Massimo De Angelis

I — La pirámide es inútil, pero…

Cuando, en su discurso inaugural del 31.º  aniversario del levantamiento zapatista, el subcomandante Moisés afirma que “la pirámide es inútil”, habla desde la perspectiva de la reproducción de la vida. Sus palabras no son ingenuas, sino fruto de 30 años de lucha: de autogobierno, autonomía e invención territorial. Es la voz de alguien que ha visto la pirámide desde abajo, la ha combatido desde sus flancos y ahora reconoce su inutilidad desde arriba: desde la perspectiva de una vida en común ya gestada a través de la memoria, la resistencia y las nuevas formas de comunizar.

Sin embargo, si dijera lo mismo en una calle europea, me tacharían de loco: tan profundo es nuestro enredo en la turbulencia de la pirámide. La supervivencia misma nos ata a su ritmo; sus estructuras no son solo externas sino internas, y moldean nuestros juicios y deseos. Los gobiernos criminalizan cada vez más a quienes bloquean el flujo —ya sea por Palestina, por los trabajadores o por Gaia—, defendiendo así la incesante carrera de la pirámide.

La pirámide no es solo una jerarquía de riqueza o poder. Es la arquitectura de la dominación capitalista que configura la cooperación social. No se limita a estratificar, sino que organiza la vida misma en un sistema que preserva su propio dominio, da forma a la cooperación social en su sentido amplio y constituye lo común como condición de vida.

Por lo tanto, lo común es ambivalente: tanto el espacio de emancipación que declara la pirámide inútil como la cooperación social tal como la captura de la pirámide. Y es precisamente en esta ambivalencia que se desarrolla la lucha.

II — La pirámide como capas de la praxis del valor

Para comprender por qué la pirámide persiste —incluso mientras devora los fundamentos de la vida misma— debemos cambiar de perspectiva. Debemos dejar de verla simplemente como una jerarquía rígida de clases o privilegios, y reconocerla como un sistema en constante mutación en el que todos estamos enredados, aunque en diferentes grados: una maquinaria que captura, organiza y reutiliza las energías mismas de la vida para su propia reproducción, la reproducción del capital.

Desde el suelo ensangrentado de la continua acumulación primitiva hasta las prisiones algorítmicas de la red planetaria actual, la pirámide del capital busca organizar el pulso de la cooperación social en capas de dominios de la praxis de valor: estratificando, degradando y subordinando la vida misma a la reproducción incesante de la ganancia. Los antropólogos nos dicen que el valor es el significado que las personas otorgan a sus acciones, y que estas siempre ocurren en competencias de registros de valor predominantes. La Pirámide es, por lo tanto, una máquina social que, mediante sus operaciones, jerarquiza verticalmente los dominios sistémicos de estos registros de valor.

En la base se encuentra Gaia: Tierra viva, herida pero palpitante, presupuesto de vida y de toda praxis de producción de valores. Sobre él, el campo relacional de la vida: solidaridades humanas y no humanas, vínculos de cuidado y sustento. Arriba, el campo de los valores de uso: herramientas, servicios y conocimientos imaginados y elaborados para nutrir la vida. Estos, a su vez, son capturados por la maquinaria del valor de cambio: la riqueza vital reducida a mercancías, los ritmos vitales fracturados en equivalencias abstractas, la praxis social viva y encarnada reducida a una herramienta de enriquecimiento, todos los procesos vitales sujetos a las medidas capitalistas de las cosas. Y, por encima de todo, el campo de mando y dominación: una arquitectura brutal de control que dicta la acumulación a cualquier precio.

Cada capa dobla a la inferior: Gaia es minada, las relaciones mercantilizadas, las necesidades disciplinadas.

La pirámide no aplasta simplemente; se alimenta de las energías de la vida, capturándolas y pervirtiéndolas. Todo cambia en la cooperación social configurada por la pirámide, por lo que nada realmente sustancial cambia.

Pero la vida resiste. Cada acto de ayuda mutua, cada semilla plantada sin la lógica del mercado, resquebraja los cimientos del mando y la dominación. Estamos enredados en la pirámide, pero también somos Gaia murmurando en su interior, y somos la llamarada de la cooperación insurgente.

