Josep Rafanell i Orra

 

¿Acaso no es cierto, hijos míos, que advierten el error que cometen nuestros absurdos dirigentes? Éstos se persuaden de que todos los pensamientos deben proceder de un pensador, cuando, por supuesto, no existe un navegador que haya encontrado pensamientos naufragados que floten a lo largo de las olas como las algas, no existe un viajero, sobre la carretera, que no haya caído en estas crestas de arena del desierto comprimido por el viento y donde montones de pensamientos se entierran, tan espesos como los pedazos de madera en las grietas de los sepulcros olvidados.

John Cowper Powys, La Fosse aux chiens

 

«¡Atmósfera, atmósfera…! ¿Acaso tengo pinta de atmósfera?».

Como de costumbre, han ido demasiado rápido. Ahora saben que, de lo que se trata, no es de una guerra social sino de una guerra entre mundos. Entre el mundo global de la descomposición capitalista y los mundos fragmentarios en los que formas de vida se afirman. Y para ganar esta guerra, incluso al precio del desastre total, necesitan unificar el mundo. ¡Porque estamos lejos de las «morales empalagosas»1 de las viejas filosofías en las que «el hombre era la medida de todas las cosas»! ¡Con qué extraordinaria superación la vieja política se ha borrado a medida que, tan costosamente, introdujo el orden de la ciudad en los universos domésticos, revocando las divinidades tutelares que salvaguardaban los lugares! Ahora, es la casa común planetaria lo que les hace falta establecer. Un mundo Uno. Con la diosa Gaia con el papel principal del monoteísmo gestionario. Y es la atmósfera en la que respiramos la que se nos promete como el oikos total que hay que regentar, recubriendo el mundo habitable con un todo indiferenciado. Les hace falta aniquilar cualquier posibilidad de conspiración, de respirar con, de sentir ese soplo común que atraviesa a los seres y que conforma la particularidad de los lugares. Desean que el aire donde estamos inmersos totalice el mundo. Y para esto es necesario, una vez más, una vez más, medir su valor. La culminación de la gubernamentalidad pastoral consiste simplemente en permitirnos respirar la atmósfera de mercancía que sofoca el mundo.

Y es así como los emprendedores fanatizados de la regulación pretenden organizar nuestra salvación a través de un nuevo negocio climático, de impuestos sobre el carbono o de otras externalizaciones de las perturbaciones: pero ¿hacia qué afuera, si a partir de ahora la economía, la historia y el mundo coinciden totalmente? ¿De qué autonomía disponemos que nos permita escapar de la fusión entre el tiempo lineal y el espacio global que lleva el nombre de economía? ¿Asistimos acaso a los últimos estertores del «poder constituyente» de la idea de un sujeto autónomo, prolongación de una modernidad que pretendía ser eterna en la indiferencia hacia las formas de vida y los apegos entre los seres? Si la potencia emancipadora de la razón había podido instituir idealmente la comunidad una de la humanidad universal, aquella de «un nosotros antes del mundo»2 –donde la separación entre Naturaleza e Historia firmaba la excepcionalidad ontológica de los humanos desapegados de las relaciones con sus entornos–, la verdadera pregunta que hoy se nos plantea es la siguiente: con la atmósfera humanizada, ¿se ha acabado con el Gran Relato del sujeto político de la autonomía? Y con su final, ¿estamos condenados al declive irresistible de cualquier idea de emancipación?

El sujeto político había podido mantener la cuestión social como tema mayor de la emancipación. Llevando a la luz las desigualdades entre los humanos, las contradicciones entre las partes del mundo social, podía determinar una lógica divergente del progreso que conducía hacia una humanidad común en la que debían abolirse las divisiones. Esta escenificación teleológica del comunismo por venir menoscabó otra cuestión, la de las maneras terrestres de ser, diferenciadas por las maneras singulares de habitar la Tierra. El motivo de la división (instituida en el «mismo») parecía eclipsar definitivamente aquel de la diferencia (la instauración de relaciones con «los otros», humanos y no-humanos). El sujeto reflexivo se volvía la condición de una idea de lo común que, en su irresistible avanzada, podía pasar por alto la interdependencia entre los seres y los ambientes singulares de una vida común: los lugares de la cohabitación. La evolución emancipadora necesitaba exportar un sujeto universal sin lugar particular, lo cual exige la liberación de los apegos premodernos. Los indios misquito de la costa este de Nicaragua no podían sino ser contrarrevolucionarios en su rechazo a la reforma agraria sandinista, al igual que los campesinos rusos recalcitrantes a las colectivizaciones forzadas eran en su conjunto unos kulaks. Pero inversamente, más cerca de nosotros, la misma lógica pretende hoy que quienes luchan en Notre-Dame-des-Landes o en las calles de las ciudades francesas sean arcaicos saboteadores del curso inexorable de la Historia que abole la relación entre el tiempo y los lugares.

