Josep Rafanell i Orra
Desde la publicación de este pequeño libro en Francia en 2017, la avalancha de desastres ha paralizado definitivamente cualquier pensamiento teleológico de un progreso que sabemos en quiebra, así como el de las antiguas tradiciones revolucionarias. Dudoso privilegio que volver hacia un libro escrito hace apenas unos años y percibir tantas heridas en una tan corta historia que anuncia otros cataclismos por venir. En la etapa terminal de la modernidad en la que vivimos, un régimen de sobre-aceleración nos encierra paradójicamente en un presentismo repulsivo. Mañana ya es hoy. (*)
Hay que frenar. Detener la máquina. Perforar el presente para abrirnos a una multiplicidad de tiempos. Ir a otra parte. Pero ya no hay otros lugares que no estén atrapados por la violencia de la metropolización planetaria. Entonces, si los gestos revolucionarios aún pueden renovarse, es haciendo surgir esos otros lugares en nuestro aquí, haciendo diferir los mundos ordinarios que compartimos. En el régimen universal de auto-exposición que desanima al mundo, será creándose secretamente un alma en el encuentro con otras almas que lo lograremos.
Las primeras páginas de este breve trabajo constataban la irremediable totalización del mundo en su fusión de la historia y economía. Y que esta historia, sobrepasando la exclusiva historicidad de sus formaciones sociales, estaba engullendo la historia geo-biológica de la Tierra. Esta última, en sus diversas versiones de inteligibilidad (Antropoceno, Capitaloceno, Plantacionoceno, Nosoceno, Necroceno…), fuente de todos los desasosiegos y terrores para los humanos, arrastra con ella a todos los demás seres que habitan la pluralidad de mundos de la vida en su carrera mórbida y vertiginosa. Los humanos se habrían convertido; nos quieren hacer creer que sin distinción, en la parte maldita de la historia.
En el caos que surge de los choques entre los polos imperiales y sus recomposiciones inciertas, reaparece el espectro de una conflagración mundial. Incluso el escenario olvidado de la aniquilación nuclear ya no se nos perdona. En el contexto de un declive irresistible de Occidente, que había creído poder colonizar la Tierra entera por la eternidad, reaparece el espectro escatológico, con el crepúsculo de sus Sacerdotes – los militantes de la economía – que pretendían gobernar el mundo. Pero la sociedad infraestructural destructora que recubre la Tierra se ha autonomizado. Y la sociedad, en su última versión de una ecclesia monstruosa cibernética con sus algoritmos y sus redes sociales, está implosionando, volviéndose ingobernable. Sabemos, sea lo que sea lo que nos quieran hacer creer los gobernantes, que su rol se reduce al de la administración del desastre, a pesar de que continúen conspirando para aplastar todo lo que obstruye el rodillo compresor de las fábricas de valor con su ingeniería social desquiciada.
El sistema-mundo capitalista en sus últimos estertores nos está llevando hacia el cumplimiento de su profecía tan celebrada: el advenimiento del fin de la Historia. En cualquier caso, ya no hay duda, lo que estamos presenciando es el fin de una historia en gran espectáculo: la de la sociedad con sus sujetos, su autonomía proclamada que creía poder olvidar las interdependencias: entre los humanos, entre éstos y otros seres, entre todos los seres y los medios de vida donde encuentran sus maneras singulares de existir. La patología del individuo autónomo, su ensueño de autodeterminación, solo podía conducir a la creación de multitudes fascistas de individuos atomizados.
