogida daneses me llevaron al cine. Era un triste día lluvioso y frío de finales de otoño, y la película, cuyo título y argumento he olvidado, tenía lugar en la jungla y la sabana africana. Igualmente, en este caso puedo recordar con exactitud el largo, estrecho y sombrío cine con puertas a los lados que se abrían directamente a la calle. La película constaba de un número de planos en traveling, obviamente rodados desde dentro de un jeep, del que huían antílopes, rinocerontes y otras criaturas que nunca antes había visto. Yo, igualmente, estaba sentado en ese jeep, cautivado con asombro y deleite.

Luego, la película terminó y se encendieron las luces. Las puertas se abrieron a las calles ya anochecidas, donde llovía torrencialmente. El ruido del tránsito llenaba el teatro. El público abrió sus paraguas y salió del cine. Pero me encontraba en estado de shock: no podía entender cómo yo, que escasos segundos antes había estado en África, al sol entre los animales, había sido transportado de vuelta tan rápidamente. Cómo pudo la sala de cine, que para mi había sido como un coche en el que estaba viajando, haber regresado -especialmente tan rápido- al norte, al frío Copenhague.

Cuando pienso sobre la franqueza e intensidad de estos dos primeros recuerdos que tengo del cine, siempre me acuerdo de esas tribus remotas, poco tiempo después de haber sido “descubiertas” –es decir, poco después de su enfrentamiento inicial con la llamada civilización– cuando se les enseñaban trozos de películas con una pantalla y un proyector montados en mitad de la jungla. Según contaban los proyeccionistas, los «salvajes» salían huyendo de pánico y muy difícilmente se les podía calmar. Cuando les preguntaron por la razón de ésta reacción, supieron, después de un largo y aterrorizado silencio, que para los nativos el encuadre de la imagen era una mutilación real de la gente que se mostraba en la película, gente que ellos percibían como verdaderamente presentes ahí en ese momento. Para ellos el primer plano de una cabeza era realmente la cabeza amputada, aún hablante y con movimiento, de una persona que estaba presente físicamente, y que debido a tal desmembramiento debería de estar muerta hace tiempo.

En un mundo que acostumbra incluso a los bebés a la presencia constante de una realidad virtual en las televisiones de sus salones, el aprendizaje de estas mágicas imágenes vivientes, con su poder de evocar el horror y el disfrute a partes iguales, ha caído, en gran medida, en el olvido (la pregunta que queda es hasta qué punto ese temor mágico, al que que hace tiempo se volvieron inconscientes los adultos, puede aun precipitarse sobre la habitación de los niños cuando cae la noche). Crecí en un mundo en el que la televisión aún no existía, y en el que para el niño, y en los años siguientes, para el joven, concurrir a uno de los tres pequeños cines de nuestra ciudad era siempre una experiencia poco frecuente, especial, y por lo tanto, hermosa. No sé hasta qué punto esta experiencia puede ser transmitida a todos aquellos que nacieron más recientemente, quienes han crecido en un mundo impensable sin la presencia constante de cataratas de imágenes.

Años después, durante mi último año en el instituto, vi la adaptación cinematográfica de Tom Jones de Fielding hecha por Tony Richardson. La película relata la intensa historia de un chico huérfano según crece hasta la madurez en la Inglaterra del siglo XVIII. Es una película vertiginosa, dirigida con ingenio, y logra con éxito que el espectador se convierta en cómplice de su héroe aventurero. De repente, quizás hacia un tercio del metraje, en mitad de una emocionante secuencia de persecución, el protagonista se detiene en su recorrido, mira a la cámara (es decir, ¡me mira a mi!) antes de reanudar su pelea con sus perseguidores, y comenta la dificultad de su aprieto,  haciéndome, de este modo, consciente del mío.

