(¿Qué libertad?)


Alberto Bonnet

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“En mis cuadernos de alumno / en mi pupitre y en los árboles / en la arena en la nieve / escribo tu nombre” (Paul Eluard).

Me emociona este poema de Eluard. Y yo también escribo su nombre: “libertad”. Aunque “¡viva la libertad, carajo!” sea el alarido con el que nuestro presidente Milei cierre cada uno de sus actos, no voy a renunciar nunca a escribir su nombre. Y tampoco tengo ninguna razón para dejar de escribirlo porque Milei dirija su alarido contra el Estado puesto que, también para mí, el Estado es por definición la negación de la libertad.

Sin embargo, cuando unos pandilleros, empoderados desde arriba por el triunfo de ese personaje en las elecciones, escribieron el pasado 5 de marzo la abreviatura de ese alarido suyo (V.L.L.C.) en la pared del departamento de una joven militante por los derechos humanos, departamento que esos pandilleros habían invadido del mismo modo en que los “grupos de tareas” de la última dictadura invadían las viviendas de quieres poco después pasarían a ser secuestrados y asesinados por ese mismo Estado del que hablábamos, el significado de ese alarido empezó a volverse mucho más complejo.

Volvamos entonces a un acontecimiento previo. A cinco días de asumir y como para ir amedrentando de antemano, la ministra de seguridad del gobierno de Milei dictó una norma que restringe el ejercicio del derecho constitucional a la protesta. El “Protocolo para el mantenimiento del orden público ante el corte de vías de circulación” (Res. 943/23, publicada en el Boletín Oficial el 15 de diciembre de 2023), conocido como “protocolo anti-piquete”, habilita a las fuerzas de seguridad a intervenir antes cortes de vías de circulación, sin orden judicial previa, para “despejarlas”. También las habilita a “identificar” a los líderes y las organizaciones que impulsen esos cortes mediante filmaciones, fotos y demás, a demandarlos por los costos de su operativo y por los daños resultantes a los patrimonios público y privados, a detener a esos líderes y a confeccionar un registro histórico de las organizaciones actuantes en ese tipo de cortes.

Agreguemos que, como la norma no define la figura del “corte”, habilita a que cualquier manifestación en las calles que interrumpa o dificulte la circulación, sea considerada por las fuerzas de seguridad como un “corte” y sea “despejada”.

Apenas cinco días después, el 20 de diciembre y en memoria de las jornadas históricas de diciembre de 2001, salimos a las calles a repudiar al gobierno de Milei en general y, en particular, a desafiar su protocolo anti-piquete. Y lo desafiamos ampliamente, puesto que las “vías de circulación” se vieron bastante ajenas a cualquier otra circulación que no fuera la nuestra en los alrededores de Plaza Congreso, a lo largo de la Avenida de Mayo, y luego en los alrededores de Plaza de Mayo, áreas del recorrido de la marcha. Y volvimos a desafiarlo, mucho más masivamente, durante la movilización que acompañó la huelga general de la CGT del 24 de enero, la manifestación de las mujeres y diversidades del 8 de marzo, la enorme marcha educativa del 24 de abril y, a menor escala, en incontables protestas de gremios, centros de estudiantes, asambleas barriales, cantando todos juntos “qué boludos, qué boludos, el protocolo, se lo meten en el culo”.

Pero este impasse no podía perpetuarse. La reciente movilización al Congreso del 12 de junio, contra la sesión del Senado que acabaría votando la llamada “Ley bases”, acabó en una represión generalizada mediante camiones hidrantes, gases lacrimógenos, balas de goma y bastonazos, que resultó en más de 600 heridos y 33 detenidos. ¿Se impuso aquel protocolo anti-piquetes? No exactamente, porque a los detenidos no se les imputó “corte de vías de circulación”, sino “acciones y conductas, en algún caso bajo posible forma organizada, tendientes a incitar la violencia colectiva en contra de las instituciones, a imponer sus ideas o combatir las ajenas por la fuerza o el temor, infundiendo un temor público y suscitando tumultos o desórdenes, a la vez de erigirse en un posible alzamiento en contra del orden constitucional y la vida democrática”. Esto según las palabras del Fiscal Federal Stornelli que avalaban su prisión preventiva. Entre otros cargos, el fiscal pretendía imputarles la violación del artículo 226 del Código Penal, “delito contra los Poderes Públicos y el Orden Constitucional”, es decir, intento de golpe de Estado. El fiscal avalaba su pedido con un mensajito de Milei en la red social X en el que “felicita a las Fuerzas de Seguridad por su excelente accionar reprimiendo a los grupos terroristas que con palos, piedras e incluso granadas intentaron perpetrar un golpe de Estado” y dos relatos periodísticos sobre sucesos de los diarios Clarín y La Nación.

