Theodor W. Adorno *
Horario
Pocas cosas distinguen tan profundamente la forma de vida que le correspondería al intelectual de la del burgués como el hecho de que aquél no admite la alternativa entre el trabajo y el placer. El trabajo, que —para ser justo con la realidad— no hace al sujeto del mismo todo el mal que después hará al otro, es placer aun en el esfuerzo más desesperado. La libertad que connota es la misma que la sociedad burguesa sólo reserva para el descanso a la vez que, mediante tal reglamentación, la anula. Y a la inversa: para quien sabe de la libertad, todos los placeres que esta sociedad tolera son insoportables, y fuera de su trabajo, que ciertamente incluye lo que los burgueses dejan para el término de la jornada bajo el nombre de «cultura», no puede entregarse a ningún placer sustitutivo. Work while you work, play while you play —tal es una de las reglas básicas de la autodisciplina represiva. Los padres para los que las buenas notas que su hijo traía a casa eran una cuestión de prestigio, no podían sufrir que éste se quedara largas horas de la noche leyendo o llegara a lo que entendían por fatigarse mentalmente. Pero por su necedad hablaba el ingenio de su clase. La desde Aristóteles pulimentada doctrina del justo medio como la virtud conforme a la razón, es, junto a otros, un intento de fundamentar la clasificación socialmente necesaria del hombre por funciones independientes entre sí tan firmemente que nadie logre pasar de unas a otras ni acordarse del hombre. Pero es tan difícil imaginarse a Nietzsche sentado hasta las cinco a la mesa de una oficina en cuya antesala la secretaria atiende al teléfono como jugando al golf cumplido el trabajo del día. Bajo la presión de la sociedad, sólo la ingeniosa combinación de trabajo y felicidad puede aún dejar abierto el camino a la auténtica experiencia. Ésta cada vez se soporta menos. Incluso las llamadas profesiones intelectuales aparecen completamente desprovistas de placer por su similitud con el negocio. La atomización se abre paso no sólo entre los hombres, sino también dentro del individuo mismo, entre sus esferas vitales. Ninguna satisfacción puede proporcionar un trabajo que encima pierde su modestia funcional en la totalidad de los fines, y ninguna chispa de la reflexión puede producirse durante el tiempo libre, porque de hacerlo podría saltar en el mundo del trabajo y provocar su incendio. Cuando trabajo y esparcimiento se asemejan cada vez más en su estructura, más estrictamente se los separa mediante invisibles líneas de demarcación. De ambos han sido por igual excluidos el placer y el espíritu. En uno como en otro imperan la gravedad animal y la pseudoactividad.
Vándalos
Lo que desde el surgimiento de las grandes ciudades aparecía como premura, nerviosismo, inestabilidad, se extiende ahora de un modo epidémico, como antes la peste o el cólera. Además hacen su aparición fuerzas con las que los apresurados viandantes del siglo XIX no podían ni soñar. Todos tienen siempre algo que hacer. El tiempo libre hay que aprovecharlo como sea. Se hacen planes respecto a él, se invierte en empresas que hay que realizar, se lo llena con asistencias a todos los actos posibles o simplemente yendo de aquí para allá en rápidos movimientos. La sombra de todo esto se proyecta sobre el trabajo intelectual. Éste se lleva a cabo con mala conciencia, como si fuese algo robado a alguna ocupación urgente, aunque sólo sea imaginaria. Para justificarse a sí mismo, el intelectual se acompaña de gestos de agotamiento, de sobreesfuerzo, de actividad contra reloj que impiden todo tipo de reflexión; que impiden, por tanto, el trabajo intelectual mismo. A menudo parece como si los intelectuales reservasen para su propia producción justamente las horas que les quedan libres de las obligaciones, de las salidas, de las citas y de las inevitables celebraciones. Es algo detestable, mas hasta cierto punto racional, la ganancia de prestigio del que puede presentarse como un hombre tan importante, que le es forzoso estar en todas partes. Él estiliza su vida con un descontento intencionadamente mal representado como único acte de présence. El placer con que rechaza una invitación alegando haber aceptado ya otra testimonia su triunfo en el seno de