Osvaldo Agustín Alonso
En una primera acepción la libertad hace referencia a la dimensión de lo humano que no está totalmente sujeta a la necesidad o que la expresa en la diversidad. Ese impulso que conduce a construir unas condiciones que completen la dotación biológica y hagan posible la vida, lo que habitualmente denominamos cultura. Se trata, por lo tanto, de una “libertad” condicionada que, sin embargo, habilita un amplio espectro de modalidades de concretarla. En ese sentido, podemos reconocer que las culturas son autónomas y paralelas, y que esa diversidad es fuente de riqueza que desborda cualquier intento de homogeneidad. En cualquier caso siempre se trata de un actuar colectivo que por su misma naturaleza resulta forzado llamar libertad en el sentido moderno.
En esa diversidad cultural, que es posible identificar en las diferentes etapas de desarrollo de la especie, la idea y la práctica de la libertad en la sociedad capitalista se destacan por sus rasgos atípicos. Aparecen como una conducta que remite a un autor responsable. Es lo que constituye el fundamento del Estado de Derecho y arraiga en el sentido común, impregnando la vida cotidiana: somos sujetos individuales libres y, por lo tanto, responsables. El éxito o fracaso en nuestra vida dependerá, casi exclusivamente, del esfuerzo y voluntad desplegados, junto con las capacidades innatas o adquiridas que, puestas en juego, permitan incrementar los resultados de nuestra trayectoria personal y colectiva. Una suma de éxitos o fracasos individuales que configuran el progreso o el estancamiento de la sociedad. Es el enfoque clásico del liberalismo. Deviene un sujeto en el doble sentido de sujetado y singularidad actuante.
Toda sociedad es productora de seres humanos, en un proceso que naturaliza esa modalidad de lo humano producida. El determinismo social deja siempre un pequeño margen para la libertad del sujeto que, por sus límites, hace muy difícil la comprensión de la totalidad social a la que pertenece.
En el caso de la sociedad capitalista predomina una relación con el mundo afirmada en lo que se ha denominado un “individualismo posesivo”. Individualismo porque la cultura burguesa abre un ámbito privado, de intimidad y sensibilidad, pretendidamente desconectado del ámbito social, y posesivo porque la tenencia y control sobre cosas es el centro de la subjetividad. Con el agregado que lo logrado, como constitución de una vida propia, se considera casi exclusivamente como el resultado del esfuerzo y capacidad personal, un modelo que sirve para evaluar la propia conducta y la de los otros. En esa esfera transitada con intensidad, se cocina el sentido de la propia vida y de su relación con el mundo. También se manifiestan los contrastes y conflictos entre la parte superior e inferior de la sociedad, la lucha de clases.
Pero a esta altura del desarrollo capitalista se produce una mutación: se pasa de la relevancia de trabajo humano a la disminución de su participación en el proceso productivo. La relación con las cosas configuradas como mercancías cambia: la eventual condición de “productores libres” se traslada a la de “consumidores libres” en condiciones, como señala John Holloway, de un desequilibrio entre la generación de valor y su representación monetaria.

Esto condiciona a la política contemporánea y al rol del Estado. De la dominación en la relación de trabajo a la dominación en el mercado de consumo. No es que la primera se suprime, sino que pierde peso específico como factor de control y dominio. Obtener dinero, sigue siendo el motivo que impulsa la acción, pero se abre un abanico de medios en el que el trabajo asalariado, como actividad permanente y central, es relativamente menor. Consumir como una asimilación de la vida a los objetos, un escaparate cada vez más variado y atractivo, la libertad como la posibilidad de obtenerlos para dar sentido a la existencia.
El trabajo como esfuerzo compartido y coordinado se debilita, se pasa de la lucha por el poder en el lugar de trabajo a la disputa individualista por posicionarse en el mundo del consumo. Una percepción de las cosas/mercancias como apropiables sin reparar demasiado en los medios, pero en condiciones de permanente inestabilidad por la expansión del dinero sin base real. Una vida de consumo como búsqueda del placer y realización personal y una economía como ficción monetaria, son las dos caras de las crisis recurrentes.
Es comprensible en ese contexto la negación de toda referencia a las instancias que regulan o limitan la libertad de consumo. El Estado queda atrapado en una disputa que parece resolverse a favor de la idea de libertad mediada por el mercado. En condiciones de profundización de la crisis, la burocracia estatal es vista como la fuente de privilegios, trabas y corrupción. En la Argentina actual esa percepción se ha sintetizado en la denominada “casta”.
El filósofo argentino Rodolfo Kusch, aprovechando la distinción en el castellano entre los verbos ser y estar, identificó al ser como propio de la cultura occidental, mientras que el estar es representativo de las culturas americanas. El ser supone afirmación, predominio de la razón y de la acción, consolidación del sujeto “libre” como dominador del mundo de los objetos, una cosificación que alcanza al propio sujeto. Las culturas del estar se desarrollan a partir del simple hecho de vivir en un mundo que es pura contingencia, al que hay que adecuarse para hacer posible la vida. Más que objetos hay acontecimientos que se suceden como afirmación o negación.
En América el estar condiciona al ser, lo abarca y debilita. En tanto el ser, convertido en la fórmula del “ser alguien” cierra y es causa de tensiones, conflictos y malestares, el estar abre y distiende, “fagocita” al ser para alcanzar un equilibrio, una negación que hay que tomar como afirmación implícita de “otro modo de ser”, o de estar. Esa dialéctica entre dos dimensiones de lo humano, aparece como un horizonte para repensar nuestro modo de vivir en la sociedad moderna y capitalista. La cultura del estar ha quedado relegada a nivel de lo indígena y de lo popular, en dosis diversas y nunca en estado puro. Es fuente de negación, de resistencia y autoafirmación, de cierto escepticismo, también de estigmatización como fatalismo, pasividad o falta de conciencia. Pero más allá de definiciones apresuradas, es algo a considerar como otra libertad, como posibilidad de liberarse de la prisión reificante del ser en la tarea de hacer otro mundo posible: más “humano, menos colonial, más auténtico y más americano”.
Abril de 2024, Viedma, Río Negro, Argentina