Samir Gandesha
Durante los últimos años, por no decir décadas, los fantasmas del fascismo han escapado de sus criptas del siglo XX y han acechado nuestro presente. Sin embargo, debido a la pandemia mundial ocasionada por el coronavirus, enfrentamos algo que podría denominarse como nuestro momento de “Incendio al Reichstag”. Aquel suceso en la legislatura alemana que tuvo lugar exactamente cuatro semanas después de que Adolf Hitler jurara su cargo como canciller, fue supuestamente provocado por Marinus van der Lubbe, un comunista del consejo holandés. El acto sirvió para que los nazis afirmaran inmediatamente que el incendio había sido el resultado de un complot comunista, lo que se convirtió en el pretexto adecuado para la toma del poder y la coordinación total del Estado. Como ha señalado recientemente The Economist, cerca de una docena de Estados, desde Azerbaiyán hasta Togo, ya han utilizado la pandemia para arrogarse más poder. De hecho, esta evolución ha sido especialmente visible en Washington, Budapest y Delhi.
Viktor Orbán, el primer ministro húngaro, tras haber recortado la autonomía de los tribunales, ha suspendido esencialmente el poder legislativo del gobierno hasta que lo considere oportuno, eliminando en el proceso el principio liberal-democrático clave de los límites institucionales a la autoridad ejecutiva: ahora gobierna por decreto. El Rastriya Swayamsevak Sangh (RSS) de la India -la fuerza nacionalista hindú (hindutva) cuasifascista que respalda a Modi- ha caracterizado, en un movimiento clásicamente fascista, a su “enemigo” islámico como el abyecto portador del virus SARS-CoV-2. Los hashtags “CoronaJihad” y “BioJihad” han proliferado en Twitter, como han indicado recientemente Jason Stanley y Federico Finchelstein a través del periodista indio Rana Ayyub. El ataque a los musulmanes se produce, por supuesto, tras la anexión inconstitucional de Cachemira y los cambios en la Ley de Ciudadanía que discriminan explícitamente y sin disculpas a esta oprimida comunidad minoritaria y vilipendiada. Además, en respuesta a las revueltas provocadas por las ejecuciones de tres personas negras a manos de la policía o de ex agentes de policía, George Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery, Trump respondió de una forma característicamente dura. Presentándose como el presidente de la ley y el orden, ha citado al difunto jefe de policía racista de Miami, Walter Headley (“cuando empiezan los saqueos empiezan los disparos”) y ha dicho a los gobernadores de los Estados que los manifestantes deben ser “dominados”. También ha pedido al ejército que reprima las protestas, aunque, hasta la fecha, este se ha negado a hacerlo. Tal vez la foto que defina su presidencia sea la imagen de él a las puertas de la Iglesia Episcopal de San Juan sosteniendo una Biblia después de lanzar gases lacrimógenos a los manifestantes. Quizá los fantasmas del fascismo se materializan ahora en el “país de la libertad”.
De cualquier forma, no debemos descuidar el uso de la palabra “fascismo”. El término se utiliza a menudo de manera tan indiscriminada -especialmente en la izquierda- para vilipendiar a los adversarios políticos que corre el peligro continuo de perder todo su significado. ¿En qué sentido, entonces, podemos decir que lo que estamos presenciando en todo el mundo es el resurgimiento del fascismo? Hace un par de años, Dylan Riley argumentó en la New Left Review que si comparamos el fascismo del siglo XX con los autoritarios contemporáneos como Trump a través de cuatro ejes (el contexto geopolítico, la relación entre la clase y la nación, la crisis económica y el carácter de la sociedad civil y los partidos políticos) no hay ninguna evidencia persuasiva de que lo que estamos enfrentando hoy se acerque al fascismo. Sin embargo, como Samir Amin expuso perspicazmente en 2014, el fascismo no tiene por qué ajustarse totalmente al molde del siglo XX y puede entenderse simplemente como algo que comprende dos elementos esenciales: el primero es que se debe concebir como la respuesta a la crisis del capitalismo. El segundo es que constituye un rechazo categórico de la “democracia” mediante una apelación a las identidades colectivas -a menudo condensadas en la figura de un líder “fuerte”- ligada a una noción de “pueblo”.
