Raoul Vaneigem
Llamado a la creación mundial de colectividades en lucha por una vida humana libre y auténtica
Hemos hecho del Hombre la vergüenza de la humanidad.
Desde la época más lejana hasta nuestros días, ninguna sociedad ha alcanzado el grado de indignidad y de abyección evidenciado por una civilización agro-mercantil que se considera, desde hace diez mil años, la Civilización por excelencia.
Es innegable que hemos heredado un instinto de depredación y un instinto de ayuda mutua. Ambos constituyen nuestra parte de animalidad residual. Pero mientras que la conciencia de una solidaridad fusional favorecía nuestra progresiva humanización, la agresividad depredadora desarrollaba en nosotros una tendencia a la autodestrucción. ¿Es tan difícil de comprender?
La aparición de una economía que sacrifica la vida al trabajo, al Poder, a la Ganancia marcó una ruptura con el igualitarismo y la evolución simbiótica de las civilizaciones pre-agrarias. La agricultura y la ganadería han privilegiado el instinto depredador a expensas de una pulsión de vida que nunca ha renunciado a restablecer su soberanía usurpada.
La apropiación, la competencia, la rivalidad se complacen exaltando a la «fiera civilizada» cuya sublimación espiritual sirve para legitimar sus empresas. Bajo su forma emblemática, el león sugiere así que es natural cazarlo y oprimir a las bestias. Lo que realmente se impone de este modo es la desnaturalización del ser humano. Buscaríamos en vano entre los carnívoros más despiadados una crueldad tan deliberada, una ferocidad tan inventiva como la que ejercen la Justicia, la Religión, la Ideología, el Imperio, el Estado, la Burocracia.
Hay que ver el rictus de los comerciantes de armas cuando sus productos gravados despedazan a mujeres, niños, hombres, bestias, bosques y paisajes. «En la guerra como en la guerra», ¿no es así? La Ganancia tiene el cinismo del hecho consumado. No nos oculta nada de esos restaurantes sin corazón1 donde damas-y-caballeros se atiborran mientras sus zapatos de lujo chorrean sangre y excrementos.
¿Por qué preocuparse cuando la opinión pública preformateada se alía al lado de uno u otro beligerante, como si se tratara de un partido de fútbol en el que se enfrentan Rusia, Ucrania, Israel, Palestina? Las apuestas están abiertas y los vítores de los espectadores ahogan los gritos de las multitudes masacradas.
Contentarnos con anatematizar una civilización abyecta no le impedirá perpetuarse mientras dejemos que las leyes de la rapacidad financiera orquesten nuestra desnaturalización, ritmen nuestras apatías, puntúen nuestras frustraciones desencadenando explosiones de un odio ciego y asesino. ¿Añadir el reproche al error? ¡Para qué! Eso solo serviría para reforzar un sentimiento de culpa personal que se exorciza culpando a los demás. El reflejo depredador nuevamente se beneficiaría con ello.
Las exhortaciones dirigidas a la mayoría caen bajo el golpe de un descrédito doble: por una parte, las consignas e incitaciones militantes ponen en marcha el viejo motor del Poder donde el radicalismo rápidamente obstaculiza la radicalidad de la experiencia vivida; por otra, lo que se elige difundir en el podio de las generalidades se diluye rápidamente en la mezcolanza de las ideas removidas de lo vivo, a menos que una lectora o un lector descubra ahí la oportunidad de entablar un diálogo íntimo consigo mismo. En otras palabras, a menos que ambos beban de la fuente de la conciencia humana que está en ellos.
Por eso, prefiero hablarle directamente al individuo autónomo y no a las masas. Porque este sabe muy bien que mi única intención es confiarle mi forma de ver, en un debate fraternal en el que no es necesario conocerse para reconocerse.
¿Qué mejor garantía del despertar de las conciencias que la ayuda mutua? No es casualidad que esta renazca espontáneamente a medida que la depredación deja de ocultar que se devora a sí misma y rentabiliza su autodestrucción.