El shock de reconocimiento de este momento fue, a todos los niveles, igual que el terror de aquellas experiencias en el cine de mi infancia. Por supuesto que ya había entendido desde hacía tiempo que las películas no era reales. Por supuesto que ya me había distanciado física, y también mentalmente, mediante observaciones irónicas, de la inquietante inmediatez de la virtualidad de una película de suspense. Sin embargo, nunca antes de este descubrimiento traumático de mi constante complicidad con el protagonista de la película, había experimentado la vertiginosa inmediatez que separa la ficción de la realidad. Nunca antes había experimentado físicamente hasta qué punto yo y mis compañeros humanos –es decir, la audiencia– éramos en gran medida víctimas, y no socios, de aquellos a los que pagábamos para “entretenernos”. Por supuesto, sabía cuánto poder podían llegar a tener las imágenes vivas cuando se ponen al servicio de ideologías, pero este conocimiento era poco más que abstracto y, como cualquier cosa abstracta, simplemente evitaba la experiencia directa.

Semanas después recordé aquellas primeras experiencias de cuando empecé a ir al cine de niño, aquel efecto abrumador, cuyo temor y disfrute había reprimido tanto tiempo. Había mirado detrás del espejo y comenzado a ver el cine con ojos diferentes, desconfiando de los que cuentan historias pretendiendo reproducir una realidad intacta, sin interrupciones. No obstante, mi apetito de historias no se había saciado –no estaba seguro de qué es lo que andaba buscando en las películas. No había duda de que alguna forma del arte del cine todavía ofrecía la experiencia de ser conmovido directamente, el maravilloso hechizo de las películas de mi infancia, lo que, al mismo tiempo, no me convertía en una víctima indefensa de la historia contada y su narrador.

 

Terror y utopía de la forma

En 1967, cuando ya era un estudiante universitario, fui capaz de ver por primera vez Al azar, Balthazar, una de las películas de Robert Bresson –las que, si se proyectaban públicamente, no lo hacían con publicidad-. Esta ocasión se la debo a un curso en nuestra universidad que daba la oportunidad a los estudiantes de familiarizarse con algunas de las películas que, como obras artísticas no comerciales, era poco probable que llegaran a los cines. La película colisionó con nuestro cursillo como un ovni que hubiera caído de un planeta lejano y nos dividió en defensores fanáticos y extremistas retractores. Provocativa, extranjera y sorprendente, la película rompía con todas la reglas de oro del cine convencional en ambas partes del ancho océano, al mismo tiempo que con aquel llamado “cine artístico” europeo, y era, de la misma manera, asombrosamente perfecta en su unidad absoluta de contenido y forma. Llegué a entender más tarde que esta perfección tenía su propia historia de maduración detrás, cuando tuve la oportunidad de ver las anteriores películas de Bresson. No obstante, a pesar de las obras maestras que vinieron después, Al azar, Balthazar sigue siendo para mi la más preciada de todas las joyas del cine. Ninguna otra película ha hecho que mi cabeza y mi corazón dieran tantas vueltas como con esta. ¿Qué fue, qué es, aquello tan especial en esta película?

 

El universo despojado de Robert Bresson

Al azar, Baltazhar (1966)

 

¿Qué es lo que cuenta la película? Balthazar es un burro. La película cuenta la historia de su vida, su sufrimiento y su muerte. Y cuenta –en fragmentos– la historia de aquellos que se cruzaron en el camino de Balthazar.

El comienzo: La pantalla permanece oscura, antes del encadenado a la primera imagen, el tintineo de las campanas de un rebaño de ovejas. Entonces llega el primer plano. El bebé burro se amamanta entre las patas de su madre. Al fondo percibimos el rebaño de ovejas, más que directamente verlo. Solo sus cencerros se escuchan tintinear suavemente. Entonces, el brazo delgado de un niño o niña envuelve el cuello del animal y lo aparta de su madre. La cámara sigue al brazo y vemos que pertenece a una niña, que abraza tiernamente al burro. Un niño de la misma edad está también inclinado y acariciándolo, y entre ellos, en segundo plano, hay un hombre. Visten ligeramente, es verano. “Dánoslo. Lo necesitamos”, piden. “Hijos míos, es imposible.” Responde el hombre.

