¿Por qué leer a Kristin Ross?
Como señala Walter Benjamin “articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente fue. Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro”.
No hay historiador neutral, aquel que esto asegura es el que ratifica la visión de los vencedores de todas las épocas. En cambio, en todo momento de peligro –como este, el de La Tormenta, el de la catástrofe capitalista, el de la pandemia- lo que surge es la imagen auténtica del pasado, porque se rompe con la idea de la historia como progreso ininterrumpido. El riesgo de una nueva derrota sensibiliza para poder analizar las derrotas anteriores y estimula otra mirada de la historia.
Recuperación de la memoria como resistencia, como reducto de lucha, como espacio de producción de una subjetividad crítica en contra del tiempo abstracto y homegeneizante. Contra el congelamiento de los hechos que intenta convertir a los sujetos en objetos.
Es lo que realizar Ross en este libro, ir más allá del relato oficial que despolitiza a Mayo del ´68 y vuelve dominante esa versión edulcorada de la historia. Porque en ese relato de los vencedores se pierde la mirada sobre aquello que fue cuestionado durante esas jornadas: la sociedad misma en su conjunto.
Para ello intenta responder a un cuestionamiento central ¿cómo puede ser que el mayor movimiento de masas en la historia francesa, la mayor huelga en la historia del movimiento obrero frances y la única insurrección general que el mundo occidental haya conocido desde la segunda guerra mundial haya quedado como una revuelta juvenil que sólo pretendía cambiar algunos hábitos de la sociedad?
El análisis de Kristin Ross va más allá de la sociología que intenta erigirse como juez de los hechos midiéndolo, categorizándolo y circunscribiéndolo para despolitizarlo y normalizarlo. En cambio muestra como Mayo del ´68 fue un movimiento que barrió con categorías y definiciones sociales, forjándose alianzas y encuentros imprevisibles entre sectores diversos que trabajaron juntos para intentar resolver los problemas de manera colectiva.
PRESENTACIÓN DE LA COLECCIÓN MAYO DEL 68, FUTURO ANTERIOR [*]
Banalizar, simplificar, domesticar, exorcizar
La memoria es un espacio de lucha: el recuerdo no es algo que el poder pueda dejar sin gobernar, sobre todo el recuerdo de un momento que cambió el curso de las vidas y la realidad misma. En mayo de 2008 se cumplen 40 años del célebre movimiento de Mayo del 68, la mayor huelga general de la historia de Francia y la única insurrección generalizada que ha experimentado el mundo “desarrollado” en la segunda mitad del siglo XX. La “memoria reactiva” (política, mediática, cultural} reduce el acontecimiento a una algarada estudiantil, a un conflicto generacional, a una cuestión de hormonas, a una aceleración brusca de la modernidad (explosión del individualismo hedonista, liberación de las costumbres), etc. Busca neutralizar lo político: las rupturas y los disfuncionamientos, la manifestación de nuevas subjetividades, irrepresentables política o sociológicamente, el surgimiento de otras formas de concebir el lazo social, la comunidad, el porvenir.
Para domesticar el acontecimiento y exorcizar sus efectos, como explica Jean-Franklin Narodetzki, la memoria reactiva ha desarrollado cuatro estrategias: la condensación, que hurta la palabra al protagonismo anónimo y colectivo para centralizar el testimonio en líderes y vedettes que son ya desde hace mucho tiempo arrepentidos de la crítica social; el desplazamiento, que coloca en segundo plano las cuestiones políticas planteadas por el 68 y reinterpreta lo sucedido como un mero asunto cultural de liberación de costumbres que ha contribuido a modernizar la sociedad; la figurabilidad, que recorta el carácter masivo, trasversal y múltiple del acontecimiento bajo estereotipos e imágenes (por ejemplo, las barricadas en el Barrio Latino, como si el 68 hubiese sido exclusivamente un movimiento estudiantil y parisino);y la elaboración lineal, que reconstruye la situación, compleja, abierta e imprevisible, a partir de una coherencia, una inteligibilidad a posteriori, unfinalismo.
Todo ello ayuda a construir una memoria que pesa fastidiosamente sobre el presente (conmemoraciones; nostalgia…) y a la vez lo justifica (la democracia-mercado como horizonte insuperable de la existencia en común). La memoria pesa y aburre cuando apuntala el estado de cosas en lugar de abrirlo, de sacudirlo. ¿Qué se gana haciendo pasar el 68 por algo ya viejo? Pues que reaparecen de nuevo y se toman en serio las ideas verdaderamenteviejas que aquel vendaval dejó tiritando: que la realidad se cambia porarriba, que los partidos políticos nos representan y promueven la democracia, que la política pasa por convencer y sumar, que los movimientos ciudadanos son simples lobbies que presionan a los poderes, etc.
Pero hay muchos aspectos en los que el 68 no simplemente es actual, sino que está pordelante de nosotros como exigencia y desafío. Como un futuro anterior. El objetivo de esta colección de libros, que inauguramos con el ensayo de Kristin Ross, es precisamente rescatar, una memoria viva del acontecimiento ¿En qué puede consistir eso? ¿Cómo hacerlo?
Ingeniería inversa
Los libros que presentamos avanzan en dirección opuesta a la ingeniería social del recuerdo descrita más arriba. En lugar de condensar, expropiar y recortar, ramifican, multiplican, amplían, abren, sitúan, politizan. Preguntan cómo se hizo, cómo funcionó, de qué estuvo hecho Mayo. Qué le dio lugar, a qué dio lugar, cómo podría actualizarse hoy. Se acercan a –o se escriben desde– las mismas experiencias colectivas que fueron expresión del movimiento mismo, lo siguieron paso a paso y superaron en los hechos las estructuras tradicionales de representación (sindical, políticas, intelectuales) que siempre terminan instrumentalizando cualquier propuesta de transformación: comités de acción, ocupación de fábricas, reapropiación directa de la calle, prácticas artísticas y cinematográficas de nuevo tipo…
Cuando la concepción dominante de lo político hoy en día lo hace equivalente al sistema de partidos, la sola irrupción del recuerdo del 68 puede ser disruptiva, como movimiento que rehúsa la toma del poder y la idea de que el cambio social viene desde arriba, que cuestiona el mismo concepto de vanguardia y sentencia que toda representación (política, sindical, intelectual) despotencia lo representado, como acción política rigurosamente situacional y sin modelo, como praxis del antagonismo que no se limita a la negación, como transgresión de las fronteras sociales (por ejemplo, entre obreros y estudiantes) que pone en primer plano el valor de la igualdad, como politización de la gente cualquiera, sin ideología previa, como articulación entre vida y política, entre existencia y concepto, como afirmación de una temporalidad no disuasiva (“aquí y ahora”}, como “toma de palabra” de masas, etc.
Y por todo ello, el 68 todavía puede hablar e interpelar al presente de quienes buscan espacios de lo político fuera, al margen y contra lo político instituido.
[*]Esta colección discurre en paralelo, pero sin vínculo orgánico, al proyecto Mayo del 68: el comienzo de una nueva época. Más información aquí.
Introducción al libro “Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la despolitización de la memoria”, de Kristin Ross
No conozco otro periodo en la historia de Francia que me haya producido la misma sensación de que algo irracional estaba ocurriendo.
Raymond Aron, 1968
Lo importante es que la acción tuvo lugar, en un momento en el que todo el mundo lo creía impensable.
