A propósito de una reedición de la trilogía de Beckett
Alberto Bonnet
Esperar a Godot valió la pena. La editorial completó este año la publicación de “la trilogía de Beckett”. Al revés, por cierto. Había publicado la tercera, El innombrable, ya en 2016 (escrita por Beckett en 1949-50 y publicada originalmente en 1953) y acaba de publicar el año pasado Molloy y Malone muere (escritas ambas en 1947-8 y publicadas en 1951). Demora que no viene a cuento, de todas maneras, dados los previsibles vericuetos del mundillo de los derechos editoriales.1
¿Trilogía? Beckett negó que lo fuera, pero basta con leer las tres novelas de corrido para adivinar que las recorre una única lógica de la desintegración del sentido que culmina en la tercera. ¿De Beckett? Bueno, aunque suene extraño, también en este punto se complican las cosas. Digamos que las novelas que integran esta trilogía fueron los primeros escritos importantes que Beckett escribió en francés y con la explícita intención de deshacerse de cualquier resto de estilo al que lo anclara su inglés materno. Pero también en este caso basta con revisar las mejores páginas de Murphy (escrita en inglés entre 1934 y 1937 y publicada en 1938) o de Watt (también escrita en inglés entre 1942 y 1944, pero recién publicada en 1953) para advertir que su despojado estilo, malgré lui muy reconocible, es relativamente indiferente respecto de su lengua de escritura.2 E incluso con revisar sus obras de teatro, que por entonces comenzaba a escribir y que más tarde le regalarían (el veneno de) su fama, para confirmarlo. Pero estas cosas no importan demasiado porque, precisamente, una de las cosas que Beckett se proponía es desintegrar ese yo que escribe. ¿Quién escribe cuando Malone espera la muerte en un cuarto ajeno mientras escribe historias? ¿Quién está escribiendo, por ejemplo, cuando inventaría sus pertenencias? “Hablar de mis orinales me ha reanimado un poco. No son míos, pero digo mis orinales, como digo mi cama, mi ventana, como digo yo. No por eso voy a dejar de detenerme” (p. 86). ¿Y más aún, quién está siendo escrito mientras está escribiendo? “Cuando se detenga mi historia seguiré vivo. Desfasaje que promete. Ya no habrá más nada sobre mí. Yo no diré más yo” (p. 120).
Pero volvamos a esta edición. Godot es una “editorial independiente”. Uno puede dudar acerca del significado exacto de esta expresión, ciertamente, como uno puede dudar de un matiz dentro de una gama de colores. Pero no ciertamente acerca de su no-significado: ese no-significado que le confiere significado y que se asocia en nuestro medio a sellos como los de los grupos Planeta y Penguin. La publicación de la trilogía de Beckett por una editorial independiente habla, entonces, de una suerte de “militancia cultural” que nunca debe perderse de vista detrás del contenido de los libros publicados.3 Se me antoja recordar en este sentido el contraste entre el amoroso apego a las palabras de Adorno en sus seminarios por parte de la gente de Eterna cadencia y la comercial premura de Akal por publicar sus dudosas traducciones de sus obras completas…
Hablemos ahora de la traducción. Porque esta es la primera vez que se publica en español esta trilogía de Beckett como una unidad, algo que implica, ciertamente, un único traductor. El responsable de esta traducción es Matías Battistón y merece unas palabras. Es difícil imaginar en su conjunto las dificultades que debe enfrentar un traductor ante estas novelas. De manera que, para simplificar, veamos un ejemplo de ellas y de la manera en que Battistón las supera. Cuando está cerrando el relato de su relación con Lousse, Molloy afirma: “Pero no vale la pena que prolongue la descripción de esta parte de la, del, de la existencia mía, porque no tiene sentido, me parece. Es una ubre que por más que ordeñe sólo da burbujas y salpicaduras. Así que me limitaré a agregar algunas observaciones, y la primera es esta, que Lousse era una mujer extraordinariamente chata, en cuestión de cuerpo, se entiende, hasta tal punto que me sigo preguntando esta noche, en medio del silencio relativo de mi última morada, si no sería más bien un hombre, o al menos un andrógino”. Por supuesto que aquella vacilación o, mejor, aquel balbuceo “de la, del, de la” (“de ma, mon, de ma”) no es ningún error de imprenta, sino un ejemplo de uno de los recursos característicos del estilo de Beckett.4 ¿Cómo no vacilar aquí en el artículo antes de nombrar algo que acabará siendo nombrado como la existencia de uno mismo? Aunque esto, desde el punto de vista de la traducción, es bastante literal. El detalle que quisiera remarcar se vincula más bien con la expresión “Lousse était une femme extraordinairement plate, au physique s´entend”, que Battistón correctamente vuelca como “Lousse era una mujer extraordinariamente chata, en cuestión de cuerpo, se entiende”. Pedro Grimferrer, el traductor de Lumen, la había traducido en cambio como “Lousse era una mujer de físico extremadamente anodino”. Traducción que anulaba, naturalmente, otro de los recursos característicos del estilo de Beckett, a saber, las constantes aclaraciones acerca del significado de las líneas que acaba de escribir y que, muchas veces, revelan significados inesperados por el lector.5 Battistón no sólo conserva formalmente la aclaración de Beckett, pues, sino que además opta por traducir como “chata”, en lugar de “plana”, la palabra “plate”, siendo “chata” una expresión más ambigua porque puede referirse tanto a las cualidades intelectuales como corporales de Lousse, abriendo así la puerta a la subsiguiente aclaración.