Plano largo: los niños corren al lado del padre, que tira del pequeño burro tras él hacia el valle, desde el pasto de la montaña. Los cencerros de las ovejas se han dejado de oír.

Primer plano: con una pequeña jarra, uno de los niños derrama agua sobre la cabeza del burro y dice “Balthazar , yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.”

El final: Balthazar carga en su lomo el botín de un par de contrabandistas; van a cruzar la frontera en las montañas. Es de noche. De repente, se escucha el “¡Alto! Aduana” de un guardia de la frontera. Los contrabandistas huyen por donde vinieron. Mientras oímos disparos, la cámara se detiene en el rostro de Balthazar, luego, él también corre valle abajo, en la dirección por donde sus dueños, quienes le atormentaban constantemente, han huido.

Luz de día. Balthazar permanece parado entre unos pinos de la montaña. Primer plano: su hombro, en el que la sangre emana de una herida de bala. Comienza a moverse, sale del refugio de árboles hacia el inmaculado pastizal, todavía cargando con el botín de los contrabandistas sobre su cuerpo. Los cencerros de un rebaño. Vemos que se acercan ovejas, perros ovejeros negros saltan a su alrededor, ladrando, los cencerros tintineando. Un pastor. Perros solos. Entonces las ovejas se quedan alrededor de Balthazar, apenas se le distingue entre tantas ovejas, escuchamos los cencerros de cerca. Los perros negros. Las ovejas comienzan a moverse, descubriendo lentamente al burro, que ahora está sentado en el suelo. De nuevo los perros. Ahora, las ovejas se han reagrupado al fondo –Balthazar en primer plano. Se empieza a escuchar la música, un adantino profundamente triste de Schubert, la sonata en La Mayor, que acompaña la historia de la vida de Balthazar a lo largo de la película, ofreciendo pena y al mismo tiempo consolación. Despacio, muy despacio, la cabeza de Balthazar cae. Entonces, llenando el encuadre, solo el rebaño –con su movimiento– nos lleva de vuelta a Balthazar, que está echado ahí, estirado en el pastizal, ya sin moverse. La música para. Solo el sonido de los cencerros. Las ovejas se desvían hacia el fondo, desapareciendo en el paisaje de la montaña. En primer plano: Balthazar muerto. El sonido de los cencerros se hace más débil. Fin.
Entre esas cosas se sitúa una vida que, en su triste simplicidad, representa aquellas de millones, una vida de pequeños placeres y grandes esfuerzos. Una  vida banal, vulgar, y por su deprimente simplicidad, aparentemente inapropiada para la explotación en la gran pantalla. De hecho, la película no trata sobre nadie, y por lo tanto sobre todos: un burro no tiene psicología, solo un destino.

El título es el reflejo preciso de la intención de la película: “Al azar, por destino, Balthazar .” Podría ser cualquiera, tú o yo. Bresson dijo que escogió el nombre por su aliteración (repetición de varios sonidos). Suena arbitrario, como un tópico, pero en verdad es todo lo contrario.

