Una de las consecuencias de las modernas tecnologías de la comunicación es que no cuentan con un espacio externo en el que uno pueda descansar de ellas y recuperarse. El ciberespacio vuelve obsoleto el concepto clásico de “espacio de trabajo”. En un mundo en el que se espera de nosotros que podamos responder a un e-mail de trabajo casi a cualquier hora del día, el trabajo no se limita ya a un lugar o un horario.
No hay escape, y no sólo porque el trabajo se expande sin límites. Estos procesos comenzaron a colarse en la libido de manera que el estrangulamiento que provoca el exceso de las telecomunicaciones no se experimenta necesariamente como algo displacentero.
Sherry Turkle (en Alone Together: Why me expect more from technology and less from each other) afirma que muchos padres se estresan al tratar de responder sus e-mails y mensajes mientras intentan no dejar de prestarle atención a sus hijos, pero al mismo tiempo sienten una atracción magnética por sus tecnologías de la información que los ahogan. No pueden irse de vacaciones sin llevarse la oficina a cuestas. Su oficina está en su teléfono. Se quejan de que los jefes esperan de ellos que estén online continuamente, pero también admiten que su devoción hacia los dispositivos digitales excede con creces sus expectativas profesionales.
Algunas cosas que se hacen por el trabajo, tareas que se llevan a cabo durante las vacaciones o tarde a la noche, no son vividas simplemente como demandas poco razonables del jefe. Desde un punto de vista psicoanalítico, es fácil ver por qué estas demandas, incluso imposibles de cumplir, pueden libidinizarse: porque justamente una demanda de este tipo es la que asume la pulsión de acuerdo con el psicoanálisis. Según Jodi Dean (en Blog Theory: Feedback and capture in the circuits of drive) la compulsión por las comunicaciones digitales constituye una captura por parte de la pulsión tal como la entendieron Freud y Lacan: los individuos se encierran en círculos repetitivos con la conciencia de actuar sin ningún objetivo, pero sin poder oponer resistencia.
La circulación interminable de las comunicaciones digitales yace más allá del principio de placer: la necesidad insaciable de chequear los mensajes, los e-mails y las notificaciones de Facebook es compulsiva, parecida a la necesidad de rascarse una picadura, aún a sabiendas de que así la herida empeorará.
Este comportamiento, como todos los comportamientos compulsivos, sólo aumenta la insatisfacción. Si no encuentra nuevos mensajes en la bandeja de entrada, uno se siente decepcionado y vuelve a chequear más rápido. Pero si hay mensajes, también nos sentimos decepcionados, porque nunca son los suficientes. No hay techo para la cantidad de mensajes que a uno le gustaría recibir. Sherry Turkle ha hablado con personas que no pueden resistir la urgencia de enviar y leer mensajes de texto incluso cuando están manejando un vehículo. A riesgo de hacer una broma demasiado sofisticada, puede decirse que este es un perfecto ejemplo de la pulsión de muerte, que no se define por el deseo de morir, sino por encontrarse entre las garras de una compulsión tan poderosa que uno se vuelve indiferente a la misma muerte. Y lo que llama la atención, al mismo tiempo, es la banalidad del contenido de la pulsión. Nada que ver con una tragedia al estilo The Red Shoes, en la que la bailarina muere por el rapto sublime a que la lleva la danza. Hablamos de personas que se preparan para enfrentar la muerte por leer a tiempo un estado de 140 caracteres que saben de antemano que es perfectamente banal.
Mark Fisher, Realismo capitalista ¿No hay alternativa?, apéndice, “Las formas múltiples del estrés posfordista”.
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