La cuestión de la relación entre los fascismos del pasado y del presente ha recibido muchas respuestas diferentes y controvertidas. Sin embargo, al abordar la problemática, muy pocos han considerado la teoría del endocolonialismo de Aimé Césaire, o la idea de que el fascismo representa la aplicación de las técnicas europeas modernas de dominación colonial a la propia Europa (importantes excepciones son Hannah Arendt y Enzo Traverso). Si miramos el presente a través de esa lente, vemos cómo el fascismo contemporáneo se basa en el extractivismo, además de que no se cimenta en el antihumanismo sino en el posthumanismo. El antihumanismo se refiere a la forma en que el fascismo del siglo XX estaba orientado, entre otras cosas, a hacer retroceder el legado universalista de la Ilustración y la Revolución Francesa. El fascismo contemporáneo, en cambio, se basa en un “posthumanismo” en la medida en que parte de la aparente obsolescencia y desechabilidad de determinadas categorías de personas. Así lo afirma la actual pandemia de Covid-19 y lo enfatizan los asesinatos de personas de raza negra a manos de la policía.
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El fascismo actual se refugia en el pasado tal cual: en una supuesta “great America” antes de la Ley de Derechos Civiles (si no es que antes de la Guerra Civil); en una auténtica patria de los magiares en Hungría; y en una India purificada para los hindúes (Hindustan). En otras palabras, en una época de su obsolescencia ecológicamente planificada, el fascismo contemporáneo ni siquiera se molesta en reclamar el futuro. No hay ningún orden nuevo del que hablar, simplemente un endurecimiento del existente cada vez más arraigado en la extracción de recursos de la tierra y la extracción de rentas o intereses de los activos. De hecho, las inversiones financieras masivas en petróleo y gas, que parecen más precarias que nunca, amenazan con cancelar totalmente el futuro mediante el cambio climático “locked-in”. Esto nos regresa a la reflexión de Césaire sobre la profunda conexión entre colonialismo y fascismo. Al igual que el capital extrae el excedente de tiempo de trabajo de una mano de obra cada vez más internacionalizada, racializada y precaria, también se extraen a la fuerza los recursos de la tierra a través de continuas formas de acumulación primitiva (como argumenta Glen Coulthard en su libro Red Skin, White Masks). Estos procesos afectan de forma desproporcionada a las sociedades situadas en el Sur Global y a las comunidades indígenas de todo el mundo.
Lo vemos incluso en la voluntad del Estado canadiense -ese modelo de “multiculturalismo liberal” kumbaya- de desplegar la lógica de la excepción para permitir los grandes proyectos de infraestructura energética en curso (hidroeléctrica, GNL y betumen) bajo las condiciones del confinamiento ocasionado por la Covid-19. Recordando la instrumentación armamentista de la enfermedad en los primeros días de contacto entre indígenas y colonizadores, esta excepción pone a las ya de por sí vulnerables comunidades indígenas en grave riesgo de una catástrofe sanitaria. El término “endocolonialismo” podría parecer inapropiado para el contexto canadiense, mismo que puede verse, en su lugar, como un caso evidente de colonialismo de asentamiento. Sin embargo, lo que quiero subrayar es el debilitamiento explícito de aspectos de las propias normas jurídicas del Estado colonial de asentamiento, por ejemplo, el uso de una orden judicial para anular las propias decisiones del Tribunal Supremo de Canadá. En otras palabras, lo que se ataca es el Estado de Derecho y la correspondiente extralimitación del poder ejecutivo. La misma lógica puede discernirse en la agenda de extracción de recursos del gobierno de Modi que impulsa la guerra contra los pueblos tribales de la India (adivasis) en Chhattisgarh, así como en el programa de desarrollo de puño de hierro de Jair Bolsonaro en la cuenca del Amazonas.