La puesta en marcha de una indiferenciación fundamental entre la historia humana y la historia natural en los modos de conocimiento de los posmodernos, marca la emergencia de aquello que ahora se ha convenido en llamar el Antropoceno, esa «colusión súbita de los Humanos con la Tierra». Es decir, la instauración de una percepción trascendente de la Tierra, trascendencia de la inmanencia absoluta del habitáculo planetario donde lo circundado («los humanos» como categoría general) se vuelve circundante (las acciones humanas como fuerza biogeofísica de formación del «entorno» terrestre).3 La vieja separación entre naturaleza e historia, que permitiría hasta aquí garantizar que los asuntos de los humanos se arreglaran exclusivamente entre ellos, se está borrando.

La Tierra, alterada por el tiempo de la aceleración, se vuelve el nuevo «motivo» histórico que, humanizando a la naturaleza, fusiona a la humanidad consigo misma con la sola perspectiva de la gestión de un medio globalizado. La atmósfera del tiempo político no habrá sido nunca identificada hasta este punto con el aire contaminado que respiramos, con los suelos y las aguas envenenados que recubre. El relato del Antropoceno ha conseguido imponer una visión de Gaia como noosfera, tierra definida por la capa pensante de los humanos. Una nueva axiomática de los modos de gobierno puede así constituirse, aplicándose a los humanos que se pretende, cada vez más, indiferenciar. Una atmósfera policiaca recubre la Tierra, la cual pretende regular la vida y cuyo rasgo común es ahora hacer de los humanos una especie general en peligro.

El círculo, finalmente, se ha cerrado: en esta gestión del desastre globalizado, después de la acción de borrado de las diferencias entre los humanos, tampoco habrá lugar para dividirlos respectivamente. Nuevos saberes geobiológicos, que tienen el poder de suscitar una nueva subjetivación,4 en un gigantesco atajo que neutraliza las diferentes versiones de la emancipación, imponen la racionalidad de una «ciudadanía» global. Poco importa que el habitante de la barriada de Bhopal, situada junto a una fábrica de cloro, o los mil setecientos veintisiete obreros y obreras que fueron aplastados en el derrumbe de Rana Plaza, cuando fabricaban ropa para Carrefour, tengan más oportunidades de ser aniquilados por un episodio de la catástrofe que el burgués del distrito VI de París o el estudiante de Sciences Po en sus elucubraciones sobre la COP21.

El desastre sigue siendo vectorizado por la supervivencia de los humanos en cuanto especie, simultáneamente in-diferente e indivisa. Así, el declive masivo de los insectos afectados en su sistema nervioso central por pesticidas neonicotinoides, entre los cuales se encuentran las abejas como guest star del colapso de las interdependencias entre los seres, se convierte en un marcador sistémico de una nueva historicidad (pero la cual podría continuar sin los humanos). El hundimiento de la polinización y la destrucción de otros agenciamientos biológicos (entre los cuales se cuenta el colapso de la población de las aves insectívoras) no hacen más que redistribuir el medio sin «afuera» de la producción. ¿Acaso no tenemos los OGM para salvarnos de los enredos imprevisibles de la «biodiversidad»?