El título completo de la ley que estaba votándose en el Congreso, mientras la policía reprimía salvajemente en las calles es, paradójicamente, “Ley bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos”. ¿De qué libertad estamos hablando? Veamos. Su título remeda “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”, el libro de 1852 en el que Alberdi fundamenta los lineamientos generales de la Constitución Nacional que redactaría al año siguiente. Nuestro nuevo Moisés, ya desde sus tiempos de campaña, padece de serios delirios refundacionales. Entre aquel libro de Alberdi y esta ley de Milei, apenas si puede trazarse cierta continuidad, en los términos de un liberalismo muy vagamente definido. Los 238 artículos de esa ley-ómnibus recién aprobada después de seis meses de gobierno (así como los 664 artículos que contenía en su versión original, que envió al Parlamento tras intentar imponerla por decreto) se concentran básicamente en reformas económicas o estrechamente vinculadas con la economía: privatizaciones y concesiones de empresas públicas, restricción de derechos laborales y sindicales, ataque a las jubilaciones, impuestos más regresivos, ventajas para los grandes inversores y delegación de poderes legislativos en el ejecutivo para que pueda seguir adelante en ese curso.

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Viva la libertad carajo

El presidente Javier Milei publicó en su cuenta personal de Instagram la imagen de una parada de colectivos de La Plata de la línea 273, en donde se puede observar el graffiti “Milei es Libertad”. El posteo está acompañado por la clásica arenga del actual Jefe de Estado “Viva la libertad carajo”. A los pocos minutos de su publicación, los usuarios de las redes sociales platenses advirtieron que la fotografía estaba editada y no tardaron mucho en darse cuenta que la verdadera pintada dice “Milei es hambre”.

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Pero no nos quedemos en estos abusos discursivos de Milei porque algo de cierto sigue habiendo, desgraciadamente, en sus afanes refundacionales. Volvamos mejor a su Alberdi, es decir, al liberalismo clásico, pero en su dimensión económica. Esto es, no a sus “Bases” de 1852, sino a su “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina, según su Constitución de 1853”, de 1854-58. Alberdi afirmaba allí que “asegurar una entera libertad al uso de las facultades productivas del hombre; no excluir de esa libertad a ninguno, lo que constituye la igualdad civil de todos los habitantes; proteger y asegurar a cada uno los resultados y frutos de su industria: he ahí toda la obra de la ley en la creación de la riqueza. Toda la gloria de Adam Smith, el Hornero de la verdadera economía, descansa en haber demostrado lo que otros habían sentido, que el trabajo libre es el principio vital de las riquezas. La libertad del trabajo, en este sentido, envuelve la de sus medios de acción, la tierra y el capital”. Así es. Smith situaba en el trabajo el origen de la riqueza y defendía la libertad y la igualdad de todos los participantes en la producción de dicha riqueza, es decir, de los propietarios de ese trabajo, del capital y de la tierra. Y argumentaba que el orden económico resultante de esa libertad e igualdad generalizadas redunda en la producción de la máxima riqueza posible, a partir de los recursos disponibles, en beneficio del conjunto de la sociedad, en su famoso argumento de la “mano invisible del mercado”. Pero alcanza con una lectura atenta de su argumento para advertir que otorga en los hechos, implícitamente, una posición privilegiada a una libertad específica de un agente igualmente específico: la libre decisión de los capitalistas en cuanto a la inversión de sus capitales. Esto es así por la sencilla razón de que el argumento en su conjunto versa sobre la asignación de recursos y las decisiones de inversión no sólo asignan directamente el capital existente, sino  también, indirectamente, el trabajo y la tierra existentes. Ya en el liberalismo clásico, la libertad del mercado consiste, antes que nada, en la libertad de inversión de los capitalistas.    

Esta verdad, implícita en el liberalismo, clásico se explicita en el contemporáneo. La libertad económica, en el “orden espontáneo del mercado” de Hayek, se desnuda como la más irrestricta libre competencia entre empresas (incluso cuando resulte en la emergencia de monopolios, contra la cual el Estado no debe intervenir) y entre trabajadores (el Estado en este caso debe abolir las “prácticas monopólicas” que dificultan el funcionamiento del mercado de trabajo, suprimir el derecho laboral como derecho específico y evitar cualquier política de redistribución de ingresos). Hayek concluye su conferencia en la Sociedad Mont Pelerin de 1966 en los siguientes términos: “los principios básicos de una sociedad liberal pueden resumirse diciendo que en una sociedad de esta índole todas las funciones coercitivas del gobierno deben inspirarse en la importancia superior de lo que llamo LAS TRES GRANDES NEGACIONES: PAZ, JUSTICIA Y LIBERTAD. Para lograrlas se requiere que el gobierno, en sus funciones coercitivas, se limite a la ejecución de prohibiciones (establecidas como reglas abstractas) tales que puedan aplicarse igualmente a todos y que se limite a exigir que, según las mismas reglas uniformes, todos participen de los costos de los demás y que puedan tomar la decisión de ofrecer servicios a los ciudadanos en forma no coercitiva, con los medios materiales y las personas que para ese objeto le hayan sido puestas a su disposición”.