El endocolonialismo es evidente en la vigilancia policial militarizada de los movimientos indígenas de resistencia contra el oleoducto en Standing Rock y en el territorio Wet’suwet’en, en la Columbia Británica. Como ha afirmado recientemente Patricia Barkaskas, profesora métis de derecho de la UBC, al comentar sobre la oleada de violencia policial antiindígena en Canadá: “Tenemos una larga historia como pueblo indígena con la RCMP (Real Policía Montada de Canadá) como brazo militar del Estado canadiense que pretende erradicarnos, y esas historias no desaparecen”. El endocolonialismo también se hace palpable, por supuesto, en la complicidad entre la policía y los miembros de las milicias armadas de extrema derecha que patrullan las calles durante las protestas contra la desigualdad estructural, el racismo y el exceso de vigilancia de las “Black and Brown Communities”. Esta es otra forma clara de endocolonialismo en la que el brazo represivo del Estado, las fuerzas policiales militarizadas y la guardia nacional constituyen literalmente ejércitos de ocupación predominantemente en barrios “Black and Brown”.
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En contraste con su forma antihumana del siglo XX, el fascismo “posthumano” contemporáneo se centra en una profundización de la extracción de recursos en el precipicio de la descualificación masiva de la mano de obra y la automatización generalizada, además del empleo de la robótica, el aprendizaje de las máquinas y la inteligencia artificial: la obsolescencia prospectiva de la propia humanidad. Tal lógica conlleva lo que, en Crítica de la razón negra, Achille Mbembe llama el “devenir negro del mundo”, la creación de “sujetos abandonados”:
Ya no hay trabajadores como tales. Sólo hay nómadas obreros. Si el drama del sujeto de ayer era la explotación por el capital, la tragedia de la multitud de hoy es que no pueden ser explotados en absoluto. Son sujetos abandonados, relegados al papel de una “humanidad superflua”.
Esta superfluidad se hace evidente ahora que los gobiernos, por omisión o por comisión en medio de la pandemia, exponen tanto a los miembros de la sociedad considerados excedentes como a los trabajadores, en particular a los de color, al grave riesgo de contraer el virus y, en el peor de los casos, morir a causa de él (un estudio reciente de la UCSF realizado en Mission District en San Francisco mostró que el 95% de los casos positivos eran latinos). Por supuesto, podría argumentarse que el trabajo humano nunca ha parecido más “esencial” que en este momento histórico. Sin embargo, los Estados también se han mostrado profundamente dispuestos a exponer a los denominados trabajadores esenciales a un riesgo tan extremo que pueden morir en masa por cuestiones como falta de equipo de protección personal, por ejemplo. La escritoria Sujatha Gidla, quien además es conductora en el New York City Subway, relata que sus compañeros de trabajo expresan “no somos esenciales, somos sacrificados”.
En lo que podría entenderse como una representación de las consecuencias de la guerra nuclear en la obra Final de partida, Samuel Beckett describe la destrucción de la naturaleza como una configuración espacial específica en la que el tiempo mismo parece haberse detenido. Beckett representa en términos poco sentimentales, aunque a menudo irónicos, la obsolescencia de los seres humanos, reducidos como están a la mera existencia y subordinados a las maquinaciones inescrutables de las fuerzas geopolíticas más allá de su comprensión. Los efectos de la división social del trabajo son paralizantes: Hamm no puede estar de pie; su sirviente, Clov, no puede sentarse. “Cada uno su especialidad”, declara Hamm. Una vez que han superado esa utilidad social, los padres de Hamm se ven reducidos, en sentido figurado, al cubo de la basura de la historia, al haber sido confinados, literalmente, a los contenedores de basura.