La lucha no es solo contra la explotación. Es por el renacimiento de lo común como un horizonte vivo e insurgente, tejido desde abajo.

III — Gaia

En la base de la pirámide, Gaia respira: no es un recurso pasivo, sino una red de vida autoorganizada. Es la matriz de toda cooperación social y el objetivo de la captura sistémica del capital.

La captura de Gaia por el capital no es un simple saqueo de la «naturaleza». Es un asalto organizado a las precondiciones materiales de la vida misma, una desviación sistémica de los flujos de energía autopoiética de Gaia hacia la reproducción de la ganancia. Mediante la extracción incesante y la imposición de su propia forma de metabolismo social, el capital secuestra las fuerzas vitales de la Tierra —su poder para tejer y mantener el orden— y las transforma en motores del caos, sembrando el colapso sobre cuerpos, tierras y ecosistemas, para poder seguir manteniendo su propio orden de dominación sobre las ruinas.

La conquista de Gaia es inseparable de la conquista del trabajo. Desde las minas hasta las fábricas inteligentes de la era digital, los flujos de energía y las vidas humanas se entrelazan bajo el mismo imperativo: acelerar la acumulación, externalizar los costos y desplazar las disfunciones.

La praxis humana se disciplina no solo a través de los salarios y los mercados, sino también a través del control fosilizado sobre los flujos metabólicos: la quema de bosques, el desarraigo de comunidades, la aceleración incesante del agotamiento social.

La reorientación es una necesidad política e incluso la termodinámica está de nuestra parte: para sostener la complejidad contra el colapso.

En el aliento de Gaia, las semillas de otro mundo aún se agitan. Pero exigen una praxis que recuerde:

Que no estamos fuera de Gaia, ni ella fuera de nosotros.

Que lo común no es un recurso, sino un horizonte vivo.

Que el imperio entrópico del capital puede y debe ser deshecho mediante cada acto de renovación relacional, sanación metabólica y comunización insurgente.

IV — Los Procomunes: La Vida en los Límites

En los temblorosos cimientos de la cooperación social, bajo las imponentes arquitecturas del mando, el intercambio y la producción industrial, y justo por encima del nivel de Gaia, late el nivel de los procomunes: la base relacional donde la vida insiste en vivir de otra manera.

Aquí, el aliento de Gaia se densifica en relaciones humanas: comidas compartidas, miradas, disputas, actos de cuidado y resistencia, la turbulenta y luminosa cotidianidad donde los valores relacionales se tejen no para la ganancia, ni como herramientas, sino para la vida misma.

Esta no es la vida de la abstracción, sino de la presencia; no es el ciclo mecánico de la producción, sino el tejido de vínculos, tensos y frágiles, pero esenciales.

Los procomunes son el terreno donde los valores relacionales se viven, se encarnan y se cuestionan; donde la proximidad, el sustento y la solidaridad emergen no como ideales, sino como formas necesarias de perdurar y prosperar juntos. Es la zona cero de la reproducción social: las arquitecturas vernáculas y cotidianas de confianza, cuidado, conflicto y reconocimiento mutuo que preceden, superan y a menudo resisten las lógicas del mercado y el Estado.

Y, sin embargo, lo procomún no se eleva por encima de la historia. Está saturado por las tensiones sistémicas del capitalismo: capturado, presionado, reconfigurado. Lo que Ivan Illich llamó lo vernáculo —esa dimensión de la vida arraigada en la autoproducción y los vínculos recíprocos— sobrevive, pero asediado: fragmentado por la mercantilización, comprimido por ritmos algorítmicos, atormentado por la presencia tóxica de los órdenes patriarcales, coloniales y capitalistas. Lo vernáculo, en su esencia, siempre fue el fundamento del hogar y el sustento: la trama cotidiana de la vida a través de habilidades compartidas, cuidado mutuo y proximidad a los medios de supervivencia.

El hogar, antaño estrechamente ligado al sustento y la proximidad compartidos —aunque rara vez libre de exclusiones y jerarquías—, ya ​​no es un refugio estable, sino una constelación cambiante y precaria, que se extiende por barrios, redes globales y plataformas, tejida con cuidado y vigilancia.

