Stavros Stavrides

La única razón para que escriban, hablen y actúen quienes luchan contra el capitalismo y el patriarcado es para demostrar que la catástrofe contemporánea no es inevitable. Y, también, para expresar con palabras y experimentar con actos que demuestren que otro mundo es posible, necesitan aprender de las verdaderas resistencias al holocausto capitalista que hoy emergen dentro, contra y más allá de su perímetro asfixiante.

Pero, ¿qué significa realmente aprender? ¿Imitar, adaptarse a modelos basados en generalizaciones apresuradas, utilizar afirmaciones teóricas o éticas que intentan captar el significado de las acciones de otros?

Quizás podamos partir del hecho de que las señales de la catástrofe son tan inminentes que la mayoría de los individuos las esperan sin mas, a menos que se implementen cambios radicales. El problema es que, para muchos, esta conciencia alimenta una especie de hedonismo pesimista: “consumamos todo lo que sea posible”, “disfrutemos todo lo que podamos”, “consolémonos viendo cómo otros ya viven en esta catástrofe con la esperanza de poder escapar de ella”.

Aprender de quienes ya han experimentado una catástrofe en sus mundos y la han sobrevivido es crucial. ¿Cómo lograron los pueblos colonizados mantenerse cultural, ética y, literalmente, vivos? ¿cómo logran los afroamericanos —aquellos a quienes solemos describir como descendientes de esclavos, como si esta descripción no conllevara ya una especie de naturalización de una identidad brutalmente forzada— declarar en la práctica su voluntad de continuar siendo diferentes y libres para otorgarle forma a su propio mundo?

Necesitamos conectar las resistencias al capitalismo con las expresiones colectivas de una tenaz voluntad de supervivencia. En muchos casos, esta voluntad colectiva se subestima: “mera supervivencia”, decimos. Sin embargo, esos actos llevan en sí las semillas de la inventiva colectiva, necesaria para cualquier tipo de esfuerzo emancipador. La colaboración en tareas que aprovechan las oportunidades de subsistencia colectiva —como cultivar la tierra, pescar o construir viviendas— es un proceso que potencialmente transforma la necesidad en ethos. Y las recreaciones rituales de la colaboración pueden convertirla en una fuente de valores sociales y principios rectores. Por mencionar solo un ejemplo: el Mutirão en Brasil (palabra con raíces en la lengua indígena tupí guaraní) es un proceso de ayuda mutua que se desarrolló en zonas rurales y se basa en el trabajo comunitario. Fue recuperado por los movimientos de personas sin tierra y sin techo (MST y MTST) como una forma de cooperación en la lucha que produce nuevos patrones de vida colectiva. No es casualidad que el mutirão también se ritualice en las representaciones místicas del MST, que son actos que celebran el cooperativismo y el poder de la Madre Tierra. Las diversas representaciones místicas corroboran una ética de compartir y una relación de cuidado con la tierra (Stavrides, 2024).

En las prácticas de compartir y de cooperación, en las que la primera es tanto la condición previa como el resultado de la segunda, emerge una potencialidad emancipadora: la creación de relaciones sociales basadas en la confianza y el apoyo mutuos. Pero esta potencialidad debe ser realizada, desarrollada e inventada a través de la praxis. Podemos usar el verbo “comunizar” para describir procesos cooperativos que abarcan diferentes áreas de la vida social en las que surge la cuestión del acceso equitativo y de la distribución del poder, cuestión insoslayable más allá de cómo la búsqueda de la supervivencia colectiva afronte esta cuestión. Si la catástrofe desenmascara desigualdades a menudo cuidadosamente ocultas, los esfuerzos de supervivencia colectiva arrojan a la luz formas de convivencia basadas en la dependencia mutua. Los esfuerzos individuales, especialmente entre aquellos que son los más vulnerables y desatendidos (si no se los considera externamente como prescindibles), se vuelven cada vez más estériles.

Los esfuerzos de supervivencia deben adecuarse mediante tácticas colectivas. Y las tácticas se desarrollan en la práctica. Los patrones de práctica surgen en la intersección de trayectorias preconstruidas de reproducción social. ¿Acaso en un contexto social los actos se convierten únicamente en ejemplos de reglas predominantes? Quizás podamos redescubrir la potencialidad de los actos que aparentemente siguen las tipologías predominantes de comportamiento si distinguimos cuidadosamente entre paradigma y modelo. Esta posibilidad la sugiere Giorgio Agamben: “…un paradigma implica un movimiento que va de singularidad en singularidad y, sin abandonar nunca la singularidad, transforma cada caso singular en un ejemplo de una regla general que nunca puede enunciarse a priori” (2009:22). El modo dominante de dicho conocimiento es la analogía y no necesariamente la generalización. En otras palabras, el paradigma no es simplemente el medio para presentar y confirmar una regla, sino que quizás inicia una comparación analógica. Los monjes, dice Agamben, podrían tomar como ejemplo la vida del fundador de la orden a la que pertenecían y vivir sus propias vidas, únicas como la suya, de forma análoga. No nos apresuremos a llamar imitación a esta práctica: la analogía presupone la singularidad de los aspectos comparados. La base de una comparación se construye sin que uno se integre en el otro.

