Theodor W. Adorno
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Prosigo sintetizando aquello que, espero, hemos logrado sobre una teoría de la libertad –o, dicho en forma más sencilla, sobre el problema de la libertad– a partir de las reflexiones filosófico-históricas que antes planteé. Y quisiera, en relación con esto, recordarles, en primer lugar, que hemos definido la libertad como el hecho de salir o abrirse un camino para salir del hechizo; si así lo quieren, pues, como una tendencia más que como un hecho, de la clase que sea. Es posible formular esto diciendo que la libertad, como una determinación positiva, no existe en absoluto; que no existe algo así como la libertad en sentido más estricto; sino que la libertad es algo que primero hay que producir o que tiene que producirse a sí mismo.
Las dificultades de la teoría kantiana de la libertad, que, como ustedes saben, está ligada a una antinomia, y que nunca se enajenó totalmente de este carácter antinómico, proceden de que Kant ha visto o sugerido que, por un lado, “libertad” es el único concepto posible de humanidad; pero que, por otro lado, la libertad no puede ser tratada como algo dado de antemano, como un factum. Pero si ella permanece solo en el reino de la idea, sin que pueda avizorarse o determinarse la posibilidad de su realización, este concepto de libertad se convierte en algo totalmente vago y quimérico. Y todos los infinitos esfuerzos que se tomó Kant con el concepto de libertad proceden, en última instancia, de que sin este concepto de libertad, dicho sencillamente, las cosas no funcionan. Esto quiere decir que, sin este concepto de libertad, no puede ser en absoluto pensada algo así como una convivencia, una convivencia pacífica entre los hombres; pero que, por otro lado, justamente esa libertad misma no puede ser encontrada como algo dado en el reino de la facticidad.
Si uno quiere remontar, de manera paradójica, a lo empírico, a lo fáctico, los esfuerzos sumamente obstinados de Kant para purificar la libertad, como fundamento de la ética, de todo lo empírico, este elemento fáctico realmente sería un no ser, una carencia; justamente la experiencia de que, en el entero ámbito de la experiencia histórica y natural, tal como está a disposición de nosotros hasta ahora, aún no se ha realizado la libertad. Y todas las dificultades de la teoría kantiana de la libertad tienen como base, por un lado, el hecho de respetar este no ser de la libertad; pero, por el otro, como las cosas no funcionan sin ella, el hecho de no negarla; y, finalmente, producir algo así como una mediación entre el no ser de la libertad y el hecho de encontrarse remitido a ella; con lo cual Kant ha llevado el problema de esta mediación justamente a condiciones antinómicas y aporéticas que van mucho más allá de las que se tratan en la tercera antinomia de la Crítica de la razón pura, que, por lo demás, proporciona incluso la base para toda la teoría kantiana de la libertad y para toda la ética kantiana.
A aquellos de ustedes que aún no están familiarizados con estas cuestiones quisiera simplemente pedirles, ante todo, que consideren con mucho detalle toda la tercera antinomia de la “Dialéctica trascendental” de la Crítica de la razón pura, tesis y antítesis con las notas y todo lo que corresponde a ello. Pues no puedo exponerles aquí esos textos y, en lo que sigue, tengo que presuponer que los conocen en todos los detalles.
Además, nuestras consideraciones sobre filosofía de la historia –y con esto ya nos alejamos, por cierto, bastante de Kant– dieron como resultado que la libertad no puede comprenderse como algo meramente individual. Sin duda, la libertad, o también su ausencia, en la experiencia de sí que tiene el individuo, tal como se presenta hoy dicha experiencia, aparecen principalmente como una cualidad del individuo, como una cualidad individual. Pero hay que tener presente que esa representación de la libertad como una cualidad solo individual es ya una abstracción respecto de los contextos en los que estamos como individuos vivos y sociales; y sin esos contextos, fuera de esos contextos, la libertad no tiene ningún sentido. Ella debe ser definida siempre solo como libertad en y, dado el caso, respecto de tales contextos.
Esto puede expresarse quizás diciendo que no existe libertad individual sin libertad del género, sin el género social; diciendo que el concepto de libertad del individuo, en la medida en que permanece particular, es en sí mismo imperfecto e incompleto, en la medida en que presupone la no libertad de otros seres humanos; una definición, por lo demás, que el propio Kant ha formulado de manera muy similar en reiteradas ocasiones, tal como lo expongo ante ustedes tomando cierta distancia respecto de la formulación kantiana.