Si tuvo lugar una vez, puede reproducirse…
Jean-Paul Sartre, 1968
Este libro trata sobre las vidas posteriores de Mayo: sobre la forma en que el Mayo del 68 francés, del que ahora hace más de treinta años, se ha visto reemplazado por sucesivas representaciones; sobre cómo su carácter de acontecimiento ha sobrevivido a los intentos de aniquilación, a las formas de amnesia e instrumentalización sociales que han tratado de anularlo, a los sociólogos que lo han explicado y a los antiguos líderes estudiantiles que se han apropiado del monopolio de su memoria.
Con “vidas posteriores” no pretendo invocar un catálogo de errores y aciertos de Mayo ni demostrar las “lecciones” que el movimiento de Mayo pueda contener para nosotros. Tan sólo utilizo la expresión para indicar que lo que ha dado en conocerse como “los acontecimientos de Mayo del 68″ no puede considerarse aparte de la memoria y el olvido social que lo rodea. Precisamente es la historia de las manifestaciones materiales de dicha memoria y olvido lo que he intentado documentar en este libro. La gestión de la memoria de Mayo del 68 -la forma en que los análisis e interpretaciones han disuelto o disipado en gran parte las dimensiones políticas del acontecimiento- se sitúa, treinta años después, en el centro mismo del problema histórico del 68.
Curiosamente, el solo hecho de plantearse la cuestión de la memoria colectiva del pasado reciente nos lleva a constatar que toda nuestra capacidad contemporánea para comprender los procesos de la memoria y el olvido social se deriva directamente de otro acontecimiento de masas, la segunda guerra mundial. De hecho, es el análisis de la segunda guerra mundial el que ha creado la ”industria de la memoria” en el mundo académico contemporáneo, no sólo en Francia. Los parámetros del desastre -catástrofe, masacres organizadas, atrocidades, colaboracionismo, genocidio- han facilitado a su vez que ciertas categorías patológicas del psicoanálisis -“trauma” o “represión”, por ejemplo- alcancen una legitimidad mayor como instrumentos para entender los excesos y deficiencias de la memoria colectiva. Y a su vez estas categorías nos han alejado, en mi opinión, de la capacidad para comprender, o incluso percibir, un “acontecimiento de masas” que no aparezca en nuestro registro de “catástrofe” o “exterminio de masas”. Dicho de otro modo, las “masas” no significan ya masas de gente que se une para asumir su existencia colectiva sino masas de cadáveres.
Independientemente de si la transposición de las categorías patológicas al plano histórico está justificada en el caso de la segunda guerra mundial -obras recientes de Peter Novick y Norman Finkelstein critican su utilización, al menos en el contexto de Estados Unidos[i]-, me parecía evidente que categorías como “trauma” o “represión”, ya sea a escala colectiva o individual, no son relevantes en el contexto de Mayo del 68. Resulta imposible traducir con términos patológicos el amplio abanico de emociones -placer, poder, excitación, alegría, decepción- que generalmente se asocian a los años sesenta. Sospecho que estas categorías nos contarían poco o nada sobre cómo se recuerda u olvida el pasado político reciente, su ambiente y sus sociabilidades, o sobre cómo la cultura política, en concreto la de izquierdas, se reescribe, reconfigura u oscurece.
Obviamente, se han desarrollado formas de abordar estas cuestiones en el contexto de la historia social, sobre todo entre los historiadores de los colectivos obreros. Pero en esas interpretaciones el problema de la memoria casi siempre se formula con el propósito de reforzar la identidad, de tejer de nuevo lo que se ha deshilachado entre generaciones con el fin de apuntalar la continuidad de este o aquel subgrupo o subcultura; de fortalecer las actitudes, hábitos, formas de vida y prácticas sociales aceptadas que reafirman una identidad social concreta, por ejemplo la identidad de los militantes, de los residentes de un barrio, de las poblaciones rurales o los miembros de determinado grupo religioso. Desde esas concepciones, la memoria se considera propiedad de los organismos sociales, algo que se puede poseer o, en el caso de que se haya expropiado, que se puede reinventar en el grupo para afianzar su identidad. La memoria se utiliza al servicio de una conquista o una reconquista de la identidad y, cada vez con mayor frecuencia, de una estrecha noción de identidad regional o étnica.
Y en realidad Mayo del 68 tuvo poco que ver con el grupo social -“estudiantes” o “jóvenes”- que lo instigó. Tuvo mucho más que ver con el abandono de las determinaciones sociales, con desplazamiento que sacaron a la gente de su ubicación en la sociedad, con el divorcio de la subjetividad política y el grupo social. Lo que se olvida a menudo de Mayo del 68 es que estaba muy relacionado con una fragmentación de la identidad social que permitió la irrupción de lo político que con las costumbres perdidas de este o aquel grupo social. Las teorías dominantes de la memoria y el olvido social -la escuela de la catástrofe o el “trauma” y la de la identidad social- no nos han servido de mucho para comprender las vicisitudes de la memoria de un acontecimiento político de masas como Mayo. Aún peor, su hegemonía en el campo intelectual y la ubicuidad de sus tropas -las grandes figuras del Gulag o el Holocausto por una parte o la estabilidad de los habitus por otra (en el sentido de Bourdieu)- podrían llegar a percibirse como síntomas de un rechazo generalizado a tener en cuenta la noción misma de la política o de la actividad política colectiva en el presente.
Como todo movimiento espinoso o “acontecimiento oscuro” -la expresión es de Sylvain Lazarus-, en los treinta últimos años Mayo del 68 se ha visto sepultado, cribado, trivializado o representado como una monstruosidad. Pero en el caso del 68 ha habido además una ingente labor narrativa -y no un velo silenciador- que, paradójicamente, ha facilitado el olvido activo de los acontecimientos: la enorme suma de memorias, auto celebraciones, abjuraciones, conmemoraciones televisivas, tratados filosóficos abstractos y análisis sociales no ha permitido que Mayo del 68 sufra por falta de atención precisamente. Desde junio de 1968, cuando apenas habrían transcurrido unos días después del fin de los acontecimientos, comenzó a publicarse una pasmosa proliferación de verborrea que ha continuado, con altibajos notables, hasta el día de hoy. Se ha producido gran cantidad de discurso, ciertamente, pero su principal efecto ha sido liquidar -por utilizar un término del 68-, borrar u oscurecer la historia de Mayo.
Con todo, no puede afirmarse que este sea el caso de manera generalizada. Si leemos el diario de mayo y junio del 68 de la novelista canadiense Mavis Gallant, por ejemplo, se obtiene un sentido vivo de la naturaleza del acontecimiento gracias a la agudeza de sus observaciones. Destaca, por ejemplo, que la venta de libros aumentara un 40% en París durante esos meses. Aunque, si se piensa, ese dato no resulta tan sorprendente. En una ciudad en la que las escuelas estaban cerradas, no se podía enviar una carta ni un telegrama, ni comprar el periódico, ni cobrar un cheque, ni coger el autobús ni el metro, ni desplazarse en coche, ni comprar cigarros o azúcar, ni ver la televisión, ni oír las noticias por la radio, ni tirar la basura, ni irse de la ciudad en tren, ni oír el pronóstico del tiempo, ni dormir por la noche en las partes de la ciudad donde el gas lacrimógeno llenaba los pisos hasta la quinta planta, en dicha ciudad la lectura puede llenar el tiempo. En estos detalles se esconde un sentido de lo que le ocurre a la vida cotidiana cuando nueve millones de personas, de todo tipo de empresas, públicas o privadas, desde los dependientes de las tiendas hasta los albañiles, abandonan su puesto de trabajo. Mayo del 68 fue el mayor movimiento de masas en la historia francesa, la mayor huelga en la historia del movimiento obrero francés y la única insurrección “general” que el mundo desarrollado ha conocido desde la segunda guerra mundial. Fue la primera huelga general que se extendió más allá de los centros tradicionales de producción industrial y afectó a trabajadores de los sectores de servicios, telecomunicaciones y cultura, abarcando de esta manera toda la esfera de la reproducción social. Ningún sector profesional, ninguna categoría laboral, ninguna región, ciudad o pueblo de Francia se mantuvo al margen de la huelga.