En los últimos avatares de la historia social, hemos pasado de un régimen de acumulación por integración, con su pacto implícito que permitía asignar un emplazamiento a cada uno (pero no menos fundado en la división social), a un régimen radicalmente excluyente que ya ni intenta mantener el más mínimo atisbo de un contrato social. Solamente le queda a la gubernamentalidad intentar reinventar otros nudos entre el Estado y la economía. Será entonces la transición ecológica y el Green New Deal como gestión de los colapsos y reactivación de nuevas oportunidades ofrecidas a la empresa de acumulación. O la promoción de prótesis tecnológicas para una humanidad disminuida, con la extensión totalitaria de un conexionismo como fábrica de masas de individuos atomizados que se agitan compulsivos en las denominadas redes sociales. Será también el crecimiento exponencial del business de la vigilancia y la predicción, transformando a los sujetos a gobernar en delincuentes virtuales, en anómicos, en enfermos o terroristas potenciales. Será aún la vieja receta de la industria armamentística en el caos de las repolarizaciones imperiales. En fin de cuenta, se trata sobre todo de constituir un mundo social globalizado compuesto por miles de millones de zombis, auto-emprendedores pegados a sus pantallas. Seres que se creen ubicuos, descuidando las formas de vida de la comunidad y los lugares que hacen posibles las existencias comunes. Seres en un estado de guerra permanente, defendiendo su yo sitiado, su jodida identidad. Y esto va desde la proliferación planetaria del mundo narco proponiendo a los pordioseros excedentarios su pequeña parte de mercancía, hasta los hipsters intoxicados por las aplicaciones pornos de Tel Aviv, listos para destruir todo lo que se mueva en un campo de concentración al aire libre, o los urbanos extraterrestres postcoloniales de la Ciudad Neom en Arabia Saudita, la cual, armada por Francia, puede masacrar alegremente a los yemeníes desde hace años. Por ultimo y sobre todo, no hay que olvidar las mafias a la cabeza de los Estados que nos acosan, supremacistas blancos o «racializados» indiferentemente, y que conspiran entre ellos fingiendo gobernar el mundo social, y que solo se mantienen en el poder, ya no es un secreto para nadie, a través de sus policías.
En este sentido, se puede considerar el proceso de aniquilación de los palestinos por parte del Estado de Israel como la escena bárbara de una cruel advertencia: una vez más, cualquier forma de vida recalcitrante a la política de un Estado puede tener como consecuencia una pura liquidación colectiva. En la escala de su violencia sobre expuesta, mediatizada día al día, más allá de toda racionalidad aparente, el fascismo israelí, bajo su disfraz liberal, extensión modernista y aberrante del legado de la Shoá, puede decidir masacrar con bombas a decenas de miles de niños, mujeres, ancianos y animales; destruir escuelas, universidades, hospitales, lugares de culto, cementerios y restos arqueológicos; volver incultivable durante décadas la tierra de un pequeño territorio convertido en una prisión, donde se hacinan varios millones de personas, arrojando el equivalente explosivo de cuatro veces la bomba atómica que destruyó Hiroshima. Y esto, por supuesto, en nombre de la defensa de Occidente, del mundo libre y del derecho frente a una secta armada que, por su parte, pretende gobernar un proto-Estado.
El orden jurídico internacional heredado de la última guerra mundial es la fregona con la que ya ni siquiera se limpia la sangre de inocentes.
Y así es como Gaza nos hace olvidar los cientos de miles de muertos en el Congo, Sudán, Yemen… Es cierto que Israel es la punta de lanza del apocalipsis occidental. Los judíos de Israel se han convertido (finalmente) en nuestros semejantes. Igual de emprendedores, hedonistas, cosmopolitas. Y demócratas, claro. Ciudadanos del único estado de derecho de Oriente Medio. Además, ¿cómo podríamos encontrar cualquier semejanza entre los chavales de nuestras ciudades, programadas para un devenir ecológico y «durable», y los que excavan minas de cobalto en el Congo para alimentar las baterías de las bicicletas que circulan en nuestras smart cities? En un mundo donde el curso de la imaginación se ha derrumbado, esto es mucho pedirnos.
La lógica del terror, a través de sutiles gradaciones, se ha convertido hoy en la política de los gobiernos en tanto que política. En las regiones francesas, ¿la revuelta de los chalecos amarillos de 2018-2019 no fue objeto de un estallido de violencia policial sin precedentes destinado simplemente a aterrorizar? Más recientemente, ¿la insurgencia de quienes resisten y luchan contra los estragos de las tierras rurales no ha dado como resultado un número asombroso de cuerpos mutilados en Sainte-Soline, en el sur de Francia? Casi contemporánea a la insurrección de los chalecos amarillos, la de Chile en 2019-2021 alcanzó las cumbres de violencia estatal que conocemos. Sería una larga letanía trazar los ejemplos de explosiones en el polvorín en que se ha convertido el planeta político integralmente policial. Conspiracioncitas
Pero también hay aun otras modalidades micro-políticas del terror. Dos sociólogos argentinos, cuando relatan las vidas de los nuevos parias enclavados en los barrios empobrecidos de Buenos Aires, productos de la sociedad ajustada por las instancias despóticas del capitalismo internacional, evocan el terror anímico, almas aterrorizadas, seres extenuados y al mismo tiempo hiper-movilizados por su exposición permanente a la vulnerabilidad. Se podría decir, arriesgándonos a pasar por conspiratorios, que se trata para los gobiernos de conjurar las explosiones sociales mediante un fulminante proceso de implosión de la comunidad [1]. La sociabilidad narco que se extiende por todas partes, se convierte entonces en la alucinación de una reconstrucción de la comunidad para los huérfanos de la sociedad, los superfluos, aquellos a quienes antaño se les otorgaba con magnanimidad una plaza social a cambio de la subordinación a un régimen de explotación. La promesa de un proyecto de vida inscrito en las coordenadas de la economía se ha derrumbado. El nuevo empresariado de si-mismo, ultra-violento, del liberalismo existencial está reemplazándolo en todas las geografías sociales.
