En el vídeo, eso se traduce en una serie de dibujos que reflejan la falta de distancia entre los cuerpos en ese confinamiento, de esas relaciones hápticas en el jardín. En la pregnancia perceptiva de un tacto sobre papel, en imágenes realizadas por la presión de la propia mano del artista sobre el soporte, se alumbra una nueva economía puramente libidinal. Así, la ontología individualista de la sociedad de consumo se desmonta por un contacto necesario, aproximaciones que obligan a desdibujar límites, a umbralizar los cuerpos, a hibridar las identidades.

 

 

 

Proyecto #unmetroymedio. Diego del Pozo: “A 200 metros de distancia”

Diego del Pozo (Valladolid, 1974) es profesor de Bellas Artes en la Universidad de Salamanca, aunque vive desde hace mucho tiempo en Madrid. Su trabajo se diluye en muchas voces porque su naturaleza es colaborativa, estableciendo diálogos con herramientas de la teoría crítica –decolonial, feminista y queer– o incluso formalizándose públicamente como parte de colectivos como C.A.S.I.T.A., Subtramas o Declinación Magnética. Sus obras se centran en cómo, en el sistema neoliberal, los afectos han pasado a operar como formas económicas.

Desde su confinamiento, nos ofrece A 200 metros de distancia, que tiene como punto de partida el vídeo de marzo de 1991 que mostraba cómo varios policías de Los Ángeles apaleaban a Rodney King. Fue rodado por unos vecinos que empatizaron con la víctima y denunciaron la agresión racista provocando un amplio debate acerca del abuso del poder y de la fuerza y generando nueva legislación sobre la violencia policial. Este marzo actual, otros vecinos filmaron –también a unos doscientos metros de distancia– la detención de una mujer en una calle de una ciudad española, pero esta vez apoyando la violencia e insultando a aquella que la sufría por haberse saltado el confinamiento. Diego se pregunta: ¿dónde está la empatía con una persona que exhibía claramente rasgos de desequilibrio emocional? La distancia entre ambos vídeos son tres décadas de neoliberalismo. La hipótesis de Diego es que su sistema de control es también un sistema de afectos que permite que el odio y el miedo sean internalizados por la población. En democracia, ser un ciudadano es un trabajo fundamental y, como vemos hoy, la alternativa a la solidaridad es la aparición de la posibilidad de la muerte.

La voz en off del artista nos lleva luego al verano de 2019, cuando Diego estuvo confinado en un jardín con personas ciegas y no ciegas, donde estas actuaban con sus ojos tapados como si también lo fuesen. El punto de partida fue Keller, un lugar de ficción ideado por el escritor John Varley en su relato La persistencia de la visión en 1978. En Keller, adultos sordos y ciegos, junto a sus descendientes oyentes, crean una granja autosuficiente aislada del mundo que les rodean. La historia comienza con un viajero que llega por error a esa comunidad y la narración se desarrolla explicando las dificultades de adaptación al mundo de los sordociegos, que supone un desaprendizaje de sus sistemas perceptivos, pero también cómo el desmontaje de la jerarquía de los sentidos significa también un desplazamiento de la visión del mundo. Al trasladar la ficción especulativa a la práctica, Diego dio cuerpo también a la teoría que le servía de fondo: las relaciones entre tacto y visión que plantea Donna Haraway, precisamente como un modo de transformar las políticas emocionales, de redistribuir de forma alternativa las economías afectivas.

En el vídeo, eso se traduce en una serie de dibujos que reflejan la falta de distancia entre los cuerpos en ese confinamiento, de esas relaciones hápticas en el jardín. En la pregnancia perceptiva de un tacto sobre papel, en imágenes realizadas por la presión de la propia mano del artista sobre el soporte, se alumbra una nueva economía puramente libidinal. Así, la ontología individualista de la sociedad de consumo se desmonta por un contacto necesario, aproximaciones que obligan a desdibujar límites, a umbralizar los cuerpos, a hibridar las identidades.​

Ese deseo infinito del arrimo, deseo prohibido en el actual confinamiento, es precisamente lo que da entrada a la parte final, rescatada de Tocar, no dominar, una pieza de vídeo que Diego realizó en 2019 con banda sonora de Jorge Haro. El dibujo ha dado paso a cuerpos digitales, sintéticos, que rozan sus miembros desnudos, haciendo gala de una diversidad étnica de unas pieles que devienen textura. La música sintetizada remite a los timbres de la ciencia ficción especulativa de Blade Runner, pero también a sonidos pre-lingüísticos de la cavidad bucal, de chupar, de oralidades que recuerdan que el cuerpo es antes performance que lenguaje. El tacto es un anhelo, un deseo, una fantasía de lo posible. Es inevitable recordar el trabajo que Diego realizó anteriormente sobre el miedo al contacto durante la crisis del sida: “El VIH instauró en los años 80 un nuevo paradigma, el miedo al contacto. Este miedo era el ingrediente perfecto a añadir con los procesos de aislamiento e individualización neo liberales que progresivamente se venían produciendo desde 1971, además de cimentar la construcción de masculinidades tóxicas y homofóbicas” (es un fragmento de un texto escrito a cuatro manos entre Diego y Julia Morandeira, titulado “Intercambio afectivo” y publicado en Visualidades crítica y ecologías culturales, editado por Jaime Vindel, p. 194).

Parecería que este trabajo plantea la esperanza de dar lugar a nuevas formas de vida que emerjan de esas formas de contacto, pero su enunciación deja clara su intención política. La última frase que dice la pieza –o Diego en la pieza– comienza con la perentoria expresión de un deseo que es sí mismo una sanción: “No quiero”. Y le sigue el ofrecimiento de una revolución afectiva por venir.

Sus reivindicaciones desde la práctica artística son fundamentales no sólo para el estado actual, cuando la ciudadanía está confinada, sino para entender el alcance del arte contemporáneo en el ejercicio de ese trabajo irrenunciable que supone constituir la ciudadanía misma: la propuesta de tocar con los ojos no es banal, sino que plantea la imposibilidad de que el espacio colectivo de –por ejemplo– un museo se pueda concebir sin el cuerpo entero. Un cuerpo entero que no fetichiza ya más con la mirada, unos sentidos desjerarquizados que decolonizan el pensamiento, una identidad desplegada en una fluida multiplicidad subjetiva… en definitiva, la interseccionalidad fundamental que hace del pensamiento plástico un campo ideal para imaginar posibilidades de lo común.

 

A 200 metros de distancia

 

Original: CA2M

 

 

Categorías: Misceláneas