Podrían ustedes decir incluso: existen también, de todos modos, dentro de una sociedad no libre, individuos libres. Dejo en suspenso hasta qué punto funciona esto con la libertad. Por ejemplo, en mi juventud me he sorprendido ya de cuán poco han hecho uso, en el fondo, de su riqueza las personas muy ricas que conocí; es decir, cuán pocas cosas se procuraron, con su riqueza, de las que uno se imagina que les permite la riqueza. Y con bastante rapidez me he topado con que, por ejemplo, aquí, a la libertad individual le pertenece algo así como la disciplina de clase; esto significa, pues, que si también las personas muy ricas hacen, de su dinero, un uso que no se armoniza con determinadas representaciones, muy restrictivas, sobre aquello que prescribe la sociedad burguesa como un todo; que, pues, ellas caen en un ostracismo que resulta muy poco conciliable con lo que, en lo demás, constituye su posición social. Incluso la libertad de aquellos que, aparentemente, son muy independientes de las condiciones externas se encuentra, en una medida difícil de imaginarse, meramente en los papeles; y mucho más aún si uno tiene presente que, en general, justamente los seres humanos materialmente más independientes que existen y que, naturalmente, constituyen una porción relativamente exigua de la población global, son en una medida tal función de su propia propiedad que ya a raíz de ello no alcanzan aquella libertad. Les recuerdo, por ejemplo, todos los tipos, los caracteres sociales como Rockefeller, que están tan marcados por su ética económica puritana que incluso cuando disponen de miles de millones, en realidad no tienen más de esto que el hecho de que, como seres humanos ancestrales, a cualquiera que se les cruza lo honran dándole, como regalo, un cent, es decir, una moneda de diez peniques. Esto caracterizaría, pues, la limitación de la libertad también para aquellos que, de acuerdo con sus condiciones económicas, son los más libres en una sociedad que no lo es.
Pero, por otro lado, las cosas son de tal modo que, dentro de un todo no libre, también la excepción de la libertad de algunos individuos es esencialmente privativa; esto quiere decir que esta consiste, esencialmente, en la apropiación a costa de otros en un tipo determinado de superioridad en la cual, realmente, la libertad de otros siempre es violada ya a priori; una superioridad que, a través de ello, contradice ya el sentido de la libertad en sí mismo. Si se quisiera conectar aquí el problema sociológico de la gran burguesía con el problema de la libertad, podría decirse que la así llamada libertad y superioridad de la gran burguesía siempre están distorsionadas por el “Me llevaré esto”; que la distinción siempre tiene algo de ese “Pues bien, no somos personas comunes; no tenemos preocupaciones mezquinas, nosotros somos personas activas”; y justamente a través de esto también estos seres humanos, por su parte, se convierten a su vez en agentes del proceso social en el que están insertos, y se convierten en la antítesis de su propia libertad.
Pero, por otro lado, sería a su vez totalmente errado… –y creo que hay que decirlo, ante todo, en vista de las transformaciones sumamente singulares que han experimentado en el Este todas esas categorías de las que acabamos de hablar–; por otro lado, habría que agregar que no puede hablarse de una libertad del género o de una libertad de la sociedad si esa libertad no se realiza como libertad de los individuos dentro de la sociedad. El individuo es, en cierta medida, la piedra de toque de la libertad. Y si solo se mantiene una relación con la libertad del todo o de la sociedad y, a través de esa relación, se consolida la no libertad de los individuos, entonces puede seguramente ser que aquí tampoco estén bien las cosas con la libertad social, con la libertad objetiva; y que aquí justamente se ha convertido la libertad, en realidad, en la ideología en la cual se ha convertido (como intenté desarrollar ante ustedes) en casi en todo el mundo; no dudaría en decir: en todo el mundo, en una medida tal que a uno le resulta difícil simplemente emplear el concepto de libertad sin avergonzarse. Tendremos aún la oportunidad de ocuparnos del fenómeno, estrechamente relacionado con esto, de cómo la idea de libertad y el concepto de libertad comienzan a desaparecer cada vez más del horizonte espiritual de los seres humanos; de cómo, realmente, ya se torna uno culpable de emplear una manera de hablar arcaica o profesoral cuando habla en general acerca de la libertad. Y daremos cuentas también acerca de lo que puede hacerse para contrarrestar esa tendencia.