Mientras tanto, una fracción de la clase media pretende resucitar vanguardias extenuadas, empeñándose en refundar la representación de nuevos sujetos fantasmagóricos. Dado que el sujeto de clase se ha volatilizado (a pesar de que nunca ha habido tantos proletarios en la Tierra) y que sus antiguas mediaciones –sindicatos y partidos…– se han convertido en espectros, serán las identidades des-coloniales o de género las que vendrán a reemplazarlas para re-instaurar la división política. Pero las nuevas políticas de las identidades aparecen por lo que son: el entretenimiento de una supervivencia narcisista que lucha sin poder reemplazar la antigua universalidad de la clase obrera. En verdad, hoy como ayer, lo hemos aprendido a nuestra costa, la representación política conduce inevitablemente a escenas de depredación, al secuestro de las almas, al aplastamiento de las transiciones de la experiencia a través de las cuales surgen mundos animados. Triste dramaturgia donde luchan (y se detestan) aquellos que pretenden hablar en nombre de un nosotros quimérico. Vieja escena repetida a saciedad de la política desde su mítica fundación en la matriz griega, con su arkhè y su telos, con su asamblea donde desfilan los representantes, « adiestrados para matarse unos a otros alrededor de sus altares ensangrentados » [2]. Fundación de un « nosotros », y por lo tanto de un « vosotros », que deja la pluralidad de los ellos en las tinieblas. Cesuras por todas partes que, sin embargo, no nos sacan de la empresa de la totalización.
Pero ya no hay nada que fundar. Nada que totalizar. Nada que identificar. Si las genealogías de la des-posesión colonial y sus prolongaciones pos-modernas, si las potencias generativas de las luchas de las mujeres nos prometen nuevas formas de emancipación, es a condición de que con ellas podamos huir de las prisiones de las identidades, haciendo resurgir mundos fragmentarios donde tienen lugar las composiciones de multiplicidades, las experiencias transitivas entre los seres en el sin-fondo anárquico de la vida. La emancipación des-colonial, feminista, nunca tendrá lugar en la prisiones de la reproducción del si-mismo de la identidad. Será, este mismo, el de los sujetos dominados.
Aquellos que creíamos vivir en los centros del mundo pensábamos estar a salvo de la proliferación de desastres. Pues parece que acabó: el caos climático afecta tanto a las tierras subsaharianas sedientas como a las coquetas ciudades francesas inundadas por lluvias torrenciales, o al sur de Europa con sus inéditas sequías. Los mega incendios arrasan los bosques chilenos, cierto, pero también, año tras año, los de los ricos Canadá y California. El mar envenenado por plástico es el mismo para todos. Las tierras corrompidas por pesticidas hacen estallar los cánceres en todas partes. La concentración de CO2 y su efecto invernadero se ha democratizado. La única solución para poder respirar en Londres, París, Berlín o Barcelona es externalizar los efectos nefastos de la automatización eléctrica con sus baterías para las clases medias, sacrificando a los nuevos parias de la tierra abocados a la extracción de minerales en Kolwezi. Y es así que inevitablemente se cierra el círculo de la nueva economía virtuosa.
Será entonces imprescindible para los países antaño ricos establecer distintas especies de humanidad, ciertas más humanas que otras, erigiéndose en fortalezas. Será posible sin escándalo dejar morir a decenas de miles de migrantes en travesías desesperadas. Y condenar a aquellos que logran cruzar las fronteras a vagar como espectros harapientos en las opulentas ciudades, constantemente acechados por el encierro en campos y prisiones o la brutalidad policial.