Y sin embargo, en el momento de suspensión que creó la huelga general, esa amplitud de posibilidades que se abrió cuando la huelga interrumpió y transformó la vida cotidiana, sólo aparece reflejado en un pequeño número de textos y documentos sobre Mayo que tratan sobre la naturaleza de dicha experiencia.
A mediados de Mayo del 68 trabajadores de diversos sectores se iban sumando a la huelga tras las violentas manifestaciones organizadas por los estudiantes a principios de mes. Durante cinco o seis semanas Francia quedó reducida a una parálisis completa. De todas las revueltas que se produjeron en los sesenta a lo largo y ancho del planeta -en particular en Méjico, Estados Unidos, Alemania y Japón, entre otros países- sólo en Francia, hasta cierto punto en Italia, hubo una sincronización o “encuentro” entre la rebelión obrera y el rechazo intelectual a la ideología reinante. La rápida extensión de la huelga general, tanto geográfica como sectorialmente, rebasó todas las formas establecidas de análisis; en un tiempo muy breve fueron a la huelga el triple de trabajadores franceses que durante el Frente Popular francés de 1936. Precisamente la amplitud de un acontecimiento de esta magnitud, la forma en la que superaba -a medida que se iba desarrollando- las expectativas y el control hasta de los protagonistas más enterados, es un factor importante, a mi juicio, en dos de las confiscaciones posteriores que describo en este libro: la versión biográfica (personalización) y la sociológica. Ninguna de estas estrategias desfiguradoras es nueva. El olvido, al igual que la memoria, es posible gracias a la acción conjunta de varias configuraciones narrativas que moldean la identidad de los protagonistas de un acontecimiento al tiempo que le dan forma a los contornos de los sucesos. La reducción de un movimiento de masas a los itinerarios individuales de los denominados líderes, portavoces o representantes (sobre todo si todos estos representantes han renunciado a sus “errores del pasado”) es una vieja táctica de confiscación cuya eficacia se ha puesto a prueba en más de una ocasión. Limitada de esa forma, toda revuelta colectiva, pierde carácter incisivo; se queda en poco más que la angustia existencial de los destinos individuales. La insurrección se restringe así al dominio de unas pocas “personalidades” a las que los medios conceden innumerables ocasiones de revisar o reinventar sus anteriores motivaciones.
La sociología, por su parte, siempre se ha erigido en el juez de lo real -el acontecimiento- que se encarga de dictaminar tras el hecho, para medirlo, categorizarlo y circunscribirlo. En el caso de Mayo del 68, esta tendencia se ha agravado. Los historiadores académicos del presente, que habitan tanto como cualquier otra persona en el paisaje de la memoria colectiva del 68, han mostrado, hasta hace muy poco, una curiosa indiferencia a la hora de elegir el tema como objeto de investigación, tan curiosa que los mismos historiadores han sido los primeros en señalarla. “¿Por qué han abandonado el terreno de tan buena gana los historiadores del presente -ciertamente una especie poco prolífica- en beneficio de una sociología que ha sabido hablar bien alto desde todas las tribunas?”, se preguntaba Jean-Pierre Rioux en 1989. En la misma época, otro historiador, Antaine Proust, destacaba la “pobreza” de la investigación en Francia desde 1972 y lamentaba la “actitud de prudencia generalizada” entre los historiadores, que habían fracasado estrepitosamente a la hora de estudiar o valorar la documentación disponible, síntoma, según él, de negligencia intelectual. Quizá sea porque, al enfrentarse a un acontecimiento tan ambiguo, a la sociedad le parece tremendamente difícil el sólo hecho de formular una exigencia de conocimiento histórico[ii]. Hasta la fecha sólo se han publicado dos volúmenes escritos por historiadores académicos franceses, en los dos casos recopilaciones de textos de conferencias, y unas pocas tesis doctorales[iii]. Ya fuera porque la dedicación a la cuestión de Vichy no les dejara tiempo, por falta de interés o sensación de incomodidad al lidiar con las dificultades singulares que plantea la cultura militante reciente en el clima liberal de hoy en día, o por una reticencia a ajustar cuentas con sus propios recuerdos olvidados, los historiadores han abdicado de sus responsabilidades y han dejado este acontecimiento abierto, aún más que en otros casos, a un mayor grado de instrumentalización. Esta abdicación ha permitido que se cree un vacío interpretativo que otros -es decir, sociólogos y gauchistes [“izquierdistas”] reformados- se han apresurado a llenar. Estos dos grupos de “autoridades” -cada vez más consolidadas por los medios- o custodios de la memoria han dominado el discurso de Mayo del 68 y han trabajado en tándem, desde mediados de los setenta, para producir una historia oficial, una doxa -conjunto relativamente sistemático de expresiones, palabras, esquemas e imágenes que establecen los límites de lo que se puede pensar y decir. La doxa de Mayo del 68 es, en gran medida, producto suyo. Y gran parte de esa producción, según la cronología que manejo, se llevó a cabo entre 1978 y 1988, entre el décimo y el vigésimo aniversario de Mayo.
La versión oficial que se nos ha transmitido hasta el día de hoy -la que se ha codificado y celebrado después en todo tipo de espectáculos mediáticos del conmemoración- consiste en un drama familiar o generacional, desprovisto de toda violencia, aspereza o dimensión política declarada, en una transformación benigna de costumbres y modos de vida inherente a la modernización de Francia, en un proceso que la llevó de un estado burgués autoritario a una nueva burguesía financiera, liberal y moderna.
No contento con promulgar que algunas de las ideas y prácticas más radicales de Mayo acabaron recuperadas o recicladas al servicio del Capital, el relato oficial afirma además que la sociedad capitalista de hoy, lejos de simbolizar el descarrilamiento o el fracaso de las aspiraciones del movimiento de Mayo, encarna la realización de sus deseos más profundos. Al imponer una teleología del presente, la versión oficial borra el recuerdo de alternativas pasadas que buscaron o imaginaron resultados distintos al que se ha impuesto.