Con este clima atmosférico que sumerge las viejas tradiciones políticas de la emancipación en un Todo indiferenciado y que pretende no tener divisiones, es más fácil, según la fórmula hoy en día consagrada, imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Fin del mundo desde el punto de vista de los miembros de la especie humana en cuanto seres excepcionalmente «autonomizados» con respecto a las demás «especies». Pero ¿Qué tenemos por ganar al definirnos a partir del concepto general de especie? Como lo afirma Chakrabarty, nadie ha experimentado nunca ser un concepto.5 Por consiguiente, ¿estaríamos construidos en cuanto tales por el hecho de ser culpablemente olvidadizos de las exigencias de Gaia en términos de biodiversidad? Con el gran relato de la catástrofe, ¿la cuestión consiste en reconciliarse con el pecado original de una humanidad «una» por ser culposa, olvidadiza de la Naturaleza, hoy en día objetivada por la gestión ecologista del desastre? Con este monoteísmo de una nueva especie (la especie gestionaria), ¿habría que renunciar tanto a la lucha contra la división entre los humanos como a las diferentes maneras de llegar a serlo?

Surge entonces la posibilidad de formas políticas que no son más que formas de vida definidas por los potenciales de asociación de los humanos con sus medios, en cuanto que los humanos se diferencian entre ellos por sus relaciones con otros seres. Contra la gestión de una Naturaleza unificada, ecosistémica, es posible que nuevas experimentaciones pongan en juego versiones litigiosas entre diferentes humanidades.

Volver la acción política indisociable de las diversas naturalezas humanas equivale a considerar maneras singulares de cohabitar con otros seres, es decir, las maneras que tienen los humanos de hacer comunidad. La constitución de mundos «otros» en los medios interrelacionados nos permite rechazar un porvenir donde seríamos meramente los miembros del género humano integrados a una naturaleza, la misma para todos pero de la cual algunos tendrían el poder exorbitante de ejercer su gestión ecológica en un mundo que se supone común.

Diremos entonces: no hay mundo común, sino solamente formas de comunización. De lo que se trata es de pluralizar la alteridad. Y de constituir medios de vida fragmentarios. Están los otros y los otros de los otros con los cuales entramos en relación cuando componemos los lugares de la vida común. Tenemos que renunciar al Gran Otro fundador del sujeto carecido de la historia. La carencia-para-ser del cumplimiento teleológico no puede sino llevarnos hacia la inalcanzable ciudad celeste del comunismo. O más ciertamente, hacia la distopía del capitalismo. No carecemos de nada si estamos presentes en esta tierra, si habitamos una tierra compuesta por la multitud de mundos relacionales que constituyen sus lugares.

Sabemos que en el seno de la megamáquina biológica las formas de vida son sistémicas, pero también están fragmentadas. Diferentes bacterias pueden recrear nuevos agenciamientos de vida constreñidos por el uso universal de antibióticos, al igual que pueden prosperar aisladas en el depósito de agua de una central nuclear.6 La pregunta que finalmente me gustaría plantear es la siguiente: ¿qué relaciones situadas podemos restablecer con los insectos en relación con los pájaros, ellos mismos habitados por bacterias, de las cuales algunas pueden alojarse en la barriga de la vaca deificada de algunas regiones o en un tanque de agua radiactiva en Fukushima? Abrir vías hacia formas de emancipación nos obliga a cuestionar los lugares en que éstas operan. ¿Desde dónde hablamos? Y ¿desde qué mundo algunos pretenden hablar en nuestro lugar? Más allá del perspectivismo, la cuestión de los puntos de vista se vuelve aquella de los puntos de vida.7

Fragmentar el mundo no es nada más que restablecer formas de vida mediante las cuales estar en el mundo equivale a configurarlo, a hacer un mundo. El mundo en el que habitamos. Invirtamos la fórmula: restablecer formas de vida equivale a fragmentar el mundo de la totalidad que niega su posibilidad en la forma universal del mundo-mercancía.

Podemos volver a ser terrestres, habitantes de esta Tierra, aferrada en las mallas de nuestra inconmensurable cohabitación con otros seres. Vivir es un entrelazamiento, siempre singular, de gestos ethopoiéticos. Singularizar las comunidades de los seres desde lo vivo que somos no es nada más que «pluralizar» el mundo. Y volverlo así ingobernable. Contra la utopía capitalista de la administración del desastre en el mundo unificado por la mercancía, hacer emerger lugares: fragmentar el mundo para recuperar los caminos múltiples de una política inseparable de su localización. No se trata de aprender a vivir en las ruinas, refinamiento epistemológico de un constructivismo de mal gusto, sino de arruinar el proyecto de unificación del mundo.

