Fragmentos de “Beckett, el infatigable deseo”, obra de Alain Badiou

Un joven cretino

La estupidez era en el fondo aprobar sin un verdadero sentido crítico el retrato de cuerpo entero de Beckett, por entonces disponible, y todavía hoy en día difundido: conciencia impenitente de la nada del sentido, ampliada por los recursos del arte a la nada de la escritura, la cual sería materializada por prosas cada vez más apretadas, cada vez más densas, y que abandonan todo principio narrativo. Un Beckett que medita la muerte y la finitud, el desamparo de los cuerpos enfermos, la espera vana de lo divino y lo irrisorio de toda empresa en dirección al prójimo. Un Beckett convencido de que fuera de la obstinación de las palabras no hay sino las tinieblas y el vacío.

Me han sido necesarios largos años para desprenderme de este estereotipo y para al fin tomar Beckett al pie de su letra. No, lo que él nos invita a pensar en su arte, en su teatro, en su prosa, en su cine, en su radio, en su televisión, en su crítica, no es ese hundimiento tenebroso y corporal en una existencia desvalida, en un abatimiento desesperado. No es tampoco, por cierto, lo contrario que se ha intentado hacer valer: farsa, irrisión, un sabor concreto, un Rabelais enflaquecido. Ni existencialismo ni barroco moderno. La lección de Beckett es una lección de mesura, de exactitud y de valentía. Es lo que yo quisiera sostener en estas pocas páginas.

Y dado que es al leer El innombrable cuando nació mi pasión por este autor, que dura cuarenta años, me gustaría guardar de éste, más que las sentencias sobre el lenguaje que maravillaron mi juventud, ese aforismo que todavía hoy en día me conmociona, cuando el hablador innombrable, en medio de sus lágrimas, convencido de que nunca renunciará, declara:

Yo solo soy hombre y todo lo demás es divino.

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La belleza, todavía…

Samuel Beckett¿Desesperanza? Pienso en ese magnífico pasaje de Malone muere en el que la prosa se eleva, a medias paródicamente, hasta unas cadencias a lo Bossuet:

Los ojos minados de ofensas se demoran viles en todo por lo que tan pacientemente han rogado, con la última, la verdadera plegaria por fin, aquella que no pide nada. Y entonces es cuando un airecillo de cumplimiento reaviva los votos muertos y nace un murmullo en el universo mudo, acercándose afectuosamente a vuestro ser desesperado demasiado tarde.

Pero, si conviene desesperar en el momento adecuado, ¿no es porque entonces lo que se nos otorga nos evita por un tiempo el desvelo fatigoso de la plegaria? Y es que la belleza de la prosa de Beckett se debe a que la anima este desvelo, el de no pedir otra cosa a la misma prosa que el mantenerse lo más cerca posible de eso de lo que, al fin y al cabo, está compuesto toda existencia: la escena vacía del ser, la penumbra en donde todo se dirime salvo ella misma, así como los acontecimientos que la pueblan a menudo, y que son como estrellas en el lugar anónimo, agujeros en el telón distante del teatro del mundo.

Sólo hay larga paciencia de la vida y de la prosa en tanto en cuanto conduce a la perenne suscitación de lo que fija bellamente la posibilidad de un fin, en los dos sentidos: interrupción de la penumbra y finalidades conjuntas de la existencia y del decir.

Esta paciencia no es en sí misma detestable. Hay siempre, como en Cómo es, «el azul que se veía en el polvo blanco», hay

el viaje la pareja el abandono donde todo se relata el verdugo que se habría tenido después perdido el viaje que se habría hecho la víctima que se habría tenido después perdido las imágenes la bolsa las pequeñas historias de arriba pequeñas escenas un poco de azul infernales hombres.

Pero transido por la belleza, ese material aceptable de la vida desprovisto de sentido (¿y por qué la vida tendría un sentido?, ¿acaso es una ganga el sentido?) accede a una sobre-existencia comparable a la de las galaxias, en donde todo desaparece por su debilidad, su repetición y su obstinación para transformarse apenas en un punto de luz en la penumbra del ser. Al término de la ascesis metódica, ocurre algo que es comparable totalmente a la aparición de la Osa Mayor, al fin del Coup de dés de Mallarmé:

Suficiente. De repente suficiente. De repente muy lejos. Ningún movimiento y de repente muy lejos. Muy menor. Tres alfileres. Un agujero de alfiler. En la oscurísima penumbra. A vastedades de distancia. En los límites del vacío ilimitado.

Para Beckett como para Mallarmé, es falso que «nada habrá tenido lugar salvo el lugar». La existencia no se diluye en el anonimato de la penumbra. Tampoco coincide con el solipsismo, ni está sometida, en la relación con los otros, a leyes imprescriptibles, por mucho que sean unas pretendidas leyes del deseo o del amor, el amor, como dice Malone, «considerado como una especie de aglutinante mortal».

Ocurre que algo ocurre, que algo nos ocurre. Y el arte tiene por misión la de guardar esos puntos excepcionales de los que procede toda verdad, la de hacerlos brillar, la de preservarlos, cual formas estelares, en el tejido reconstituido de nuestra paciencia.

Es una tarea ruda. Le es necesario el elemento de la belleza, como una especie de luz difusa en las palabras, una iluminación subterránea que hemos llamado el poema latente de la prosa, un ritmo, colores raros, una necesidad controlada de imágenes, la construcción lenta de un mundo hecho para dejar ver, en un punto alejado, el agujero de alfiler que nos salva: por ese agujero nos llegan la verdad y el coraje.

Beckett cumplió su tarea. Ha dispuesto el poema del infatigable deseo de pensar.

Probablemente porque él era como Moran, en Molloy, quien también tenía necesidad del elemento de la belleza, de la que conocía la definición kantiana, y que le hacía decir de manera pintoresca:

Solamente desplazándolo en esta atmósfera, cómo decir, de finalidad sin fin, por qué no, me atrevía a tomar en consideración el trabajo que había que ejecutar.

Beckett tomó en consideración este trabajo, para nosotros, que apenas nos atrevemos a hacérnoslo. Ejecución lenta y súbita de lo Bello.

Leer o descargar el libro completo en PDF: Beckett, El Infatigable Deseo, de Alain Badiou.

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Beckett: de Murphy a Final de partida, la poderosa presencia del ajedrez en su obra

Imagen: Obra de Bram van Velde

 

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