Pero, también es aún necesario considerar otras fábricas de separación. Las fronteras proliferan por todas partes, incluso en el « interior » de los estados sobre-protegidos. Estos mismos países que antaño presumían de su Estado providencia, con su síntesis social de la mercancía, están destruyendo metódicamente su arquitectura pastoral, convirtiendo en campos de ruinas los servicios públicos, las instituciones de salud, de la atención, de la asistencia… Emergen entonces ghettos en todas partes como tantos territorios de apartheid endógenos, controlados por policías cada vez más autónomas et violentas. La privatización, es un hecho elemental, es el arma y el nombre de esta balkanización social. El mundo de la propiedad privada para unos, ya sea una casita en una deprimente zona suburbana o un coche comprado en leasing, es también, simultáneamente, el de la privación para otros.
La ofensiva neoliberal de los años 1980 logró poner fin a las mediaciones que atenuaban la violencia de la relación entre el Capital y el Trabajo – o que participaban en su cogestión (¡ah, las delicias de la vieja lengua socialdemócrata!). En las apaciguadas regiones europeas del Welfare, la insurrección, y luego la contra-insurgencia italiana de los años 60 y 70, fue el momento culminante de su derrumbe. Nombres ilustres representaron la brutalidad de este avatar de la recomposición capitalista: Reagan en Estados Unidos, Thatcher en Gran Bretaña, la izquierda socialista de Mitterrand en Francia… O Pinochet y sus Chicago Boys en el hemisferio sur de América Latina, laboratorio que preludió en de alguna manera el precipicio en el que estamos hoy: la fusión del viejo fascismo y el management liberal (pero historiadores nos advierten que el nazismo fue ya un gigantesco plan de gestión, con sus agencias dedicadas a la creación de una nueva sociedad productiva, no menos articulada a la economía, aplaudido en sus primeros tiempos por todos los liberales de la época. [3]
Pues aquí estamos: sumergidos por una ola de fascismo liberal globalizado. Hoy en día, cualquier planificador iluminado del mundo libre, desde el senil Biden hasta Netanyahu, el gran maleante psicópata, desde el extravagante Milei con sus perros clonados hasta el histérico Macron monárquico, desde el poscolonial Sunak hasta el letárgico Scholz, puede conspirar con compinches para planificar el trabajo sucio de una economía de destrucción. Todos creen que pueden gobernar su provincia a través del miedo existencial mediante la promoción de un estado de preocupación universal. Se trata de convertir a cada uno de sus sujetos en seres preocupados por sí mismos. En todos los casos, con un extraño sadismo que nos deja perplejos, se trata de destruir las relaciones entre los seres que forman la comunidad, y de establecer la negligencia funesta como relación social primordial.
Lo sabemos: la política del sujeto de clase ha desaparecido. Este ha sido sepultado por la uberización, por el hipnotismo de las mercancía low-cost, por las redes sociales y la exposición demente de si-mismo que contribuyen si eficazmente a la implosión de las comunidades proletarias. Lo que nos ofrece la utopía del capital es el sueño de pertenecer a una clase media informe pero conectada. Un chico francés de 15 años pasa quince horas al día delante de una pantalla sin percibir el mundo.
Aquí está el corazón del fascismo liberal que llega con sus masas donde se agregan seres vaciados, con su promoción obsesiva de un «si-mismo» ensoberbecido, incapaz de fabricarse un alma, haciendo avanzar el desierto. Porque es a través del encuentro entre las almas que un mundo se vuelve animado. La comunidad no puede existir sin las travesías entre seres que nos hacen diferir.
Guerra de los Estados contra los lazos comunitarios. Implosión de las comunidades populares. Descuido del tejido de nuestras interdependencias. Y en fin, como si este desastre social no fuera suficiente solo nos faltaba los emancipadores que no tienen nada mejor que ofrecer que las cárceles de las políticas identitarias. Terrible fragmentación.