En este panorama, el sustento ya no es una simple cuestión de satisfacer necesidades. Es una praxis compleja: una lucha por mantener las condiciones corporales, emocionales y relacionales para la vida frente a un mundo que mide el valor únicamente a través de la circulación, la productividad y el crecimiento abstracto. Es un campo de tensión corporal donde la suficiencia —vivir bien dentro de los límites de Gaia— choca con el imperativo capitalista de acumulación sin fin.

Los procomunes producen sus propias formas de valor: relacional, afectivo, simbólico. Generan espacios vernáculos donde los ritmos de la presencia mutua desafían las cuantificaciones del capital.

Los procomunes no son una utopía ni un exterior puro. Es un nivel sistémico donde el valor oscila entre la captura y la autonomía. Recuperar los procomunes no es nostalgia: es cultivar un nuevo metabolismo de vida compartida dentro de los límites de Gaia: una política de proximidad, cuidado y regeneración.

V — El Nivel Meso: La Lucha por el Uso

El sustento requiere valores de uso. El nivel meso es el corazón palpitante de la cooperación social, donde cuerpos, conocimientos y energías convergen no solo para vivir, sino para crear, reparar y transformar el mundo material e inmaterial mutuamente.

Aquí, la utilidad es la estrella cardinal: el trabajo, la artesanía, el cuidado y el servicio buscan satisfacer las necesidades de la vida, aún no plenamente capturadas, aún no totalmente corrompidas. Este nivel es el terreno del valor de uso, un terreno texturizado por la pluralidad de prácticas que mantienen unido el mundo —hacer, enseñar, sanar, crecer—, pero ya eclipsado por las demandas de la pirámide superior.

Es en el nivel meso donde las necesidades concretas de la vida se traducen en bienes y servicios, y donde cada acto —desde construir un puente hasta entregar una comida— se tambalea entre dos horizontes: servir a la vida o servir al capital. En su máxima expresión, el nivel meso encarna la efectividad: el arte de crear lo necesario, con habilidad, sentido común y dignidad. La eficiencia también encierra un potencial liberador: la capacidad de minimizar el trabajo innecesario, de liberar tiempo y energía para la vida. Pero bajo el dominio del capital, la eficiencia muta: deja de ser una herramienta de liberación para convertirse en un instrumento de extracción de vida: una compulsión por hacer más con menos, más rápido, más barato, más vacío, hasta que lo creado ya no sustenta, sino que acelera el agotamiento, el desperdicio de seres humanos y el control.

Así, el nivel meso es un campo de batalla sobre el significado de qué es trabajo útil, qué es producto útil. Otra extensión del conflicto sobre la medida de las cosas. La artefactura, la agricultura, la salud, la educación, los cuidados, incluso la política: cada esfera está dividida: ¿nutrirá a los procomunes o alimentará el apetito de lucro y dominación del nivel meta? Incluso cuando las manos construyen para el sustento, la mano invisible del mercado tuerce las intenciones; Incluso cuando maestros y sanadores se esfuerzan por nutrir, un cálculo de productividad para obtener ganancias corroe su trabajo.

El lenguaje vernáculo del sustento —el arte tácito de cultivar alimentos, cuidar cuerpos, forjar solidaridad— persiste aquí, pero bajo asedio. El capital no se limita a explotar la mano de obra; captura la gramática misma de la utilidad, reescribiendo la relación entre necesidad y valor, de modo que ser útil se convierte, imperceptiblemente, en útil para la acumulación.

Así, en el nivel meso, todo acto de cooperación se encuentra en una encrucijada, donde la jerarquía de valores decide el camino a seguir: una granja puede fomentar la autonomía o reproducir la dependencia de la agroindustria. Una escuela puede despertar el pensamiento crítico o estandarizar la obediencia. Un hospital puede servir a la renovación de la vida o administrar la desechabilidad.