De nuevo la división, múltiple, de una Tierra que se ha vuelto la pesadilla total metropolitana.

[Capítulo I del Libro “Fragmentar el mundo” (Fragmenter le monde, Éditions Divergences, París, 2018; en español: Fragmentar el mundo, Editorial Melusina, 2018) de Josep Rafanell i Orra]

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Fragmentar el mundo

 


 

«El revolucionario siempre ha sido un itinerante». A propósito de «Fragmentar el mundo» de Josep Rafanell i Orra. 

Marcello Tari 

Este libro de Josep Rafanell i Orra es un libro de aventuras, un portulano, una invitación a deshacerse de lo superfluo y a ponerse en ruta. Y donde lo que importa no es tanto la meta final que nos hemos fijado sino aquello que acontecerá durante el viaje. Pero si es cierto que el origen es la meta, entonces, para aquellos que recorren los mares, las tierras, los cielos, las autopistas o las cárceles, el éxito se jugará siempre en el cruce del itinerario que seamos capaces de trazar al interior de nosotros mismos con aquello que se realiza con los Otros: una fuga en mí mismo y las armas que recogeré no serán nada más que los felices encuentros que haré en una vida.

Lo contrario de una situación revolucionaria se da cuando todo es considerado como «ya hecho» y el tiempo como «cumplido». Es decir, cuando no hay pasado ni devenir y, por tanto, cuando ya no son visibles vías de salida del tiempo presente.

En otros términos, podemos decir incluso: cuando ya no hay misterio. Ya no hay misterio como gesto que salva y ya no hay misterio como lenguaje «imaginal».

Pero si, como nos invita a hacer Josep Rafanell i Orra, pensamos en el mundo como en un conjunto de mundos, o mejor, en un mundo hecho pedazos, este mundo y estos tiempos presentes toman la forma de un laberinto dentro del cual errar entre los fragmentos es la principal actividad del revolucionario, el movimiento propio de su misteriosa praxis.

Como sabemos desde la noche de los tiempos, el origen del laberinto es al mismo tiempo su centro y su salida. Su disolución, que es vertical, puede encontrarse solamente apoyándose horizontalmente sobre una deriva llena de encuentros, tanto peligrosos como salvíficos.

El revolucionario erra porque debe superar numerosos caminos, casi siempre desconocidos, pero también porque es una criatura que asume sobre sí el riesgo de equivocarse, de fallar, porque sabe que es en esta posibilidad, contenida en el doble significado del errar, donde se encuentra la verdadera libertad: la suya y la de su mundo. La libertad de la experiencia es posible solamente a este precio, incluso si hoy es más fácil comprar una póliza de seguro que arriesgarse en el laberinto, es decir, en este mundo «difractado», por usar un término querido por Rafanell i Orra, en el que uno no se aventura sino con el fin de perderse.

Éste es uno de los motivos por los que los revolucionarios son siempre una minoría de la minoría, como se comprende bien en el prefacio de Fragmentar el mundo, cuando el buen Moses nos dice que cada devenir revolucionario comienza por escupir a la totalidad exterior, a la universalidad, al Todo, que es siempre aquel del mando, asumiendo hasta el extremo la propia parcialidad, haciendo lo posible para que se difunda, pero no esperando que todos compartan la misma percepción, el mismo punto de vista, o «punto de vida», como se dice en el libro. Éste fue ya el grito del operaísmo de los años 60, es decir, la primera corriente italiana del pensamiento negativo que comenzó un verdadero conflicto político sosteniendo que solamente asumiendo radicalmente el punto de vista de una parte, de mi parte, podría destruirse la totalidad enemiga: Marx + Nietzsche = diez años de insurrección.

Pero el errar, el ser en itinerancia, nos recuerda Rafanell i Orra, es igualmente importante porque: «A diferencia de los viajes en un espacio que nos dejan intactos, las deambulaciones entre lugares transforman a los que se aventuran». Sin transformación de sí, sin poner en juego la existencia propia en contacto con el mundo, no solamente no existe ninguna experiencia revolucionaria, sino ninguna experiencia en general.