la competencia. Como en ésta, las formas del proceso de la producción generalmente se repiten en la vida privada o en los ámbitos del trabajo ajenos a dichas formas. La vida entera debe parecerse a la profesión, y mediante esta apariencia ocultar lo que no está directamente consagrado a la ganancia. Pero la angustia que ello genera es sólo un reflejo de otra más profunda. Las inervaciones inconscientes que, más allá de los procesos del pensamiento, acompasan la existencia individual al ritmo histórico, se aperciben de la creciente colectivización del mundo. Pero como la sociedad integral no tanto supera en sí de forma positiva a los individuos como los comprime en una masa amorfa y maleable, cada individuo siente horror a ese proceso de absorción experimentado como inevitable. Doing things and going places es una tentativa del sensorium de crear una forma de protección del estímulo contra la amenazadora colectivización y ensayarla justamente conduciéndose en las horas aparentemente reservadas a la libertad como un miembro de la masa. La técnica consiste aquí en evitar en lo posible el riesgo. En este sentido se vive peor —es decir, con menos Yo— de lo que sería esperable vivir. Al mismo tiempo, a través del caprichoso exceso de tareas se aprende que realmente a uno no le resulta más difícil vivir sin yo, sino más fácil. Y siempre anticipándose, pues en los terremotos no se avisa. Si no se está en esa disposición, lo que quiere decir: si no se está materialmente nadando con la corriente humana, surge el temor —como cuando se entra demasiado tarde en un partido totalitario— a la desconexión y a atraerse la venganza de lo colectivo. La pseudoactividad es como un reaseguro, la expresión de la disposición a la autorrenuncia, sólo mediante la cual se intuye la posibilidad de garantizar la autoconservación. La seguridad se insinúa en la adaptación a la extrema inseguridad. Es como un salvoconducto que en la huida le lleva a uno de la manera más rápida de un sitio a otro. En la fanática pasión por los automóviles resuena el sentimiento del desamparo físico. En la base de todo esto está lo que los burgueses solían sin motivo llamar huida de sí mismo, del vacío interior. El que acompaña en la huida no puede distinguirse. El propio vacío psicológico es sólo el resultado de la falsa absorción social. El tedio del que los hombres huyen, simplemente refleja ese proceso de fuga al que desde hace tiempo están sujetos. Sólo así se mantiene vivo, hinchándose cada vez más, el monstruoso aparato de la distracción sin que haya uno solo que la encuentre. Tal aparato canaliza el impulso a la participación, que de otro modo se lanzaría de manera indiscriminada y anárquica, en forma de promiscuidad o agresión salvaje, sobre lo colectivo, que como tal no consta de nadie más que los que están de paso. Éstos, a quienes más se parecen son a los drogadictos. Su impulso responde con exactitud a la dislocación de la humanidad a que conducen desde la difuminación de la diferencia entre la ciudad y el campo a la desaparición de la casa, y desde las comitivas de millones de desocupados a las deportaciones y las diásporas en el devastado continente europeo. Lo huero e inane de todos los rituales colectivos desde el Jugendbewegung (1) acaba expresándose como confusa anticipación de poderosas sacudidas históricas. Las innumerables personas que repentinamente sucumben a su cantidad y movilidad abstractas y caen en el delirio como bajo el efecto de un estupefaciente, son los reclutas de la Völkerwanderung (2) en cuyos espacios asilvestrados la historia burguesa se prepara para morir.
Notas:
(1) Movimiento de la juventud alemana que desde fines del siglo XIX buscó una nueva educación cultural con actividades al aire libre.
(2) “Migración de los pueblos”, término forjado por la historiografía alemana para referirse a la paulatina penetración de pueblos bárbaros en las zonas civilizadas, y eminentemente al flujo de los pueblos germánicos hacia los territorios del imperio romano desde el siglo II d.C.
* Los dos fragmentos, escritos en 1945, forman parte de Minima Moralia; reflexiones desde la vida dañada, traducción de Joaquín Chamorro Mielke, para la edición en castellano realizada en Madrid en el año 2004.
Archivo Adorno