El nivel meso, por lo tanto, es un nivel sistémico de producción de valor de uso moldeado por fuerzas en pugna, entre los flujos regenerativos de Gaia, la búsqueda procomún de sustento afectivo y material y el hambre entrópica del capital. Luchar por el nivel meso es luchar por el significado del trabajo, del sustento, de la utilidad misma. Es negarse a que la medida de la vida se reduzca a la rentabilidad; es reivindicar la efectividad no como sirviente de la dominación, sino como gesto de cuidado, oficio de supervivencia, semillero de otro mundo. Es la batalla por lo que cuenta como vida.

VI — El metanivel: Capturando la medida de la vida

Por encima del nivel meso, el metanivel opera, no como un trono visible, sino como un entorno omnipresente. Es inmanente, se infiltra en las venas de la cooperación social, sometiendo el trabajo, el cuidado, el sustento e incluso el deseo mismo a la lógica incesante de la acumulación.

Aquí, las medidas de la vida se recodifican mediante el valor de cambio: el dinero genera dinero; la vida se somete a la expansión incesante de la circulación del capital.

La utilidad no se elimina, sino que se recodifica, se subordina: solo importa en la medida en que alimenta el apetito de expansión del capital. Los ámbitos de la producción, el cuidado y el significado se reconfiguran: escuelas, granjas, hospitales, hogares; todos reorientados en torno al mandato de la rentabilidad. A través de su mano invisible de flujos de inversión, finanzas especulativas y diseño de infraestructuras, el metanivel domina sin aparentar dominar. Recodifica la libertad misma: convierte la circulación, la competencia y la supervivencia en necesidades disfrazadas de opciones. Reescribe la gramática misma de la cooperación: transforma el cuidado en trabajo temporal, la solidaridad en lealtad del consumidor, el sustento en oportunidad especulativa y a Gaia en negocios sostenibles. Así, la libertad no se abolió, sino que se capturó, transformándose en un incansable motor de extracción.

Y así, se apodera de los ámbitos de la vida, no solo mediante la fuerza bruta, sino estructurando el entorno en el que la cooperación social se imagina, organiza y opera. La eficiencia, ese preciado arte de hacer más con menos, podría ser liberadora: liberar tiempo para la vida, el cuidado y la creación. Pero en las garras del capital, se convierte en un arma de extracción: una carrera sin fin, un hacha que corta más profundamente en los tejidos de los procomunes, exigiendo más con menos hasta que los cuerpos humanos y el cuerpo de la tierra se agotan.

A través de la superficie pulida de la racionalidad del mercado, el metanivel libra una guerra global contra el trabajo diario de mantener viva la vida. Arma los ámbitos vitales de la reproducción social (alimentación, cuidados, vivienda, salud, educación), convirtiéndolos en campos de batalla donde las comunidades se ven obligadas a competir por la supervivencia. Esta guerra no se libra en un mapa fijo. Las jerarquías entre estos ámbitos vitales cambian constantemente. En un lugar, los cuerpos son degradados para servir; en otro, se descartan como excedentes; en otro, la “buena vida” se reenvasa en un simulacro brillante: una coreografía de placeres plásticos que flotan sobre un mar de agotamiento y ansiedad. Las cadenas de cuidados se extienden a través de océanos, arrastrando a madres e hijas de un continente para cuidar a los abandonados en otro. Los barrios urbanos y las zonas rurales se ven alternativamente inundados de inversión o vaciados de vida, según las necesidades del capital.

Esta inestabilidad no es una disfunción, sino una táctica. Al reorganizar constantemente el valor de la vida a través de las geografías, el sistema desorganiza las solidaridades, fragmenta las resistencias y mantiene la extracción de energía vital, al mismo tiempo que acelera la entropía del mundo del que se alimenta. Así, la cooperación social se inclina: no hacia el florecimiento de la vida, sino hacia la reproducción incesante de la carrera de ratas: un movimiento frenético a través de espacios donde la supervivencia ya no está garantizada y donde la reproducción de la vida se sacrifica a la reproducción del capital.