Sin embargo, podemos oponer otra fragmentación, comunal, generativa, en lucha contra la producción de valor, aquella que empieza por la valorización de si-mismo y de su supuesta identidad. Una fragmentación impulsada por el deleite de la hospitalidad, la que surge a través de la aceptación de la diferencia: comunidades por heterogénesis. Son los antiguos valores anárquicos de la ayuda mutua, las formas situadas de compartir, siempre en alguna parte, en lugares singulares, que la hacen posible. Son estas «economías morales» situadas las que nos permiten escapar de las determinaciones sociales y de la tiranía de la idea de fundamento. Somos seres sin fundamento. Somos libres de desplegar nuestras interdependencias a través de una multitud de caminos que nos llevan hacia nuevas percepciones y sensibilidades. Estas son formas de vencer las angustias frente al caos de los estados que propaga nuevos Armagedones.
Las escenas políticas de la posguerra han implosionado. Sus sujetos sociales han desaparecido, crean lo que crean los neo-izquierdistas con sus fantasmas de restauración de un Sujeto político que hacen bostezar hasta a los servicios de inteligencia policial.
Sin embargo, no se trata de ignorar las resurgencias feministas, ni las formas deconstruir los atavismos de género y de luchar contra sus violencias, ni de desdeñar las reapropiaciones del pensamiento y las prácticas de descolonización, ni de menoscabar la importancia de figuras saboteadoras de las luchas ecologistas. Todo lo contrario. Las unas y las otras constituirán en el corazón de las nuevas formas de emancipación y de la reconstitución de las comunidades, las únicas capaces de componer con la diferencia. Comunidades surgiendo del encuentro entre heterogeneidades, gestos de reapropiación contra la desposesión, hospitalidades, formas de cuidado y atención hacia la vulnerabilidad de las existencias y sus entornos vitales, retorno a las potencias generativas de la comunidad contra la reproducción social. Pero siempre y cuando no persistamos en instituir nuevas escenas políticas basadas en ideas, con sus deprimentes abstracciones. A condición de evitar la representación.
Citaré de nuevo a un discreto filósofo:
«(…) es necesario volver à las operaciones que permiten al fundamento, pero también al principio que de él depende, ejercer su función legislativa. (…) Desde Platón, el pensamiento ha poblado el mundo de representaciones. La representación se ha propagado por todas partes, ha cubierto el mundo hasta conquistar el infinito. El mundo entero ha estado sumergido por la representación; y todos los seres que lo habitan son pensados de acuerdo con las exigencias de la representación. (…) Sin embargo, “bajo” el mundo de la representación vibra y nunca ha dejado de vibrar el sin-fondo, el mundo de las diferencias libres y desencadenadas. No se trata de la historia de un “olvido”, sino de una des-naturalización de la diferencia, de una conjuración activa de sus potencias, confundidas con las del caos. No hemos olvidado la diferencia, pero se la piensa solo mediada, sometida, encadenada, en resumen, fundada. La representación es la diferencia fundada, o más bien “fundar, siempre es fundar la representación”[4]».
Rechazo de la representación como obra nuevamente anárquica. Ausencia de principios primeros, renuncia de un mundo social ya fundado, distanciamiento con la ontologización de un sujeto universal y ubicuo, indiferente a los lugares de su habitar. Fuga del tiempo vectorizado del Progreso en pleno colapso para hacer resurgir una multiplicidad de tiempos. Pluralización de las historias del pasado. Resurgimientos e insurgencias que tienen lugar porque hacen lugar contra el espacio del desastre administrado.
Es posible que necesitemos salir de la categoría política de la dominación para adoptar más bien la experiencia vital de la desposesión. La primera sucumbe fatalmente a la institución de sujetos que se definen por su estatuto de víctimas. La segunda abre paso a formas de reapropiación que pasan por la instauración de modos de existencia. La instauración, aquí, resultado de nuestras exploraciones comunales, nos habla de las modalidades de la experiencia que solo pueden existir a través las maneras de relacionarse con otros seres, que tienen sus propias formas de existir y, al hacerlo, singularizan así los medios de vida que les están asociados. Se trata simplemente de la comunidad en su curso de realización. La comunización siempre ha tenido lugar en un conflicto irreductible con la sociedad. Reactivación de la línea menor y proliferante de los comunes contra las fábricas sociales y sus instituciones. Contra la socialización atomizante de las redes sociales que nos sepultan con su proliferación de relaciones pero que impiden la creación de vínculos, se trata de hacer existir formas de relacionarse singularmente con otros seres, de todo tipo de seres, dándole propiedades a nuestros vínculos. Ya no se trata entonces de sujetos encerrados en sí mismos, sino de maneras de existir que solo encuentran su existencia propria haciendo existir a otros seres que, a su vez, nos hacen existir a nosotros. Y así sucesivamente y sin fin: composiciones y descomposiciones que instauran los lugares singulares de nuestras vidas en común. Pasajes y encuentros que nos hacen diferir. De nuevo, luchas por la presencia contra la ausencia del mundo de la representación. Asociaciones entre mundos, fragmento por fragmento.