La creación de una regla de conducta monástica es, según Agamben, algo muy diferente del paradigma de vida del fundador de la orden. El paradigma, como manifestación de una regla, presupone una peculiar suspensión de la propia especificidad de su significado. Su singularidad, en cierto sentido, queda entre paréntesis (como cuando utilizamos la conjugación del verbo “amar” para mostrar la regla de conjugación de verbos similares). Un gesto paradójico, de hecho, porque se supone que la regla se forma a partir de todos los casos que contiene (todos los verbos similares). Y el ejemplo es supuestamente uno de ellos. Agamben concluye: “El caso paradigmático se convierte en tal al suspender y, al mismo tiempo, exponer su pertenencia al grupo, de modo que nunca es posible separar su ejemplaridad de su singularidad” (ibid. 31).

Una forma de evaluar la importancia de esta observación es formularla de la siguiente manera: cada regla contiene un conjunto de singularidades (instancias) solo porque identifica un elemento común en ellas. Por lo tanto, es un error reducir la unicidad de los casos a una regla. La unicidad se entiende porque es la intersección de diferentes reglas. Así, ante el falso dilema de que “los actos de las personas son todos únicos” y “los actos están moldeados por patrones dominantes”, podemos responder: en cada acción única se entrecruzan reglas que moldean las prácticas (secuencias de actos) al proyectar ciertos patrones. En este sentido, cada acto es un ejemplo.

De manera similar, podemos hablar del contraejemplo. Un acto desviado o un conjunto de prácticas desviadas pueden considerarse contraejemplos si los relacionamos con una norma a la que se resisten. No como una excepción: la excepción pertenece a la regla. Se encuentra dentro de ella como un verbo «irregular» reside en la conjugación de verbos que se le asemejan al no seguirlo. Agamben tiene razón cuando insiste en que la excepción no está fuera de la regla, sino solo en su suspensión. Por eso, las excepciones revelan los elementos constitutivos de la regla de la que se aparta cada excepción particular. El dicho popular que afirma que la excepción confirma la regla parece revelar más de lo que parece a primera vista.

Los actos excepcionales pueden ser actos heroicos que desafían explícitamente las normas impuestas. Son necesarios y útiles para exponer la norma a la que se enfrentan. Sin embargo, su poder disminuye cuando se ven limitados a una confrontación específica con una norma específica. Los contraejemplos quizá puedan trascender esta trampa, ya que pueden ir más allá de la confrontación específica con la norma específica de la que sirven de ejemplo. Como suele ocurrir con los ejemplos, poseen las características únicas de su especificidad. Por lo tanto, pueden convertirse en cruces de posibles prácticas, en vez de puntos de ruptura de una norma determinada.

Los actos cotidianos pueden ser portadores de contraejemplos. No deben describirse simplemente como no excepciones, afirmaciones de reglas dominantes o expresiones de sumisión reticente pero aceptada. Esta es una de las maneras de afirmar que la reproducción social es un campo de batalla, más que una condición sólidamente establecida. Por eso, las tácticas de supervivencia cotidianas, especialmente de quienes están expuestos a los peligros inmediatos de la catástrofe generada por el capitalismo, pueden crear caminos hacia la emancipación colectiva, aunque dicha perspectiva no esté necesariamente integrada en dichas tácticas.

No es necesario que los actos divergentes o disidentes sean proyectados conscientemente por quienes los realizan como contraejemplos. Su poder reside en que brindan oportunidades para experimentar mundos sociales organizados de forma diferente. En esos mundos, a través de los actos, pero también por su significado construido colectivamente, se desarrollan contraejemplos. Tomar estos actos como modelos de esfuerzos emancipatorios resulta útil para construir teorías de la emancipación social, pero quizás omite algo muy importante: el razonamiento analógico que permite a la teoría comparar una multiplicidad de casos sin reducirlos a una regla general. En otras palabras, la emancipación social está siendo explorada por personas reales en circunstancias específicas y, por lo tanto, puede adoptar diferentes formas. Respetando el carácter distintivo y particular de cada práctica realizada, necesitamos entonces ver la emancipación social como el florecimiento de la inventiva colectiva. Solo los artesanos capaces e inventivos pueden emanciparse ellos mismos.


Notas:

Agamben, G. (2009). The Signature of All Things. On Method, New York: Zone Books. [edición en Castellano: Signatura rerum: sobre el método (2009)].

Stavrides, S. (2024). The Politics of Urban Potentiality. London: Bloomsbury.

Original en inglés. Traducción: María Florencia Mazzocchi