Esta inclinación a transformarse, la capacidad de metamorfosis del revolucionario, viene del hecho de que él, para ser tal y no solamente un aventurero, aprende de las derrotas, las sitúa en una dimensión estratégica y su mayor talento es, efectivamente, procurar que en su errar no haya dos derrotas iguales, que ninguna se convierta en singular y finita. Pero es justamente en esto donde se revela su fuerza: la consciencia de la potencia reside exactamente ahí donde no es cuestión de voluntad, de honor o de gloria, sino donde experimentamos nuestra debilidad, nuestra finitud y hasta nuestra comedia. Sólo quien está dispuesto a esto consigue pasar a través de los obstáculos sin que su potencia sea debilitada: al contrario, ella crece en cada ocasión. La virtud del revolucionario descansa en su perseverancia.

El errar en el espacio y el tiempo, en el cuerpo y en el espíritu, es aquello que nos entrega a la primera experiencia de la fragmentación: porque no existen y no existirán jamás en el mundo dos cuerpos, ni dos lugares, ni dos tiempos, ni dos almas que sean iguales. El esplendor del mundo reside en su discontinuidad.

A pesar de la ficción enfurecida a la que el capitalismo busca constreñirnos —por todas partes colectivos de iguales, anteriormente en las fábricas, ahora en los McDonald’s, en los aeropuertos, en los inmuebles, en las start-up, en los hospitales, en las aulas y, evidentemente, en Internet— hace falta poco para reducirla a migajas: un buen golpe de martillo sobre una vitrina, una jovencita que comienza imprevistamente a cantar, un niño que dibuja en el aire con su dedo los signos de la rebelión, un ataque hacker de precisión son gestos suficientes para hacer volar en fragmentos toda semejanza. Como lo decía ya el viejo Lévi-Strauss, sólo las diferencias se asemejan. Pero no se trata entonces de la diferencia relativa a una identidad, sino de fragmentos, cada uno perfecto exactamente en su no-identidad consigo. Precisamente como cada forma de vida es perfecta. Porque cada fragmento tiene la potencia de aparecer como una forma.

Dios no ha muerto: él también ha sido partido en fragmentos. El así llamado fundamentalismo no es sino la furiosa reacción a esta verdad, mientras que el supuesto politeísmo de los posmodernos sólo se debe a una engañosa percepción del estado del mundo. Donde hay fragmentos, ven sólo confusión.

Los revolucionarios son por eso los infatigables experimentadores de formas. Pero, tratándose de formas privadas de un telos exterior, es siempre de la disponibilidad a un viaje interior de lo que se trata, por breve o larga que sea la distancia recorrida, u ocurra en la inmovilidad. Viaje a través de los propios fragmentos y que se repite, diacrónica y sincrónicamente, de una interioridad a otra, y no solamente de fisonomías humanas: objetos, plantas, paisajes, espíritus que pueblan los parajes. Y voces sin sujeto, como nos lo cuenta Josep. Descubriendo en cada ocasión que cada fragmento está en busca de su propia totalidad, de su propio mundo.

Estos mundos entran en un devenir revolucionario no solamente por el hecho de ser heterogéneos al mundo dominante, sino porque también encuentran su posibilidad en la no-identidad consigo. Que la perfección esté en el fragmento y no en el Todo, en efecto, es una de las verdades que hacen temblar el pulso a los partidarios de la Ley. No la confusión de los fragmentos, sino su entrar en resonancia en cuanto tales es lo que anuncia la hora de la destitución.

¿Cómo hacer? Uno de los medios para la aventura de la que nos habla este libro es la investigación, «une politique de l’enquête» a través de la cual construir amistades, localmente, de singularidad a singularidad, para habitar y errar conjuntamente en ese lugar que está en el medio, en las fisuras entre fragmento y fragmento. Una política de la investigación es entonces una política del encuentro, se nos dice, y es extraño pensar cuán importante fue en la genealogía de la autonomía italiana la presencia de un nuevo modelo de la investigación obrera, la coinvestigación, es decir, una política de la investigación cuyo «inventor», entre los años 50 y 60, hablamos de Romano Alquati naturalmente, cuenta cómo fue usada de modo masivo en los años 70. Esto explica a mi parecer muchas cosas.