La teoría “modelo” de Bresson, su rechazo riguroso de los actores profesionales a favor de amateurs apropiadamente elegidos, ha sido discutida a menudo y aún más, criticada, es también lo que evitaba que sus películas fueran éxitos comerciales. Es aquí, en Balthazar, donde el fundamento de esta teoría se moldea más clara y coherentemente: El “héroe” de la pantalla no es un personaje que nos invita a identificarnos con él, alguien que sufre las emociones por nosotros que se nos permiten sentir en lugar de otro. En su lugar, él es una pantalla proyectada, un folio en blanco, cuyo único cometido es ser rellenado con los sentimientos y pensamientos del espectador. Un burro no pretende estar triste ni pretende sufrir cuando la vida es dura con él. No es él quien llora, somos nosotros, es un símbolo de impuesta contención, precisamente porque él no es como un actor tratando de exteriorizar una emoción. El animal, Balthazar, junto con los caballeros en la posterior película del director, Lancelot du Lac, encerrados en sus ruidosas armaduras hasta el punto de ser irreconocibles, son los “modelos” más convincentes de Bresson. Esto no quiere decir que el concepto “modelo” de Bresson siempre haya funcionado bien. A los actores amateurs se los puede elegir tan inapropiadamente como a los profesionales. La estupenda El proceso de Juana de Arco, por ejemplo, sufre de la falta de carisma de su protagonista. Sin embargo, el “no-actuar” de sus actores amateurs, siempre cariñosa y meticulosamente escogidos, la monotonía de sus maneras de hablar y moverse, su presencia –reducida a la mera existencia– fue y es una experiencia liberadora (mucho más que la “naturalidad” casual de los jóvenes actores de los juegos de artificio cerebrales y chistes intelectuales de su más joven compañero Godard). Le devolvió a la gente enfrente de la cámara su dignidad. Nadie tuvo que pretender nunca más hacer la emociones visibles, emociones que al ser actuadas serían solo mentiras, de todas formas. Siempre me ha resultado obsceno ver a un actor retratar con furia dramática a alguien sufriendo o muriendo –es como robar a aquellos que realmente han sufrido o muerto su última posesión: la verdad. Y también es robar a los espectadores de esta imitación profesional su posesión más preciada como espectadores, la imaginación. Son forzados a la perspectiva humillante de un voyeur a través del ojo de la cerradura, no teniendo más elección que sentir lo que está siendo sentido enfrente suyo, y pensar lo que está siendo pensado. El cine ha perdido la oportunidad que tuvo, nueva en comparación con la literatura, de representar la realidad como una impresión totalmente sensorial, de desarrollar formas que mantienen, y que incluso por primera vez permiten, la necesidad de diálogo entre la obra de arte y su receptor. La mentira que pretende ser realidad se ha convertido en el distintivo del cine –una de las mentiras más rentables en los anales de la historia.

Uno siente en Balthazar, y en todas las películas de Bresson, la casi aversión física de su autor a cualquier tipo de mentira, especialmente a cualquier forma de fingimiento estético. Esta aversión pasional parece ser la fuerza impulsora detrás de toda su obra. Lo lleva a una pureza de los medios narrativos única en la historia del cine.

Leyendo solo la descripción del principio y del final de la película, en un lector que desconozca las películas de Bresson puede quedar una falsa impresión de “poesía”, belleza fingida y estilización pretenciosa. Pero no hay nada de eso en la película de Bresson: tiene una simplicidad documental a la hora de encuadrar, casi un rechazo maniático a la “belleza”, es decir, a las imágenes agradables -como ya se veía ocasionalmente en sus primeras películas, y que dominan el arte del cine a día de hoy, al igual que las películas grandes americanas y los anuncios de la televisión-. De hecho, uno se puede aventurar a decir que Bresson inventó la imagen “sucia” en el campo del arte del cine. Junto con el deseo, incluso palpable, de mostrar las cosas de manera tan clara y simple como sea posible, un instinto infalible le salva del peligro de la estilización estéril. Por toda la precisión de su encuadre, sus películas siempre dan la impresión de estar abiertas y preparadas para cuando la realidad rompe las reglas. Aquí es donde yace la causa, creo, de sus conocidos conflictos con su operador de cámara, como con De Santis, bien conocido por la “belleza” de sus imágenes.