A partir de aquello que comentamos sobre el concepto de libertad, ha surgido que es una categoría totalmente histórica; que no es posible formular y estipular, pues, un concepto de libertad de una vez por todas, como lo ha hecho casi siempre la filosofía a fin de confrontar, entonces, con ese concepto invariante de libertad los fenómenos históricos mutables. Hice referencia al ejemplo más simple de que, en la sociedad total –no quiero hablar en absoluto de la sociedad esclavista–, el concepto de libertad se ha convertido en privilegio de algunos seres humanos, pero que esa formulación de la propia libertad, como concepto de libertad respecto de la coacción interna y externa, ha tenido en sí misma un poder tal que nunca fue posible limitarla, en la teoría, a algunos pocos; pero que ahora, a través de la socialización así consumada del concepto de libertad, los seres humanos tomaron conciencia de que pueden también codeterminar esencialmente, en el plano de los contenidos, su propio destino participando en los asuntos públicos. Y, a través de ello, el concepto de libertad en el que pensamos como el más próximo, es decir, el concepto de libertad política, asumiría un aspecto totalmente diferente.
La estructura de tales conceptos puede quizás caracterizarse así: en ellos persiste un núcleo idéntico que, sin embargo, a la vez se transforma continuamente; y es erróneo, uno arriba a construcciones erróneas en el instante en que se abstrae este núcleo idéntico de la heterogeneidad de la transformación y se lo retiene como algo universal, inmutable; pero sería igualmente erróneo intentar disolver de manera simplemente historicista este núcleo idéntico en un cambio carente de límites; el problema de una filosofía de la historia de la libertad –y, por lo demás, de todas las categorías semejantes, que son hasta lo más íntimo históricas–, la tarea de una filosofía de la historia tal debe ser preservar la identidad, lo que persiste en estas categorías justamente en su transformación, y no contraponerla a esta transformación de manera aislada como algo que persiste abstractamente.
Pero con esto formulo, en verdad, algo distinto del principio que guía en verdad el pensamiento dialéctico. Finalmente habría que decir que no hay que entender por libertad –como parece plausible ante la formulación de que ella aún no existe– una idea universal meramente abstracta que flota en algún lugar, inalienable, por encima de los seres humanos, quienes tratan de aferrar esa idea sin que puedan saltar lo bastante alto para atraparla. En cambio, es posible hablar de manera realmente sensata acerca de la libertad porque la posibilidad de alcanzarla está dada, es concreta: porque la libertad debe ser realizada; y casi quisiera pensar, en oposición a toda la tradición dialéctica de Hegel y de Marx, que habría sido siempre posible, que habría sido posible a cada instante.
Les he indicado, por cierto, de varias formas que la posibilidad de la libertad crece dentro de la propia no libertad; que ella es algo en devenir; y no quisiera revocar esto. Pero quiero al menos implantar en ustedes la duda de que de esto tenga su razón de ser, como lo aprendemos cuando estudiamos a Hegel o Marx y escuchamos que la rebelión de Espartaco en la antigua Roma, o el movimiento de los campesinos en Alemania, o la insurrección de Babeuf en la época del Directorio en Francia no habrían dado resultado porque las condiciones históricas aún no estaban tan avanzadas. Siempre se decide post festum, siempre se juzga solo con posterioridad si las condiciones históricas están tan desarrolladas para permitir algo. Y es muy difícil decir si, dentro de la estructura infinitamente inabarcable y, en muchos aspectos, irracional de la historia las cosas no habrían podido alguna vez ocurrir realmente de otro modo, y si la historia realmente habría podido salir de la inmundicia.
Yo mismo creo haber experimentado, en mi juventud, un instante en el que eso estuvo muy cerca. Y por ello no estoy realmente tan convencido de aquella teoría dialéctica que he expuesto ante ustedes como el deber lo exige; y quisiera en todo caso colocar al menos como un signo de interrogación en aquello que tuve que enseñar, por así decirlo, a partir de la tradición de la que procedo; aunque, naturalmente, eso no ha ocurrido hasta ahora y a la filosofía de la historia, como se sabe, siempre le resulta más fácil colocarse del lado de los batallones más fuertes que del lado de los más débiles. Esta es la pregunta en la mayor medida especulativa por si habría sido o no posible; pregunta que probablemente no se puede decidir de manera concluyente.