Aquí debo proceder a una autocrítica retrospectiva: y es no haber percibido, en su justa medida, en el momento de escribir este libro, el grado de descomposición social que estamos viviendo con sus efectos fascistas. No haber reflexionado suficientemente sobre cómo heredar la arquitectura vetusta del Estado social, su derecho formal, lo que se ha llamado su acción pastoral y sus instituciones que constituyeron las fábricas de la sociedad. Paradójicamente, en nuestra época de una nueva totalización, la de un conexionismo cuya perfección coincide con la atomización y la separación, se ha vuelto imposible pensar en la revolución sin transiciones. Las transiciones de la experiencia nos señalan caminos que arrancan desde donde estamos. Y para hacer viables estos trayectos, no podemos ignorar la vulnerabilidad de nuestras existencias y las formas de cuidarlas. Sin embargo, la atención ha estado capturada desde hace ya mucho tiempo por las instituciones.
En nuestra era de un tramado infraestructural totalizador, se ha vuelto esencial llevar a cabo estudios sobre lo que algunos han llamado los comunes negativos de la metropolización planetaria. Son estas análisis que nos permiten abrir caminos hacia una ecología de desconexión, de la renuncia, del desmantelamiento, que es también la de des-proyección [5] de la tecnoesfera que nos recluye en el tiempo de las catástrofes.
Del mismo modo, debemos investigar las formas de heredar (y abolir si es necesario) las instituciones de producción y gestión del vínculo social, con sus subordinaciones, sus asignaciones de identidades que han captado la atención prestada a la vulnerabilidad. No podemos descartar, en un contexto de implacable implosión de las formaciones sociales, la activación de formas y dispositivos para hacer existir los comunes del cuidado, una ecología de la atención frente a la fragilidad. En resumen, para poder intervenir en los mundos ordinarios de la supervivencia y de la precariedad de las existencias, los resurgimientos comunales no pueden descuidar el hospital, la psiquiatría, los sistemas asistenciales… Pero las instituciones, y éste es su carácter principal, existen a través de sus lógicas de jerarquías, de sobre-determinación de la experiencia, concomitantes a las de la separación. Las instituciones se instituyen estableciendo fronteras. Para conjurar a su trabajo de reificación de los seres, debemos derribar sus muros y sacar a la luz lo que les es exterior. ………………..
Huérfanos de los partidos revolucionarios, parece que solo nos queda implementar alianzas comunales. En este libro, hacia una llamada, contra toda evidencia, a un oxímoron: al Partido de las multiplicidades, a la composición y alianza de las insurgencias y resurgencias. Nuestra arma, en los tiempos venideros, residirá en el trabajo de producción de cartografías vividas que tracen los itinerarios entre nuevos comunales, que hagan posibles encuentros y alianzas con su parte de conspiración. Pero solamente las composiciones entre lo que difiere pueden convertirse en formas de secesión [6].
Este trabajo de investigación, toma entonces el camino de las transfiguraciones que nos hacen salir de las prisiones de las identidades sociales. Es yendo a ver lo que sucede en otros lugares que podemos hacer existir nuestro aquí. Es durante las travesías de un mundo a otro que se manifiesta la vitalidad de la comunidad. La revolución siempre ha tenido existido con sus itinerantes.
Frente a un mundo supraliminar de destrucciones, compuesto por maquinarias de un gigantismo abrumador, frente a la demasiado molar « crisis de civilización » que nos sumerge dejándonos impotentes, quizás debemos dirigirnos hacia las pequeñas cosas como propone Silvia Rivera Cusicanqui:
«En el “tiempo de las cosas pequeñas”, quizás sea hora de volver la mirada sobre la minucia de los detalles de la existencia, para hallar en ellos las pautas de conducta que nos ayuden a enfrentar los desafíos de esta hora de crisis».[7]
La deserción, la secesión, no implican necesariamente extraerse de un cuerpo social fantasmagórico, sino instaurar en él mundos fragmentarios de donde surjan las comunidades en sus propios y singulares maneras de existir, donde re-aprendemos a cultivar la hospitalidad y nuevas formas de relaciones que no se disocien de los lugares que habitamos. Es en la atención prestada a la fragilidad de las existencias, a todo lo que apesadumbrado, desalentado, disminuido, que podremos enfrentar el liberal-fascismo que perpetúa la obsesión por el poder de quienes quieren gobernarnos.