Hay un momento verdaderamente asombroso en la película, uno en el que Balthazar llega al circo y se detiene cuatro veces frente a las jaulas, donde un león, luego un oso, un mono y finalmente un elefante son encerrados: cada vez Balthazar mira al animal que lo mira. Lo asombroso es que la reciprocidad de las miradas constituya para nosotros un pilar indescifrable: que tengan un intercambio, un reconocimiento que atestigüe la consideración o los gritos de los animales, es perceptible pero siempre inaccesible. Es, para nosotros, sin símbolo, sin posibilidad de transmisión. Esta suspensión de todo sentido posible, propia de estas miradas, redistribuye su fuerza a lo largo del resto de la película ”. (Philippe Arnaud)

 

Precisión en lugar de belleza

Cada plano muestra solo lo absolutamente esencial, cada secuencia se ha comprimido a su forma más concisa y la duración más breve posible. Incluso la duración de los planos y cortes son –hasta para el periodo en el que la película fue hecha (1965)– inusualmente relajados. Tampoco permite nunca que las pausas dejen sitio para el sentimentalismo. En su simplicidad, todo da la impresión de haber sido desarrollado de manera natural y, aún estando al servicio de un concepto estético riguroso, nunca resulta víctima de esto último. Bresson, supuestamente, intentaba personificar los siete pecados capitales en sus personajes –pero en contra de una declaración como ésta se puede ubicar una frase de sus Notas sobre el cinematógrafo: “Esconde las ideas, pero de tal manera que puedan ser encontradas. Las más importantes serán las mejor escondidas”. En otro punto escribe: “Producción de emoción obtenida desde la resistencia a la emoción”. Y también: “La emoción emergerá de los mecanismos, de la compulsión hacia una regularidad mecánica”. Para respaldar esto, cita la habilidad de tocar el piano de Lipatti: “Un gran pianista, no un virtuoso (uno como Lipatti) incansablemente toca las notas de la misma manera: media nota, la misma duración, la misma intensidad, cuartas, octavas, decimosextas, etcétera, todas por igual. No aporrea la emoción en las teclas. Espera por ello. Viene y toma sus dedos, el piano, a él, al auditorio entero”.

 

El universo despojado de Robert Bresson

Diario de un cura rural (1951)

 

¿Qué quiere decir esto para las películas? Un ejemplo: el profesor del pueblo, que ha sufrido un duro golpe, tanto en su orgullo (¿la encarnación de la arrogancia?) como a través de la malicia de los demás, muere, aún joven, sin haber estado enfermo (¿un corazón roto?). ¿Cómo se puede contar esto? La mujer del profesor pide al sacerdote que entre en la casa. Cuando abren la puerta de la habitación del profesor, ella dice “Está desesperado, alíviele el corazón”. El sacerdote pasa por la puerta y entra en la habitación. El profesor, en su cama, se gira hacia la pared. El sacerdote no sabe qué decir. Entonces el sacerdote ve la Biblia sobre la mesa de noche. La toma, se sienta, la abre y dice: “Hay que perdonar a todos. A usted le será perdonado mucho por su sufrimiento”. El profesor, todavía dando la espalda al cura, dice: “Quizás sufra menos de lo que usted cree”. El sacerdote hojea la Biblia, encuentra algo y se lo lee al profesor: “El señor no rechaza para siempre, cuando aflige tiene compasión, es misericordioso, pues no humilla por gusto a los hijos de los hombres”. La mujer del profesor se ha parado en la puerta entreabierta, ahora se va, sale fuera de la casa, se sienta en un banco al lado de la puerta y dice: “Dios, no te lo lleves a él también. Espera. Sabes lo triste y dolorosa que será mi vida”. Alguien toca la ventana desde adentro. La mujer mira. La mano detrás de la ventana desaparece lentamente. La mujer se levanta y va adentro. Entra en la habitación del profesor. La cámara la sigue hasta su cama. De pie, el torso de ella bloquea la vista de la parte superior del cuerpo de su marido. Solo vemos sus manos. Al permanecer tumbado boca arriba, sus manos están extendidas a ambos lados de su cuerpo. La mujer se agacha, cruza las manos del hombre. Fuera de plano se escucha la voz del sacerdote: “Ego te absolvo peccatis tuis”. Su mano entra dentro del plano y bendice al fallecido. “In nomine patri et filli et spiritus sancti”. La mujer se aproxima para besar las manos de su marido. Fundido rápido. La mujer aparece sentada en el jardín al lado de un árbol. La vemos desde atrás. Ha puesto su rostro entre sus manos.
Toda la secuencia dura menos de dos minutos y medio. Son diálogos rápidos y sin emoción. Los personajes se mueven con la monotonía de las marionetas. No hay ningún movimiento motivado por la emoción, no hay ninguna lágrima que reprima la pena. Y aun así, o precisamente por esto, como espectadores sentimos la profundidad de la desesperación en todos los personajes de manera más fuerte que en un melodrama que se esforzara por tirar de nuestras fibras sensibles. Todas las acciones y eventos conservan la polivalencia de la vida real –el autor nunca toma partido, siempre se le pide al espectador que utilice su propio juicio personal, de libre elección para encontrar su propia verdad e interpretación. El esfuerzo del sacerdote para consolar encuentra su equivalente en las frases y los ritos inseguros y atrofiados que tiene a su disposición; la desesperación del profesor se sitúa en contra de su orgullo, que ha convertido en desmedido; el miedo de la esposa a su propio sufrimiento pasivo; y en el cara a cara de todas las necesidades y miserias está la indiferencia e inexistencia de dios, que cuando se le pide que conceda la vida, impone o permite la muerte.