Solo quisiera advertirlos para que no tomen, por así decirlo, automáticamente el punto de vista de los vencedores; para que no repitan lo que se le cuenta siempre a uno, es decir, que cuando los movimientos liberadores sucumben, ello se debe a que eso aún no era posible.
Hegel, sin duda, ha maldecido la posibilidad abstracta, y también lo ha hecho Marx; pero existe también una imposibilidad abstracta: la imposibilidad abstracta post festum, que quiere imponerle a uno, desde puntos de vista totalmente generales, que solo el fracaso demuestra que eso no era posible; y esta conclusión no es suficiente por sí sola.
Todo esto vale, pues, más para el uso de estas categorías que para lo que se podría juzgar, de manera positiva y convincente, sobre si habría sido o no posible. En todo caso, el concepto de libertad no podría salvarse de otra manera; es decir, como algo interior a los seres humanos que estos no pueden perder, tal como intentan hacerlo los existencialistas franceses; ante todo, Jean-Paul Sartre. De lo contrario, la libertad no solo se vuelve indefinida sino que incluso, como me parece que ocurre de hecho con Sartre en gran medida, se torna una mera ilusión.
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La posibilidad concreta de realización de la libertad –y esto lo considero muy esencial– debe buscarse hoy en la determinación del lugar de la libertad; en las fuerzas productivas, en el estado de las fuerzas productivas, en el estado de las capacidades humanas y en el estado de la técnica, en la que estas capacidades humanas se han prolongado y se han multiplicado desde la perspectiva de la producción material. No debe ser buscada dentro de las relaciones de producción, a las que es atribuida por una consideración superficial. Cuando se dice, pues, que la libertad debe ser realizada hoy, aquí y ahora, o dentro de cien años, esto no significa que esa realización consiste en que hoy sea posible enviar a todos los seres humanos a mejores escuelas y que todos los seres humanos tengan el dinero suficiente para comprarse una heladera e ir al cine, lo que, seguramente, solo contribuye a su no libertad y no a su libertad. Sino que el potencial de la libertad se encuentra en un lugar totalmente diferente, a saber: en que el estado de las fuerzas productivas hoy permitiría eliminar, en principio, las carencias en el mundo. En la medida en que la no libertad es necesaria; en la medida, pues, en que la propia no libertad puede ser justificada a partir de la constelación de la entera sociedad, solo puede hacerlo haciendo referencia a situaciones de carencia: es decir, a que, sin la presión que se ejerce sobre los seres humanos, estos no realizarían el trabajo para producir los medios de vida necesarios; y que ellos, sin la presión, no serían capaces ni tendrían la voluntad de resignarse a la carencia que de todos modos padecen.
Lo que se ha modificado hoy realmente respecto de eso, y frente a lo cual todo palabrerío acerca de una sociedad de consumo nivelada y otras cosas similares afecta realmente a meros epifenómenos dentro del mecanismo de distribución, lo que se ha modificado de manera central no es, digo, otra cosa que la circunstancia de que el estado de la técnica permitiría a tal punto la satisfacción de las necesidades humanas que de hecho y realmente ya no debería haber carencias. Si la carencia es de hecho y seriamente abolida o fuera abolida, entonces la represión, la opresión, sería superflua; y, a través de ello, se produciría espontáneamente un estado de libertad del que puede decirse fácilmente, en términos filosóficos, que no es un estado de libertad perfecta; pero un estado de libertad imperfecta vale siempre más que una no libertad perfecta y radical.
En una situación tal, en la que la carencia estaría abolida, todos los instrumentos de la propia opresión asumirían un carácter de superfluidad que probablemente no permitiría, a la larga, perpetuar los mecanismos de opresión. Y esto se realizaría, pues, hasta aquella no libertad de los seres humanos, hasta la así llamada adaptación de estos a la situación social; es decir: sin carencia, ya no necesitarían tampoco adaptarse.
Por otro lado, sin embargo, las cosas son de tal modo que los intereses de aquellos que sacan provecho de la represión se ven a tal punto amenazados por una evolución tal que tendencialmente quedan cada vez menos chances para mejoras reales de cara a esta posibilidad concreta de libertad. Y la proposición acerca del crecimiento de la no libertad en la libertad solo posee, como núcleo de experiencia filosófico, aquello que intenté de algún modo expresar ante ustedes con estas palabras: el hecho de que cuanto más se aproxima el reino de la libertad, cuanto más posible sería eliminar definitivamente la miseria y, con ella, la represión, tanto más radicalmente tienen que tomar en sus manos la represión aquellos que están interesados en perpetuarla.