En el contexto de esa teleología, Mayo se entiende como una afirmación del statu quo, una rebelión al servicio del consenso, una transformación de la conciencia, una revuelta generacional de los jóvenes contra la rigidez estructural que bloqueaba el necesario impulso de modernización cultural de Francia. La versión oficial del periodo post-Mayo sirve así a los esfuerzos de los sociólogos por reinsertar cualquier ruptura en una lógica de lo Mismo y reforzar las identidades de los sistemas o grupos que permiten la reproducción de las estructuras sociales, y con igual eficacia trabaja en favor de los intereses de militantes arrepentidos empeñados en exorcizar su militancia pasada, pese a que la autoridad que se atribuyen los dos grupos difiere radicalmente. Los antiguos líderes basan su discurso en la acumulación de experiencia personal y se apoyan en lo vivido para negar aspectos claves del acontecimiento o desviarlos de su significación. A diferencia de estos, los sociólogos apelan a las estructuras abstractas y las regularidades, las medias y las cuantificaciones, la elaboración de tipologías construidas en torno a oposiciones binarias, todo basado en una profunda desconfianza de lo vivido. Sin embargo, los dos grupos, pese a sus argumentos contradictorios, han trabajado de manera concertada para fijar los códigos deshistorizados y despolitizados con los que se entiende Mayo. Desde esta perspectiva, no me interesa demasiado el perfil revisionista de la “versión oficial”, ya sea la gran rebelión de la juventud furiosa contra las restricciones de sus padres o su corolario, el surgimiento de una nueva categoría social denominada “juventud”. Me preocupa más el proceso mediante el cual una versión se convirtió en la dominante y dos métodos o tendencias contradictorias, la subjetiva y la estructural, convergieron para formular categorías -“generación”, por ejemplo- cuyo efecto final fue la despolitización. La paradoja de la memoria de Mayo del 68 puede formularse de forma bien sencilla. ¿Cómo es posible que un movimiento que buscaba por encima de todo, desde mi punto de vista, contestar el dominio del experto, desbaratar el sistema de las esferas “naturales” de los profesionales (sobre todo la esfera de la política especializada), acabara reduciéndose con los años a poco más que un “conocimiento” del 68 a partir del cual toda una generación de autoproclamados expertos y autoridades podían imponer su competencia en la materia? Hablamos de un movimiento que barrió las categorías y definiciones sociales y forjó unas alianzas y encuentros imprevisibles entre sectores sociales y gente muy diversa que trabajaban juntos para resolver sus problemas de forma colectiva. ¿Cómo es posible que dicho movimiento se reubicara dentro de categorías “sociológicas” tan restrictivas como el “medio estudiantil” o “la generación”?
Gran parte del esfuerzo de este libro se ha centrado en narrar el proceso a través del cual la versión oficial afirmó su autoridad. De hecho, así es como pensé el libro en un primer momento: ¿cómo se ha recordado y comentado Mayo del 68 en Francia diez, veinte, treinta años después? Pero a medida que el trabajo avanzaba, comenzó a tomar forma otro objetivo, no menos absorbente: el de evocar o rescatar los rastros de un clima y una memoria política -es decir una “vida posterior” de Mayo- que no tiene que ver ni con lo social de los sociólogos ni con el testimonio de los que posteriormente han afirmado encarnar la verdad oficial del movimiento. Dado que mi intención era revelar la forma en que llegó a imponerse la versión oficial, también necesitaba liberar la historia de los años de Mayo de la apropiación que había sufrido, no sólo a cargo de algunos de sus antiguos actores, aquellos que se convirtieron en la “generación” de estrellas en los ochenta, sino también de categorías sociales abstractas como “juventud rebelde”. El acontecimiento del 68 fue por encima de todo un rechazo masivo de miles, incluso millones, de personas a ver lo social como normalmente lo vemos, es decir como un conjunto de estrechas categorías sociales. Llegué a la conclusión de que escribir la historia de ese rechazo, y la manera en que se ha recordado u olvidado, exigía la búsqueda de una forma diferente, un texto que, al igual que el movimiento, se situara por encima y por debajo de la sociología. Por una parte, he buscado “por encima”, es decir, en la crítica filosófica de escritores y activistas cuya participación en la política de los años en torno al 68 ha contribuido al esfuerzo por pensar la acción histórica y preguntarse qué es lo que hace posible la política. De este modo, mi estudio se detiene en escritores y activistas para quienes el Mayo del 68 constituyó un momento central y a veces fundacional en sus trayectorias intelectuales y políticas: los filósofos Jean-Paul Sartre, Alain Badiou, Jaicques Rancière, Maurice Blanchot y Daniel Bensaid, el activista y editor François Maspero, o los escritores y activistas Martine Storti y Guy Hocquenghem. Pero también he mirado “por debajo” de la sociología, es decir, he buscado en el lenguaje, la subjetividad y las prácticas históricamente específicas de los que participaron en las calles, gente en gran medida anónima que integraba los comités de barrio y de fábrica: obreros, estudiantes, campesinos y muchos otros que llegaron a cuestionar la sociedad misma en conjunto y no en función de sus propios intereses sociales.
En mi investigación del lenguaje político del movimiento de Mayo he procurado ir más allá de la inestimable recopilación inicial de documentos reunidos por Alain Schnapp y Pierre Vidal-Naquet en 1969. Las imágenes documentales, las pequeñas publicaciones y numerosos panfletos impresos con multicopista que sacaron multitud de grupos, las revistas -a menudo efímeras- y los análisis escritos en el calor del momento me han parecido más interesantes y valiosos que cualquiera de los análisis interpretativos -de Edgar Morin, Claude Lefort o Michel de Certeau, entre otros- que tanto se han admirado en los años posteriores. Y sin embargo, basta con echar un vistazo a los panfletos y folletos recogidos en el estudio de Schnapp y Vidal-Naquet para establecer los blancos ideológicos evidentes del movimiento del Mayo francés. Eran tres: el capitalismo, el imperialismo estadounidense y el gaullismo. ¿Cómo es posible que veinte años más tarde la visión de consenso del 68 fuera la de una reforma de los modos de vida y una revuelta juvenil que se califican como benignas, simpáticas y poéticas? La respuesta se encuentra en las configuraciones narrativas dominantes -en su mayoría reducciones o restricciones del acontecimiento- adoptadas por la versión oficial. La primera de estas configuraciones, la reducción temporal, ha generado una cronología abreviada en virtud de la cual lo que entendemos por “Mayo” se ha convertido, de manera literal, en lo que sucedió en mayo de 1968. Más en concreto, “Mayo” comienza el 3 de mayo, cuando las fuerzas del orden cierran la Sorbona y detienen a cientos de estudiantes, lo que provoca violentas manifestaciones populares en las siguientes semanas en las calles del Barrio Latino. “Mayo” acaba el 30 de mayo, cuando De Gaulle pronuncia un discurso en el que anuncia que no abandonará la presidencia, amenaza con la intervención del ejército y disuelve la Asamblea Nacional. Por lo tanto, Mayo es solamente mayo, y ni siquiera se tiene en cuenta el mes de junio, en el que cerca de nueve millones de personas, de todas las regiones y sectores laborales del país, van a la huelga. La mayor huelga general de la historia de Francia se pierde en el olvido, así como la prehistoria de la rebelión, que se remonta hasta al menos el final de la guerra de independencia argelina, a principios de la década de los sesenta. Tampoco se menciona la violenta represión estatal que contribuyó a poner fin a los acontecimientos de Mayo-Junio, ni la violencia gauchiste [izquierdista] que continuó hasta bien entrados los setenta. De hecho, se oculta un periodo de unos quince a veinte años de cultura política radical cuyo rastro era obvio en el aumento de una pequeña pero notable oposición a la guerra de Argelia y en la adopción por parte de muchos franceses de un análisis norte/sur “tercermundista” de la política mundial a raíz de los enormes éxitos de las revoluciones de los pueblos colonizados. Esta cultura política también se manifiesta en los brotes recurrentes de malestar laboral que se dan en las fábricas francesas a mediados de los sesenta y en la aparición de un marxismo crítico antiestalinista en incontables publicaciones que florecieron entre mediados de los cincuenta y de los setenta. De hecho la coyuntura política francesa estaba dominada por un marxismo muy dinámico presente en grandes sectores del movimiento obrero, en la universidad en forma de althusserianismo, en pequeños grupos de militantes maoístas, trotskistas y anarquistas, y en el marco dominante de referencia para las obras de la filosofía y las ciencias humanas desde la segunda guerra mundial. Todo esto desaparece al servicio de una narrativa en la que surgió “de la nada” un Mayo “espontáneo”. La exclusión de la prehistoria argelina y obrera, así como de las posteriores acciones izquierdistas, es el precio pagado por “salvar” Mayo como un mes feliz en el que nace la “libre expresión”.