Ahora bien, ¿qué decir de la trilogía en sí misma? Mejor dicho, ¿qué puede decir un simple lector de literatura como yo para convencer a un lector de Comunizar de leer estas novelas de Beckett? Veamos qué podemos hacer, en unas pocas líneas. La lectura de estas novelas es una experiencia que puede resultar insoportable a causa de la tensión que generan entre la imposibilidad de seguir leyéndolas (por su tendencia a la ilegibilidad) y la imposibilidad de dejar de leerlas (por la lógica en la que nos arrastran). Las notas de humor no bastan, en absoluto, para evitarnos esa tensión: ésta se convertiría después en una de las cosas que diferenciarían su teatro del “teatro del absurdo” de Ionesco o Jarry. Beckett desarrolla en estas novelas una lógica de la desintegración del sentido que empuja al lenguaje hacia las cosas mismas, hacia una objetividad carente de mediación subjetiva y, por consiguiente, de sentido. El silencio acecha siempre al lenguaje, aunque los narradores de estas novelas se empeñen obstinadamente en continuar escribiendo o hablando, acaso para defenderse o para sobrevivir.6 Es la misma lógica que empujará definitivamente al lenguaje hacia el borde del silencio en sus obras de teatro.
Pero estas son afirmaciones generales acerca de cosas ya conocidas. El lector de Comunizar, familiarizado acaso con la teoría crítica, quizás asocie estos comentaros sobre Beckett, más específicamente, con algunas ideas de Adorno. Y con razón. ¿Son posibles la literatura / la filosofía después de Auschwitz?, se preguntaron ambos, aunque cada uno a su manera. ¿Qué forma revestiría una novela o una dialéctica después de Auschwitz?, se preguntaron ambos también. Siendo aquí Auschwitz, en ambos casos, por supuesto, la consumación de una historia concreta, y no una invariante de una abstracta condition humaine, caldo de cultivo de los más variados existencialismos. Y decimos esto aunque ni Auschwitz, ni la catástrofe de la guerra, ni el cinismo de seguir suponiendo, después de la guerra, que la historia sigue orientándose en algún sentido, aparezcan explícitamente en esta trilogía de Beckett. Dejando de lado, naturalmente, sus ironías acerca de la razón metódica cartesiana, que inspiró inicialmente esas ilusiones: “yo, de quien no sé nada, sé que tengo los ojos abiertos, por las lágrimas que no paran de correr”.7 La única vez que aparece explícitamente la guerra en esta trilogía, para ahorrarle tiempo al lector, parece aparecer en El innombrable para ridiculizar avant la lettre los llamados al orden del viejo Lukács, es decir, convertida, en versión realista, en una suerte de parodia de un film holliwoodense. “Se aman, se casan, para amarse mejor, con mayor comodidad, él se va a la guerra, muere en la guerra, ella llora, de emoción, por haber amado, por seguir amando, por haberlo perdido, jop, se casa de nuevo, para amar de nuevo, con mayor comodidad todavía, se aman, uno ama todas las veces que haga falta, que haga falta para ser feliz, vuelve, el otro vuelve, no murió en la guerra después de todo, ella va a la estación, él muere en el tren, de emoción, ante la idea de reencontrarse, ella llora, llora de nuevo, de emoción de nuevo, por haberlo perdido de nuevo, jop, vuelve a casa, está muerto, el otro está muerto, la suegra lo baja, se ahorcó, de emoción, ante la idea de perderla, ella llora, llora más fuerte, de emoción, por haberlo amado, por haberlo perdido, es toda una historia…” (p. 145-6).