Ya a esta altura no debería sorprendernos, entonces, que en aquella “Ley Bases” convivan armónicamente un ataque frontal a los derechos de los trabajadores (blanqueo laboral, fondo indemnizatorio, indemnización a trabajadores no registrados, período de prueba, flexibilización y tercerización, restricción del derecho de huelga, etc.) con un régimen de incentivo a las grandes inversiones que otorga extraordinarias ventajas a las empresas (reducción o exención de impuestos, supresión de derechos de importación y exportación, incentivos cambiarios y garantía de estabilidad del marco jurídico por treinta años) en los hidrocarburos, la megaminería, la energía, la infraestructura, la tecnología, la industria forestal, la siderurgia y el turismo (siguiendo un orden previsible de puertos de desembarco de la inversión extranjera).

Y tampoco debe sorprendernos que, mientras se votaba esa “Ley Bases” adentro del Congreso, la policía reprimiera y detuviera manifestantes en los alrededores del edificio. En el liberalismo contemporáneo, no sólo la libertad del mercado se resume en la libertad de los capitalistas, sino que su libertad está por encima de cualquier otra libertad, económica o política. Incluyendo aquí, desde luego, las libertades democráticas. Von Mises justificó el fascismo en los años veinte y asesoró al gobierno austrofascista de Dollfuss a comienzos de los treinta. Hayek, su discípulo, elogió las dictaduras de Salazar en Portugal en los sesenta y la de Pinochet en Chile en los setenta. Su argumento es sencillo y es siempre el mismo: “prefiero a un dictador liberal y no a un gobierno democrático carente de liberalismo” (reportaje a Hayek en El Mercurio de Chile, 12 de abril de 1981).

También a esa mierda quiere reducir Milei la libertad. Pero aun así yo “por el poder de una palabra / vuelvo a vivir / nací para conocerte / para cantarte / Libertad”.

Libertad (Paul Eluard)

En mis cuadernos de alumno
en mi pupitre y los árboles
en la arena en la nieve
escribo tu nombre.

En todas las páginas leídas
en todas las páginas vírgenes
piedra sangre papel o cenizas
escribo tu nombre.

En las imágenes doradas
en las armas de los guerreros
en la corona de los reyes
escribo tu nombre.

En la selva y el desierto
en los nidos en las emboscadas
en el eco de mi infancia
escribo tu nombre.

En las maravillas de las noches
en el pan blanco de los días
en las estaciones enamoradas
escribo tu nombre.

En mis trapos azules
en el estanque sol enmohecido
en el lago luna viviente
escribo tu nombre.

En los campos en el horizonte
en las alas de los pájaros
en el molino de las sombras
escribo tu nombre.

En cada suspiro de la aurora
en el mar en los barcos
en la montaña desafiante
escribo tu nombre.

En la espuma de las nubes
en el sudor de las tempestades
en la lluvia menuda y fatigante
escribo tu nombre.

En las formas resplandecientes
en las campanas de colores
en la verdad física
escribo tu nombre.

En los senderos descubiertos
en los caminos recorridos
en las plazas desbordantes
escribo tu nombre.

En la lámpara que se enciende
en la lámpara que se extingue
en la casa de mi familia
escribo tu nombre.

En el fruto cortado en dos
del espejo y de mi cuarto
en la concha vacía de mi cama
escribo tu nombre.

En mi perro glotón y tierno
en sus orejas levantadas
en su pata coja
escribo tu nombre.

En el quicio de mi puerta
en los objetos familiares
en el fluir del fuego bendito
escribo tu nombre.

En toda carne concedida
en la frente de mis amigos
en cada mano que se tiende
escribo tu nombre.

En la vitrina de las sorpresas
en los labios displicentes
más allá del silencio
escribo tu nombre.

En mis refugios destruidos
en mis faros apagados
en los muros de mi tedio
escribo tu nombre.

En la ausencia sin deseo
en la soledad desnuda
en los pasos de la muerte
escribo tu nombre.

En la salud reencontrada
en el riesgo desaparecido
en la esperanza sin recuerdo
escribo tu nombre.

Y por el poder de una palabra
vuelvo a vivir

nací para conocerte
para cantarte

libertad.