La limitación de “Mayo” al mes de mayo tiene diversas repercusiones. El acortamiento temporal refuerza una reducción geográfica de la esfera de la actividad a París, más en concreto al Barrio Latino, y al mismo tiempo se basa en esta limitación. De nuevo, desaparecen de la escena los obreros en huelga de las afueras de París y el resto de Francia y se evaporan los exitosos experimentos de solidaridad entre obreros, estudiantes y campesinos de las provincias. Según algunas versiones, en las provincias se produjeron manifestaciones más violentas y sostenidas que en París en mayo y junio, pero esto no se representa en la versión oficial. Se ignora de esta forma lo que se vivió en las fábricas de Nantes, Caen, y lejos de París, así como toda una constelación de prácticas e ideas sobre la igualdad que no pueden asimilarse al actual paradigma liberal/libertario que han adoptado muchos de los actores de Mayo. De este modo, por mencionar un ejemplo, no se atribuye ningún papel en la narración de Mayo al nacimiento de un movimiento agrícola antiproductivista a principios de los setenta en la región de Larzac que supondría una de las destacadas “vidas posteriores” de Mayo bajo la forma del radicalismo igualitario rural de la Conféderation Paysanne, con sus ataques a McDonald’s y a los alimentos transgénicos.
La efervescencia política de hoy en día en torno a los problemas del mundo agrícola parece ratificar las hipótesis de Elisabeth Salvaresi y otros, según los cuales en la Francia rural ha sobrevivido una amplia red de resistencias dispersas derivadas del 68, lejos de París y de sus jóvenes emprendedores, filósofos y periodistas con su implacable búsqueda de la novedad. De hecho, Salvaresi indica que los ecos más profundos del 68 se encuentran en la actualidad con mayor frecuencia en las provincias que en París. Si está afirmación es cierta -y queda fuera del alcance de este estudio realizar la investigación necesaria para no limitarse a una mera especulación-, se abriría una nueva óptica que dejaría en segundo plano el prestigió legendario de un Serge July o un Daniel Cohn-Bendit, permitiendo de paso que otras figuras fueran más visibles por su papel teórico y político que desempeñaron durante Mayo y después. Militantes olvidados como Bernard Lambert, por ejemplo, activista agrícola de ideología maoísta y católica en el 68 y autor de un estudio profético en 1970 sobre la explotación de los granjeros y agricultores por la industria agroalimentaria -“obreros y agricultores, el mismo combate”- aparecerían bajo una nueva luz en vista del interés actual por la política global en materia de alimentación[iv].
Con el fin de disfrazar esta reducción narcisista de Mayo a los confines del Barrio Latino, la versión oficial hace concesiones expansivas que ofrecen una dimensión internacional. Pero este proceso se realiza a expensas del factor internacional que jugó quizás el papel más importante en la revuelta francesa y que la emparentó con las insurrecciones que tuvieron lugar en Alemania, Japón, Estados Unidos, Italia y otros países, a saber, la crítica al imperialismo de Estados Unidos y a la guerra de este país contra Vietnam. Es curioso que Vietnam haya desaparecido de las representaciones dominantes del Mayo francés (en las conmoraciones televisivas de los ochenta, por ejemplo, se anula en beneficio de una temática de la revolución sexual) y esa ausencia se haya compensando con la construcción de una nueva dimensión “internacional”: la de una extensa “generación” de jóvenes libertarios que se rebelan de forma difusa por todo el planeta en busca de una mayor autonomía personal, lo que Serge July denominó “la gran Revolución Cultural liberal/libertaria”. Para el 20º aniversario, cuando ‘Mayo se había visto reducido a una búsqueda personal de la autonomía espiritual e individual por parte de sus portavoces autorizados, esos antiguos líderes estudiantiles ya habían conseguido proyectar su búsqueda en toda una “generación”, un séquito mundial de la misma edad para quienes el lema de la “libertad” de los ochenta había sustituido definitiva y anacrónicamente lo que, según argumento en este libro, era la auténtica aspiración de los sesenta, es decir, la búsqueda de la “igualdad”.
Por lo tanto, no deberíamos sorprendernos si las reducciones temporales y geográficas realizadas por la versión oficial permitieron que los estudiantes y el mundo universitario se hicieran con el privilegio exclusivo de representar los acontecimientos de Mayo del 68. Las barricadas, la ocupación de la Sorbona y del teatro Odéon, y sobre todo, las pintadas poéticas, son imágenes que recurren ineluctablemente, al igual que las caras de los mismos tres o cuatro líderes estudiantiles de siempre -con algunos años más-, en las conmemoraciones de 1968 que la televisión francesa programa cada diez años.
Y, sin embargo, la masiva politización de la juventud francesa de clase media de los sesenta tuvo lugar a través de una serie de relaciones polémicas e identificaciones imposibles con las dos figuras que destacan por su ausencia en la representación oficial: el obrero y el militante anticolonialista. Estas dos figuras, los “otros” privilegiados de la modernidad política, sirven de hilo conductor a mi investigación, tanto en lo relacionado a los años de Mayo -que se extienden, en la cronología que adopto en este libro, desde mediados de los cincuenta a mediados de los setenta- como de los años posteriores hasta el presente. Utilizo el término “figura” en el sentido de actores históricos, teóricos y portavoces por derecho propio; corno objetos de deseo político, representación de ficción y teoría; y como participantes, interlocutores en el seno de un diálogo frágil, efímero e históricamente específico. En cierto sentido, el tercermundismo francés fue tan solo el reconocimiento, desde finales de los cincuenta, de que los colonizados, a través de sus guerras de liberación; habían emergido como una nueva figura del pueblo en el sentido político del término (“los desposeídos de la tierra”). Mediante la universalización o denuncia de una injusticia política que, a su vez, movilizaba a estudiantes y otros grupos en Occidente, eclipsaban cualquier manifestación de la clase obrera europea. El tercermundismo de principios de los sesenta continuó después de la guerra de independencia de Argelia, acentuado por la aceleración de la guerra de Estados Unidos en Vietnam a mediados de dicha década. Para mucha gente de la izquierda francesa fue el maoísmo el que proporcionó el relevo, el medio para realizar la transición y desplazar hacia el obrero de la metrópolis la atención puesta hasta entonces en el militante campesino anticolonialista, para llegar a la revelación, a la manera de los obreros en huelga de la industria automovilística en Turín, de que ”Vietnam está en nuestras fábricas”. De este modo, el obrero francés se convierte en una figura central de los movimientos sociales del Mayo del 68 propiamente dicho. Pero el maoísmo no fue la única fuerza influyente. A lo largo de los sesenta en Francia se combinaban de manera espontánea los temas del anticapitalismo y el antiimperialismo; los discursos de ambos movimientos se entrelazaban en una intricada red. Al fin y al cabo, eran tiempos en los que la consigna: “Tous debout, camarades, pour la Bolivie socialiste!” [“Todos de pie, camaradas, por la Bolivia socialista”] bastaba para movilizar a tres mil trotskistas una tarde cualquiera de la semana en el edificio de la Mutualité de París.
