Una sola cosa querías:
conservar hasta el final de tus horas
el don de la rabia, para vos imprescindible.

¡Charlatán, cabezadura, cosaco de mierda!
–El amor por lo extraordinario, un defecto capital de tu ser.
–¡Mahoma sin Corán!
–El sosiego te desespera.
–¡Un malabarista, un Papa, un chambón!
–Una hoguera en tu cabeza y tu corazón.

Sí, Bakunin, así debió de ser tu vida.
Vago permanente, insensato, descontrolado.
Absurdo, improcedente, inaguantable, así eras.
Da lo mismo, Bakunin:
volvé
o seguí donde estás.

Un tipo alto con traje azul en las barricadas de Dresde.
Un rostro que refleja la bronca más brutal.
¡Vamos! ¡Fuego a la Opera!
Y cuando todo estuvo perdido,
a punta de pistola exigiste que el gobierno Revolucionario Provisional
tenga la delicadeza de dinamitarse con vos.
Volar por los aires.
(Qué curiosa impavidez).
La moción fue rechazada por absoluta mayoría.

¿Te acordás, Bakunin?
Siempre lo mismo. Resultabas fastidioso.
Y no me extraña.
¿Comprendés? Todavía hoy molestás.
Simplemente molestás.
Por eso te pido: volvé.
¿Dónde andás, Bakunin?

Interrogado, machacado contra el muro
de las casamatas de Olmutz,
condenado a muerte, arrastrado a Rusia,
indultado a cadena perpetua.
¡Un tipo muy peligroso!
Algún amigo envía a tu celda un piano de cola de Lichtenthal.
Se te caen los dientes.
Componés una dulce y triste melodía
para tu ópera
Prometeo,
a cuyo compás sacudís, como un niño, tu melena de león.

Bakunin, Bakunin, eso es muy propio de vos.
(Aún sacudías tu cabeza leonina veinte años después en Locarno).
Y por ese gesto tan tuyo,
porque no nos sacás las papas del fuego,
Bakunin: seguí donde estás.

Deportado a Siberia, evadido,
siguiendo el Amur, azul de hielo,
surcando el Pacífico a vela y vapor,
atravesando América en trineo,
a caballo, en tren expreso,
sin parar, sin escalas.
Y a los seis meses, por fin en Paddington,
en vísperas de Año Nuevo,
saliendo raudo del Hansom, escaleras arriba,
te abalanzás a los brazos de Herzen gritando:
¿Dónde hay ostras frescas?

Porque, en resumen,
sos un inútil, Bakunin,
porque no servís para cliché,
ni salvador, ni burócrata, ni pontífice, ni gorila,
ni de derecha ni de izquierda:
¡volvé!
¿Dónde andás, Bakunin?

Exilio de nuevo.
No sólo el rugido revolucionario,
el bullicio de los clubes y el tumulto de las plazas;
también la inquietud de la víspera, también las consultas,
las cifras, las consignas,
todo te hacía falta.
¡Gran vagabundo
perseguido por rumores, leyendas e improperios!
¡Ingenuo, pródigo, corazón magnético!
Gritabas y renegabas,
alentabas y tomabas decisiones,
todo el día, toda la noche.

¿No es cierto?
Porque tu actividad,
tu haraganería, tu apetito, tu sudor constante,
están tan lejos de la medida humana,
como vos mismo estás tan lejos, Bakunin,
te sugiero: seguí, seguí donde estás.

Su biógrafo, sabelotodo, dice: era impotente.
Pero Tatiana, la hermanita prohibida,
que tocaba el arpa en el palacio blanco,
te hacía delirar.
Tus tres hijos no eran tuyos, cierto,
pero escribiste a Nechaev,
el mitómano, el asesino, el jesuita, chantajista de la revolución:
“¡Pedazo de tigre, mi amor, salvaje fierecilla!
(No hay peor despotismo que el ilustrado)”.

No hablemos del amor, Bakunin.
La muerte no te atraía.
No fuiste un ángel exterminador político-económico.
Te hacías un lío como nosotros, y eras tan cándido…
¡Volvé, Bakunin, volvé!

Y, finalmente, la noche de Bolonia,
en agosto.
Apoyado en la ventana espiabas la ciudad.
Todo en calma. Las campanas dieron la hora.
Amanecía.
Había fracasado la insurrección.

Un carro de paja te sirvió de escondrijo.
La barba afeitada, vestido de cura,
con anteojos oscuros
y una canasta de huevos en el brazo,
fuiste rengueando y con bastón
hasta el ferrocarril.
Y de allí a Suiza,
a morir en la cama.

Esto pasó hace mucho tiempo.
Era demasiado pronto, como siempre,
o tal vez muy tarde.
Nada te ha contradicho, nada demostraste.
Por eso mismo, seguí donde estás, Bakunin.
O volvé si querés,
da lo mismo.

Masas enormes de carne y grasa,
hidropesía, dolores de vejiga.
Tu reír estrepitoso,
fumás sin parar, jadeás, te tortura el asma,
leés telegramas cifrados
y escribís con tinta imborrable:
“Explotación, gobierno: todo es lo mismo”.

Estás hinchado, desdentado.
Por todos lados hay cenizas de cigarro,
periódicos, cucharitas de té.
Los chivatos pululan delante de la casa.
Caos, mugre por todas partes.
El tiempo pasa.
Europa sigue oliendo a policía.

Y porque nunca,
en ninguna parte,
no hubo,
ni hay, ni habrá
una estatua a Bakunin,
te lo pido, volvé,
volvé ya.
¿Donde andás, Bakunin?

 

 


Versión propia en castellano rioplantense del poema M.A.B. (1814-1876) de Hans Magnus Enzensberger (Mausoleum, 1975).