La polivalencia de argumento y tema central crean la distancia. La acusación comúnmente más repetida hacia Bresson es que se lo pone difícil al público, que evita la posibilidad de identificación, que sus películas son frías, arrogantemente elitistas y pesimistas. En referencia a la última acusación, él respondió en una entrevista “Están confundiendo pesimismo con claridad” y continuó diciendo: “Miren la tragedia griega, ¿es pesimista?”

¿Entonces debemos de comer del árbol del conocimiento una vez más para volver al estado de inocencia? Desde luego, ese es el ultimo capítulo de la historia del mundo” (Heinrich von Kleist, En el teatro de marionetas)

 

«Cine» y «Cinematógrafo»

Tengo una cinta de video de la ceremonia de entrega de premios del Festival de Cannes de 1983, donde el premio al mejor director fue dado ex aequo a Bresson —que entonces tenía setenta y seis años— por su última película, El dinero, y a Andrei Tarkovsky por Nostalgia. Mientras que Bresson, llamado por Orson Welles que oficiaba de presentador, caminaba hacia el escenario, estalló un tumulto, una furiosa batalla acústica entre abucheos y aplausos. Se pidió al público varias veces que se calmara. Solo cuando Tarkovsky fue invitado al escenario, la tormenta de protesta amainó. Seguramente a Tarkovsky esto no le hizo ninguna gracia, pues abiertamente se consideraba un gran admirador de Bresson. Lo que había siempre elogiado de las películas de su ídolo era precisamente su independencia de los gustos del público, exactamente por lo que ahora Bresson era abucheado delante de sus ojos, mientras que él, que había sido vilipendiado igualmente por su hermetismo, estaba siendo aclamado.
¿Qué es entonces tan diferente en la manera de Bresson de utilizar la imagen y el sonido, que hasta él mismo vio la necesidad de restablecer un término que había caído en desuso, “cinematógrafo”, porque ya no encontraba ningún lenguaje en común, ni un significado en común, con eso que llaman, y se llama a si mismo, “cine”?

Una década antes de que se rodara Al azar, Balthazar, T. W. Adorno escribió en su ensayo Forma y contenido en la novela contemporánea, en referencia a Kafka: “Sus novelas, si es que de alguna manera caen dentro de esa categoría, son una introducción a la condición del mundo en la que la aptitud contemplativa se ha convertido en pura burla, porque la amenaza permanente de catástrofe ya no permite a nadie mirar de manera pasiva o tolerar el resultado estético de dicha pasividad.” Y en otro punto, refiriéndose a Dostoievsky: “No existe obra de arte moderna que merezca el nombre de no tomar placer en lo disonante y en lo libre de obligación. Pero ya que tales obras de arte encarnan inflexiblemente espanto e invierten todo el gozo de la observación en la pureza de dicha expresión, sirven a la libertad, libertad que traicionan las obras mediocres.”