La idea principal de Mayo era la unión de la contestación intelectual con la lucha obrera. Otra manera de expresarlo es que la subjetividad que surgió en Mayo era de tipo relacional, construida en torno a un debate sobre la igualdad; una experiencia cotidiana de identificaciones, aspiraciones comunes, encuentros y desencuentros, decepciones y desilusiones. La experiencia de la igualdad, tal como la vivieron muchos a lo largo del movimiento -no como un objetivo ni un programa para el futuro sino como algo que ocurre en el presente y se verifica como tal-, constituye un enorme desafio para las representaciones posteriores. Durante el movimiento se crearon formas de actividad que ponían fin a la representación y la delegación, que socavaban la división entre dirigentes y subordinados, prácticas que expresaban una intensa dedicación a la política entendida como el interés de todos y cada uno de los individuos y no como el interés de los especialistas; toda esta experiencia amenazaba los métodos de que disponemos para escribir nuestra vida cotidiana y las limitadas formas a las que podemos recurrir para representar lo social. El problema se agudizó aún más veinte años después en el contexto ideológico de los ochenta, cuando se lanzó una ofensiva generalizada contra la igualdad bajo la tapadera de una crítica al igualitarismo. Esta crítica convertía a la igualdad en sinónimo de uniformidad, de limitación o alienación de la libertad, de ataque al libre funcionamiento del mercado. Cuando se ignora la unión de la contestación intelectual con la lucha obrera lo que queda del 68 es poco más que la prefiguración de una contracultura “emancipatoria”, una metafísica del deseo y la liberación, el ensayo de un mundo compuesto de “máquinas deseantes” e “individuos autónomos” irremediablemente atados a su experiencia subjetiva.
Para mediados de los setenta las nuevas figuras habían arrebatado el lugar del obrero y el militante colonial, acaparando toda la atención mediática. “La plebe”, una imagen abstracta y silenciosa de impotencia, servía de modelo para elaborar la figura del sufrimiento, hoy en el centro del discurso de los derechos humanos. Y la figura del “disidente” anclaba de nuevo el interés público francés a la narrativa de la Guerra Fría alejándolo del eje Norte/Sur que se había definido en los sesenta. Al ir tomando forma el nuevo régimen de representación de la víctima humanitaria, los “desposeídos de la tierra” se convertían en simples “desposeídos”, es decir, quedaban privados de cualquier subjetividad política o posibilidad universalizadora, reducidos a una figura de pura alteridad: víctima o bárbaro. En Francia, como explico en el tercer capítulo, el nuevo discurso ético en torno a los derechos humanos -en gran parte formulado por ex izquierdistas interesados por distanciarse de su pasado militante o reacios a aceptar las desilusiones de Mayo- jugó un papel fundamental en el proceso de olvido del 68. En otras palabras, se podría decir que a partir de 1976 aproximadamente, la necesidad de repudiar Mayo del 68 alimentó una retirada de la política a la ética que distorsiona, no sólo la ideología de Mayo, sino también gran parte de su legado. Los ex izquierdistas que se habían atribuido el papel de custodios de la memoria de Mayo ocupaban una posición excepcional para reescribir el significado de los hechos de Mayo a la luz de la “transformación espiritual” que ellos mismos estaban experimentando. Pese a que la cultura política del 68 había mostrado una oposición radical, por momentos incluso violenta, al discurso moralizador que se impondría a finales de los setenta, se vio reconfigurada bajo las directrices de la ética personal, no de la política. Con la llegada de lo que Guy Hocquenghem denominó el “moralismo guerrero” de los Nuevos Filósofos se alcanzó una nueva fase. En la segunda parte del libro exploro las formas mediante las que se borran las huellas del 68 con los nuevos discursos sobre el totalitarismo que popularizaron estos pensadores y con las dos figuras del nuevo régimen de representación a partir de las cuales se distinguen los valores del bien y el mal desde finales de los setenta: los derechos humanos y el Gulag/Holocausto.
“En el 68 no murió nadie”. En realidad esta frase, repetida hasta la saciedad, ni siquiera es cierta. Pero su reiteración debe interpretarse como síntoma de un intento de otorgar una cualidad bienintencionada, bon enfant, casi etérea, a la insurrección y a sus actores, tanto a los militantes como al Estado. ¿Se debe medir un acontecimiento en función del número de víctimas? No, ciertamente si el acontecimiento se ha clasificado como de carácter cultural, que es en lo que se había convertido Mayo en la versión oficial de finales de los ochenta. Durante Mayo nada ocurrió desde e1 punto de vista político; sus efectos fueron puramente culturales. Así reza el análisis de consenso, la versión aprendida, autorizada, impuesta, celebrada públicamente y conmemorada, tanto por escrito como en los programas de televisión que comento en el tercer capítulo. Con el término “cultural” normalmente se aludía a cualquiera de los cambios en las formas de vida, las transformaciones de las costumbres cotidianas y comportamientos que se produjeron en los setenta, como el hecho de que las mujeres llevaran pantalones en lugar de falda o la generalización del tuteo. Pero, ¿hasta qué punto se puede establecer una relación causa-efecto entre los llamados efectos culturales de Mayo y el acontecimiento en sí? Como señaló Jean-Franklin Narot, antiguo miembro del Movimiento 22 de Marzo, no todo lo que apareció durante esos meses fue parte del movimiento y no se le puede atribuir a Mayo todo lo que surgió después. La mayor parte de las novedades y cambios relacionados con el estilo de vida a los que se hace referencia con el epígrafe de “efectos culturales de Mayo” se dieron también en todos los países occidentales que estaban atravesando una modernización capitalista acelerada, con o sin 68[v].
¿Y si entendemos una expresión tan vaga como “efectos culturales” por algo parecido a lo que en los países anglosajones se llama “contracultura”? A diferencia de Estados Unidos e Inglaterra, que experimentaron cambios contraculturales de gran creatividad, sobre todo en el campo de la música, durante los sesenta y los setenta, las formas contraculturales francesas después de 1968 eran principalmente importadas. En Inglaterra o Estados Unidos, como subraya Peter Dews, era concebible que alguien se iniciara en una cultura política a través de la puerta trasera de la contracultura; en Francia o Italia, por contra, la “contracultura” de los setenta representaba los últimos coletazos de una militancia política mucho más vibrante y vigorosa que la que se había dado en Estados Unidos[vi]. Por supuesto, los sucesos del 68 jugaron un papel significativo, junto con la filosofía y otras formas de análisis intelectual, en una coyuntura estimulante que hizo de los setenta franceses un momento de creatividad e invención sin precedentes. En los años que siguieron al 68 no parecía existir límite para los proyectos y espacios de intercambio de ideas, que entre otros resultados trajeron el nacimiento de numerosas publicaciones y experimentos editoriales. Todos ellos pretendían de alguna manera dar una continuidad a los acontecimientos o trasladar la energía política hacia otras búsquedas similares. En el segundo capítulo examino varios ejemplos de experimentación colectiva con modos de representación política, en concreto tres revistas que surgieron dentro del campo de la historiografía y que se inscriben en un fenómeno más amplio de cuyo alcance se puede tener una idea al leer una lista, recopilada por Françoise Proust, que cito aquí sólo en parte. Entre los nuevos proyectos editoriales se encontraban 10/18 (1968), Lattès (1968), Champ Libre (1968), “Points” Seuil (1970), Galilée (1971), Gallimard “Folio” (1972), Editions des Femmes (1974) y Actes Sud (1978). Entre las publicaciones y revistas culturales estaban Chage (1968), L’Autre Scène (1969), Nouvelle Revue de Psychanalyse (1970), Actuel (1970), Tel Quel (1972), Afrique-Asie (1972), Actes de la Recherche en Sciences Sociales (1975), Révoltes Logiques (1975) y Hérodote (1976). Entre los periódicos están Hara-Kiri Hebdo (1969), L’idiot International (1969), Tout! (1970), Libération (1973), Le Gai Pied (1979). Un pensamiento contestatario como el de esta lista, indica Proust, necesariamente genera reacciones. Tanto en la cronología de Proust como en la de muchos otros en 1976-1978 ya era palpable el comienzo del fin de esta efervescencia de la creatividad asociada al 68, al entrar en escena una forma nueva de intelectuales mediáticos, los Nuevos Filósofos[vii].