Esto tal vez podría relacionarse inmediatamente con este momento que les he caracterizado aquí, mientras que es probable que aquel carácter de siempre igual del proceso histórico que intenté desarrollar ante ustedes a partir del concepto de hechizo llegaría al punto en el cual tales situaciones de carencia quedarían abolidas en serio –y no solo en la fachada; y esto significa: para todos los seres humanos, universalmente, a escala telúrica–.
Creo que, después de las reflexiones que he desarrollado, me concederán quizás que no intenté considerar la libertad more philosophico como “esencia” de los seres humanos individuales, sino que la considero como algo social. La no libertad, de acuerdo con aquello que desarrollé ante ustedes, se convierte cada vez más en función de un dominio superfluo que, en esa medida, se mantiene de manera irracional. Arribo, de esta manera, a una especie de salvación honorífica de una idea o de un fenómeno espiritual que, por lo demás, he tratado de manera muy crítica, e incluso combatido en esta lección, a saber: la equiparación idealista entre razón y libertad. Con total certeza, la libertad no se identifica inmediatamente con la razón; esta, en cuanto pensamiento, ante todo permanece en sí misma; y para que la razón se convierta en libertad, necesita justamente de aquello que denomino “lo que se añade” y sobre lo cual aún hablaré.
Pero, por otro lado, justamente allí, en la persistencia de la no libertad hoy en día, en, podría decirse, su no razón inmanente, hay una referencia, una apelación a la razón que en cierto sentido justifica la idea como razón producida –esta idea tal como la concibió el idealismo–. Por cierto, en un sentido totalmente diferente de aquel que aparece justificado en Hegel, donde incluso esa identidad de razón y libertad realmente es comprada al precio de la renuncia a la libertad individual real, de modo que aquel momento que denominé ante ustedes como el decisivo de la libertad, a saber: que los propios seres humanos reales e individuales también sean libres, es justamente sacrificado.
De esta manera, damas y caballeros, creo haber consumado la transición desde las reflexiones sobre filosofía de la historia a las referentes a la filosofía de la moral, que ahora quisiera comenzar con ustedes y que han de referirse específicamente al concepto de libertad. Ahora, en analogía con lo que hice en la serie de reflexiones sobre filosofía de la historia, no quisiera roturar con ustedes todo el campo de aquello que se considera problemática de la libertad, sino elegir aquí, a su vez, un canon a partir del cual podamos reconocer esas cosas –o, si ustedes quieren, un modelo–.
Aquellos de ustedes que asistieron a la conferencia de Bloch habrán notado que este, un pensador de orientación completamente antipositivista, ha empleado un concepto de modelo desarrollado por el positivismo; y yo mismo lo hice hace algún tiempo, por ejemplo, en Intervenciones. Quizás podría, en este punto, a modo de justificación del método que quiero emplear, decir al menos algunas palabras sobre este concepto de modelo. Se relaciona muy estrechamente con la crítica al sistema. Si uno cree, por un lado, que no puede ofrecer un sistema basado en la filosofía de la identidad, es decir, un sistema en el que de algún modo lo existente es deducido a partir de la conciencia, entonces se le impone el concepto de modelo: el análisis de un complejo problemático elegido, determinado o, si ustedes quieren, delimitado, de tal índole que, a partir de un complejo, se arroja luz sobre todos los momentos que, justamente porque no se quiere proporcionar un tal sistema omnicomprensivo, total, no es posible en absoluto tratar. Y debo decir –si me perdonan que recurra durante un segundo a las objetivaciones de lo que intento pensar de este modo– que este carácter de modelo está realmente siempre presente en mí en el sentido de que intento tomar conciencia de fenómenos específicos de tal modo que, a partir de estos, se arroje cierta luz sobre el todo; no solo sobre aquello que, en cada caso, se trata contingentemente, sino también sobre aquello que, por razones categoriales, no puede ser abordado temáticamente por una filosofía consciente, de manera tal, acerca de su carácter de fragmento.