Pero entonces, ¿dónde esta la guerra -en estas novelas escritas poco después de la guerra? Está en la vida de Molloy adentro de una caja en el jardín de Lousse, una vida parecida a la que debe haber tenido el perro de su dueña, uno supone, antes de que Molloy lo atropellara con su bicicleta: “ahí adentro hay que tener cuidado, hacerse preguntas, por ejemplo si uno sigue vivo, y si no cuándo dejó de estarlo, y si sí cuánto más va a durar todo esto, cualquier cosa para evitar perder el hilo del sueño. Yo me hacía preguntas con mucho gusto, una después de otra, para contemplarlas nomás. No, con mucho gusto no, con un objetivo puntual, hacerme creer que seguía ahí. Y sin embargo no significaba nada para mí seguir ahí. Llamaba a eso reflexionar” (p. 53). Quizás esto a lo que Molloy llama “reflexionar” es lo que el propio Beckett haría mientras narraba la historia de un sirviente aislado en una estúpida mansión, es decir, mientras escribía Watt, refugiado de la Gestapo en Francia.
¿Y Adorno? Las referencias de Adorno a Beckett son numerosas, pero rescatemos aquí sólo algunas. Adorno escribió un conocido ensayo sobre Final de partida. Ensayo que Beckett, como acostumbraba hacer con cualquier interpretación de cualquiera de sus obras, impugnó inmediatamente.8 Beckett ya había cerrado su Watt con la intimidante advertencia de que “no se vean símbolos donde no los hay” (p. 306). Pero sea como sea, antes de morir, Adorno había previsto escribir un nuevo ensayo sobre El innombrable (que nunca escribió) y dedicar a su autor nada menos que su Teoría estética (que se publicó póstumamente, sin dedicatoria alguna). Adorno insistía porque “entre la negatividad del contenido metafísico y el oscurecimiento del contenido estético hay relación, no identidad”. Reivindicaba ese rechazo de Beckett a la interpretación: “la negativa de Beckett a interpretar sus obras, unida a la conciencia extrema de las técnicas, de las implicaciones de los materiales, del material lingüístico, no es una aversión meramente subjetiva: con el incremento de la reflexión y mediante su fuerza incrementada, se oscurece el contenido en sí mismo.” Aunque a continuación señalaba que esto no nos dispensaba de la crítica: “por supuesto, esto no nos exonera objetivamente de la interpretación, como si no hubiera nada que interpretar; contentarse con eso es la confusión que hace que se hable de lo absurdo”.9
Los dos registros ya están debidamente demarcados: por una parte, la escritura de Beckett; por la otra, su interpretación por Adorno. Y, sin embargo, esta no es la última palabra. ¿No hay, además, una suerte de “afinidad electiva” entre la desintegración del sentido de estas novelas de Becket y la dialéctica negativa de Adorno? En estas pocas páginas no puedo responder a esta pregunta: que quede como una invitación a seguir pensando. “Si no podemos suprimir el lenguaje, tampoco podemos perder la oportunidad de saber de qué sirva desacreditarlo. ¡Cavar un agujero tras otro, hasta que se empiece a vislumbrar lo que hay detrás, sea algo o nada!; no concibo tarea más elevada para el escritor contemporáneo”.10
Notas:
1 S. Beckett: Molloy, Malone muere y El innombrable, Buenos Aires, Godot, 2020 las dos primeras y 2016 la última.
2 S. Beckett: Murphy, Barcelona, Lumen, 1970 (Lumen había publicado las cinco novelas en español entre mediados de los sesenta y mediados de los setenta, pero Murphy es la única que no volvió a publicarse recientemente en español). S. Beckett: Watt, Buenos Aires, El hilo de Ariadna, 2016 (otra impecable edición, por cierto, de otra editorial independiente).
3 Ver la entrevista a Víctor Malumián y Hernán López Winne, directores de la editorial, aparecida en Infobae el 10/8/18.
4 S. Beckett: Molloy, Paris, Minuit, 1951, p. 75.
5 S. Beckett: Molloy, Barcelona, Lumen, 1969, p. 70.
6 T. Eagleton (Esperanza sin optimismo, Buenos Aires, Paidós, 2016, p. 187-8) vincula con razón este empeño en seguir hablando o escribiendo en medio de la desintegración con la esperanza.
7 S. Beckett: El innombrable, ed. cit., p. 21. O simplemente el “fallor, ergo sum!” de “Whoroscope” (en S. Beckett: Obra poética completa, Madrid, Hiperión, 2000, p. 47).
8 El ensayo de Th. W. Adorno es “Intento de entender Fin de partida”, en Obra Completa 11. Notas sobre Literatura, Madrid, Akal, 2003. La anécdota está en J. Knowlson: Damned to fame. The life of Samuel Beckett, New York, Simon and Schuster, 1996, p. 478.
9 Th. W. Adorno: Teoría estética, en Obra completa 7. Teoría estética, Madrid, Akal, 2004, p. 41 (véase asimismo p. 166).
10 S. Beckett: “La garganta del silencio. Una carta alemana de Samuel Beckett”, en Utopías. Revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM 6, México, 1990, p. 83
Samuel Beckett