En el terreno de producción de la alta cultura francesa -sobre todo literaria- Mayo ha recibido escasa atención, ya sea temática o formalmente. En el formato novelístico, como ha señalado Patrick Combes, se han realizado muy pocos intentos significativos de traducir la dimensión política de Mayo. La casi totalidad de las representaciones novelísticas posteriores al 68 han reproducido las representaciones mediáticas dominantes, eligiendo, por ejemplo, una dramatización de los acontecimientos a través de la perspectiva de la conciencia, a veces caricaturizada de un individuo que vive una angustiosa crisis existencial con un telón de fondo de barricadas, y esto a pesar del hecho, como he constatado una y otra vez en mi propia investigación, de que el contenido de los recuerdos de aquella época que un individuo da preferencia casi siempre a la participación activa en un grupo social. Es necesario avanzar hasta principios de los ochenta para encontrar, en un género más popular como la novela de detectives, un esfuerzo real por comprender los efectos que ha tenido en la sociedad contemporánea esa voluntad por olvidar el pasado reciente -las rupturas de Argelia y el 68-, así como la dimensión política de una nueva sociabilidad manifiesta en dichos momentos.
Gran parte de la argumentación de este libro se dirige contra la corriente de esfuerzos dedicados en los ochenta a atribuir a Mayo repercusiones meramente “culturales”, cuando no morales o espirituales. De hecho, he procurado mostrar una perspectiva contraria: en Mayo todo ocurrió políticamente, siempre que entendamos “política” como algo con poca o ninguna relación con lo que en aquel entonces se denominaba “política de los políticos”, es decir, la política especializada o electoral.
Porque Mayo del 68 no fue un acontecimiento artístico. Fue un movimiento que dejó pocas imágenes; al fin y al cabo la televisión francesa estaba en huelga. En cambio, abundaron los dibujos y las tiras cómicas sobre política -de Siné, Willem, Cabu y otros; también hay numerosas fotografías. Da la impresión de que sólo las técnicas artísticas más “inmediatas” podían seguir el veloz ritmo de acontecimientos. Pero al decir esto ya se muestra hasta qué punto la política ejercía una atracción magnética sobre la cultura, arrancándola de su reino específico y especializado, ¿Pues qué significa si no el hecho de que el propó1sito del arte fuera seguir de cerca el paso de los acontecimientos y lograr una completa contemporaneidad con el presente y lo que sucede en torno suyo?
El periodo del 68 en Francia parece confirmar la inconmensurabilidad o asimetría que parece gobernar la relación entre cultura y política. De hecho, esa inconmensurabilidad es de lo que trataba el acontecimiento: el fracaso de las soluciones culturales para proporcionar una respuesta, la creación y desarrollo de formas políticas en oposición directa a las formas culturales existentes, la exigencia de prácticas políticas frente a las culturales. En ningún sitio es más evidente que en la experiencia de los estudiantes de Bellas Artes que ocuparon la facultad a mediados de Mayo de 1968 y la rebautizaron como Atelier populaire des Beaux-Arts [Taller popular de Bellas Artes]. Allí comenzaron a producir, a velocidad de vértigo, los carteles de apoyo a la huelga que cubrieron las calles de París durante esas semanas. El “mensaje” de la mayoría de los carteles, escueto y directo, afirmaba, en ocasiones de manera perentoria, que, fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo -la interrupción, la huelga, el “tren en movimiento”-, debía continuar sin más: “Continuons le combat” [“Continuemos el combate”], ”La grève continue” [“La huelga continúa”], “Contre offensive: la grève continue” [“Contraataque, la huelga continúa”], “Chauffeurs de taxi: la lutte continue” [“Taxistas: la lucha continúa”], “Maine Montparnasse: la lutte continue” [“Maine Montparnasse: la lucha continúa”]. Los mensajes no aspiran a “representar” lo que ocurría; el objetivo era más bien estar en sintonía, confundirse con los acontecimientos. La utilización de una técnica rápida era esencial; los estudiantes no tardaron en descubrirlo, pues abandonaron la litografía al poco tiempo ya que un ritmo de entre diez y quince impresiones por hora era demasiado lento para responder a las necesidades de un movimiento de masas. La serigrafia, ligera y fácil de usar, permitía producir hasta 250 ejemplares por hora. Pero aunque la velocidad y la flexibilidad del formato facilitaban la absoluta compenetración de arte y acontecimiento que se logró en los carteles, no eran los factores esenciales. ‘Treinta años después, uno de los militantes activo en el taller, Gérard Fromanger, recuerda la génesis de los carteles en una nota biográfica. El título de su artículo, “El arte es lo que hace que la vida sea más interesante que el arte”, expresa a las claras el sentido de apertura vertiginosa de posibilidades que se produce cuando el arte rechaza quedarse aislado de lo social, o cuando el arte busca participar más que representar.
Eso es lo que fue Mayo del 68. Los artistas ya no estaban en sus talleres, ya no trabajaban, ya no podían trabajar porque lo real era mucho más poderoso que sus creaciones. Naturalmente, se convertían en militantes, yo entre ellos. Creamos el Atelier populaire des Beaux-Arts y hacíamos carteles. Hacíamos carteles día y noche. Todo el país estaba en huelga y nunca habíamos trabajado tanto en todas nuestras vidas. Al fin éramos necesarios.[viii]
Fromanger escribe con gran lujo de detalles las fases en el desmantelamiento del medio artístico durante Mayo. Así, cuenta cómo, durante las manifestaciones a mediados de mayo, los estudiantes de arte “se bajaron de sus caballos para recoger las flores” -como dirían los maoístas-, abandonando el arte para correr de una manifestación a otra. “Los artistas formábamos parte del movimiento desde hacía diez días, nos encontrábamos en las manifestaciones. Nos habíamos separado de todo lo que teníamos antes. Ya no dormíamos en los talleres… Vivíamos en las calles, en los espacios ocupados… Ya no pintábamos, ya no pensábamos en ello”. La siguiente frase describe una retirada a espacios familiares: “Los pintores nos decimos que tenemos que hacer algo en Bellas Artes, que no podemos dejar que los edificios estén vacíos y cerrados”. Localizan una vieja máquina de litografías y enseguida imprimen el primer cartel, “USINE-UNIVERSI’TE-UNION”. En ese momento la idea es que alguien corra con las treinta copias a venderlas en una galería de la calle Dragon y así obtener fondos para el movimiento. Pero es en este momento cuando entra en escena “lo real”, bajo la forma del movimiento, frenando en seco los pasos que debe dar el arte en la cultura burguesa y secuestrándolo, por así decirlo, para orientarlo hacia el presente. No hay tiempo para que el objeto artístico se convierta en artículo de consumo, ni siquiera en una mercancía que se habría redirigido al servicio del movimiento. En el camino a la galería, alguien arrebata las copias de las manos del estudiante encargado de transportarlas y se pegan al instante en la primera pared disponible. El cartel recupera su función de cartel.