En una frase como ésta: «La investigación es forzosamente un asunto de colectivos. La retroalimentación a la que conduce el investigador, la transmisión, implica a las comunidades que se transforman al reorientar las situaciones que habitan. […] Consiste en la actualización de los devenires contenidos en las situaciones del presente», resuenan las divertidas palabras de Alquati cuando dijo, refiriéndose a la violenta revuelta de Plaza Statuto en 1962 que anunciaba la insurrección italiana: «nosotros no la esperábamos, pero la organizamos». Aquí está el misterio de los revolucionarios.

Otra declaración de método —debe entenderse siempre en su significado etimológico, de reflexión después de un recorrido— de Rafanell i Orra es que «no hay un mundo común, sino solamente formas de comunización». No solamente no existe un mundo común, en cuanto totalidad abstracta global, sino que no existe tampoco lo común. No lo hay ni como voluntad de un nuevo arché, como pretenden los nuevos sociólogos del viejo izquierdismo, ni como algo sistemáticamente identificable en el modo de producción actual como lo querrían los post-operaístas, para quienes se trataría simplemente de cambiar de gestores para instaurar el comunismo. Se trata en ambos casos de una mala metafísica que no puede producir sino una mala política. Si es posible hacer una Revolución mediante un golpe de Estado, el comunismo está verdaderamente sobre otro plano de realidad. Incluso Lenin era consciente de esto.

Si aquello que existe son solamente las formas de comunización, o el movimiento que destituye el estado de cosas presente, entonces en lugar de una Revolución una —la cual está entre los principios que hay que destituir— debemos pensar una multiplicidad salvaje de mundos-fragmentos que entran en un devenir revolucionario y comparten nuestra misma inquietud en el errar sin fin. Como se dice más de una vez en este texto, no hay una guerra social o una guerra de clase, sino una guerra entre entornos que, superado cierto umbral de intensidad, deviene una guerra entre mundos —y en los mundos, podemos añadir— y la única posibilidad de comprobarla, para los revolucionarios, es de hecho rechazar su unificación o, como escribe Josep Rafanell i Orra, renunciar al Gran Otro. El grito de batalla que el Comité Invisible lanzó hace algunos años «¡haced comunas, por todas partes!» va en este sentido y no quiso ser un llamamiento a encontrar «compis de piso» entre los desesperados de la metrópoli.

«Hace falta en fin atreverse a alterar la humanidad del militante político», se nos dice todavía. Esto ha sido ya intentado otras veces, pero si esta alteración es entendida en un sentido llanamente humanista o incluso antihumanista el resultado será siempre el mismo, o sea la Revolución como inigualable máquina de producción de enemigos, y sobre todo enemigos internos. La amistad, la fraternidad, la sororidad y el amor como potente dinámica no humana —o superhumana si lo queremos decir con Nietzsche, pero es la misma cosa— de su organización, es lo reprimido de todas las Revoluciones. La verdadera alteración procede solamente de este afecto, y es por eso que debemos añadir a Marx y a Nietzsche algunos otros personajes, como por ejemplo: el Giordano Bruno del De vinculis in genere, el amor implacable de Joë Bousquet y la erótica insurreccional de Giorgio Cesarano, sólo por permanecer en Occidente.

El cuidado de los vínculos, nos dice Rafanell i Orra, de esas intensidades a través de las cuales los fragmentos se vinculan y comunican entre sí y devienen cada vez más potentes, es la clave de todo devenir revolucionario. Pero es una clave inoperosa: no existe ninguna puerta que haya que abrir, ninguna caja fuerte que haya que forzar, ninguna Ley que haya que respetar o traicionar. Dejar de creer en su ser, hacer pedazos la creencia en la arquitectura metafísica de este mundo es el primer ejercicio espiritual de la Introducción a una vida revolucionaria. Su escritura, discontinua y errante, es la clave. El libro de Josep Rafanell i Orra es un fragmento de ella.

(Reseña publicada en Artillería inmanente)

Fragmentar el mundo