La quiebra del tener propaga un aburrimiento peor que la muerte cuyo espectro amenaza sin cesar. Y entonces, el soplo de la vida restaura el ser. El sujeto se emancipa del objeto, se libera de la cosa, a la que lo reducía la cosificación. ¿Acaso no es esto lo que implica el adagio «el hombre y la mujer no son mercancías»? Que los hombres y las mujeres reivindiquen su parte de feminidad y su parte de masculinidad, respectivamente, no cambia en nada la lucha común que llevan en contra del sistema que los reduce a este estado. Bastará con ahorrarle a los niños los estragos de la educación depredadora para que su radicalidad espontánea se encargue de despertarlos a su destinée como seres humanos.
Nadie necesita profetas para darse cuenta de que lo que se avecina será: el triunfo del embrutecido al que la maza le sirve de pensamiento o la irrupción de una vida que recupera la conciencia de la soberanía que le corresponde ejercer a su humanidad.
La utilidad del fascismo y del antifascismo es que oculta la verdadera lucha final, la que, inseparablemente existencial y social, implica la erradicación de la depredación, la desaparición del Poder jerárquico, el fin de los que ladran órdenes.
El cinismo y la absurdidad lucrativa de las guerras, instigadas por las mafias estatales y globales, han terminado por cansar hasta al más obtuso de sus partidarios. La sucesión de enfrentamientos prácticamente intercambiables incita a la opinión «pública» a desertar poco a poco del tablero de ajedrez de los chanchullos geopolíticos.
Es aquí y ahora que la aparición de movimientos como el de mayo de 1968, el de los zapatistas, el de los chalecos amarillos y el de las combatientes y los combatientes de Rojava abre a la vida y a su conciencia un camino que el descarrilamiento histórico de la Civilización agro-mercantil había obstruido y conducido hacia la muerte.
No esperar nada no significa desesperar de todo. El retorno a la vida es una reacción violenta, natural y espontánea. Contiene la potencia de arruinar la desertificación de la Tierra de donde la ganancia extrae sus últimos recursos. El retorno a la vida, a su autenticidad, a su consciencia es nuestra verdadera forma de autodefensa inmunitaria. Dado que la desnaturalización obstaculiza esto en nombre de la Ganancia, ¿por qué no confiar en la naturaleza presente en nosotros y a nuestro alrededor para poner fin a una civilización odiosa? ¿Cómo? ¡No me hagan la pregunta a mí, hágansela a ustedes mismos, que navegan en todo momento entre el letargo y la revuelta!
Las señales de desasosiego y de júbilo se mezclan y se multiplican en todas partes. ¡Pero no se engañen! El rechazo airado de una guerra dirigida específicamente contra un país determinado —Palestina en este caso— va mucho más allá de un simple repudio. Expresa cada vez más claramente la execración de una guerra dirigida no solo contra la población de una región, sino contra el pueblo de todas las regiones del planeta Tierra. Pueblo que ha comprendido que vivir es un crimen para la codicia totalitaria. Es por eso que las nuevas insurrecciones globales forman parte de la autodefensa de lo vivo. En ellas se encarnan tanto la voluntad de abolir un universo de psicópatas que rentabilizan la muerte como la implementación de una nueva alianza con la naturaleza nutricia.
Esto fue la guerra de más, la gota que rebasó el vaso. No para los grupos estatales y supraestatales de cabildeo de armas, no para los productores de narco-neurolépticos, sino para cualquiera que no esté dispuesto a morir prematuramente uniéndose al partido de la servidumbre voluntaria y del «¡viva la muerte!»2.
El problema se desprende principalmente de la duda, de la desesperación, de las desilusiones con las que se encuentran los partidarios de la vida de generación en generación.
¿Acaso no es aberrante esperar lo que sea de las instancias gubernamentales que deciden por nosotros y nos acosan con sus decretos, a cuál más ridículamente engañoso que el anterior?