“La cultura burguesa”, rez1a el texto que acompañaba la fundación del Atelier populaire, “separa y aísla a los artistas del resto de los obreros otorgándoles una condición privilegiada. Este privilegio encierra al artista en una prisión invisible. Hemos decidido transformar nuestro papel en esta sociedad.”[ix]
Creo que fue en pleno visionado de horas y horas de cintas de conmemoraciones televisivas cuando tomé la decisión -quizá sorprendente al tratarse de un libro sobre la memoria y la amnesia social del Mayo del 68 francés- de no realizar entrevistas durante mi trabajo. Al fin y al cabo, ¿a quién iba a entrevistar? Puesto que mi objetivo era buscar la esencia de un acontecimiento de masas de tal magnitud, me negué a acudir a las personas que se han convertido en leyendas de la cultura de Mayo por la atención de los medios y que ocupan ahora las posiciones que el sistema reserva especialmente para aquellos que antes lo denunciaban. Tampoco quería realizar un estudio etnográfico de un sector en concreto -obreros, campesinos o partidarios de determinada tendencia política-, aunque se han publicado varios estudios de este tipo, algunos muy buenos, a los cuales me refiero en este libro. ¿Qué criterios podía seguir/ para seleccionar testimonios de entre los participantes de un movimiento de masas que se extendió por toda Francia, llegando prácticamente a todas las poblaciones, sectores profesionales, regiones y generaciones? En estas páginas, como en cualquier investigación del pasado reciente, se mezclan palabras escritas por actores y testigos que aún viven con documentos en los que ya se ha realizado una criba de los acontecimientos. En efecto, los testimonios publicados tienen la ventaja de estar abiertos a cualquiera que desee leerlos; a diferencia de las entrevistas orales, no se dirigen a ningún interlocutor en concreto. Los testimonios públicos, como dice Paul Ricoeur, han consentido en entrar al combate y exponerse a la mirada de otros. Por esta razón me he limitado a las fuentes disponibles, a una combinación -indudablemente poco científica- de materiales de todo tipo (archivos públicos y privados, octavillas, artículos de revistas y periódicos, imágenes documentales, memorias) para constituir un abanico representativo de las miradas y experiencias directas de los hechos, y de la forma en que estos acontecimientos se han recordado y analizado posteriormente. Se trata de un collage de aportaciones individuales, subjetivas, a veces efímeras, que no constituyen en ningún caso “itinerarios ejemplares” o relatos biográficos. Sin estas evocaciones me habría sido imposible dar una idea de las formas específicas de sociabilidad política de aquel momento, es decir, recordar lo que se ha perdido. Al concentrarme en confrontar la versión oficial -con todos los clichés conocidos por todo el mundo- con las versiones disidentes, he tenido que dedicar un esfuerzo especial a la localización de recuerdos que no se ajustan a la interpretación comúnmente admitida y cuestionan las configuraciones contemporáneas del poder.
No obstante, el nuevo orden político francés ha experimentado cambios y gracias a estos se ha ampliado el repertorio de ópticas disponibles con relación al 68. Las huelgas masivas del verano de 1995 en Francia, junto con lo sucedido en Seattle unos años después, han desempeñado sin duda un papel importante en la configuración de una nueva coyuntura, un nuevo sentido de la capacidad creativa política en Francia y otros lugares. También se han manifestado otras dos transformaciones en el clima político e intelectual francés de especial relevancia para mi investigación. En los últimos años han aparecido numerosas narraciones alternativas de los últimos treinta años, escritas en su mayor parte por personas que participaron en los años del 68 y quieren ahora recuperar un pasado -el suyo y el de otros- que en su opinión se ha distorsionado, e incluso secuestrado, durante los años de Giscard y Mitterrand. Paralelamente, investigadores jóvenes, historiadores en su mayoría, han comenzado a interesarse seriamente por la guerra de Argelia y el periodo del 68 por primera vez en Francia. La labor de estos dos grupos de escritores permite abrir un nuevo capítulo en la historia de la memoria del 68. Y gracias a ellos, la sensación de soledad en mi trabajo ha sido menor.
Notas:
[i] Véase Peter Novick, The Holocaust in American Life (Boston, Houghton Mifflin, 1999; traducción al castellano: Judíos ¿vergüenza o víctímismo?: El: holocausto en la vida americana (Marcial Pons, Madrid, 1997) y Norman Finkelstein, The Holocaust lndustry (Verso, Londres, 2000; traducción al castellano: La industria del holocausto: reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío, Siglo XXI, Madrid, 2002).
[ii] Véase Jean-Pierre Rioux, “A Propos des célébrations décennales du Mai français”, en Vinglième siécle, 23 (julio-septiembre 1989), pp. 49-58; Antoine Prost, “Quoi de neuf sur le Mai français?”, en Le Mouvement social, 143 (abril-junio 1988), pp. 91-97.
[iii] Uno de estos libros, fruto de un seminario de cuatro años en el Institut d’Histoire du Temps Présent, se publicó mientras completaba este proyecto. No obstante, en el curso de mi investigación pude consultar muchos de los documentos recogidos en el volumen. Véase Michelle Zancarini-Fournel y otros, ed., Les Années 68. Le Temps de la contestation (Editions Complexe, Bruselas, 2000). Véase también el libro que se publicó como resultado de un coloquio organizado en 1988 por el Centre de Recherches d’Histoire des Mouvements Sociaux: René Mouriaux y otros, ed., 1968: Exploration du Mai français, 2 vols. (L’Harmattan, París, 1992).
[iv] Véase Elisabeth Salvaresi, Mai en héritage (Syros, París, 1988). Véase también Bernard Lambert, Les Paysans dans la lutte de classe (Seuil, París, 1970).
[v] La adopción de hábitos de consumo de estilo americano entre los franceses y el resto de europeos se extiende durante un periodo más largo de posguerra. En mi libro Fast Cars, Clean Bodies: Decolonization and the Reordering of French Culture (MIT, 1995) analizo la versión francesa de este proceso. Los acontecimientos de Mayo del 68 constituyen una interrupción, no una aceleración, en ese proceso.
[vi] Peter Dews, “The Nouvelle Pbilosopbie and Foucault”, Economy and Society, 8, núm. 2 (mayo 1979), 168.
[vii] Véase Frarnçois Proust, “Débattre ou résister?” en Lignes, 35 (Oct. 1998), pp. 106-120. Para esta filósofa, el fin definitivo de este periodo de energía utópica post-Mayo tiene lugar en 1980 con el primer número de Le Débat, revista de Marcel Gauchet y Pierre Nora. Esta revista, al consagrar varios números a difundir un libro que analizo en el cuarto capítulo, La Pensée 68, de Luc Ferry y Alain Renaut, desempeñó un importante papel en la elaboración de la “historia oficial” del 68. Para Proust, Le Débat establecía el regreso definitivo de un diálogo limitado a “intelectuales y técnicos (es decir, expertos), [a través del cual] el intelectual interioriza la democracia: renuncia a sus vanos deseos de cambiar el mundo, comprende que la democracia representativa, con sus instituciones y sus normas, es el horizonte último de todo grupo político; a partir de entonces su función consiste en mantener un debate constante con los grupos de toma de decisiones a los que ayuda a pensar racionalmente las realidades, los problemas y las crisis políticas y culturales con que se encuentra una democracia moderna”. Al editor de Le Débat, Nora, le gustaba subrayar la coincidencia de la publicación de 1a revista y la muerte de Sartre. En una entrevista comentó que consideraba que Le Débat era “el opuesto a Les Temps Modernes y su filosofía del compromiso”.
[viii] Véase Gérard Fromanger, “L’art c’est ce qui rend la vie plus, intéressante que I’art”, en Libération (14 de mayo, 1998), p. 43. Véase también Adrian Rifkin, “A Space Between: on Gérard Fromanger, Gilles Deleuze, Michel Foucault and somee others”. Introducción a Sarah Wilson, ed, Photogenic Painting/La Peinture photogénique. Black Dog Press, Londres, 1999, 21-59.
[ix] “Docurnent: l’atelier populaire”, en Les Cabiers de Mai, 2 (1968, 1-15 julio), pp. 14-16.