Si, por un lado, se trata de un pensamiento que no procede al modo de la filosofía de la identidad; que define sus conceptos solo en virtud de la constelación en la que ellos adquieren su valor posicional específico, entonces rige de manera inevitable, necesaria, para un pensamiento dialéctico el hecho de que ellos no solo conciernen al fenómeno al que hacen referencia, sino que remiten más allá de sí mismos. Como la constelación es siempre una de fenómenos individuales, por otro lado, solo a partir de la constelación se arroja luz sobre el fenómeno individual. Y, por cierto, quisiera agregar, la fuerza iluminadora de tales modelos y categorías modélicas actúa, en general, tanto más poderosamente cuanto más intensamente se sumerge uno en los detalles de los fenómenos individuales.
Aquellos de ustedes que participan del seminario de sociología que sigue ahora a continuación de esta lección, habrán notado quizás, si puedo volver sobre esto, que a partir de los protocolos individuales sobre determinadas situaciones sociales que hemos seleccionado, los más detallados y precisos han demostrado ser siempre los más productivos para la comprensión social; es decir, han sido los que en mayor medida han señalado más allá de su pura individualidad. Existe, pues, entre las constelaciones por un lado, y lo micrológico por el otro, una suerte de interacción. Si quieren ver detrás del telón de fondo de lo que les expongo, les ayudará quizás tener en claro que se trata del principio metodológico de una tal interacción entre constelación y modelo.
Ahora querrán saber cuál es el modelo en torno al cual centro las consideraciones sobre la libertad. Este modelo es, pues, el libre albedrío: el problema del libre albedrío, ante todo, de manera muy simple, en el sentido sencillo, precientífico de si los seres humanos son libres en sus decisiones y, por cierto, si son libres desde su propia interioridad o si se encuentran determinados.
La determinación externa es dejada allí, en principio, fuera de consideración porque, en concordancia con la teoría filosófica transmitida desde Locke, la fuerza interna o la libertad de decisión ha de ser independiente de la presión externa. Y será justamente una de las tareas que me planteo en esta lección criticar y, por cierto, criticar inmanentemente si la construcción monadológica del libre albedrío –y toda teoría acerca del libre albedrío o también de la ausencia de libre albedrío aparece en principio en términos monadológicos como una teoría sobre lo subjetivo inmanente– se sostiene o no.
Esta separación entre interno y externo, como ustedes intuirán, naturalmente no se sostiene; pero me veré obligado a presentarles aquí también las mediaciones concretas de por qué esto no es posible. Quisiera, en relación con esto, decirles de inmediato que esta separación entre interno y externo de la que hablo ahora posee también un momento de esquematismo; es decir, la ciencia empírica hace tiempo ha mostrado, en la medida más amplia, que la presión externa continúa en el interior. El tema que se plantea, de esta manera, como un tema central de la teoría de la libertad, tal como la concebimos, es el tema de la introyección. Y desde el vamos llamo la atención de ustedes, con todo respeto, sobre el hecho de que, en las consideraciones que tendrán que soportar, el concepto de introyección de ningún modo se limitará a resplandecer con aquella dorada luz crepuscular por la que se ve nimbada, en general, en este país. No desconozco la enorme importancia de la introyección, sin la cual, por cierto, no habría podido ser concebida la libertad. Y solo se puede percibir completamente cuánto fundamento posee la introyección en una era y en una situación en las cuales la introyección se desvanece, tal como una serie de otras cosas igualmente importantes tanto para la sociedad como para el individuo. El sociólogo estadounidense David Riesman, en su investigación The Lonely Crowd, ha descripto el carácter externamente dirigido que ha disuelto, en la sociedad industrial desarrollada, al tipo inner-directed; mientras que este, sobre la base de los modos de comportamiento introyectados en la infancia, se tornaba capaz de una acción autónoma, el tipo dirigido desde afuera se orienta exclusivamente a partir de sus competidores y de los así llamados medios masivos.
Anteriormente, ya Horkheimer y yo habíamos desarrollado, en Dialéctica de la Ilustración, la dialéctica de introyección de la represión que es conveniente para el carácter burgués. Uno debe tener siempre en claro, por cierto, que en este propio concepto de introyección se encuentra decisivamente un elemento social, y que si absolutiza la introyección frente a este momento social de la introyección, si hace de ella una representación de la pura esencia humana en sí, uno cae insalvablemente en ideología.
Este texto (Lección 19, del 26 de enero de 1965) forma parte del libro Sobre la Teoría de la Historia y de la Libertad, 1964-1965, que recoge las lecciones dictadas por T. W. Adorno a mediados de los años sesenta. La edición en castellano fue realizada por Eterna Cadencia, con Prólogo de Mariana Dimópulos. Traducción de Miguel Vedda.