La ilusión de que la realidad puede ser representada en un artefacto, en lugar de ser un acuerdo entre el artista y su receptor –desde que esto fue cuestionado por Nietzche– se hace obsoleta al menos desde los horrores inconmensurables del régimen nazi, el holocausto y la guerra mundial para todos los que desearon participar incluso de alguna manera consciente en este campo de actividad. El veredicto de que no se podían escribir más poemas después de Auschwitz delimitó el horizonte de conciencia de los sobrevivientes y de las generaciones futuras, tanto como lo hizo la retractación de la Novena Sinfonía junto con toda la cultura occidental en el Doctor Fausto de Thomas Mann.

En países de habla alemana, los perturbados herederos de la culpa se apoderaron con los ojos muy abiertos del análisis de aquellas palabras y señales que habían resultado ser tan corruptibles. Pero incluso más allá del idioma alemán, la fe en una sólida y estable relación entre el arte y su receptor se pactó de un porrazo al mismo tiempo devastador y productivo.

Solo el cine, la forma de comunicación artificial más costosa y la más dependiente del dinero, resistió firmemente cada renovación planteada. Los nuevos temas, posiciones, o presuntas conclusiones, se presentaron en formas antiguas y en su mayor parte forzadas. Y la supuesta distinción entre el anestesiante, insolente, y seguro de si mismo, sentimentalismo de la derecha –al igual que lo que se originaba en la izquierda con el llamado “arte fílmico progresista”-, siguieron siendo una auto-justificable farsa de artistas y actores que viven de la industria del cine.

Para la crisis de significado y contenidos de un mundo destruido era necesario encontrar nuevas formas, a contramano de los inversores que traicionaron estos contenidos adaptándolos para el consumo. Naturalmente se encontraron estas formas. Fueron refinadas y reunidas, y en el curso de este proceso, la mayoría de los que estuvieron implicados olvidaron la razón por la que hubieron empezado a buscarlas en un primer momento.

 

El universo despojado de Robert Bresson

Pickpocket (1959)

 

¿Una sobre-simplificación polémica?

Creo que esto es necesario para poder expresar por qué Bresson —ese buscador de escándalos— resultó y resulta tan provocativo en el mundo del cine. Hasta aquellos que fueron capaces de ver a través suyo y despreciaron las reglas del juego ya descritas, se vieron forzados a adherirse a dichas reglas, incluso entregándose a su servicio, para poder así existir o permanecer activos en el «mundo del cine» (dicho así para evitar el término “negocio del cine”). Se hace visible en sus intentos de sortear con gracia estas reglas del juego hasta qué punto lo hicieron mientras se distanciaban conscientemente de ello, y también hasta qué punto fueron influenciados inconscientemente por ello. Las estrategias que los países productores de películas del llamado “mundo libre” utilizaron para sortear las reglas difieren de aquellos países totalitarios solo por sus semánticas. Si, en algún caso, hubieron obras individuales que se desviaron de este acuerdo tácito (que fue restaurado por la presión económica) —digamos que esa inconsistencia artística fue el resultado de exigencias— estas obras fueron destrozadas, cortadas, remontadas, castradas, consideradas como pasos en falso o meteduras de pata por parte de sus autores, relegados al ámbito del cine experimental (y por tanto, no resultando una amenaza para el mercado). O en el mejor de los casos, tolerados con poco entusiasmo por ciertos críticos como excepción que prueba la regla. Lo más fascinante y más honesto de lo que ofrece el cine internacional se puede encontrar en esta categoría de excepciones: Saló o los 120 días de Sodoma de Pasolini, El espejo de Tarkovsky, algunas películas de Ozu, Rosellini, Antonioni y Resnais, Artistas bajo la lona del circo: perplejos de Kluge, La crónica de Anna Magdalena Bach de Straub, y un puñado de otras obras.