En el seno de la desolación de la época, al menos tenemos el placer de ver marchitarse ante nuestros ojos a los Dioses, esos impostores que, desde hace diez mil años, han usurpado la facultad de crear y de crearse, que la vida, en su loca fecundidad, había concedido propiamente a la especie humana.
Ha llegado el momento de retomar el curso de nuestra destinée. Ha llegado el momento de cambiar el mundo y de convertirnos en lo que queremos ser: no los propietarios de un universo estéril, sino los habitantes de una Tierra en la que cultivar la abundancia permitiría gozar libremente. ¡Basta de ese mundo al revés donde la ganancia se empobrece empobreciendo sus recursos! ¡Que la desaparición de las energías nocivas descontamine el agua, el aire, el suelo, la tierra, de manera que nuestra ingeniosidad creadora borre hasta el recuerdo de una desafortunada desviación de nuestra evolución!
En la intensidad de un deseo, el presente se despierta a la presencia de una vida que no se preocupa ni de ser medida ni de ser programada. La alegría de vivir nos inicia en el arte de armonizarnos, ya que porta en sí la facultad específicamente humana de crear y de crearse.
La apropiación del suelo y la ganadería habían implantado en las costumbres un gregarismo donde el individuo veía su inteligencia rebajada a la del ganado que tenía por función alimentar. Lo que hoy se esboza es un resurgimiento del individuo autónomo que se libera del individualismo y de su conciencia enajenada.
Nos encontramos en un punto de inflexión de la historia, en el que la elaboración de un estilo de vida reemplazará una supervivencia condenada al trabajo, una existencia dedicada a un confort de cuidados paliativos.
La toma de conciencia que emana de nuestras pulsiones vitales pone de manifiesto un conflicto incesante entre una perspectiva de vida y una perspectiva de muerte, entre la atracción de nuestros deseos, iluminados por nuestra inteligencia sensible, y el control que la inteligencia intelectual ejerce en su contra. Porque el bloqueo de nuestras emociones por lo que Wilhelm Reich llama coraza caracterológica obedece a los imperativos de una eficiencia mecánica a la cual está sujeto el cuerpo en el trabajo. Por lo tanto, si el gozo que emana de la gratuidad de lo vivo no tiene cabida en la codicia totalitaria, entonces, es evidente que restaurar la alegría de vivir, desarrollar la combatividad festiva, fortalecer la inocencia de lo vivo, que ignora igualmente a amos y esclavos, son armas que por su naturaleza pueden precipitar la ruina de la Ganancia.
Estamos en la vorágine de un combate apasionante. Señala el renacimiento de nuestra conciencia humana y expresa el resurgimiento de una dignidad que siempre ha estado en el corazón de nuestras tentativas de liberación, especialmente en el proyecto proletario de una sociedad sin clases. Hemos visto cómo el proletariado fue despojado de su proyecto por los mismos que se proclamaron sus defensores. Sería mejor considerar erradicar desde el comienzo toda forma de poder, ya sea la del alcalde, funcionario del Estado, o del militante, funcionario de la ideología y de la burocracia contestataria.
Entre los representantes autoproclamados del pueblo es fácil distinguir a los manipuladores que ambicionan reemplazar la autoridad del Estado por la suya.
¿Acaso no es una decisión saludable desear todo sin esperar nada? Con esto me refiero a entregarnos a nuestras pulsiones de vida no como si se tratara de una fatalidad, sino como una presencia creadora que tenemos la libertad de experimentar impidiendo que se atasquen, evitándoles una inversión mortífera, que genera plagas emocionales. Hemos subestimado la importancia de refinar la cólera para evitar la trampa de la urgencia, para no dejarnos arrastrar al terreno del enemigo, para no sucumbir a la militarización de la militancia. Pero, sobre todo, la distancia que implica el refinamiento de las emociones es un lugar propicio para que madure la creatividad. Favorece la puesta en marcha de una guerrilla que prescinde de recurrir a otras armas que aquellas que no matan y son inagotables.
Con la perspectiva de los siglos, se percibirá que un despertar de la conciencia ha reanimado una lucha, que la renovación de la ayuda mutua libera poco a poco de las brumas de la confusión.
