La Tormenta homicida del capitaloceno ya está aquí. Ahora todos los Estados del mundo quieren imponer, día a día, una nueva medida restrictiva, una nueva prohibición, un miedo cada vez más grande, la idea de un enemigo invisible, atroz y desconocido. Es el virus y es también la catástrofe del mundo de la economía del dinero. El distanciamiento social que se promueve y se decreta desde los malos gobiernos no es simplemente un distanciamiento físico: es un distanciamiento de lo amoroso, un distanciamiento de lo solidario, un distanciamiento de horror y miedo. Es la mutilación más feroz de nuestro ser genérico humano bajo el rigor de la disciplina y la lógica egoísta de la mercancía.

¡Enciérrense en sus casas! ordenan, pero ¿dónde se encierra quien no tiene casa? ¿Y desde cuándo es “sano” quedarse entre cuatro paredes mirando televisión y abandonar las caminatas y los paseos al aire libre (tan recomendados por el modelo médico hegemónico durante décadas hasta hace solo unas semanas)? ¿Y qué pasa con las mujeres y los niños encerrados en situaciones domésticas abusivas? ¿Qué pasa con aquellos que no pueden permitirse llenar el carrito de supermercado durante períodos de cuarentena prolongados? ¿Con los que no tienen acceso a agua potable limpia? ¿Qué pasa con los discapacitados, los viejos más viejos y los enfermos de las mil enfermedades que no son coronavirus? ¿Qué pasa con los encarcelados, los depresivos, los sin techo, los refugiados en campamentos atestados, los que viven en los asentamientos, los pueblos indígenas desposeídos y los abandonados del planeta?

Con el argumento de la salud pública cualquier funcionario burocrático de ciudad se convierte en un señor feudal con facultades extraordinarias para impedir, decretar, prohibir, sancionar, castigar.  El anhelo voraz del sistema de opresión es nuestra peor pesadilla: que todo el mundo se quede encerrado, que acepte la explotación desamparada del teletrabajo, que desconfíe de los demás, que denuncie al que escapa de sus barrotes y sus normas. Nunca, ningún Estado ha cuidado jamás a nadie y la historia de los Estados está colmada de dolor, de persecuciones y de genocidios.

La Tormenta homicida del capitaloceno aúlla con los voceros y los agentes de la maldad y del poder, impone cuarentenas para que alejemos los cuerpos, las voces y las miradas, para que no nos toquemos, para que recelemos de cualquier roce con otras personas. Como si fuéramos espantapájaros de trapo, sumisos, derrotados y sin voz. Con esta lógica funesta del capital y de los Estados pereceremos prisioneros por la tristeza y el embrutecimiento, sin nadie que nos abrace ni nos cierre los ojos por temor al contacto físico. Como cucarachas atrapadas entre muros de cemento y vidrio. No hay nada saludable ni digno en todo eso. Es un remedio espeluznante de opresión y disciplinamiento social.

Y está muy bien que no haya clases escolares para los niños y los jóvenes, si lo pensamos como un (posible) primer paso para desescolarización educativa y la demolición de la institución escolar opresiva (¡pero dejen a los niños en paz y jugar al aire libre, no le llenen las horas con tareas y didácticas estúpidas y engañosas!). Está muy bien no ir a trabajar y así recuperar en parte la autonomía del tiempo de vida que es nuestro y no de quien nos compra la fuerza de trabajo. Está muy bien abandonar el transporte público de pasajeros, ese delirio del movimiento mercantil de las ciudades, pero no está bien hacerlo por obediencia, sino para dejar de hacer el capitalismo que ha puesto al mundo al borde de su colapso.

Cuidarnos a nosotros mismos y a los demás, de verdad cuidarnos, no puede ser y jamás será una tarea del Estado, que es el sicario de la alienación y de la muerte. Cuidarnos es un hacer tan nuestro y tan inseparable de nuestro ser autónomo como lo son las calles, las plazas, el aire, el canto de los grillos, el impulso hacia la autodeterminación social de nuestras vidas.

La opción saludable es poner todo nuestro esfuerzo en la creación y multiplicación de la desobediencia colectiva, en la esperanza y la imaginación de nuestro hacer no constreñido por el decreto, en el cuidado y el apoyo mutuos, en la energía sanadora de los abrazos (aun cuando, por el momento, sean virtuales), en el espacio-tiempo del nosotros donde la palabra circula, en la potencia asamblearia de la naturaleza, en la vehemencia furiosa por la libertad.

 

Luis M. Bardamu, 18/3/2020

 

Capitalismo y capitaloceno