Hoy en día, esto se asemeja dolorosamente a las residencias de ancianos convertidas en funerarias para los vivos que aguardan el insoportable fin de la espera. En este nuevo aspecto de la crisis ecológica, los Estados parecen dispuestos precisamente a sacrificar a los ancianos, pero también a los enfermos, los pobres, los indigentes, los negros y los morenos a la lógica del mercado. No obstante, su dominio ya era perceptible en cada comunicado de prensa asfixiante por parte de las innumerables sedes corporativas que anuncian recortes masivos, produciendo de manera inevitable dramáticas subidas en los precios de sus acciones. El vicegobernador republicano de Texas, Dan Patrick, sugirió a Tucker Carlson en Fox News que los ancianos podrían considerar sacrificarse por sus nietos, es decir, por “la economía”. “Ve a ver si está muerta”, indica Hamm a Clov sobre su madre. El mercado capitalista vive de la muerte.
Si tomamos como definición el relato clásico del fascismo como ese movimiento revolucionario de masas compuesto por una alianza entre el capital industrial y la pequeña burguesía enfrentada a la clase obrera y sus organizaciones políticas, en el contexto de las rivalidades imperialistas y las crisis capitalistas de sobreproducción, entonces no está nada claro que lo que enfrentamos hoy pueda ser descrito como “fascismo”. Pero tras la derrota y la recomposición del trabajo organizado, un cierto fantasma del fascismo sigue rondando nuestro presente: queda muy poca resistencia a la extracción maquinal de plusvalía de los vivos por parte del trabajo muerto. Tal derrota despeja el camino para la redoblada colonización y endocolonización, el racismo, el militarismo y, en última instancia, la guerra. Esta es la cara contemporánea del fantasma del fascismo que parece estar materializándose rápidamente.
Sin embargo, por muy grave que sea la situación, hay signos esperanzadores de una creciente militancia laboral, como demostraron recientemente los trabajadores en huelga de Amazon, Instacart, Shipt y Whole Foods el Primero de Mayo, que protestaron por lo que consideraban respuestas lamentablemente inadecuadas de sus empleadores a la pandemia. Las recientes insurrecciones en Estados Unidos y por todo el planeta contra la desigualdad, el racismo sistémico y la brutalidad policial, en particular contra los negros y los indígenas, sugieren que se está produciendo un cambio significativo en medio de los llamamientos para desfinanciar a la policía. Por otra parte, la emergencia sanitaria mundial ha demostrado que la integridad de las sociedades puede depender de la prosperidad y el bienestar no de sus miembros más ricos, sino de los más indigentes. Ha demostrado de forma decisiva que la atención sanitaria no puede estar vinculada a las condiciones de empleo, sino que debe entenderse, como repitió Bernie Sanders una y otra vez en su apuesta por la candidatura presidencial demócrata, como un derecho humano básico. Ha puesto de manifiesto las ilusiones nihilistas del “individualismo posesivo” en el que se basan las arenas movedizas de todo el orden neoliberal. Ha reavivado seriamente, con gran urgencia, el debate sobre la idea, ciertamente tensa y discutida, del ingreso básico universal. La pandemia ha constituido, sin duda, una apertura para la consolidación autoritaria del poder construida en torno al extractivismo, la endocolonización y la superfluidad del ser humano de manera más profunda, pero, al mismo tiempo, también ha abierto espacio para imaginar un tipo de sociedad alternativa. El camino que tomemos será cuestión de organización.
Publicado en Review of Books, traducción al castellano para Comunizar realizada por Rogelio Regalado Mujica.
Samir Gandesha es Profesor asociado y Director del Instituto de Humanidades de la Simon Fraser University Universidad de Vancouver (Canadá). Es es autor de varias obras, entre las que destaca la edición del libro Spectres of Fascism: Historical, Theoretical and International Perspectives (Pluto Press, 2020).