Reconocer el metanivel es reconocer la captura sistémica de la vida por una lógica maquínica sin límites, que perseguirá la acumulación incluso hasta la ruina colectiva. Pero también es reconocer la necesidad sistémica de otra coherencia: una que reteje Gaia, los procomunes y el mesonivel en un contrasistema vivo, uno que se atreva a rechazar las medidas del capital, uno que se esfuerce por restaurar las bases de la vida contra la entropía capitalista. La pregunta no es si tal retejido es necesario. La pregunta es si podemos constituirlo, y cómo, antes de que las piras de la acumulación consuman el mundo mismo que hace posible la vida.

VII — El Meganivel: Pulsos de Dominación

En la cúspide de la pirámide, el meganivel no solo preside, sino que palpita.

No es un trono estático, sino un campo de batalla de fuerzas: un campo turbulento donde las fuerzas de mando se enfrentan tanto internamente —entre estados, corporaciones y élites que compiten por el control— como externamente —contra los levantamientos, las fracturas y las corrientes insurgentes que surgen desde abajo—.

Aquí, el mando capitalista no se sustenta en una arquitectura rígida, sino en sinfonías inestables de ajuste, desplazamiento y recalibración: un metabolismo de poder incesante. El meganivel no está aislado de la turbulencia subyacente: se ve constantemente sacudido por las rupturas metabólicas de Gaia, por las fuerzas insurgentes de los procomunes, por las fracturas y crisis de la reproducción social en los niveles meso y meta. Cada pulso del meganivel es un intento de absorber, desviar, desplazar o reimponer el orden sobre las inestabilidades que el propio capital genera incesantemente.

Periódicamente, estos pulsos se condensan en arquitecturas de orden global: hegemonías, sistemas de gobernanza, imperialismos: marcos transitorios para canalizar y disciplinar los vastos flujos de cooperación y vida. Sin embargo, ningún orden es permanente. Toda consolidación se deshilacha bajo el peso de sus contradicciones, y las estructuras visibles de mando flaquean y se fragmentan.

Lo que no flaquea, sin embargo, es el imperativo: el afán capitalista por imponer el orden sobre la cooperación social sobrevive a cada colapso. Muta ante las crisis, improvisa ante el colapso y busca nuevos instrumentos entre las ruinas.

El metapropósito es simple: garantizar que, pase lo que pase, pase lo que pase, la acumulación de capital siga moldeando los ritmos de la vida. La función del mando, en su esencia, es preservar la propia autorreproducción del capital: su autopoiesis. Autopoiesis —literalmente «autoproducción»— significa que el sistema no solo reacciona a las crisis, sino que se reorganiza a través de ellas, reconfigurando sus elementos para mantener su propia continuidad incluso mientras corroe el suelo bajo sus pies. Así, el sistema insufla entropía al mundo para que pueda seguir insuflando acumulación en su interior. La dominación a gran escala se sustenta no en la estabilidad, sino en la gestión de la inestabilidad que produce. Crisis, colapso, revuelta: no son anomalías, sino energías que deben redirigirse, fracturas que deben reincorporarse a la continuidad del gobierno.

Pero donde el capital busca reforzar el control, pueden latir ritmos alternativos de vida; donde el mando recalibra los umbrales, la vida puede traspasarlos con un procomún insurgente.

VIII — Hacia un Contraciclo Viviente

Hoy, la pirámide tiembla con crecientes fisuras. Los ritmos de acumulación se han vuelto arrítmicos, desestabilizados por la fiebre planetaria, la precariedad económica y el malestar social. La cúspide del capital —el meganivel de mando global— lucha por gestionar las crisis que él mismo ha creado, impulsando las contradicciones hacia adelante en el tiempo y hacia abajo en el espacio, devorando el mañana para sobrevivir al presente, queriendo normalizarnos al genocidio y la guerra.

Las fisuras que vemos hoy surgen del choque entre dos formas antagónicas de reproducción. Por un lado, la reproducción de la vida —arraigada en Gaia, los procomunes y los ámbitos cotidianos de cooperación social para el sustento a nivel meso— busca sostener cuerpos, comunidades y ecosistemas. Por otro lado, la reproducción del capital —impulsada por los meta y meganiveles— trabaja para capturar, fragmentar e instrumentalizar la vida para la expansión incesante del reino del valor de cambio por encima de todo lo demás.