Entonces será posible multiplicar las historias del pasado que trazan la pluralidad de nuestros vínculos y de las maneras de pertenecer à la comunidad, que hacen estallar el presentismo del presente. Nuestra actualidad intempestiva es también el tiempo de nuestra extra-contemporaneidad. La actualidad de los mundos de la comunidad se manifiesta en las continuidades que surgen del tejido de una multitud de historias olvidadas, cuyas discontinuidades hacen diferir el texto oficial de la Historia. Cuidar los mundos vencidos supone trazar la continuidad de las discontinuidades.
No hay fundamento. No hay origen, ni la determinación de una concatenación inevitable de causas y efectos. Mas bien una invención permanente de la historia, el poder de imaginar siempre otra cosa, un trabajo sin fin de imaginación que es su propia verdad [8]. Quizás, en última instancia, se trata de aceptar vivir en un movimiento paradójico: la determinación radical de nuestras experiencias cohabita al mismo tiempo con la indeterminación igualmente radical de las maneras de contarlas, de hacerlas existir para otros. Y así, hacerlas divergir. Y en la apuesta que los otros nos devolverán otras narraciones. Reinvención siempre contingente de la historia: o la dulzura de nuestra libertad que es al mismo tiempo la de nuestras lazos. Los lazos de los partidarios de una multiplicidad de mundos.
Sabemos que vivimos el principio del fin de una historia vectorizada y letal, quizás sus últimos y brutales sobresaltos. La vida, desde una multitud de perspectivas, puede ser la fuente de una alegría inagotable en un sin-fondo insondable de melancolía y pérdida. Nos espera el amor de la amistad para despertar la voluntad que le permite de encontrar sus formas de existir irreconciliables con el poder de gobernar. Ahí radica lo sublime de la vida. Siempre es una llamada a las potencias de la inocencia que a veces finalmente saben no saber cuándo el tiempo lo requiere.
«Así que, dije un poco aturdido, ¿deberíamos comer de nuevo el fruto del Árbol del Conocimiento para volver al estado de inocencia?
Sin duda, respondió, y ese es el capítulo final de la historia del mundo». [9]
Notas:
(*) Agradezco a Samuel Monsalve, Pierre Tenne y Nathan Ben Kemoun cuyas conversaciones acompañaron la escritura titubeante de esta introducción para la reedición en castellano de este opúsculo. Conversaciones que tuvieron lugar a menudo alrededor de una mesa en Le Mistral, uno de los cafés del inquebrantable barrio parisino de Belleville, un antiguo bar plebeyo frecuentado por ancianos, vagabundos y vagabundas de los mundos de la locura, por una colección improbable de extraviados de nuestra época. Todos mis hermanos y hermanas. Agradezco también a Moses Dobruška quien quiso acompañar mi texto con su perspicaz prólogo en la edición francesa de 2017. Por último, quiero expresar mi viva simpatía a Carlos Flores Cancino quien, junto con otros compañeros de ruta, se hizo cargo de la edición latinoamericana de este libro. Y, en una lógica generacional transversal que me conmueve profundamente, también quiero saludar la hospitalidad de Néstor Augusto López y Marita, dos resistentes incansables a las vanidades sangrientas de las dictaduras argentinas, quienes estuvieron evidentemente involucrados en el levantamiento comunal de 2001 y nos ofrecieron su hospitalidad, a mi compañera y a mí, durante una reciente estadía en Buenos Aires.
[1] Leandro Barttolotta, Ignacio Gago, Implosión. Apuntes sobre la cuestión social de la precariedad. Edición Tinta Limón, 2023.
[3] Johann Chapoutot, Libres d’obéir. Le management du nazisme à aujourd’hui. Gallimard, 2020. Ciertos autores, en una extraña inversión, ven en la obsesión del socialismo de Allende por la cibernética, una matriz del futuro management social. Para un trabajo extenso se puede leer Evgeny Morozov, Les Santiago Boys, Editions Divergences, 2024.