¿Qué es lo que pasa en estos títulos? Las películas son tan diferentes como sus autores y los círculos culturales de donde han surgido. Lo qué tienen en común, y lo que les diferencia de la producción de cine para las grandes masas, e incluso de otras películas de los mismos autores, es su exitosa unidad de forma y contenido. Destrozan el dudoso consentimiento entre el representar y lo representado, y como con la silla de tortura óptica de La naranja mecánica de Kubrick, nos impiden cerrar nuestros ojos y nos obligan a mirar fijamente al espejo: ¡Qué espectáculo! ¡El horror! Espectadores acostumbrados y lujosamente acomodados en las mentiras salen de los cines espantados. Por otro lado, hambrientos de un lenguaje capaz de capturar las huellas de la vida, y con los corazones y mentes abiertos de repente, un pequeño resto de espectadores esperan la continuación del golpe de suerte que ha tenido lugar inesperadamente.

Pocos de los autores arriba mencionados consiguen más de una vez en sus carreras esta unidad de lo que es retratado y cómo es retratado. Encuentran más fácilmente su camino de vuelta a otros senderos más trillados —hay que prestar atención a la advertencia del fracaso, la fidelidad de los fans, que recompensa. Y cuanto más grande sea lo siguiente, más ancho y más desgastado estará el camino. Sin embargo, es el que construye autopistas el que realmente gana.

En tal contexto, la continuidad de Bresson parece casi milagrosa. Después de sus dos y medio primeros pasos tentativos, que ya contenían el catálogo temático de sus posteriores trabajos (un corto, Les affaires publiques, y sus dos primeros largometrajes, Los ángeles del pecado y Las damas de Bois de Boulogne), su vocabulario formal se desarrolla plenamente con Diario de un cura rural en 1950, y permanece inquebrantablemente comprometido al mismo durante el resto de su producción (otras diez películas, en treinta y tres años).

Se dice de casi todos los grandes autores que en todas su obras han estado intentando hacer la misma película una y otra vez. Esto no es cierto en el caso de Bresson. De hecho, ser adicto a la verdad no deja elección. “No pienses de tu película más allá de los medios que has elegido para ti mismo”, escribe en sus Notas sobre el cinematógrafo. Mientras se miran sus películas es imposible decir si sus medios han determinado el contenido o al revés, al estar tan unificados y ser lo mismo. Su unidad no deja espacio para la ideología o la interpretación del mundo, comentario o consuelo. Todo se disuelve en pura relacionalidad y depende del espectador llegar a conclusiones.

 

Despojamiento

La reducción y la omisión se convierten en las teclas mágicas para activar al espectador. En este sentido, es precisamente el aspecto hermético de la obra de Bresson lo que intenta hacer el papel del espectador más fácil: le toma en serio.

Lo que se omite es el gesto de persuasión de modelos que invitan a la identificación emocional.

Lo que se omite es el contenido (demasiado) coherente de los contextos explicativos de la psicología y sociología –como en nuestra experiencia diaria, azar y contradicción de divisiones fragmentadas de la acción exigen sus derechos y nuestra atención.

Lo que se omite es el fingimiento de cualquier tipo de totalidad, incluyendo la de la representación del hombre –el torso y las extremidades solo aparecen juntos en determinados momentos fugaces; están separados, se igualan a los objetos y a su merced, el rostro se convierte en una parte de otras muchas, sin movimiento, sin expresión de melancolía por la pérdida de identidad.

Lo que se omite es lo inusual porque defraudaría la miseria de la existencia de cada día de su dignidad.

Lo que se omite, finalmente, es la felicidad, porque su representación profanaría el sufrimiento y el dolor.

Y es precisamente esta enmienda universal (no tan diferente de la del Fausto de Mann), este tierno respeto por la capacidad de la gente para percibir y la responsabilidad personal, lo que ampara en su gesto de rechazo más utopía que todos los bastiones de la represión y el consuelo barato.

 


Texto en alemán original: Schrecken une Utopie der Form – Bressons Au hasard Balthazar. (1995)


 

Entrevista a Robert Bresson, en 1960

 

 

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