A las generaciones futuras les resultará inconcebible que hayamos tardado tanto en darnos cuenta de que la vida había dotado al hombre y a la mujer de una facultad excepcional, sin la cual no habrían superado el estadio de la animalidad. En su ceguera experimental, nos ha brindado el privilegio de crear y recrear el mundo que nos rodea.
Las comunidades pre-agrarias evolucionaron en simbiosis con un entorno del cual obtenían su sustento. La aparición de la Civilización mercantil y de sus Ciudades-Estado marcó una ruptura con la naturaleza, que, de sujeto vivo, pasó a convertirse en objeto de explotación. Un sistema de gobierno autoritario se utilizó para ocultar la ayuda mutua creadora que había guiado, «desde Lucy a Lascaux», una evolución que los aduladores de la civilización mercantil son extremadamente reacios a descubrir hoy.
La noción de Destino prevaleció. Difundió un espíritu de sumisión, inculcó una ontología de la maldición, extendió el mito de una Caída irremediable, a la que debemos resignarnos, tal como obedecemos la arbitrariedad de un amo divinizado.
Lo que renace ahora en aquellos que aún aspiran a vivir es la sensación de haber sido engañados. A medida que el colapso del patriarcado termina de sepultar a los Dioses en las letrinas del pasado, nos enseña a descubrir una distinción fundamental entre Destino y destinée. El menosprecio de la vida, programado por la civilización mercantil, ha ocultado bajo el término Destino el principio activo que llamo destinée, que no es otra cosa que la facultad de crearse recreando el mundo.
El Destino pertenece a la Providencia, no se discute, invoca esa Fatalidad que aporta al servilismo un apreciable confort.
El Destino se sufre, la destinée se construye. No hay nada metafísico en esto. La atroz barbarie de nuestra historia nunca ha logrado sofocar la lucha visceral que muestra, de generación en generación, una voluntad de emancipación que es intemporal y al mismo tiempo está moldeada por las fluctuaciones económicas, políticas, psicológicas y sociales.
«Destino» y «destinée» plantean un problema porque se han convertido en sinónimos. Por eso sugiero mantener sus raíces francesas para mayor claridad.
La radicalidad de las luchas por la vida exige que la destinée humana reemplace el Destino, el Azar, la Providencia. Ella reflorece en medio de una no man’s land3 donde una civilización incontinente se vacía de su sustancia existencial mientras una civilización nueva lucha en los dolores del parto.
En los balbuceos de la autonomía, la potencia creadora de la mujer y del hombre —por más titubeante que sea— revela de repente que somos capaces de desarrollarnos sin amos, sin gurús, sin tutela. Si hemos tenido la oportunidad de comprender que nada atraía con más seguridad la desgracia que la costumbre de complacerse en su compañía, deberíamos estar de acuerdo en que, a la inversa, el gozo de la felicidad de vivir es igualmente contagioso y de una manera más agradable.
La determinación inquebrantable de cultivar al mismo tiempo nuestra vida y ese jardín que es nuestra tierra nutricia ofrece una ayuda infalible contra el miedo, el sentimiento de culpa, el sacrificio, el puritanismo, el trabajo, el poder, el dinero. Alimenta la lucha contra el espíritu mercantil que garantiza en todas partes la promoción de los valores antifísicos, los valores hostiles a la naturaleza.
La voluntad de autonomía individual es a la vez única y plural en la lucha por la emancipación del yo. Las preguntas en torno a la salud, al equilibrio, a la inmunidad, a la amistad, al amor, a los placeres, a la creatividad están en el corazón de la emancipación de la Tierra que las nuevas insurrecciones globales han iluminado. Lo que está en juego es igual en todas partes: alcanzar la libertad de los deseos creando una sociedad que procure armonizarlos.
En mi vida cotidiana, la autenticidad de lo vivido es la garantía natural de mis deseos. Su libertad excluye las libertades mercantiles; la libertad de explotar, de oprimir, de matar.