La pirámide del capital mantiene su coherencia entretejiendo y jerarquizando estas diferentes formas de reproducción en un único sistema autopoiético: una jerarquía autorreproductora que adapta constantemente sus formas para preservar su dominio y que reorganiza constantemente la cooperación social para proteger el imperio del valor de cambio sobre la vida. Pero los sistemas autopoiéticos no dependen únicamente de la intención consciente; persisten gracias a su organización interna autorreferencial. El capitalismo, el patriarcado y el capitalismo racial se reproducen mediante estructuras autorreferenciales —jerarquías, normas y exclusiones— que persisten incluso cuando los actores individuales se resisten, adaptando la dominación a cada fractura y revuelta.

El cambio social, por lo tanto, consiste en construir organizaciones eficaces para reconfigurar la cooperación social desde diferentes perspectivas, donde Gaia, los procomunes y el nivel medio son mucho más importantes que el nivel meta y el nivel de mando. De hecho, el mando debe situarse en la base de la jerarquía, subordinado a la reproducción de la vida en lugar de situarse por encima de ella. Como aprendemos de los zapatistas, el mando no debe imponer desde arriba, sino servir desde abajo: un submando, encargado de facilitar las condiciones para el florecimiento colectivo en lugar de dictar su forma. Un mando basado no en la propiedad privada, sino en la no propiedad, el común.

En los preparativos para las celebraciones por los 31 años del levantamiento zapatista, una frase resonó con más fuerza que todas las demás: el común, un desafío radical al fundamento más profundo del capitalismo: la propiedad privada de los medios de vida. Tras el levantamiento de 1994, los zapatistas recuperaron vastas extensiones de tierra, abandonadas por los finqueros, los terratenientes que habían explotado a las comunidades indígenas durante generaciones. Sin embargo, estas tierras permanecieron suspendidas en un vacío legal, generando interminables disputas sobre quién podía reclamarlas legítimamente. Frente a esta lógica de posesión, el zapatismo propone algo completamente diferente: la no propiedad. Junto al trabajo individual y colectivo, ahora practican el trabajo común: tierras sin amos, que no pertenecen a nadie y por ende a todos; tierras que no se pueden vender, no se pueden comprar, solo se pueden trabajar y compartir. Sus frutos pertenecen a quienes los cuidan, no como mercancías, sino como sustento. Más radicalmente aún, estas tierras no están cerradas solo para los zapatistas. Están abiertas a compañeros, migrantes, refugiados, extranjeros, cualquiera que acepte respetar las asambleas y caminar por el camino del bien común. Pero este camino no es simple. Lo común no puede sobrevivir sin una ética colectiva que reemplace la jerarquía de la pirámide del capital, una que se construya no a través de decretos sino a través del trabajo áspero y luminoso de la práctica diaria de la comunalidad: una justicia nacida del diálogo y el consenso; un sistema de salud entendido como un derecho universal, no un producto del mercado; una educación enraizada en las necesidades de la gente, no en las fantasías de una nación homogeneizada; un sentido de que el bien común es el único camino real hacia el florecimiento individual y colectivo; un respeto, una dignidad que no se puede legislar, solo vivir.

Si bien lo común en Chiapas, como en muchos otros casos, surge de una historia y un territorio específicos, su resonancia va mucho más allá: se dirige a todos aquellos que, en todo el mundo, buscan desmantelar la pirámide desde abajo. Para desafiar la pirámide del capital, nuestra resistencia debe tejer una nueva forma de coherencia transversal a los múltiples espacios de cooperación social: un tapiz vivo de procomún y lucha, arraigado en los terrenos de la reproducción social: los campos donde late la energía de la renovación colectiva y donde pueden gestarse otras formas de cooperación social. Lo común, esta vez ya no como una simple condición de vida alienada, sino como un modo de producción diferente. Como nos recuerda el Subcomandante Moisés, la inutilidad de la pirámide se revela solo desde la perspectiva de la lucha: desde lo común que se resiste a la captura, desde la vida que rechaza la dominación. Declararlo inútil no es una ilusión, sino el primer acto de tejer otro futuro. Contra y más allá de la condición diferenciada pero común de nuestra alienación, lo común es una praxis por construir.


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