La libertad y la autenticidad constituyen para el individuo en busca de autonomía la paradoja de una clandestinidad abiertamente reivindicada.
El sermón de las buenas intenciones nunca ha sido tan insoportable como en el siglo XXI, donde la conciencia enajenada ya no enfunda sus guantes de terciopelo para poner a trabajar las palabras. Designa bajo el nombre de terrorista, de asesino, de psicópata o de forajido lo que, por desgracia, no es más que un estado de inhumanidad que el frenesí de la Ganancia a corto plazo agrava y acelera al ritmo de sus grandes obras rentables e inútiles.
Siempre he defendido el principio: libertad absoluta para todas las opiniones, prohibición absoluta para cualquier inhumanidad. En mi opinión, esta es la única manera de abordar la cuestión de las religiones y las ideologías. Tal opción nos libera de la hipocresía humanitaria con la que se adornan ridículamente tantas ideas y creencias. Ni siquiera tenemos que repetir que la libertad de pensamiento nunca ha sido más que una libertad mercantil.
No queremos juzgar la inhumanidad, queremos condenarla y desterrarla. No necesitamos explicaciones, ni justificaciones, ni circunstancias atenuantes. Venga de los barrios ricos o de los barrios pobres, del conservadurismo o del progresismo, NINGUNA INHUMANIDAD ES TOLERABLE. ¡Que quede claro y sin ambigüedades!
Haremos todo lo posible para erradicar de nuestras costumbres la propensión a matar, a herir, a violar, a maltratar, independientemente de las razones esgrimidas para explicar sus surgimientos y resurgimientos. Ya basta del tribunal universal donde sopesar, juzgar, excusar, condenar, castigar, amnistiar perpetúa los pataleos de la indignación impotente. La cólera justa seguirá siendo impotente mientras se arraigue en cada uno de nosotros ese «¡quítate que ahí te voy!», que condena a la jungla social y al reflejo depredador.
¡Ya basta de esta caricatura de existencia vulgarizada globalmente por el evangelismo narco-americano! El self-made man4 solo construye y propaga su propia muerte. ¡Ese es su precio orgullosamente exhibido!
¿No es en el individuo autónomo donde se afianza el gozo de no tener que rendir cuentas a nadie, de estar solo para desentrañar, debatir y, tarde o temprano, realizar alquímicamente una transformación de la monótona supervivencia que se estanca en él? ¿De operar la transmutación de una materia prima —condenada a pudrirse— en una vida plena y completa a la que siempre hemos aspirado como seres humanos? El arte de vivir desaprende el morir. Esa es la única lección a la que deseo aferrarme.
Gozar de mi autenticidad vivida, por más desordenada que sea, me libera de la obligación de desempeñar un rol, una obligación que impone el individualismo y el rebaño —el conglomerado gregario— que ignora al individuo y solo reconoce su forma enajenada. Me hace tomar conciencia del ridículo y patético deber de parecer, me libera de la dictadura de la apariencia, del espectáculo y del miedo a ser evaluado y juzgado constantemente. ¿Acaso la verdadera felicidad no consiste en volver a encontrar la inocencia de ser uno mismo, de no tener que justificarse, de desear según el corazón sin esperar nada según la mente?
Nos encaminamos hacia un nuevo Renacimiento, hacia un resurgimiento del Movimiento de las Luces. Nuestra vía lateral será la de una clandestinidad abiertamente reivindicada. El puño de la ganancia nos golpea por todas partes, ¡golpeemos en todas partes para desmembrarlo!
La clandestinidad comienza en nosotros en el «cuarto oscuro» donde estamos solos para debatir sobre lo que no queremos y lo que deseamos sin fin. Nos despierta para que tomemos conciencia de nuestras pulsiones de vida, de los gozos que la estimulan, de las contrariedades que la invierten y la transforman en pulsiones de muerte.
La paradoja de una clandestinidad abiertamente reivindicada está tan bien atestiguada por el anonimato de los chalecos amarillos como por el anonimato que cada individuo reclama cuando se refugia en el cuarto oscuro de sus deseos secretos. Ahí donde está solo para decidir si se une al sistema de depredación y al cálculo egoísta del individualismo o si elige dedicarse más bien a la transmutación de su supervivencia en una vida plena y completa.
En su obra Fuenteovejuna, el dramaturgo Lope de Vega pone en escena a los habitantes de un pueblo que, cansados de la crueldad de un gobernador inicuo, lo asesinan. Jueces y verdugos, encargados de descubrir al culpable, por más que plantean la pregunta a los aldeanos y las aldeanas, solo obtienen por respuesta el nombre del pueblo: Fuenteovejuna. Como la guerra cansa, se concede una amnistía general.
El anonimato que reivindican los individuos en lucha por su autonomía solidaria ofrece el ejemplo de un arma de vida. Federa la resistencia a la opresión. Así como la obstinación de los chalecos amarillos ya no necesita de chalecos para propagarse, asistimos a la presencia creciente de una vida que aspira a ser libre y no se preocupa ni de religiones, ni de ideologías, ni de política, ni de estructuras jerárquicas, estatales y globalistas. La vida ante todo es el fusil roto que rompe la cosficación y enseña a sabotear la transformación del ser en tener. Radicaliza el reformismo militante disuadiéndolo de permitir que el Poder que dice combatir se incruste en él.
Lo vivo lleva en sí la fertilidad del deseo. Ningún desierto se resistirá a su fecundidad. En nuestra intimidad se configura la decisión de rescindir el instante que pertenece al tiempo del desgaste, del trabajo, de la muerte y de privilegiar el momento y el deseo de vida que se manifiesta en los placeres de la autenticidad vivida. ¿Quieren la prueba en sentido contrario? Observen, mientras escribo esto, la formidable ola de nihilismo autodestructivo que sumerge a las sociedades corroídas por el cáncer de la rentabilidad.
Doy menos importancia a la adhesión de una gran mayoría que a la inteligencia de los individuos autónomos que es, por su voluntad de autenticidad, el antídoto del elitismo intelectual.
Lenta pero ineluctable, la transmutación de la perspectiva ilumina la renovación y el sitio donde se realiza la reunificación de lo existencial y lo social. El combate individual y el combate por una sociedad auténticamente humana son uno y el mismo.
La vida no necesita ni amos, ni cultos, ni partidos.
El gozo es la violencia pacífica de lo vivo que prolifera en nosotros y a nuestro alrededor. El gozo es la gratuidad que nos ha conferido una conciencia capaz de humanizar esa violencia.
¡Reconstruyamos la Tierra, hagamos de nuestros pueblos, de nuestros barrios, de nuestras regiones unos oasis que lo vivo vuelva inexpugnables!
Traducción de Sagrario da Saúde. Este artículo forma parte del libro: “Abrir lo imposible“, de Raoul Vaneigem, publicado en la colección Libros del Don, de Comunizar.
Notas:
1 Referencia a los Restos du Cœur o Restaurants du Cœur, que puede traducirse como Restaurantes del corazón. Es una organización caritativa fundada en Francia, en 1985, por iniciativa del comediante francés Coluche para distribuir alimentos y comidas preparadas a los más pobres de la sociedad. Todavía están en funcionamiento.
2 «¡Viva la muerte, muera la inteligencia!» fue el grito de las tropas fascistas de Franco durante el sitio de Madrid. Se trata de un lema acuñado por José Millán Astray, primer teniente coronel de la Legión española, durante un discurso de Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca, con motivo de la celebración del Día de la Hispanidad de 1936. Unamuno contestó al grito de Millán: «Venceréis, pero no convenceréis».
3 En inglés en el original. La expresión puede traducirse como «tierra de nadie».
4 En inglés en el original. La expresión puede traducirse como un «hombre que se hace a sí mismo» y corresponde a un arquetipo surgido en la cultura estadounidense para designar a aquellas personas cuyo éxito económico surge de un esfuerzo personal incensante. Corresponde a la figura del emprendedor.
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